Detalle de Caperucita Roja y el Lobo en el bosque, de Carl Larsson. Óleo sobre lienzo, 1881.
Reunimos aquí seis versiones del cuento de Caperucita Roja, cuatro en prosa y dos en verso. Las dos primeras, el “Cuento de la Abuela” y “La Falsa Abuela”, pertenecen al folclore europeo. Son tradiciones orales campesinas de Francia e Italia, jocosas y desinhibidas, surgidas en tiempos inmemoriales, en la Edad Media, recopiladas o recreadas muchos siglos después por folcloristas o escritores de la modernidad contemporánea. La tercera versión es la recreación literaria –estilizada, culta y moralizante– que el francés Charles Perrault realizó en el siglo XVII, bajo el reinado absolutista de Luis XIV, para un público aristocrático femenino. El cuarto cuento es la clásica y canónica adaptación infantil –en clave burguesa y didáctica– de los hermanos Grimm, pergeñada a principios del siglo XIX, al calor del romanticismo alemán. Las dos últimas versiones son adaptaciones poéticas contemporáneas: la de Gabriela Mistral y Roald Dahl. Hallarán referencias detalladas y comentarios críticos a todos estos textos en el ensayo de Federico Mare “Una lectura política de Caperucita Roja”, que hemos publicado en paralelo dentro de la sección cultural Nocturlabio. Como no todos los textos de esta compilación son para niños y niñas, hemos optado por incluirlos en Naglfar, la sección literaria general, en vez Barquito de Papel, la sección literaria específicamente infantil.
El dibujo que sigue es When she got to the Wood, she met a Wolf, de Arthur Rackham, para una célebre edición inglesa ilustrada a color de los cuentos de hadas de los hermanos Grimm: The Fairy Tales of the Brothers Grimm (Londres, Constable & Co., 1909).

CUENTO DE LA ABUELA
(Tradición oral de Francia)
Había una mujer que acababa de cocer pan. Le dijo a su hija:
—Ve a llevarle esta hogaza calentita y esta botella de leche a tu abuelita.
Y la niña partió. En la encrucijada se topó con un bzou, que le dijo:
—¿Adónde vas?
—Le llevo esta hogaza calentita y esta botella de leche a mi abuelita.
—¿Qué camino tomarás? –le preguntó el bzou–. ¿El de las agujas o el de los alfileres?
—El camino de las agujas, le dijo la niña.
—Vale, entonces yo tomaré el de los alfileres.
La pequeña niña se distrajo recogiendo agujas. Mientras tanto, el hombre lobo llegó a la casa de la abuela, la mató y puso un poco de su carne en la despensa y una botella de su sangre en el estante. La niña llegó y llamó a la puerta.
—Empuja –dijo el bzou–. Está cerrada con paja mojada.
—Buenos días, abuelita. Te traigo una hogaza calentita y una botella de leche.
—Ponlo en la despensa, mi niña. Coge la carne que está allí, y bebe de la botella de vino que hay sobre el estante.
Mientras ella comía, un pequeño gato decía:
—¡Que puerca! Se come la carne de su abuela y se bebe su sangre.
—Desvístete, mi niña –dijo el hombre lobo– y échate aquí, junto a mí.
—¿Dónde dejo el delantal?
—Tíralo al fuego, mi niña, ya no te va a hacer ninguna falta.
Y cada vez que le preguntaba dónde dejaba todas sus otras prendas, el corpiño, el vestido, las enaguas, las largas medias, el bzou respondía:
—Tíralas al fuego, mi niña, no las necesitarás nunca más.
Cuando se tumbó en la cama, la niña dijo:
—Ay, abuelita, ¡qué peluda eres!
—Así no paso frío, mi niña.
—Ay, abuelita, ¡qué uñas tan largas tienes!
—Así me rasco mejor, mi niña.
—Ay, abuelita, ¡qué hombros tan anchos tienes!
