Ilustración del autor



El «discurso decolonial» contemporáneo ha dejado de lado la influencia de los trabajos emprendidos hace tiempo por las primeras oleadas de pensadores poscoloniales, que trataron de analizar críticamente sus países a la luz de las luchas de liberación en las que participaron. Las ahora olvidadas primeras oleadas de pensadores anticoloniales trataron de comprender sus países de origen, y las relaciones con los imperios colonizadores, con el fin de lograr el país soñado (aunque este sea más desordenado, colorido o hediondo que las precisas utopías matemáticas de los anteproyectos europeos).

Para el pensador colonizado, la comprensión de la propia patria no era un truco de relaciones públicas para solicitar con éxito subvenciones a fondos benéficos. Los intelectuales poscoloniales más responsables de la primera ola, recelosos de los demagogos entre sus propios pueblos, trataron de examinar la condición psicológica de la persona colonizada, más allá de los estériles cánones de victimismo imaginados en Occidente por las conciencias liberales.

Los decoloniales del siglo XXI, en cambio, tratan más bien de mejorar las almas de los antiguos colonizadores acomodados, a los que ahora se suele hacer referencia como si aún estuvieran en las alturas de una potencia imperial sin mácula. Tal vez sea una forma de ilusionismo, un falso consuelo de que el plazo para hacer gestos clementes de la propia supremacía moral es un momento que aún no ha expirado de forma decisiva: una anacrónica rebelión de filántropos, expresada en la renuncia fingida al poder colonial de antaño. El ambiente recuerda un proverbio holandés provinciano, traducible vagamente como “oyeron sonar el reloj, pero no logran hallar el péndulo”.

Los burlescos carruseles contemporáneos de arrepentimiento de los liberales occidentales blancos, con frecuencia sacudidos por las acusaciones de influyentes escritores occidentales sobre la Teoría Crítica de la Raza y sus derivados, representan un renacimiento de las actitudes filocoloniales: un neocolonialismo. El filocolonialismo viene adornado con un tenor moral protestante, a semejanza de la conciencia moral de las empresas corporativas y las fundaciones filantrópicas misioneras, como la Ford Foundation, que contratan desesperadamente a representantes de las comunidades oprimidas –los condenados de la tierra de Fanon, ahora armados con maletines portátiles– para vociferar la imagen reconstruida de benevolencia incuestionable del mundo financiero.

Lo característico de la novedosa reutilización, en el siglo XXI, de la acuñación sartreana «decolonial» de la década del 60, es la forma en que actualmente se monta la puesta en escena teatral para las fundaciones filantrópicas (Ford y la Fundación Tony Blair, entre las más notorias) invitando a las clases medias altas y a las élites europeas a fingir que el colonialismo nunca llegó a su brutal y violento final. En el caso de la revolución nacional indonesia contra el imperio holandés, los recuentos más modestos se acercan a los 100.000 muertos. Los Países Bajos se negaron a reconocer oficialmente la fecha de la independencia indonesia hasta pasado el siglo XX.

Las campañas de «descolonización» del siglo XXI pasan por alto cómo a las glorias de la lucha anticolonial siguió el difícil y desafiante periodo de la poscolonia, que en términos de economía y política internacional significó el surgimiento de relaciones neocoloniales entre Occidente y lo que, en su día, se llamó «Tercer Mundo».  El atractivo de la pretensión occidental de que el colonialismo arcaico en sí –y no sus vestigios o sus patrones de pensamiento– sigue siendo un proceso ininterrumpido, exige la mano de hierro enguantada en látex de la intervención filantrópica y acciones bienintencionadas en nombre de la «sociedad civil».

Ese llamamiento es obvio no solo desde el punto de vista de quienes se benefician de nuestra era de gran filantropía: los Bill Gates, Jeff Bezos y Elon Musk. Este juego en el que fingimos que el colonialismo histórico sigue vigente, inalterado desde el cenit del imperialismo en el siglo XIX (que coincidió de forma reveladora con el moralismo victoriano y el poder de los filántropos independientes en la esfera artística y cultural), permite un protagonismo demasiado fácil, una fantasía que encarna la superioridad moral de la inocencia colectiva, en la que los operadores individuales fingen evitar heroicamente –o ser los primeros en interpretar– estos grandes desastres. El mensaje psicológico enviado por el uso en tiempo presente del término «descolonizar» oculta la negación de que estas calamidades ya han tenido lugar, ya han sido resistidas contra viento y marea, y ya han sido objeto de interpretación en un amplio corpus de trabajo, que vale la pena tomarse el tiempo de leer y discutir.

