Fotografía: tanques alemanes Leopoard 2 (www.kmweg.com)


Nota.— La guerra en Ucrania está escalando. De momento, ninguna de las partes implicadas (Rusia, Ucrania, EE.UU. y la OTAN) da muestras de apostar por una salida negociada al conflicto. La semana pasada, Alemania anunció el envío de catorce tanques Leopard 2, que se sumarán a otros tantos Challenger suministrados por el Reino Unido. Estados Unidos, por su parte, enviará 31 tanques Abrams. A diferencia de los precedentes envíos de armas y municiones, que podían ser consideradas defensivas, este nuevo equipamiento militar tiene un carácter más ofensivo. Los 59 tanques no representan, por ahora, una fuerza capaz de dar un vuelco importante en el curso de las acciones: es una cantidad muy inferior a los 300 tanques que el mando ucraniano considera necesario para poder lanzar una contraofensiva seria. El envío de artillería y de otros blindados también está aumentando, aunque al día de hoy apenas cubre la mitad de lo que solicita Ucrania. El escenario, pues, es de escalada bélica relativamente controlada. Sin embargo, no se avizoran posibilidades ciertas de un triunfo militar a corto o mediano plazo de ninguna de las partes, y el riesgo de que todo se salga de control es ciertamente alto. El reciente ataque con drones de origen desconocido a una fábrica de municiones en Irán abre más signos de interrogación sobre el devenir del conflicto y su eventual extensión hacia otros escenarios. La guerra continúa en una dinámica de desgaste, pero poco a poco se van cruzando «líneas rojas». Se hace lo que pocas semanas antes se decía que no se haría, y no se puede descartar ni un involucramiento en el terreno por parte de tropas de la OTAN, ni tampoco que el conflicto se expanda a otros países. De hecho, las sanciones económicas a Rusia tienen un carácter más amplio, aunque la mayor parte de los países del mundo no se han plegado a las mismas. El peligro de cruzar el umbral nuclear sigue latente, aunque de momento no es una posibilidad inmediata debido a que las acciones no son muy desfavorables para Rusia. Pero las amenazas de Putin de recurrir al empleo de armas nucleares tácticas en caso de una «amenaza existencial», así como los coqueteos de EE.UU. con la idea de que podrían vencer en una guerra nuclear, entrañan un horizonte peligroso. La posibilidad de que la guerra en Ucrania sea el inicio de algo así como una tercera guerra mundial (la semana próxima publicaremos una entrevista a Emmanuel Todd al respecto) debe ser tomada seriamente. Fuera como fuese, las tendencias hacia el militarismo observables en la clase dominante y en las elites mundiales son sumamente preocupantes, y se agudizan si ponemos sobre la mesa el tablero de los próximos años, marcados por la crisis energética y ecológica.
Reunimos en este dossier –el segundo sobre la guerra de Ucrania– cuatro textos. A continuación, ofrecemos una sucinta presentación de cada uno.
El primero, “La guerra en Ucrania: una aproximación a la situación actual en función de las últimas operaciones militares”, del historiador y analista internacional Guillermo Caviasca, fue originalmente publicado en la revista argentina Zoom, el 23 de enero. Es una interesante recapitulación y puesta al día del conflicto promediando el invierno boreal, a once meses de la invasión rusa. Si bien pone el acento en la dimensión militar, no excluye el tablero diplomático y las variables macroeconómicas. Caviasca pasa revista a la situación de los dos bandos en el frente y la retaguardia, y arriesga una predicción pesimista pero realista: “la guerra vino para quedarse”. Además, no descarta “una escalada”, que sería “de gran peligro” porque se trata de una proxy war (una guerra por delegación de la OTAN, donde Ucrania juega como peón de Washington y Bruselas) “por el nuevo orden mundial”.
El segundo artículo lleva como nombre “El peligroso juego de las líneas rojas en Ucrania”, y su autoría pertenece al periodista estadounidense de izquierda Branko Marcetic, asiduo colaborador de Jacobin. Es una traducción del inglés, difundida por la página Globalter el 29 de enero (el texto original salió el 23 en la revista Responsible Statecraft de Washington, bajo el título “Mission Creep? How the US role in Ukraine has slowly escalated”). Marcetic desarrolla una crítica sin concesiones a EE.UU. y la OTAN por su política intervencionista y militarista en Ucrania, y nos alerta de las funestas consecuencias de una escalada bélica que tiene en el suministro interesado e irresponsable de armamentos por parte de Occidente –suministro que crece en cantidad y calidad con el transcurso de las semanas– su principal causa.
El tercer escrito que integra este dossier es del español Rafael Poch-de-Feliu, a quien no es preciso presentar porque el público lector de Kalewche ya lo conoce, pues no es este el primer artículo suyo sobre Ucrania que reproducimos o recomendamos. “La gran ceguera”, así se llama el texto, vio la luz el 24 de enero en el blog personal que tiene el analista catalán, https://rafaelpoch.com; y dos días después, fue replicado por CTXT de Madrid, en su sección de geopolítica “Imperios Combatientes”. Poch resume así el contenido de su columna: “A casi un año del inicio de la invasión de Ucrania asistimos a una debacle estratégica general de todas las partes implicadas y a una peligrosa y completa incertidumbre sobre sus resultados”. Es un texto sólido y ameno, sagaz y valiente, con paralelismos históricos muy jugosos y reflexiones críticas muy oportunas sobre la crisis del orden internacional, las perspectivas de paz y el sombrío porvenir del mundo.
Cierra el dossier otro intelectual de izquierda que suele concitar nuestra atención: el sociólogo ucraniano Volodymyr Ishchenko, quizás la voz más informada y lúcida de todas cuantas se han pronunciado –incontables– sobre la guerra de Ucrania, al menos en el campo de la izquierda, pues Ishchenko ha sabido resistir la tentación de reducir el conflicto a su dimensión exógena o geopolítica (imperialismo ruso vs. imperialismo otanista), echando mucha luz sobre los aspectos endógenos o locales, que también tienen su incidencia en el intríngulis: la compleja –y muy dinámica– realidad sociopolítica, económica y cultural de la Ucrania postsoviética, tras esa confusa mezcla de estallido popular y golpe de estado que fue el Maidán, antesala de la anexión rusa de Crimea y de la guerra civil del Donbás. El artículo suyo que esta vez compartimos se titula “Ukrainian Voices?”, y apareció en el número 138 (nov.-dic. 2022) de la New Left Review, cuya versión castellana aún no ha salido. La traducción la obtuvimos de la “Miscelánea 28/12/2022” del infatigable divulgador Carlos Valmaseda, en la página web de nuestro camarada español Salvador López Arnal, http://slopezarnal.com. Ishchenko discute a fondo con el nacionalismo ucraniano: las mistificaciones románticas del esencialismo étnico, la peligrosa deriva del identitarismo lingüístico-cultural y del excepcionalismo histórico, el mitolegema excluyente y reaccionario de una ucranianidad visceralmente antirrusa y anticomunista, la fascinación burguesa y cipaya con Occidente (UE, Estados Unidos, OTAN), los cantos de sirena de la democracia parlamentaria, el caballo de Troya del neoliberalismo económico, la indulgencia –cuando no coqueteo o consustanciación– con la ultraderecha y el fascismo, el revisionismo histórico mitómano y megalómano, la conformidad con las migajas del tokenismo europeo y anglosajón, la estrechez de miras del patrioterismo provinciano… Ishchenko repudia la agresión imperialista de Putin contra su país, pero no desde las premisas del nacionalismo burgués, sino desde las premisas del internacionalismo socialista. Brega por la paz, por la retirada de Rusia. Pero sin rusofobia ni otanismo. ¿Su receta para Ucrania? Autodeterminación, anticapitalismo, plurinacionalidad e interculturalidad.
No más preámbulos. Esperamos que la lectura del dossier sea de su agrado y provecho.