—Así puedo cargar la leña para el fuego, mi niña.
—Ay, abuelita, ¡qué orejas tan grandes tienes!
—Así te oigo mejor, mi niña.
—Ay, abuelita, ¡qué agujeros de la nariz tan grandes tienes!
—Así aspiro mejor el aroma de mi tabaco, mi niña.
—Ay, abuelita, ¡qué boca tan grande tienes!
—Es para comerte mejor, mi niña.
—¡Oh abuelita, me vinieron ganas de hacer caca. Déjame salir.
—Mejor haz caca en la cama, mi niña.
—Ay, no, abuelita, quiero ir fuera.
—De acuerdo, pero no tardes mucho.
El bzou le ató un cordón de lana al pie y la dejó salir. Cuando la niña estuvo fuera, ató el cordón a un ciruelo que había en el jardín. El hombre lobo se impacientó y dijo:
—¿Estás haciendo mucho? ¿Estás cagando?
Cuando vio que no le respondía nadie, salió de la cama de un salto y vio que la niña había escapado. La siguió pero llegó a su casa justo cuando ella cerraba la puerta tras de sí, poniéndose a salvo.
LA FALSA ABUELA
(Tradición oral de Italia – Recreación de Italo Calvino)
Una madre tenía que cerner la harina. Mandó a su hija a casa de la abuela para que le prestara el cedazo. La niña preparó la canastita con la merienda: rosquillas y pan con aceite; y se puso en camino.
Llegó al río Jordán.
—Río Jordán, ¿me dejarás pasar?
—Sí, si me das tus rosquillas.
Al río Jordán le gustaban las rosquillas y se divertía haciéndolas girar en sus remolinos.
La niña arrojó las rosquillas al río y el río abrió sus aguas y la dejó pasar.
La niña llegó a la Puerta Rastrillo.
—Puerta Rastrillo, ¿me dejarás pasar?
—Sí, si me das tu pan con aceite.
A la Puerta Rastrillo le gustaba el pan con aceite, porque tenía los goznes herrumbrados y el pan con aceite se los lubricaba.
La niña le dio el pan con aceite y la puerta de abrió y la dejó pasar.
Llegó a casa de la abuela, pero la puerta estaba cerrada.
—Abuela, abuela, ven a abrirme.
—Estoy en la cama, enferma. Entra por la ventana.
—Está muy alta.
—Entra por la gatera.
—Es muy angosta.
—Entonces espera.
Cogió una cuerda y la tiró por la ventana. El cuarto estaba a oscuras. En la cama estaba la Ogresa, no la abuela, porque a la abuela se la había comido la Ogresa, enterita de la cabeza a los pies, salvo los dientes, que había puesto a cocer en una ollita, y las orejas, que había puesto a freír en una sartén.
—Abuela, mamá quiere el cedazo.
—Ahora es tarde. Mañana te lo doy. Ven a acostarte.
—Abuela, tengo hambre. Primero quiero cenar.
—Come las habichuelas que hay en la olla.
En la olla estaban los dientes. La niña revolvió con la cuchara y dijo:
—Abuela, están muy duras.
—Entonces cómete los buñuelos que hay en la sartén.
En la sartén estaban las orejas. La niña las tocó con el tenedor y dijo:
—Abuela, no están crujientes.
—Entonces, ven a acostarte. Comerás mañana. La niña se acostó junto a la abuela. Le tocó una mano y dijo:
—¿Por qué tienes las manos tan peludas, abuela?
—Porque llevaba muchos anillos en los dedos.
Le tocó el pecho.
—¿ Por qué tienes el pecho tan peludo, abuela?
—Porque llevaba muchos collares en el cuello.
Le tocó las caderas.
—¿Por qué tienes las caderas tan peludas, abuela?
—Porque llevaba un corsé muy apretado.