El cómodo truco de fingir que la descolonización aún no se ha producido en algún lugar de un nebuloso horizonte –preferiblemente con la ayuda de empresas filantrópicas y legiones de académicos consultores– surge en una sociedad cuyo modo de vida económico no deja tiempo para la lectura exploratoria de textos históricos anticoloniales. Los administradores de las universidades «decoloniales» no asignan presupuesto alguno para la investigación académica o independiente, así que, ¿por qué iba a molestarse nadie, aparte del pícaro autodidacta, en leer extensamente? 

A falta de tiempo para la melancolía o la meditación, el evangelio de un tardío ajuste de cuentas imperial presenta directrices y fórmulas claras y fáciles de seguir para responder, anacrónica y ahistóricamente, a las responsabilidades históricas de cada uno. Estos sortilegios de la memoria incluyen el cambio de nombre de edificios o instituciones (como el cambio de nombre del centro de arte contemporáneo Witte De Wit de Róterdam, que lleva el nombre de la calle en la que se encuentra y del marino y autor de las masacres de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales) fundados originalmente por actores históricos culpables, sin proporcionar un marcador permanente que explique por qué las ideologías dominantes de la época produjeron tales hagiografías nacionales que ennoblecían a piratas y otros empresarios del asesinato.

Así, se nos invita a hacernos selfies con los nuevos carteles de las calles que ya no llevan el nombre de piratas del siglo XVII, ignorando si el mineral de columbita-tantalita (utilizado en los procesadores de nuestros smartphones) fue extraído por el trabajo de niños congoleños.

La decepción ante el autoritarismo de los regímenes poscoloniales se convirtió en una fuerza animadora de los ensayos y la producción de los intelectuales de las antiguas colonias. Muchos de estos veteranos, frustrados con las revueltas anticoloniales, empezaron a analizar la psique y los procesos de pensamiento poscoloniales de sus pueblos, produciendo tratados y comentarios que, irónicamente, los evangelistas «decoloniales» de hoy en día pasan por alto o descontextualizan. Hubo críticos de Jomo Kenyatta que trataron de explicar las raíces de su corrupción, o cuestionaron su desmedida campaña nacional para revivir la tradición tribal gikuyu de la mutilación genital femenina como orgullosa reivindicación de las identidades precoloniales de Kenia. A Kenyatta no le faltaron críticos nacionales, a los que a su vez persiguió, entre ellos antiguos luchadores por la independencia, como el novelista Ngugi Wathiong’o. Y hubo perseguidos por los dictadores poscoloniales nigerianos como el novelista Wole Soyinka, quien admitió su obsesión por estudiar “la bota opresora y la irrelevancia del color del pie que la calza”.

El tunecino Albert Memmi, un comunista que se resistió tanto al colonialismo francés como al régimen poscolonial de Habib Bourguiba, exploró en sus ensayos y novelas los dilemas de pertenecer a la minoría árabe judía en el mundo musulmán. El autor de Retrato de un hombre colonizado y La liberación del judío se negó a permitir que sus experiencias de persecución, posteriores a la independencia, le llevaran por el camino de la nostalgia filocolonial, tan común entre sus compatriotas, especialmente entre la clase media tunecina.

¿Quién representa hoy a las víctimas del colonialismo, sobre todo después de que los regímenes autóctonos apoyados por Occidente durante la época de los golpes de estado que ensangrentaron los años 70 y 80 con juntas militares similares, se extendieran por todo el Sur del mundo, en países tan diferentes cultural y etnográficamente como los de los Andes, la mayor parte de África y el Sudeste Asiático? ¿Desearán los beneficiarios de estas dictaduras cívico-militares, o sus víctimas desaparecidas, ser receptores de cheques que pasen por «reparaciones»?

Tal vez encontremos un argumento sólido, parcialmente basado en análisis materialistas, para considerar que el «colonialismo» sigue existiendo. En efecto, el establishment neoconservador de la política exterior de EE.UU. y las IFI (Instituciones Financieras Internacionales) desde 1989 ha hecho retroceder radicalmente el reloj en lo que respecta al progreso poscolonial experimentado por lo que las propias IFI rebautizaron como “el mundo en desarrollo”, en el espíritu de una nueva corrección política. El regreso de los aspirantes a herederos del colonialismo en comunidades de expatriados corporativos en países como Surinam, y la distorsión de todos los avances en los sectores públicos y las instituciones soberanas de los antiguos países colonizados, han permitido, en efecto, que los viejos patrones coloniales de pensamiento y acción resurjan más allá de lo meramente atávico.