LA GUERRA DE UCRANIA
UNA APROXIMACIÓN A LA SITUACIÓN ACTUAL EN FUNCIÓN DE LAS ÚLTIMAS OPERACIONES MILITARES

A principios de mayo del 2022, las fuerzas rusas anunciaron el inicio de la segunda ofensiva en la guerra de Ucrania. El objetivo se concentró en un frente que abarcaba desde Limán hacia el sur en un arco en torno a lo que es una saliente ucraniana, cuyo vértice eran las ciudades de Lisichansk y Severodonetsk. Iban en búsqueda de la base de la saliente: las más importantes ciudades de Kramatorsk y Slaviansk. Después de largos meses de combate, con éxitos y fracasos, los rusos quebraron el frente al sur y obligaron a las fuerzas ucranianas a retirarse a riesgo de ser aniquiladas. Así, Lisichansk y Severodonetsk fueron tomadas por Rusia y reincorporadas a la república de Donetsk. Sin embargo, la ofensiva rusa se paralizó con este avance de unos veinte kilómetros, y no pudo transformar esa ruptura en una penetración de mayor alcance. El frente se estancó en sangrientas batallas por muy pequeños pueblos, donde se disputaban unos cientos de metros con alto costo.

Durante ese periodo, los ucranianos maduraron el apoyo occidental y sus fuerzas de reclutamiento fueron movilizadas. Con esta base amenazaron otros sectores del frente. Tuvieron éxito. Se lanzaron sobre Jersón. Los rusos, ante la presión, decidieron ir disminuyendo el frente. A principios de septiembre, toda la provincia de Járkov pasó a manos ucranianas. En octubre, en Limán (posición de importancia operacional), los rusos fueron derrotados en batalla, aunque salvaron sus fuerzas. Y a principios de noviembre, Jersón fue abandonada después de haber sido anexionada a la Federación Rusa. La iniciativa operacional había pasado a los ucranianos por primera vez.


Últimos sucesos militares

A partir de noviembre, los frentes se estabilizaron. Los ucras agotaron su capacidad ofensiva y parece haberse producido un estancamiento (aunque no un cese de los combates). Rusia realizó un cambio en su jefe militar de las tropas en Ucrania colocando al general Surovikin, quien racionaliza y estabiliza la situación. Se inició un proceso de movilización para reequipar con hombres y material a las unidades. Y paralelamente, se comenzó una sistemática y muy dura campaña de bombardeo estratégico, con el objetivo de destruir la infraestructura del país y dañar la logística de las tropas, haciendo así mucho más cara la guerra para Occidente.

Recordemos que Rusia (más allá de los ya numerosos muertos, algo que no es menor) no ha padecido un gran daño en su economía, y la vida en el país es normal. En cambio, Ucrania sufre duramente y se deteriora día a día. También debemos recordar que la geografía y el clima de la zona de operaciones favorecían un parate operacional. El frío, pero sobre todo la temporada de barro, no eran propicias para operaciones por tierra (la famosa raspútitsa). Por el contrario, el frío con sus desventajas, trae la posibilidad de un nuevo endurecimiento del terreno y nuevas operaciones de vehículos.

Sin embargo, en ese marco, en la zona de Bajmut, al sur de la saliente ucraniana, durante más de dos meses (inclusive desde antes), las tropas del grupo Wagner continuaron presionando en una batalla casa por casa. Bajmut es una población fortificada que oficia de pivote de la línea defensiva ucra en el Donbás.

Los últimos días mostraron que Wagner (con aparente participación de los paracaidistas del ejército) finalmente cambió el eje principal de su esfuerzo sobre una pequeña población del norte: Soledar. Allí lograron superar a los ucras, que fueron derrotados y se replegaron. Esto amenaza con aislar a Bajmut y así abrir una importante brecha en las defensas (la relevancia de fuerzas no estatales es un tema que merece un análisis aparte, en ambos bandos). Con ello amenazan la retaguardia de las fuerzas ubicadas al norte y fuerzan una retirada o el aislamiento y posible destrucción de una masa importante de fuerzas ucranianas. De la mano de un recrudecimiento de la presión rusa en todo ese sector del frente, parece indicar que lo de Soledar/Bajmut no es una acción aislada, sino parte de una ofensiva más amplia que podría amenazar nuevamente Kormatovsk y Slaviansk, objetivos ya de importancia política, que permitirían concretar el control de Donetsk y alejar las fuerzas ucranianas de la ciudad capital de la provincia.

Siguiendo la situación militar y los movimientos rusos, vemos que se han realizado movimientos de unidades en la zona de Gomel, en Bielorrusia, cerca de la frontera rusa y de la frontera con Polonia. Esto tiene las intenciones de amenazar Kiev y/o Leópolis (terminal del cordón umbilical con Polonia). También se han visto movimientos de tropas anfibias, con la aparente amenaza de una operación sobre Odesa. No sabemos la certeza o posibilidad de esas operaciones. Quien escribe esta nota ve muy difícil por ahora la realización, y cree que son operaciones de distracción que obligan a los ucranianos a dispersar fuerzas.

No creemos que Rusia disponga, hoy, con las fuerzas suficientes para acciones de tal envergadura, después de las pérdidas sufridas. Tampoco creemos que Bielorrusia se involucre con tropas propias, más allá de la logística. Sería una escalada de gran peligro, que podría generar reacciones de Polonia, ya bastante activa entre los que en Occidente quieren elevar las apuestas. Aunque el hecho de que el mismísimo Gerasimov haya asumido el mando directo de la operación por sobre Surovikin indica que «políticamente» Rusia está realizando una movida importante.

Por el lado ucraniano, vemos que se consolida el carácter proxy de la guerra. Los occidentales, especialmente los anglosajones y los otanistas, van suministrando a Ucrania toda clase de material de sus arsenales. Viejo o nuevo, de cualquier tipo. Sin embargo, esa ayuda sólo se da de acuerdo a las condiciones que Occidente evalúa necesarias para contener y desgastar a Rusia.

Es en Occidente, no en Ucrania, donde se define el alcance de la artillería inteligente, el tipo de vehículos blindados y drones, etc., para ir regulando la potencia. Es de acuerdo a sus evaluaciones, no a las de Ucrania. Eso es muy claro en los reclamos de Zelenski, quien recibe mucho apoyo, el necesario para las operaciones que Occidente aprueba, pero no el suficiente para las ofensivas que supuestamente insiste en realizar.

En este sentido, Occidente ha venido dosificando la entrega de material, el cual (se puede imaginar) ha sido en gran parte destruido en los últimos meses. Porque si algo es real, es que en Occidente nos enteramos hasta de la destrucción de material ruso que no existe, pero muy poco de material ucraniano. Es evidente que se ha perdido en grandes cantidades. Basta con comparar la cantidad de tanques y vehículos disponibles por parte de Ucrania, con los entregados por Occidente; las disponibilidades actuales, con los reclamos del gobierno ucraniano para poder realizar ofensivas.

En concreto, se está produciendo una «dialéctica de los extremos» clausewitziana moderada. Los rusos realizan operaciones, nuevos tipos de acciones, nuevas estructuras logísticas y operacionales, etc. Los occidentales suministran nuevas armas a los ucras para intentar neutralizar las tácticas rusas. Y los rusos deben evolucionar para poder neutralizarlas, como en el caso de los HIMARS (artillería de precisión «inteligente»). Cada movimiento es una pequeña escalada.


Perspectivas

Existen varias apreciaciones sobre el futuro de la guerra. Algunas interpretaciones de diverso origen señalan que se podría ir negociando una salida, y que Occidente está en eso cuando presiona a Zelenski, señalándolo como el más radical partidario de la continuación de la guerra, al estar su futuro atado a una casi imposible retoma del Donbás y Crimea. Otras voces sostienen que la guerra vino para quedarse por diversas y antagónicas razones.

Nos inclinamos por esta segunda visión. Al menos por este año, hasta que no se produzca un desequilibrio militar o no haya una crisis macro que desestabilice a Rusia o a la OTAN, o genere el estallido social de Ucrania. Para que haya paz en el corto plazo, como señala el realista imperialista Kissinger, Ucrania debería sacrificar territorios y Occidente dejar que Rusia obtenga una victoria moderada.

Sin embargo, como sostiene el establishment de la OTAN y el G7, y como expresó brutalmente Soros, “hay que derrotar a Rusia para salvar el modelo civilizatorio occidental” (económico financiero, cultural, etc.). Por ahora, eso no parece posible a corto plazo. Sigue siendo Rusia la que puede dar un golpe en el campo de batalla, que resulte en un escenario que obligue a negociar, alterando la correlación de fuerzas en Occidente. Pero, aun así, si la estrategia de los halcones «progresistas» globalistas, «demócratas», etc., sigue en control del timón occidental, la guerra continuará por largos meses.