Le tocó la cola y pensó que la abuela no había tenido nunca cola ni peluda ni sin pelos. Ésa debía de ser la Ogresa, no la abuela. Entonces dijo:
—Abuela no puedo dormirme si primero no voy a hacer una necesidad.
—Ve al establo –dijo la abuela–. Yo te bajo por la claraboya y después te subo.
La ató con la cuerda y la bajó al establo. En cuanto llegó abajo la niña se desató y sujetó la cuerda a una cabra.
—¿Has terminado? –dijo la abuela.
—Un momentito.
Terminó de atar la cabra.
—Sí, terminé. Álzame.
La Ogresa tira y tira y la niña se pone a gritar:
—¡Ogresa peluda! ¡Ogresa peluda!
Abre el establo y sale corriendo. La Ogresa tira y sube la cabra. Salta de la cama y corre detrás de la niña.
A la Puerta Rastrillo la Ogresa le gritó de lejos:
—¡Puerta Rastrillo, no la dejas pasar!
Pero la puerta rastrillo dijo:
—Porque me dio pan con aceite, la dejo pasar. Al Río Jordán la Ogresa le gritó:
—¡Río Jordan, no la dejas pasar!
Pero el Río Jordán dijo:
—Porque me dio rosquillas, la dejo pasar.
Cuando la Ogresa quiso pasar, el Río Jordán no abrió las aguas y la corriente la arrastró. Desde la orilla la niña le hacía muecas de burla.
CUENTO DE CHARLES PERRAULT
(Primera versión literaria o culta)
Había una vez una niñita en un pueblo, la más bonita que jamás se hubiera visto; su madre estaba enloquecida con ella y su abuela mucho más todavía. Esta buena mujer le había mandado hacer una caperucita roja y le sentaba tan bien que todos la llamaban Caperucita Roja. Un día su madre, habiendo cocinado unas tortas, le dijo.
—Anda a ver cómo está tu abuela, pues me dicen que ha estado enferma; llévale una torta y este tarrito de mantequilla.
Caperucita Roja partió en seguida a ver a su abuela que vivía en otro pueblo. Al pasar por un bosque, se encontró con el compadre lobo, que tuvo muchas ganas de comérsela, pero no se atrevió porque unos leñadores andaban por ahí cerca. Él le preguntó a dónde iba. La pobre niña, que no sabía que era peligroso detenerse a hablar con un lobo, le dijo:
—Voy a ver a mi abuela, y le llevo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
—¿Vive muy lejos? –le dijo el lobo.
—¡Oh, sí! –dijo Caperucita Roja–. Más allá del molino que se ve allá lejos, en la primera casita del pueblo.
—Pues bien –dijo el lobo–, yo también quiero ir a verla; yo iré por este camino, y tú por aquél, y veremos quién llega primero.
El lobo partió corriendo a toda velocidad por el camino que era más corto y la niña se fue por el más largo entreteniéndose en coger avellanas, en correr tras las mariposas y en hacer ramos con las florecillas que encontraba. Poco tardó el lobo en llegar a casa de la abuela; golpea: Toc, toc.
—¿Quién es?
—Es su nieta, Caperucita Roja –dijo el lobo, disfrazando la voz–, le traigo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía. La cándida abuela, que estaba en cama porque no se sentía bien, le gritó:
—Tira de la aldaba y el cerrojo caerá. El lobo tiró de la aldaba, y la puerta se abrió. Se abalanzó sobre la buena mujer y la devoró en un santiamén, pues hacía más de tres días que no comía. En seguida cerró la puerta y fue a acostarse en el lecho de la abuela, esperando a Caperucita Roja quien, un rato después, llegó a golpear la puerta: Toc, toc.
—¿Quién es?
Caperucita Roja, al oír la ronca voz del lobo, primero se asustó, pero creyendo que su abuela estaba resfriada, contestó:
—Es su nieta, Caperucita Roja, le traigo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
El lobo le gritó, suavizando un poco la voz:
—Tira de la aldaba y el cerrojo caerá.