Sin embargo, no reconocer los logros de épocas anteriores, y de la soberanía experimentada por estos países rebeldes, simplemente refuerza el revisionismo histórico que acompaña a la «destrucción creativa» promovida por el sistema financiero. Tal pensamiento reduccionista socava la herencia de las luchas populares pasadas, y cómo estas se ganaron con sacrificio colectivo, ayudado por las reflexiones de individuos poco comunes, muchos de los cuales murieron como mártires, y bastante jóvenes.

Lo ideal sería que los antiguos beneficiarios del colonialismo comprendieran mejor la magnitud de la historia colonial y neocolonial, lo que permitiría y alentaría un auténtico internacionalismo actual. Pero la industria artesanal decolonial da prioridad a los monólogos de reconciliación nacional (de las élites) con las minorías de color, por encima de cualquier tipo de internacionalismo, idea esta última que los triunfantes técnicos de la diversidad consideran un polvoriento residuo de una época pasada. Estas campañas obedecen a un impulso filocolonial, reacio a explorar auténticamente lo que realmente motivó la resistencia histórica contra la invasión, el saqueo y la alienación. En lugar de esforzarse por comprender a las antiguas colonias, los regímenes de decolonialidad boutique sacan a los movimientos emancipadores de sus contextos ideológicos, históricos e internacionales, utilizando una lectura selectiva de la historia para fomentar un repliegue nacional entre las élites de las antiguas sociedades colonizadas.

Muchos de los que resistieron al colonialismo también lucharon por los valores de la investigación, la libertad de expresión y la dialéctica, que no deberían considerarse un mero privilegio de los liberales occidentales clásicos. En palabras de Amílcar Cabral: “No nos contamos mentiras, no pretendemos victorias fáciles”.


¿Ex imperio, o un imperio con Alzheimer?

Los informes sobre cómo los administradores de Recursos Humanos de la Universidad de Leicester justificaron recientemente la supresión de Chaucer (precursor de Shakespeare y máximo exponente de la poesía inglesa) y otros cursos de literatura invocando la «decolonialidad», apenas suscitan un encogimiento de hombros. En casos como este, es cada vez más frecuente que el verbo «descolonizar» se convierta en una palabra clave de Recursos Humanos, un lenguaje de gestión para «aplicar la austeridad» reduciendo la educación pública. Ningún crítico de estos incidentes señaló que el bardo Chaucer escribió sobre una Gran Bretaña precolonial, artúrica, lo que permitiría importantes comparaciones de las tradiciones medievales (por ende, precoloniales y precapitalistas) de Chaucer con, por ejemplo, las tradiciones juglares errantes de la India.

A pesar de estos abusos grotescos del discurso anticolonial, podemos celebrar el hecho de que los debates sobre la historia colonial hayan alcanzado una popularidad largamente esperada en la corriente dominante. Con cualquier cambio cultural dinámico surgen nuevas oportunidades y problemas. Es tentador sentirse satisfecho con los halagos de enemigos poderosos, ahora desesperados por ponerse al día tras haberse quedado sin ideas, mientras instituciones corporativas y gubernamentales, desde la CIA hasta TikTok, consagran la contracultura de ayer.

Con el espíritu «decolonial» en particular, llega la probabilidad de que la información sea adulterada o manipulada por modas tendenciosas, como las renovadas guerras culturales, ya que estas amenazan interferir con el objetivo de invitar a las generaciones más jóvenes a reflexionar sobre el colonialismo histórico, en lugar de repetir las mantras empresariales de «auto-empoderamiento» y los eslóganes de la censura casual.

El actual Zeitgeist «decolonial» de agitación no ofrece tanto una respuesta a la necesidad de educación sobre la historia colonial, sino que revela los resultados retardados y explosivos de que Occidente se haya negado, o haya renunciado por completo, a construir las herramientas cognitivas para interpretar el resto del mundo, desde que los europeos perdieron la mayor parte de sus territorios de ultramar hace medio siglo. El «orientalismo» académico (hecho tristemente célebre por la crítica seminal de Edward Said) englobaba la búsqueda sedienta, por parte de los intelectuales imperiales, de información sobre las tierras y los pueblos bajo dominio. El «orientalismo» encarnaba una lucha occidental por el saber, en una competencia bélica con un continente de mayor antigüedad: Asia.

Lamentablemente, con el declive de los imperios europeos, el orientalismo no se convirtió en poscolonial o internacionalista, sino que simplemente se desvaneció en su curiosidad, despojado de los anteriores impulsos románticos que inspiraron a los pintores y poetas orientalistas (como Delacroix, Goethe, Emerson y, quizás como adiciones tardías, Pound y  Jorge Luis Borges).