Conflictos en la OTAN

Un resultado de la guerra en la correlación de fuerzas a nivel internacional es el cambio de hegemonías en Europa occidental. Hasta antes de la guerra, Alemania y Francia eran el timón de Europa: marcaban agenda y políticas. Alemania con su «orientación hacia el este» (Rusia y China, de hecho, eran una parte sustancial y determinante de las ventas de las principales empresas alemanas, como de las materias primas, las cuales iban y venían de esa orientación), Francia con su «autonomía estratégica». Ambas cosas, en parte complementarias y no contradictorias, implicaban bajarle el precio a la OTAN y pararse con autonomía frente a los anglosajones, a China, a Rusia y demás. Parecían orientarse a un juego colectivo de gran potencia europea en un mundo de varias grandes potencias.

La guerra parece haber dado por el traste estas ambiciones. La incapacidad francesa, por dimensión; la alemana, por debilidad cultural ideológica (que arrastra desde su derrota en 1945). Básicamente, sin Alemania, Europa no puede jugar como gran potencia militar. Cosa básica para un juego autónomo.

Esto ha producido un corrimiento. Hoy Francia y Alemania apenas pueden «vetar» algunas movidas más duras (ni siquiera pueden responder seriamente a la voladura del gasoducto de propiedad ruso-alemana, que abastece de energía a la industria germana). Al no poder desplegarse con fuerza propia, no pueden competir con la OTAN y los globalistas, los cuales, además, tienen quintas columnas «progresistas» en sus propias naciones (es de destacar que la gran industria alemana es, en general, sostenedora de una política imperial autónoma, mientras que el progresismo/ecologismo/feminismo es fuertemente otanista). La última disputa en el seno del gobierno socialdemócrata alemán es una muestra. La caída de la inepta ministra de Defensa es parte de esas luchas por alinear a Alemania en forma total con la intervención en Ucrania. Hasta ahora, los alemanes han sido moderados (aunque para un país del tamaño económico de los germanos, «moderado» es mucho). Sin embargo, la disputa actual por los excelentes tanques Leopard sirve de ejemplo de la clave del problema. Alemania no quiere enviar tanques de última generación a Ucrania, y niega que los que poseen tanques de fabricación alemana lo hagan (Polonia, por ejemplo). Los Leopard serían fundamentales para reequipar varias unidades blindadas ucras y darles potencia ofensiva (obligando a los rusos a apostar por más y mejores tanques o antitanques). Este debate se da ahora mismo. Inglaterra enviará sus mejores tanques, y posiblemente los EE.UU. agregarán a los vehículos blindados de infantería Bradley (para equipar brigadas mecanizadas) los poderosos Abrams. Pero Alemania, que es clave, se resiste. Sea cual sea la resolución germana, dañará su posición, ya que el equilibrio dubitativo entre autonomía y otanismo solo la debilita en el escenario general, haciéndola perder espacios. Como ya lo ha hecho con el problema del gas y quizás lo haga con las inversiones en China. La política germana carece, en general, de una estrategia que no sea resistir el desgaste que la nueva situación internacional le produce. [nota de editores: el 25 de enero, dos días después de publicado este artículo, el gobierno alemán finalmente confirmó, por medio de un anuncio oficial de su canciller Olaf Scholz, que suministrará a Ucrania una compañía de catorce tanques Leopard 2. En simultáneo, los EE.UU. ratificaron el envío de un lote de 31 tanques M1 Abrams].


Ucrania y la OTAN

Ya señalamos el carácter proxy de Ucrania, el cual se acentúa públicamente cada vez más. Sus tropas pelean con asesores en el terreno, sean oficiales u oficiosos. Los sistemas de armas entregados requieren presencia en el terreno de expertos militares de Occidente. El cordón umbilical que termina en Lemberg es como un cable de energía: si se corta, el abastecimiento se detiene. Por él llega todo el material militar y civil necesario para la guerra y la población. En el último mes, cientos de militares ucranianos adiestrados en Inglaterra o España han pasado a ser miles. De ellos se harán cargo los EE.UU. en la base de Rammstein (la más grande de Europa), además de la inteligencia y el sabotaje en todos los niveles.

Todo esto, evidentemente, es la ventaja que Ucrania dispone para poder frenar las embestidas rusas. Pero también es una desventaja. Quien escribe esta nota no se imagina la proeza logística que implica mantener y abastecer una variedad abrumadora de armas de distintas épocas, diferentes tecnologías y orígenes: alemanas, francesas, inglesas, italianas, suecas, ex soviéticas, etc. Es un caos que, sin dudas, encarece y complica mucho el sostenimiento de la guerra para los occidentales.


Rusia y su situación global

Rusia, por ahora, pilotea mejor su situación internacional que los europeos (si consideramos que la autonomía es un objetivo). Aunque en perspectiva, una prolongación de la guerra obligará a Rusia a intentar mayores acuerdos con China y, quizás, estos beneficien más a China que a Rusia como gran potencia. Pero Putin es un actor destacado de los BRICS. Lo es también de grupo de cooperación de Shanghái. Además, se relaciona equilibradamente con Turquía (otro gran actor emergente) y es aliado de Irán. Por otro lado, avanza notoriamente en África, desplazando a Europa de varios países (el más notorio: Malí) con convenios estatales de cooperación económica, diplomática y militar, y con la fuerte presencia de Wagner en el combate contra el yihadismo y grupos alzados en armas de difícil definición ideológica. De hecho, Francia viene perdiendo espacio en el que es su patio trasero: un conjunto de países africanos donde una gran parte de sus recursos, logística y mercados están en manos inglesas, italianas y españolas.

A pesar de los esfuerzos y esperanzas occidentales, la situación en Rusia parece sólida. Solo surgen voces aún más radicales y duras que Putin y su equipo. Los occidentales, quizás, están trabajando a través de «guerras híbridas» en germen sobre el entorno geopolítico ruso. Es una hipótesis. Sin duda, en una guerra como la que estamos viviendo por el nuevo orden mundial, los occidentales actuarán tal como han señalado públicamente en sus hojas de ruta de 2022 del G7 y la OTAN.

Mucho más se puede indicar sobre el curso de la guerra en distintos planos: RR.II., sistema económico-financiero, aspectos tácticos y operacionales, política local de los actores, cuestión de las bajas, utilización de los sistemas de armas y su evolución en las doctrinas militares (que harán época). Pero todo eso es para otro artículo. Aquí hemos presentado una aproximación de coyuntura al conflicto, en base a las últimas operaciones militares.

Guillermo Caviasca


EL PELIGROSO JUEGO DE LAS LÍNEAS ROJAS EN UCRANIA

Cuando los Estados Unidos se involucran militarmente en un conflicto, a menudo les resulta difícil salir, y mucho menos evitar enredos profundos que superan con creces las líneas que se habían trazado al comienzo de la intervención.

Sucedió en Vietnam, cuando los asesores militares estadounidenses que ayudaban a los sudvietnamitas a luchar contra el Vietcong finalmente se convirtieron en soldados estadounidenses que luchaban en una guerra estadounidense. Ocurrió en Afganistán, cuando una inicial invasión para capturar a Al-Qaeda y derrocar a los talibanes se transformó en un proyecto de construcción nacional de casi dos décadas. Y podría estar sucediendo ahora mismo en Ucrania.

Poco a poco, la OTAN y los Estados Unidos se están acercando al escenario catastrófico del que el presidente Joe Biden advirtió que “debían esforzarse en prevenir”: un conflicto directo entre EE.UU. y Rusia. A pesar de enfatizar, al comienzo de la guerra, que sus fuerzas “no están ni estarán involucradas en el conflicto”, los funcionarios de inteligencia actuales y anteriores le dijeron a The Intercept en octubre que “hay una presencia mucho mayor de operaciones especiales tanto de la CIA como de EE.UU.” en Ucrania que cuando Rusia invadió, llevando a cabo “operaciones estadounidenses clandestinas” en el país que “ahora son mucho más extensas”.

Entre esas operaciones clandestinas, el periodista de investigación y ex boina verde Jack Murphy informó el 24 de diciembre, con poca atención de los grandes medios, que el trabajo de la CIA con una agencia de espionaje aliada de la OTAN –no identificada– para llevar a cabo operaciones de sabotaje dentro de Rusia era supuestamente la causa de las explosiones inexplicables que sacudieron la infraestructura rusa durante la guerra. Este es el tipo de actividad que se acerca peligrosamente a la confrontación directa entre la OTAN y Rusia.

Para ponerlo en perspectiva, recuerden la forma en que sectores del establishment político de Estados Unidos vieron el mero acto de intromisión rusa en las elecciones de 2016 como un “acto de guerra”: escandaloso, pero mucho menos grave que ayudar a cometer ataques de infraestructura en suelo de otro país.