Caperucita Roja tiró de la aldaba y la puerta se abrió. Viéndola entrar, el lobo le dijo, mientras se escondía en la cama bajo la frazada:
—Deja la torta y el tarrito de mantequilla en la repisa y ven a acostarte conmigo.
Caperucita Roja se desviste y se mete a la cama y quedó muy asombrada al ver la forma de su abuela en camisa de dormir. Ella le dijo:
—Abuela, ¡qué brazos tan grandes tienes!
—Es para abrazarte mejor, hija mía.
—Abuela, ¡qué piernas tan grandes tiene!
—Es para correr mejor, hija mía.
Abuela, ¡qué orejas tan grandes tiene!
—Es para oírte mejor, hija mía.
—Abuela, ¡qué ojos tan grandes tiene!
—Es para verte mejor, hija mía.
—Abuela, ¡qué dientes tan grandes tiene!
—¡Para comerte mejor!
Y diciendo estas palabras, este lobo malo se abalanzó sobre Caperucita Roja y se la comió.
Moraleja
Aquí vemos que la adolescencia,
en especial las señoritas,
bien hechas, amables y bonitas
no deben a cualquiera oír con complacencia,
y no resulta causa de extrañeza
ver que muchas del lobo son la presa.
Y digo el lobo, pues bajo su envoltura
no todos son de igual calaña:
Los hay con no poca maña,
silenciosos, sin odio ni amargura,
que en secreto, pacientes, con dulzura
van a la siga de las damiselas
hasta las casas y en las callejuelas;
más, bien sabemos que los zalameros
entre todos los lobos ¡ay! son los más fieros.
CUENTO DE LOS HERMANOS GRIMM
(Versión clásica)
Había una vez una adorable niña que era querida por todo aquél que la conociera, pero sobre todo por su abuelita, y no quedaba nada que no le hubiera dado a la niña. Una vez le regaló una pequeña caperuza o gorrito de un color rojo, que le quedaba tan bien que ella nunca quería usar otra cosa, así que la empezaron a llamar Caperucita Roja. Un día su madre le dijo:
—Ven, Caperucita Roja, aquí tengo un pastel y una botella de vino, llévaselas en esta canasta a tu abuelita que esta enfermita y débil y esto le ayudará. Vete ahora temprano, antes de que caliente el día, y en el camino, camina tranquila y con cuidado, no te apartes de la ruta, no vayas a caerte y se quiebre la botella y no quede nada para tu abuelita. Y cuando entres a su dormitorio no olvides decirle, «Buenos días». Ah, y no andes curioseando por todo el aposento.
—No te preocupes, haré bien todo –dijo Caperucita Roja, y tomó las cosas y se despidió cariñosamente.
La abuelita vivía en el bosque, como a un kilómetro de su casa. Y no más había entrado Caperucita Roja en el bosque, siempre dentro del sendero, cuando se encontró con un lobo. Caperucita Roja no sabía que esa criatura pudiera hacer algún daño, y no tuvo ningún temor hacia él.
—Buenos días, Caperucita Roja –dijo el lobo.
—Buenos días, amable lobo.
—¿Adonde vas tan temprano, Caperucita Roja?
—A casa de mi abuelita.
—¿Y qué llevas en esa canasta?—Pastel y vino. Ayer fue día de hornear, así que mi pobre abuelita enferma va a tener algo bueno para fortalecerse.
—¿Y adonde vive tu abuelita, Caperucita Roja?
—Como a medio kilómetro más adentro en el bosque. Su casa está bajo tres grandes robles, al lado de unos avellanos. Seguramente ya los habrás visto –contestó inocentemente Caperucita Roja.
El lobo se dijo en silencio a sí mismo: «¡Qué criatura tan tierna! qué buen bocadito, y será más sabroso que esa viejita. Así que debo actuar con delicadeza para obtener a ambas fácilmente».