En nuestro mundo cada vez más fragmentado y globalizado, Occidente ha perdido su dominio absoluto, junto con parte de su memoria: un imperio con Alzheimer. (Ahora pueden librarse de Chaucer, cuya prosodia rimada era, como toda la poesía oral, un recurso mnemotécnico para recordar.) Dependientes en gran medida de los vínculos con la industria y el capital asiáticos, al tiempo que albergan poblaciones inmigrantes vitales para la mano de obra nacional, los países occidentales ya no pueden permitirse el lujo de descuidar sus interrelaciones e interdependencia con las ex colonias. Pero los traumas de la subyugación colonial perduran vívidamente en muchas naciones anteriormente colonizadas, a pesar del encanto opioide de la amnesia. Tras la muerte del nacionalismo poscolonial –que fomentaba industrias en África, en Asia y hasta en el Caribe– las dependencias mutuas de estos grupos enajenados producen negociaciones cada vez más penosas e incómodas, que conducen a socavar aún más la coherencia interna y moral de cualquiera de ellos.


La descolonización histórica vs. el burlesque «decolonial»

Una generación de revolucionarios independentistas de África, Asia, América y el Caribe se propuso seguir la exhortación de Marx –aquella de que “los filósofos se han dedicado hasta ahora a interpretar el mundo; nuestra tarea es cambiarlo”–, en su lucha por alterar su realidad nacional. Derrocaron a los colonizadores, sólo para ser brutalmente castigados por las oligarquías nacionales que apoyaban a los regímenes poscoloniales. Tras la descolonización, las élites occidentales, apesadumbradas por haber perdido el jardín del Edén del que primero se apoderó la piratería, decidieron dejar de interpretar ese mundo cambiado, posterior a la independencia, y en su lugar revisitar imágenes selectas y congeladas de un empíreo.

Los acontecimientos culturales que condujeron al «Gran Despertar» del verano de 2020 en el Reino Unido y Angloamérica –como los rituales de lavado de pies y de paño tradicional africano kente de Biden y Nancy Pelosi– revelan cómo los éxtasis cuasi-religiosos y los rituales de ajuste de cuentas se convierten en vías de escape más atractivas para aquellos que no quieren embarcarse en un verdadero período de reflexión sobre información nueva y confrontadora. 

Pero la incoherencia que resulta de la cobardía, si no se cuestiona, puede conducir a la locura.

“¡Descolonizar Ucrania!”, reza el eslogan de varias conferencias belicistas pro-OTAN, mientras que los propagandistas ucranianos llenan las páginas de Foreign Policy, Project Syndicate (revista de la Fundación Open Society de la dinastía Soros) y otras publicaciones consultadas por la élite de la seguridad global con gritos que explican por qué los poetas y escritores rusos exudan una endemoniada tendencia colonizadora-patriarcal.

“El Sur Global” es como llamamos a las ex colonias de la Tierra, y lo que solíamos denominar “el Tercer Mundo”, hasta que la ideología de Frantz Fanon pasó de moda. Muchos de ellos tienen un complejo tapiz social resultado de la mezcla a fondo de diferentes etnias, en violación de las normas y tabúes arcaicos que antaño sancionaban tal mestizaje. La mezcla sigue siendo una parte importante de la identidad nacional en la mayoría de las antiguas colonias y en casi cualquier estado americano que no sea Estados Unidos. La palabra que utilizó el poeta y filósofo martiniqués Édouard Glissant para referirse a este caleidoscopio –que él celebraba en contraste con el esencialismo negro de su colega revolucionario negro Aimé Césaire– era creolité. Las ideas de la creolité de Glissant son tan incompatibles con los consultores y consejeros del vasallaje tecno-feudal que montan sus tiendas en los departamentos de Recursos Humanos, como lo sería un pescador martiniqués negro de ojos celestes. Resulta sorprendente que destacados activistas antirracistas europeos hayan elegido las sociedades de Angloamérica como abanderadas y modelos a seguir: uno pensaría que ellos podrían aprender algo de los trópicos en materia de reconciliación interracial o sexualidad.

Los activistas e intelectuales europeos «decoloniales» tienden a renunciar a cualquier referencia a los filósofos comunistas africanos y, en su lugar, invocan con frecuencia a celebridades norteamericanas que se han convertido en funcionarios de las campañas del Partido Demócrata clintonista, como Ibram X. Kendi y Ta-Nehisi Coates, íconos del movimiento cuasi-religioso de los asesores RH.  Podemos hablar de una «colonización dentro de la decolonialidad» en curso, y de una supresión del pensamiento del período poscolonial.

Arturo Desimone