Mientras tanto, Estados Unidos y sus aliados de la OTAN han superado ampliamente sus propias líneas autoimpuestas sobre transferencias de armas. Al comienzo de la guerra, The New York Times advirtió que incluso el suministro abierto de armas pequeñas y ligeras “corre el riesgo de alentar una guerra más amplia y posibles represalias” por parte de Moscú, mientras que funcionarios estadounidenses descartaron el armamento más avanzado porque contribuía demasiado a una escalada. Le tomó menos de dos meses a la administración Biden comenzar a enviar esa clase de armas de alto poder con más riesgo.

A fines de mayo, estaba enviando sistemas avanzados de cohetes que solo unas semanas antes había considerado demasiado escaladores, con la estricta condición de que Ucrania no los usara para atacar dentro del territorio ruso, algo que temían podría provocar una escalada, hasta que esa línea también fue finalmente transgredida. El Pentágono admitió en diciembre pasado que le había dado finalmente a Ucrania el visto bueno para atacar objetivos en Rusia, en respuesta a la destrucción de la infraestructura ucraniana por parte de Moscú.

“El temor a una escalada ha cambiado desde el principio”, explicó un funcionario de defensa al Times de Londres, con el Pentágono menos preocupado desde que el presidente ruso, Vladimir Putin, retiró sus amenazas nucleares en octubre.

A medida que el esfuerzo de guerra de Ucrania se ha estancado y las fuerzas rusas han logrado pequeños avances, las transferencias de armas de la OTAN han aumentado mucho más allá de lo que los gobiernos temían hace unos meses que podría llevar a dicha alianza a una guerra directa contra Rusia, con los gobiernos de EE. UU. y Europa enviando ahora vehículos blindados y decidiendo enviar tanques . El ministro de Defensa de Ucrania, Oleksii Reznikov, lo había pronosticado en octubre del año pasado.

“Cuando estuve en [Washington] DC en noviembre, antes de la invasión, y pedí Stingers, me dijeron que era imposible”, señaló entonces al New Yorker. “Ahora es posible. Cuando pedí cañones de 155mm, la respuesta fue no. HIMARS, no. HARM, no. Ahora todo eso es un sí. Por lo tanto, estoy seguro de que mañana habrá tanques y ATACMS y F-16”.

Habrá que ver cuánto tiempo pasará antes de que la oposición de EE.UU. a dicha ayuda militar siga el camino de su anterior oposición al armamento pesado que ya envió, o cuánto tiempo más la administración continuará resistiendo el envío de drones de largo alcance, que un grupo bipartidista de senadores está reclamando actualmente, algo que los funcionarios rusos han advertido explícitamente que convertiría a Washington en “una parte directa del conflicto”.

A medida que se ha ampliado la naturaleza de las transferencias de armas, también lo han hecho los objetivos de guerra. Los objetivos iniciales de la alianza eran ayudar a Ucrania a defender su independencia y soberanía repeliendo una invasión rusa empeñada en un cambio de régimen. Dos meses después, los funcionarios estadounidenses hablaban públicamente de “victoria” y de infligir una “derrota estratégica” a Rusia que la dejaría “debilitada”. Biden ha prometido en repetidas ocasiones apoyar a Ucrania “mientras sea necesario”, incluso cuando Zelenski y otros funcionarios han dejado claro, en repetidas ocasiones, que sus objetivos ahora son recuperar Crimea, algo que podría desencadenar una escalada nuclear.

La diplomacia está nuevamente casi ausente de los comentarios estadounidenses sobre la guerra, superados en número por los llamados a una escalada drástica de la participación de la OTAN para lograr la victoria de Ucrania, a menudo sobre la base de que cualquier otro resultado asestaría un golpe existencial a Occidente y al entero orden mundial liberal.

“Si Rusia gana la guerra en Ucrania, veremos décadas de este tipo de comportamiento por delante”, dijo recientemente en Davos la primera ministra progresista de Finlandia, Sanna Marin, mientras se comprometía a respaldar el esfuerzo bélico de Ucrania durante 15 años, si fuere necesario. “Tenemos que asegurarnos de que, al final, los ucranianos ganen. No creo que haya otra opción”.

Y parece que, a partir de la semana pasada, la administración Biden está lista para cruzar otra línea roja importante, con The New York Times informando que los funcionarios estadounidenses están considerando seriamente dar luz verde a Ucrania para atacar Crimea, incluso reconociendo el riesgo de las represalias nucleares que tal movimiento llevaría. Los temores a tal escalada “se han atenuado”, dijeron funcionarios estadounidenses al periódico.

Al aumentar su apoyo al ejército de Ucrania, los EE.UU. y la OTAN han creado una plataforma de incentivos para que Moscú dé un paso drástico y agresivo en aras de mostrar la seriedad de sus propias líneas rojas. Esto sería peligroso en el mejor de los casos, pero particularmente cuando los funcionarios rusos dejan claro que ven cada vez más la guerra como una guerra contra la OTAN en su conjunto, no solo contra Ucrania, mientras amenazan con una respuesta nuclear a la escalada de entregas de armas de la alianza.

Los gobiernos de la OTAN pintan cada vez más el conflicto ante sus públicos no como un esfuerzo limitado para ayudar a un país a repeler una invasión de un vecino más grande, sino, más bien, como una batalla existencial por la supervivencia de Occidente, reflejada en la propia visión dinámica de los líderes rusos sobre la guerra como una batalla por la supervivencia contra las potencias occidentales hostiles. En particular, esto ha sucedido a pesar del respaldo público de la diplomacia por parte de la administración Biden a fines del año pasado.

Si la intención es mantener esta guerra como una guerra regional limitada entre dos estados vecinos, con la OTAN jugando solo un papel periférico de apoyo, todas estas líneas de tendencia apuntan exactamente en la dirección opuesta. A menos que los funcionarios hagan un esfuerzo concertado para reducir la tensión y seguir una vía diplomática, y voces prominentes en los medios y la política creen el espacio político para que lo hagan, la promesa de Biden de evitar la Tercera Guerra Mundial significará tanto como la promesa del presidente Johnson en 1964 de no “enviar a los muchachos estadounidenses nueve o diez mil millas lejos de casa para hacer lo que los muchachos asiáticos deberían estar haciendo por sí mismos”.

Branko Marcetic


LA GRAN CEGUERA

Pronto hará un año del inicio de la invasión rusa de Ucrania y aún no tenemos claro quién está ganando esta guerra. Obviamente, en el plano humano, la población ucraniana es la que más está perdiendo, no solo en Járkov y Kiev sino también en Donetsk, por la barbarie y el sufrimiento que acumula, pero más allá de ese hecho, en el plano militar los vaivenes de la situación en el frente, distorsionados por las respectivas propagandas, no ofrecen un cuadro claro.

En otoño las fuerzas armadas ucranianas apadrinadas por la OTAN tomaron la iniciativa, pero tras una retirada rusa, presentada como «táctica» y aparentemente ordenada –pues no dejó prisioneros– han sido los rusos los que en invierno están marcando la pauta. Los estrategas rusos que en otoño estaban inquietos se muestran ahora seguros y confiados en sus fuerzas y capacidad industrial, mientras en Ucrania la movilización forzosa, con decenas de miles de insumisos y escapados, chirría tanto o más que en Rusia. Pero la situación sigue abierta a los vaivenes que ya hemos conocido.

El mero impacto de un misil ucraniano/noratlántico en Moscú, donde estos días se están instalando nuevas baterías interceptadoras, bastaría para cambiar la percepción de la situación…

Pero más allá de la relativamente confusa crónica militar, hay un hecho meridianamente claro: el balance que nos ofrece el resultado de esta guerra a casi un año de su inicio retrata colosales errores de cálculo de todas las partes implicadas en ella.


Rusia

En esta general gran ceguera estratégica, destaca el estrepitoso fracaso de la “corta guerra victoriosa” que el Kremlin esperaba con el doble objetivo de hacer respetar por Occidente sus “intereses de seguridad”, así como disciplinar a sus vecinos ex soviéticos de Eurasia de puertas afuera, y consolidar su régimen político de puertas adentro.