Entonces acompañó a Caperucita Roja un pequeño tramo del camino y luego le dijo:
—Mira Caperucita Roja, que lindas flores se ven por allá, ¿por qué no vas y recoges algunas? Y yo creo también que no te has dado cuenta de lo dulce que cantan los pajaritos. Es que vas tan apurada en el camino como si fueras para la escuela, mientras que todo el bosque está lleno de maravillas.
Caperucita Roja levantó sus ojos, y cuando vio los rayos del sol danzando aquí y allá entre los árboles, y vio las bellas flores y el canto de los pájaros, pensó: «Supongo que podría llevarle unas de estas flores frescas a mi abuelita y que le encantarán. Además, aún es muy temprano y no habrá problema si me atraso un poquito, siempre llegaré a buena hora».
Y así, ella se salió del camino y se fue a cortar flores. Y cuando cortaba una, veía otra más bonita, y otra y otra, y sin darse cuenta se fue adentrando en el bosque. Mientras tanto el lobo aprovechó el tiempo y corrió directo a la casa de la abuelita y tocó a la puerta.
—¿Quién es? –preguntó la abuelita.
—Caperucita Roja –contestó el lobo.
—Traigo pastel y vino. Ábreme, por favor.
—Mueve la cerradura y abre tú –gritó la abuelita–. Estoy muy débil y no me puedo levantar.
El lobo movió la cerradura, abrió la puerta, y sin decir una palabra más, se fue directo a la cama de la abuelita y de un bocado se la tragó. Y enseguida se puso ropa de ella, se colocó un gorro, se metió en la cama y cerró las cortinas.
Mientras tanto, Caperucita Roja se había quedado colectando flores, y cuando vio que tenía tantas que ya no podía llevar más, se acordó de su abuelita y se puso en camino hacia ella. Cuando llegó, se sorprendió al encontrar la puerta abierta, y al entrar a la casa, sintió tan extraño presentimiento que se dijo para sí misma: «¡Oh Dios! que incómoda me siento hoy, y otras veces que me ha gustado tanto estar con abuelita». Entonces gritó:
—¡Buenos días! –pero no hubo respuesta, así que fue al dormitorio y abrió las cortinas. Allí parecía estar la abuelita con su gorro cubriéndole toda la cara, y con una apariencia muy extraña.
—¡!Oh, abuelita! –dijo–, qué orejas tan grandes que tienes.
—Es para oírte mejor, mi niña –fue la respuesta.
—Pero abuelita, qué ojos tan grandes que tienes.
—Son para verte mejor, querida.
—Pero abuelita, qué brazos tan grandes que tienes.
—Para abrazarte mejor.
—Y qué boca tan grande que tienes.
—Para comerte mejor.
Y no había terminado de decir lo anterior, cuando de un salto salió de la cama y se tragó también a Caperucita Roja.
Entonces el lobo decidió hacer una siesta y se volvió a tirar en la cama, y una vez dormido empezó a roncar fuertemente. Un cazador que por casualidad pasaba en ese momento por allí, escuchó los fuertes ronquidos y pensó, «¡Cómo ronca esa viejita! Voy a ver si necesita alguna ayuda». Entonces ingresó al dormitorio, y cuando se acercó a la cama vio al lobo tirado allí.
—¡Así que te encuentro aquí, viejo pecador! –dijo él–. ¡Hacía tiempo que te buscaba!
Y ya se disponía a disparar su arma contra él, cuando pensó que el lobo podría haber devorado a la viejita y que aún podría ser salvada, por lo que decidió no disparar. En su lugar tomó unas tijeras y empezó a cortar el vientre del lobo durmiente. En cuanto había hecho dos cortes, vio brillar una gorrita roja, entonces hizo dos cortes más y la pequeña Caperucita Roja salió rapidísimo, gritando:
–¡Qué asustada que estuve, qué oscuro que está ahí dentro del lobo!