El Kremlin ha enterrado la integración de Rusia con la comunidad occidental. El proyecto de la “gran Europa” de Lisboa a Vladivostok que fue su razonable reclamación histórica desde el fin de la guerra fría, se ha hundido definitivamente. Como dice Dmitri Trenin, “por primera vez en su historia, Rusia no solo no tiene aliados en Occidente, sino ni siquiera interlocutores capaces de desempeñar el papel de mediadores y traductores”. Finlandia, Austria, Irlanda, Suiza…: desaparecen los restos de neutralidad en el continente.

Paralelamente, se ha destruido la relación económica de Rusia con Occidente. Las sanciones económicas impuestas en 2014 se han convertido en una guerra total económica, financiera y comercial.

En el ámbito de la seguridad, el propósito de alejar a la OTAN de sus fronteras ha resultado en lo contrario, en el deseo de Finlandia y Suecia de ingreso, lo que supone 1.200 kilómetros más de frontera directa con la OTAN, y en un rearme occidental inusitado. La voluntad de desmilitarizar y neutralizar a Ucrania se ha quedado en la transformación de ese país en una temible potencia militar firmemente orientada contra Rusia.

La disuasión nuclear en la que Rusia ponía tanto esfuerzo se demuestra como un factor insuficiente, porque el adversario –y esto es sumamente peligroso– no se lo toma en serio. Nunca desde que existen armas nucleares se banalizó tanto ese factor. Nunca se jugó a la ruleta nuclear como se hace ahora.

Fracaso también del “arma energética” que Moscú pensaba que frenaría a la Unión Europea y en especial a Alemania.

La especial relación con Alemania, iniciada con la reconciliación posbélica, dinamizada durante la guerra fría por la Ostpolitik socialdemócrata y culminada con la luz verde de Moscú a la reunificación de 1990, ha fallecido. Alemania vuelve a ser enemigo de Rusia y envía de nuevo sus tanques al escenario de su gran masacre en la Segunda Guerra Mundial. Podría ser solo el principio. Como ha dicho en su mensaje de Twitter el ultra Andri Melnyk, ex embajador ucraniano en Berlín, “¡Aleluya!, ahora queridos aliados formemos una fuerte coalición en materia de aviación de guerra, para enviar F-16, F-35, Eurofightern y Tornados, Rafale y Gripen, y todo lo que pueda enviarse a Ucrania”.

Las “organizaciones internacionales” controladas por Occidente, como la OSCE, o el organismo internacional de la energía atómica (IAEA), por mencionar solo dos, culminan su orientación de instrumentos contra Moscú.

Ninguno de los aliados rusos en la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, excepto Bielorrusia (y hay que entender las condiciones bajo las que Lukashenko coopera con Putin), se han mojado con la intervención en Ucrania y han preferido declararse neutrales.

El único capital ruso es la actitud de los BRICS y los no occidentales en general, que comprenden que la invasión de Ucrania es resultado de responsabilidades compartidas y sacan sus propias conclusiones prácticas, condenando la agresión pero sin sumarse a sanciones.

Hay todo un polo en formación interesado en el propósito general ruso de corregir y cambiar el marco institucional internacional elaborado en la posguerra, que ya no se corresponde con las realidades del mundo de hoy. Pero al lado de los citados fracasos concretos e inmediatos, esta es una ventaja relativa y difusa, que solo se podría concretar a medio y largo plazo.


Unión Europea

Entre el 24 de febrero y el 15 de diciembre, la Unión Europea ha impuesto 10.300 sanciones a Rusia. Ya va por el décimo paquete de sanciones. Las sanciones debían servir para que Rusia perdiera la guerra, o por lo menos la guerra energética. La ministra de Exteriores alemana, Annelore Baerbock, dijo que su sentido era “arruinar” a Rusia y la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen dijo que el objetivo era “desmantelar, paso a paso, la capacidad industrial de Rusia”. Pero la economía rusa no se ha hundido. Sus ingresos por exportación de hidrocarburos han aumentado un 28%. Europa compra diésel ruso a India. La caja que sostiene la guerra de Moscú no se ha vaciado. La recesión rusa está siendo suave. La economía rusa, y quizás también la sociedad, se transforma con gran dinamismo y una eficacia considerable. La oposición no ha hecho acto de presencia y la política informativa parece bien engrasada. La guerra puede actuar como locomotora keynesiana. Las fábricas de armas trabajan a todo vapor, los elevados sueldos de los soldados bajo contrato atraen a decenas de miles de pobres de las últimas regiones del país, y los vacíos dejados por el boicot proccidental se cubren a gran velocidad.

Al mismo tiempo, los costes de energía en Europa amenazan con transferir empresas e industrias europeas a otros lugares, en primer lugar a Estados Unidos en beneficio de la reindustrialización de ese competidor.

La Unión Europea se ha convertido en subalterna de la OTAN, donde manda Estados Unidos. El antiguo eje político europeo fundamental, franco-alemán, ha sido sustituido por el eje político-militar Washington-Londres-Varsovia-Kiev, que marca la línea a seguir. La Unión Europea de Maastrich ha muerto. Ha perdido, literalmente, su orientación y está extraviada en el mundo.

Europa inventó la geopolítica en el siglo XIX pero, como dice el politólogo de Singapur Kishore Mahbubani, “en el XXI ha olvidado que la geopolítica se compone de política y de geografía, y parece creer que su geografía y sus intereses en general coinciden con los de Estados Unidos”.

En la Unión Europea de Von der Leyen cada vez hay menos políticos y más actores. No se hace política, sino gestos, declaraciones y anuncios sin apenas consecuencias. La UE vive en el reino de la imagen. Tan importante es el discurso de la presidenta como la combinación azul y amarilla de su traje ante el Parlamento Europeo. Los “valores europeos” (¿la ilustración, la división de poderes y Beethoven, o las guerras de religión, el colonialismo y Auschwitz?) y los “derechos humanos” (¿o más bien su selectiva utilización vía la política de derechos humanos?) ya no impresionan al mundo no occidental, harto de la hipocresía y los dobles estándares.

Como explica Emmanuel Todd, el mundo es mayoritariamente patrilineal y para la inmensa mayoría de su población el neoconservadurismo ruso-ortodoxo en materia de moral y costumbres (patria, familia, religión), es mucho más comprensible que la cruzada LGTBI occidental. Eso no tiene nada que ver con el progreso de civilización que el paulatino pero inexorable avance universal del rol femenino representa en todas partes, y desde luego también en el Sur global, algo que la modernidad y la instrucción llevan consigo. Con lo que tiene que ver es con la pérdida general de conexión con el mundo real que el neoliberalismo ha generado en Occidente, donde el establishment reduce la igualdad a igualdad de género y el género a una cuestión de libre opción.


Estados Unidos

Llegamos así al principal y más inquietante enigma. Hay un consenso general de que el gran marco de las relaciones internacionales en el momento en el que nos ha tocado vivir consta de dos aspectos fundamentales: 1) el relativo declive de la potencia occidental que ha dominado el mundo los últimos 200 años, y 2) el traslado de la potencia desde Occidente hacia Asia.

Las tensiones a las que asistimos hoy, en forma de sanciones, acción informativa (propaganda) y abierto conflicto militar, son consecuencia directa de las ansiedades que estos dos aspectos crean en Estados Unidos, que han trabajado para tener bien amarrada a Europa vía la OTAN, creando las tensiones con Rusia que justificaban esa organización, desde el mismo fin de la guerra fría, hace un cuarto de siglo. La guerra de Ucrania está claramente relacionada a ese contexto general y ofrece señales importantes a tiempo real sobre la correlación de fuerzas global que todo el mundo observa con la máxima atención. Pero lo que aquí importa es cómo la primera potencia mundial reacciona a la situación.

Como observábamos hace un par de años, Estados Unidos pasa por ser una “sociedad abierta”, incluso la sociedad abierta por excelencia. Sin embargo, es obvio que las preguntas esenciales sobre su comportamiento internacional ni se plantean, ni pueden siquiera ser planteadas. Por ejemplo, la mera hipótesis de que el país deje de ser la “potencia número uno” en el próximo futuro –una posibilidad en absoluto excéntrica– no solo es implanteable, sino que tiene categoría de simple herejía: nadie en Estados Unidos está dispuesto a discutir la posibilidad de que el país llegue a ser un “número 2” mundial. El mero enunciado de tal posibilidad, como dice Mahbubani, “sería suicida para cualquier político que lo planteara”. Estados Unidos no tiene una estrategia para el nuevo mundo del siglo XXI. No se prepara para los cambios que están en marcha, sino que únicamente se resiste a ellos militarmente.

Con la expansión de la OTAN hasta las fronteras de Rusia y las tensiones que ello ha ocasionado con ese país, ha logrado retomar el control político-militar de Europa. Está atando corto a Alemania, para lo cual ha tenido que reventar, mediante atentados, los gaseoductos por los que fluía la sólida relación energética con Rusia. Pero, ¿no era la guerra “la continuación de la política por otros medios”? Si es así, entonces ¿cuál es la política que hay tras las guerras de Estados Unidos?

En Afganistán, entraron en octubre de 2001 y tres meses después, hacia finales de diciembre, ya se había conseguido el objetivo esencial: el hundimiento del régimen talibán y la destrucción de Al-Qaeda allá, aunque sin apresar a Bin Laden. En lugar de proclamar “misión cumplida” e irse en diciembre de 2001, se quedaron… ¡veinte años! Y al final, tuvieron que salir apresuradamente ante el regreso de los talibanes. En Irak, incubaron el Estado Islámico y han dado paso a una influencia inusitada de su principal adversario regional, Irán, en el país. Objetivos y actitudes manifiestamente errados provocan inmensa destrucción y mortandad.

¿Cuál es ahora el propósito en Ucrania? ¿Cuál el objetivo? ¿Se trata del cambio de régimen en Moscú? ¿Disolver Rusia en varios estados? ¿Agotarla? Tratándose de una superpotencia nuclear todos esos objetivos son demenciales. La ceguera estratégica demostrada en Afganistán e Irak, es ahora mucho más temeraria y catastrófica porque abre una caja de Pandora tan imprevisible como inquietante, particularmente para Europa. Y eso es lo que pone de candente actualidad la necesidad de que los Estados Unidos se vayan, de una vez por todas y definitivamente, de Europa, como deberían haber hecho al concluir la guerra fría. Que nadie reclame hoy esto en el Viejo Continente forma parte de la ceguera.

A un año del inicio de la invasión asistimos a una debacle estratégica general de todas las partes implicadas y a una incertidumbre completa, pero la de Estados Unidos es, sin duda, la principal y la que mayores consecuencias tendrá porque nos está arrastrando a la tercera guerra mundial.

Rafael Poch-de-Feliu


Post Scriptum.— Casi la mitad de los europeos están a favor de un pronto fin del conflicto ucraniano, incluso a costa de pérdidas territoriales para Ucrania. Según Euroactiv, citando una encuesta realizada por Euroskopia, el 48% de los residentes de los países de la UE apoyaron esta opción. Contra tal sacrificio, incluso a costa de la paz, se pronuncia el 32% de los europeos.
La encuesta se realizó en nueve países de la UE. El mayor número de partidarios de un rápido final del conflicto vive en Austria: el 64% de los encuestados estaba a favor. El 60% de los alemanes también quieren que la lucha termine lo más rápido posible. Al 54% de los habitantes de Grecia, al 50% de los ciudadanos de Italia, al 50% de la población de España y al 41% de los portugueses les gustaría lo mismo. El menor número de partidarios de tal idea se encuentra en los Países Bajos y Polonia: 27% y 28%.



¿VOCES UCRANIANAS?

Últimamente se habla mucho de la «descolonización» de Ucrania. Por descolonización se entiende la eliminación de la cultura y la lengua rusas de la esfera pública ucraniana y del sistema educativo. A los descolonizadores más radicales, que también se encuentran en Occidente, les gustaría que la Federación Rusa se desintegrara en múltiples estados más pequeños, para terminar el proceso de colapso de la Rusia imperial que comenzó en 1917 y no se completó hasta 1991, con la disolución de la URSS. En el contexto universitario, también puede significar «descolonizar» el pensamiento de las ciencias sociales y las humanidades, cuyo enfoque de toda la región postsoviética se considera penetrado y distorsionado por una forma prolongada de imperialismo cultural ruso.

Cuando se produjo la mayor oleada de descolonización de la historia moderna tras la Segunda Guerra Mundial, el enfoque era diferente. En aquella época, la descolonización significaba no sólo el derrocamiento de los imperios europeos, sino también, y de manera crucial, la construcción de nuevos estados desarrollistas en los países ex coloniales, con un sector público robusto e industrias nacionalizadas para sustituir los desequilibrios de la economía colonial mediante programas de sustitución de importaciones. Las contradicciones y los fracasos de estas estrategias se exploraron en términos ampliamente marxianos en las teorías del subdesarrollo, la dependencia de la deuda y el análisis del sistema mundial. En la actualidad, se propone la «descolonización» de Ucrania y Rusia en un contexto en el que el neoliberalismo ha sustituido a las políticas desarrollistas del estado y los «estudios poscoloniales» posestructuralistas han desplazado a las teorías de la dependencia neoimperialista. La liberación nacional ya no se entiende como algo intrínsecamente ligado a la revolución social, que cuestiona las bases del capitalismo y el imperialismo. En vez de eso, ella se produce en el contexto de las «revoluciones deficientes» tipo Maidán, que ni logran la consolidación de la democracia liberal ni erradican la corrupción. Si consiguen derrocar regímenes autoritarios y «empoderar» a las ONG representantes de la sociedad civil, también pueden debilitar el sector público y aumentar los índices de criminalidad, la desigualdad social y las tensiones étnicas.

No es de extrañar, por tanto, que hablar de la «descolonización» de Ucrania tenga tanto que ver con los símbolos y la identidad, y tan poco con la transformación social. Si lo que está en juego es la defensa del estado ucraniano, ¿qué tipo de estado es? Hasta el momento, la «descolonización» de Ucrania no ha dado lugar a políticas económicas intervencionistas estatales más sólidas, sino casi exactamente a lo contrario. Paradójicamente, a pesar de los imperativos objetivos de la guerra, Ucrania está llevando a cabo privatizaciones, bajando los impuestos, eliminando la legislación laboral protectora y favoreciendo a las corporaciones internacionales «transparentes» frente a las empresas nacionales «corruptas». Los planes para la reconstrucción de posguerra no parecían un programa para construir un estado soberano más fuerte, sino una presentación a los inversores extranjeros de una start-up; o al menos, esa fue la impresión que dieron los ministros ucranianos en la Conferencia para la Recuperación de Ucrania celebrada en Lugano el verano pasado. Algunos esperan ingenuamente que el «anarquismo de guerra», basado en el preciado voluntariado horizontal que ha florecido desde la invasión rusa, sustituya al «socialismo de guerra», de eficacia probada. Evaluaciones más sobrias advierten de las condiciones que se están creando para la fragmentación del estado y una economía política de la violencia. Queda por ver qué hará el gobierno ucraniano con los activos industriales recientemente nacionalizados de oligarcas seleccionados –devolverlos a sus antiguos propietarios, pagar indemnizaciones o reprivatizarlos al capital transnacional–, pero es muy poco probable que formen la columna vertebral de un sector público de posguerra más fuerte. Con toda probabilidad, seguirán siendo medidas más bien limitadas que respondan a las crisis de sectores específicos.

La «descolonización» ucraniana se reduce así a abolir todo lo relacionado con la influencia rusa en la cultura, la educación y la esfera pública. Frente a esto, se amplifican las voces que articulan el carácter distintivo ucraniano. Esto se combina con ataques contra –o, como en el caso de la prohibición de once partidos políticos por parte de Zelenski en marzo de 2022, la represión de– las voces de quienes se oponen a este proceso o simplemente son etiquetados, normalmente de forma engañosa, como «prorrusos». De este modo, la «descolonización» de Ucrania se convierte en una versión de la política de identidad (nacional), es decir, una política centrada en la afirmación de la pertenencia a un determinado grupo esencializado, con una experiencia compartida proyectada. Gracias al creciente interés mundial por Ucrania, pero también al traslado físico de ucranianos a países occidentales donde pueden participar más activamente en los debates internacionales, los académicos, intelectuales y artistas ucranianos se enfrentan a un dilema. O nos dejamos incorporar como una «voz» más en un campo muy concreto de la política de identidad institucionalizada en Occidente, donde los ucranianos no seríamos más que la última incorporación a una larga cola de una miríada de otras voces minoritarias. O, por el contrario, partiendo de la tragedia de Ucrania, nos proponemos articular las cuestiones de relevancia mundial, buscar sus soluciones y contribuir al conocimiento humano universal. Paradójicamente, esto requiere un compromiso con Ucrania mucho más profundo y genuino que el actual.


¿Reconocimiento para quién?