Y enseguida salió también la abuelita, vivita, pero que casi no podía respirar. Rápidamente, Caperucita Roja trajo muchas piedras con las que llenaron el vientre del lobo. Y cuando el lobo despertó, quizo correr e irse lejos, pero las piedras estaban tan pesadas que no soportó el esfuerzo y cayó muerto.
Las tres personas se sintieron felices. El cazador le quitó la piel al lobo y se la llevó a su casa. La abuelita comió el pastel y bebió el vino que le trajo Caperucita Roja y se reanimó. Pero Caperucita Roja solamente pensó: «Mientras viva, nunca me retiraré del sendero para internarme en el bosque, cosa que mi madre me había ya prohibido hacer».
También se dice que otra vez que Caperucita Roja llevaba pasteles a la abuelita, otro lobo le habló, y trató de hacer que se saliera del sendero. Sin embargo Caperucita Roja ya estaba a la defensiva, y siguió directo en su camino. Al llegar, le contó a su abuelita que se había encontrado con otro lobo y que la había saludado con «buenos días», pero con una mirada tan sospechosa, que si no hubiera sido porque ella estaba en la vía pública, de seguro que se la hubiera tragado.
—Bueno –dijo la abuelita–. Cerraremos bien la puerta, de modo que no pueda ingresar.
Luego, al cabo de un rato, llegó el lobo y tocó a la puerta y gritó:
—¡Abre abuelita que soy Caperucita Roja y te traigo unos pasteles!
Pero ellas callaron y no abrieron la puerta, así que aquel hocicón se puso a dar vueltas alrededor de la casa y de último saltó sobre el techo y se sentó a esperar que Caperucita Roja regresara a su casa al atardecer para entonces saltar sobre ella y devorarla en la oscuridad. Pero la abuelita conocía muy bien sus malas intenciones. Al frente de la casa había una gran olla, así que le dijo a la niña:
—Mira Caperucita Roja, ayer hice algunas ricas salsas, por lo que trae con agua la cubeta en las que las cociné, a la olla que está afuera.
Y llenaron la gran olla a su máximo, agregando deliciosos condimentos. Y empezaron aquellos deliciosos aromas a llegar a la nariz del lobo, y empezó a aspirar y a caminar hacia aquel exquisito olor. Y caminó hasta llegar a la orilla del techo y estiró tanto su cabeza que resbaló y cayó de bruces exactamente al centro de la olla hirviente, ahogándose y cocinándose inmediatamente. Y Caperucita Roja retornó segura a su casa y en adelante siempre se cuidó de no caer en las trampas de los que buscan hacer daño.
POEMA CAPERUCITA ROJA, DE GABRIELA MISTRAL
Caperucita Roja visitará a la abuela
que en el poblado próximo sufre de extraño mal.
Caperucita Roja, la de los rizos rubios,
tiene el corazoncito tierno como un panal.
A las primeras luces ya se ha puesto en camino
y va cruzando el bosque con un pasito audaz.
Sale al paso Maese Lobo, de ojos diabólicos.
«Caperucita Roja, cuéntame adónde vas».
Caperucita es cándida como los lirios blancos.
«Abuelita ha enfermado. Le llevo aquí un pastel
y un pucherito suave, que se derrama en juego.
¿Sabes del pueblo próximo? Vive en la entrada de él».
Y ahora, por el bosque discurriendo encantada,
recoge bayas rojas, corta ramas en flor,
y se enamora de unas mariposas pintadas
que la hacen olvidarse del viaje del Traidor…
El Lobo fabuloso de blanqueados dientes,
ha pasado ya el bosque, el molino, el alcor,
y golpea en la plácida puerta de la abuelita,
que le abre. (A la niña ha anunciado el Traidor.)
Ha tres días la bestia no sabe de bocado.
¡Pobre abuelita inválida, quién la va a defender!
… Se la comió riendo toda y pausadamente
y se puso en seguida sus ropas de mujer.
Tocan dedos menudos a la entornada puerta.