Los críticos de la política identitaria contemporánea señalan una contradicción fundamental: ¿por qué buscamos el reconocimiento de las mismas instituciones que rechazamos como opresoras? Las situaciones de opresión a las que se enfrentan las mujeres, los negros y otros colectivos implican complejas relaciones sociales, instituciones e ideologías, reproducidas dentro de la urdimbre y la trama de las relaciones capitalistas. Los movimientos de liberación de negros, homosexuales y mujeres que surgieron en los años 60 y 70, lucharon para desafiar el orden social opresivo en su conjunto. Aunque esas relaciones opresivas persisten, la cuestión de la emancipación universal hace tiempo que desapareció. En su lugar, las políticas de identidad contemporáneas sirven para amplificar las voces particulares que se considera que requieren representación únicamente sobre la base de su particularidad. En lugar de la redistribución social, esta política reclama principalmente el reconocimiento dentro de las instituciones que no se ponen en cuestión. Además, dado que los grupos que la política de identidad tiende a esencializar son siempre internamente diversos, amplifica inevitablemente las voces más privilegiadas que están legitimadas para hablar en nombre del grupo oprimido al que puede que no representen realmente. De este modo, tiende a reproducir e incluso legitimar desigualdades sociales fundamentales.

Huelga decir que no es el reconocimiento ruso lo que busca la política identitaria ucraniana. La idea de hablar con los rusos, incluso con los rusos inequívocamente contrarios a Putin y a la guerra, es atacada constantemente. Como dijo un político ucraniano, “los rusos buenos no existen”. En su lugar, la política identitaria ucraniana apunta principalmente a Occidente, al que se considera culpable de permitir la invasión rusa, comerciar con Rusia, «apaciguar» el régimen de Putin, proporcionar un apoyo insuficiente a Ucrania y reproducir narrativas «imperialistas rusas» sobre Europa del Este. Sin embargo, si hay que culpar a Occidente por el sufrimiento de Ucrania, aquel podría redimirse con relativa facilidad proporcionando un apoyo incondicional a «lo ucraniano» y un rechazo incondicional a «lo ruso». Para esta política, el problema es el imperialismo ruso, no el imperialismo en general. La dependencia de Ucrania de Occidente tiende a no problematizarse en absoluto.

Los ucranianos, por tanto, deberían ser aceptados como una parte orgánica e indispensable del mundo occidental civilizado. De hecho, los ucranianos resultan ser no sólo iguales que los occidentales, sino incluso mejores que ellos. Defendiendo la frontera de la civilización occidental, muriendo y sufriendo por los valores occidentales, los ucranianos son más occidentales que los que viven en Occidente. Sin embargo, si se valora a los ucranianos principalmente por estar en primera línea de la guerra con Rusia, ¿qué contribución positiva podría hacer el país, más allá de ser más consecuentemente antirruso? ¿Se trata sólo de reconocimiento dentro de las mismas estructuras occidentales no cuestionadas, tratando de ser más de lo mismo? ¿Hay algo más, aparte de vencer ocasionalmente a Rusia en el campo de batalla? Hay indicios en ambas direcciones: Occidente mirando a Ucrania y los ucranianos mirando a Occidente. En particular, hablan de cosas diferentes. La mirada occidental sobre la política ucraniana suele adoptar una forma dicotómica. Los aspectos malos, cuando no se perciben como resultado directo de la influencia maliciosa de Rusia, proceden sobre todo de las élites locales y de la «corrupción». Los aspectos buenos proceden de la sociedad civil ucraniana, que (¡sorpresa!) suele apoyar firmemente a Occidente, al tiempo que suele recibir el generoso apoyo de donantes occidentales y, por supuesto, contribuye a la autoestima de Occidente.

Algunos incluso afirman que la invasión rusa ha tenido un efecto democratizador positivo en Ucrania. Antes se solía hablar precisamente de lo contrario: se reconocían las tendencias represivas de la política ucraniana, pero la culpa era de la amenaza rusa. ¿Qué se podía esperar de un país que sufría una agresión externa? Ojalá fuera cierta la historia de la democratización en tiempos de guerra. Hay algunos datos de encuestas que indican que más ucranianos apoyan los valores democráticos en las urnas; no hay menos pruebas de que los ucranianos siguen prefiriendo un líder fuerte a un sistema democrático y no toleran la disidencia en tiempos de guerra. Los ucranianos respondieron a la invasión con un estallido de ayuda mutua y cooperación horizontal, pero ¿es eso atípico en una sociedad bajo una amenaza existencial? ¿Cómo se institucionalizará el voluntariado ucraniano después de la invasión? Si el voluntariado ucraniano se institucionalizará después de la guerra y cómo lo hará es una gran incógnita; la anterior oleada de voluntariado al comienzo de la guerra del Donbás en 2014 resultó estar impulsada por iniciativas personalistas informales y no sirvió de mucho para sostener una sociedad civil organizada. Mientras tanto, la política ucraniana continúa en un segundo plano, cerrando partidos de la oposición, monopolizando las emisiones de televisión, ejerciendo una vigilancia que suele quedar impune, ampliando las bases de datos de «traidores» –algunos financiados por donantes estadounidenses– y atacando a quienes disienten del consenso patriótico. ¿Estamos realmente en condiciones de dar lecciones de democracia y activismo cívico? Algunos oligarcas ucranianos se han visto debilitados, mientras cohetes, drones y artillería llueven sobre sus propiedades, sus cadenas de televisión emiten contenidos gubernamentales y sus leales diputados votan al unísono con el partido pro-presidencial. Pero, aunque no recuperen el poder tras la guerra, parece mucho menos probable que su lugar sea ocupado por el pueblo ucraniano autoorganizado que por el capital transnacional, el régimen personalizado de Zelenski y el fino gratinado de la sociedad civil de las ONG.

¿O debería el mundo aprender de nuestra economía? Esta es en realidad una opinión que surge de la mirada ucraniana a Occidente. Los refugiados ucranianos de clase media que han empezado una nueva vida en la UE este año hacen circular mordaces historias en las redes sociales sobre la anticuada burocracia europea y el «mal» servicio. Pero lo que hay detrás de la «mejor» esfera de servicios ucraniana son los salarios más bajos de Europa y una protección cada vez peor de los derechos laborales. La digitalización de Ucrania ha avanzado, pero se trata de la típica ventaja del rezagado: Ucrania se vio obligada a digitalizarse porque las instituciones estatales han sido muy ineficaces, otra razón por la que se necesita tanto voluntariado y ayuda internacional. Sin embargo, las respuestas de emergencia difícilmente son una solución a largo plazo.

Eso es todo. Estas no son las ventajas únicas de Ucrania; esta no es la razón por la que la élite occidental se preocupa tanto actualmente por Ucrania. De hecho, se ha producido allí una especie de déficit de legitimidad, que ha ido en aumento durante la última década; sus síntomas incluyen la disminución de las tasas de apoyo a los partidos tradicionales, el auge de los movimientos populistas y las nuevas protestas de acción directa (Black Lives Matter, MeToo) por parte de los sectores oprimidos. En cierto sentido, todas son respuestas a la crisis de representación. Todos dicen: Ustedes –políticos, élites globales, blancos, hombres– no nos representan. No pueden por nosotros. Históricamente, los principales estados occidentales han logrado neutralizar estas críticas mediante la inclusión formalista de miembros seleccionados de los grupos marginados, una «solución» que excluía cualquier desafío de mayor envergadura al orden existente. Desde el punto de vista universal de los oprimidos, esta solución simbólica siempre fue deficiente; aliviaba la crisis de representación sin resolverla. Hoy en día, la resistencia ucraniana se explota de forma muy similar, para dar mayor credibilidad a la superioridad occidental. Se presenta a los ucranianos luchando y muriendo por lo que demasiados occidentales ya no creen. La noble lucha aporta –literalmente– sangre nueva a sus instituciones en crisis, envuelta en una retórica «civilizatoria» cada vez más identitaria. Los líderes occidentales hacen repetidos llamamientos a la unidad contra la amenaza rusa. Obviamente, existen diferencias sustanciales con los regímenes políticos de Rusia, China o Irán. Sin embargo, la representación de la guerra en Ucrania como un conflicto ideológico –democracia contra autocracia– funciona mal. Las incoherencias del tratamiento de Rusia, por un lado; y Turquía, Arabia Saudita e Israel, por otro; son demasiado grandes. Y Putin también ha estado tratando de instrumentalizar la narrativa de la «descolonización», presentando la anexión de las regiones surorientales de Ucrania en septiembre de 2022 como una lucha justa contra las élites occidentales que robaron la mayor parte del mundo y siguen amenazando la soberanía y las culturas «tradicionales» de otros estados. Pero, ¿qué puede ofrecer al Sur global más allá de reconocer a sus «representantes» como iguales a las élites occidentales, basándose en sus autoproclamadas identidades? Las élites occidentales intentan salvar el deshilachado orden internacional; la élite rusa intenta revisarlo para conseguir un lugar mejor en uno nuevo. Sin embargo, ninguna de las dos puede explicar con claridad cómo gana exactamente el resto de la humanidad con cualquiera de los dos resultados. Esto es lo que puede parecer la «multipolaridad»: la multiplicación de identidades nacionales y civilizatorias, definidas unas frente a otras, pero carentes de cualquier potencial universal.