De la arrugada cama dice el Lobo: «¿Quién va?»
La voz es ronca. «Pero la abuelita está enferma»
la niña ingenua explica. «De parte de mamá».
Caperucita ha entrado, olorosa de bayas.
Le tiemblan en la mano gajos de salvia en flor.
«Deja los pastelitos; ven a entibiarme el lecho».
Caperucita cede al reclamo de amor.
De entre la cofia salen las orejas monstruosas.
«¿Por qué tan largas?», dice la niña con candor.
Y el velludo engañoso, abrazado a la niña:
«¿Para qué son tan largas? Para oírte mejor».
El cuerpecito tierno le dilata los ojos.
El terror en la niña los dilata también.
«Abuelita, decidme: ¿por qué esos grandes ojos?»
«Corazoncito mío, para mirarte bien…»
Y el viejo Lobo ríe, y entre la boca negra
tienen los dientes blancos un terrible fulgor.
«Abuelita, decidme: ¿por qué esos grandes dientes?»
«Corazoncito, para devorarte mejor…»
Ha arrollado la bestia, bajo sus pelos ásperos,
el cuerpecito trémulo, suave como un vellón;
y ha molido las carnes, y ha molido los huesos,
y ha exprimido como una cereza el corazón…
POEMA CAPERUCITA ROJA Y EL LOBO, DE ROALD DAHL
Estando una mañana haciendo el bobo
le entró un hambre espantosa al señor Lobo,
así que, para echarse algo a la muela,
se fue corriendo a casa de la Abuela.
“¿Puedo pasar señora?”, preguntó.
La pobre anciana, al verlo, se asustó
pensando:
“¡Este me come de un bocado!”
Y, claro, no se había equivocado:
se convirtió la Abuela en alimento
en menos tiempo del que aquí te cuento.
Lo malo es que era flaca y tan huesuda
que al Lobo no le fue de gran ayuda:
“Sigo teniendo un hambre aterradora…
¡Tendré que merendarme otra señora!”
Y al no encontrar ninguna en la nevera,
gruñó con impaciencia aquella fiera:
“¡Esperaré sentado hasta que vuelva
Caperucita Roja de la selva!”
–que así llamaba al bosque la alimaña,
creyéndose en Brasil y no en España–.
Y porque no se viera su fiereza,
se disfrazó de abuela con presteza,
se dio laca en las uñas y en el pelo,
se puso la gran falda gris de vuelo,
zapatos, sombrerito, una chaqueta
y se sentó en espera de la nieta.
Llegó por fin Caperucita a mediodía
y dijo: “¿Cómo estás abuela mía?
Por cierto, ¡me impresionan tus orejas!”
“Para mejor oírte, que las viejas somos
un poco sordas”.
“¡Abuelita, qué ojos tan grandes tienes!”.
“Claro, hijita, son las lentillas nuevas que
me ha puesto para que pueda verte Don
Ernesto el oculista”,
dijo el animal
mirándola con gesto angelical,
mientras se le ocurría que la chica
iba a saberle mil veces más rica
que el rancho precedente. De repente
Caperucita dijo: “¡Qué imponente
abrigo de piel llevas este invierno!”
El Lobo, estupefacto, dijo: “¡Un cuerno!”
O no sabes el cuento o tú me mientes:
¡Ahora te toca hablarme de mis dientes!
¿Me estás tomando el pelo…? Oye,
mocosa,
te comeré ahora mismo y a otra cosa”.
Pero ella se sentó en canapé
y se sacó un revólver del corsé,
con calma apuntó bien a la cabeza
Y –¡pam!– allí cayó la buena pieza.
Al poco tiempo vi a Caperucita
cruzando por el bosque… ¡Pobrecita!
¿Sabéis lo que llevaba la infeliz?
pues nada menos que una sobrepelliz
que a mí me pareció de piel de un lobo
que estuvo una mañana haciendo el bobo.