El significado universal de Ucrania

La cuestión para los ucranianos es si formar parte de esta escalada autodestructiva de la política identitaria es realmente lo que necesitamos. Este año, se ha producido una enorme oleada de actos, paneles y sesiones relacionados con Ucrania, Rusia y la guerra; y una gran demanda de «voces ucranianas» en estos debates. No cabe duda de que los académicos, artistas e intelectuales ucranianos deberían participar en los debates internacionales, y no sólo sobre Ucrania. El problema, sin embargo, no es la cantidad sino la calidad de dicha inclusión. Ya hemos visto cómo se legitiman argumentos desfasados, como los del nacionalismo primordial, extrañamente combinados con reivindicaciones teleológicas de la superioridad de la democracia liberal. Ya podemos ver el fenómeno del tokenismo, típico de la política identitaria contemporánea, cuando una inclusión simbólica de «voces ucranianas» no significa revisar las estructuras del conocimiento alineadas con los intereses de la élite occidental, más allá de agudizar su culpabilidad por apaciguar a Rusia. Además, la representación formalista de «voces ucranianas» simbolizadas contribuye a silenciar otras «voces» de Ucrania que no son tan fáciles de instrumentalizar. ¿Realmente creemos que los intelectuales angloparlantes y conectados con Occidente, que suelen trabajar en Kiev o Leópolis, y que a menudo incluso se conocen personalmente, representan la diversidad de una nación de 40 millones de habitantes?

Obviamente, la solución no es incluir aún más «voces», sino romper con la lógica fundamentalmente errónea de la creciente política de identidad nacional. Antes, existía una relación claramente colonial entre los académicos occidentales y los de Europa del Este, incluidos los ucranianos. Los ucranianos solíamos ser los proveedores de datos y conocimientos locales que teorizaban los occidentales, quienes luego recogían la mayor parte de los frutos de la fama intelectual internacional. El repentino interés por Ucrania y el momento de la «descolonización» ofrece la oportunidad de revisar esta relación.

La política de identidad es un juego contraproducente. Ser reconocidos sólo por nuestra «ucranianidad» significa que volveremos a ser marginados con el próximo reajuste geopolítico. En lugar de pretender ser las «voces» de un pueblo al que no podemos representar de verdad –es decir, al que no podemos pedir cuentas–, debemos aspirar a que se nos incluya en función de las aportaciones que podamos hacer a los problemas universales a los que se enfrenta la humanidad, en una escalada de crisis políticas, económicas y medioambientales. Un conocimiento profundo de Ucrania y de toda la región postsoviética puede ser especialmente útil en este sentido, porque algunas de las consecuencias más perjudiciales de estas crisis se han manifestado en nuestra región, de las formas más agudas y trágicas.

Por ejemplo, ¿cómo podemos hablar de las revoluciones ciudadanas contemporáneas, que están estallando en todo el mundo a una velocidad acelerada, sin Ucrania, el país en el que se produjeron tres revoluciones durante la vida de una generación y apenas aportaron cambios revolucionarios? Encarnan las contradicciones de las movilizaciones mal organizadas, con objetivos vagos y un liderazgo débil en su forma más aguda: los mismos problemas con los que se han encontrado las respuestas populistas a la crisis occidental de representación política. Los partidos de la oposición llegan al poder en medio de grandes expectativas de cambio, pero suelen fracasar incluso a la hora de iniciar reformas importantes. Durante décadas, Ucrania estuvo dominada por la cínica política de los «oligarcas» rivales, con unos niveles de confianza en el gobierno mínimos que acabaron llevando a un asombroso 73% de votos a favor de una estrella de la televisión, un completo novato en política. ¿Les suena familiar? ¿O qué hay de la relevancia de la famosa «división regional» entre las regiones «orientales» y «occidentales» de Ucrania para las preocupaciones sobre la creciente polarización en Estados Unidos o el Reino Unido tras el Brexit? Los ucranianos –y, por supuesto, los europeos del Este en general– han vivido con instituciones de salud pública sistemáticamente desfinanciadas mucho antes de que la pandemia del virus covid las convirtiera en un problema ampliamente reconocido.

Estos son sólo algunos de los temas que permitirían una desprovincialización más productiva de los debates sobre Ucrania. Esto no debería hacernos vulnerables a las acusaciones de «ucranianismo», es decir, la expansión infundada de marcos regionales específicos a contextos en los que no encajan bien. Durante los años de formación de las ciencias sociales clásicas, un puñado de países sirvieron como casos paradigmáticos para explorar procesos fundamentales. Inglaterra fue un modelo para los debates sobre la aparición del capitalismo, mientras que Francia fue el ejemplo más destacado de la dinámica de la revolución social. Los conceptos de Termidor y bonapartismo ayudaron a esclarecer la dinámica de los regímenes políticos de muchos otros países. Italia nos regaló los conceptos de revolución pasiva y fascismo.

Fueron los modelos del periodo de expansión progresiva y modernización del capitalismo. Sin embargo, si ahora el mundo está experimentando una crisis múltiple sin salida, ¿no deberíamos buscar los casos paradigmáticos en otras partes del mundo, aquellas que han experimentado tendencias de crisis similares, anteriores y más profundas? Por ejemplo, el país que saltó de la periferia agraria europea a la vanguardia de la exploración espacial y la cibernética en el espacio de sólo dos generaciones, y luego, en la vida de la siguiente, se convirtió en el país más septentrional del Sur global, con la caída más brusca del PBI y una guerra devastadora; el país que voló a las estrellas y ahora puede ser bombardeado hasta la Edad Media. Hace treinta años, creíamos que los países postsoviéticos alcanzarían a la Europa occidental, y que Ucrania sería como Finlandia o Francia. A mediados de los 90, moderamos nuestras ambiciones y nos propusimos más bien alcanzar a Polonia o Hungría. Sería una exageración decir que Occidente aún puede estar poniéndose al día con la autodestrucción de los países postsoviéticos; pero podríamos resultar ser su futuro, y no al revés.

El llamamiento a ver Ucrania como un caso paradigmático de la crisis mundial de gran alcance requiere una perspectiva completamente diferente del propio país. Significa abandonar la típica historia de modernización liberal teleológica postsoviética que, bajo la apariencia de «descolonización», nos exige interiorizar una posición colonial muy inferior. En su lugar, debemos reconocer que podemos estar orgullosos de haber formado parte de un movimiento universal. Ucrania fue crucial para la mayor revolución social y avance modernizador de la historia de la humanidad. En Ucrania tuvieron lugar algunas de las batallas más importantes de la Segunda Guerra Mundial. Millones de civiles y soldados ucranianos del Ejército Rojo contribuyeron con enormes sacrificios a derrotar a la Alemania nazi. Ucrania fue un centro de arte y cultura vanguardistas de renombre mundial. Los asesinatos en masa y el autoritarismo del régimen socialista de estado son universalmente reconocidos, pero explotarlos para depreciar la magnitud de los logros soviéticos es considerar que el trabajo, la sangre y el sufrimiento ucranianos carecen de sentido. Además, permite a Putin seguir instrumentalizando la historia soviética no sólo para el público nacional, sino también para el mundial, que observa la guerra en curso no a través de los ojos de las élites occidentales, sino de aquellos a los que dichas élites han oprimido durante siglos. Debemos reivindicar plenamente nuestro pasado para reclamar un futuro mejor. La estrecha agenda de la «descolonización», reducida a políticas identitarias antirrusas y anticomunistas, sólo hace más difícil expresar una perspectiva universalmente relevante sobre Ucrania, por muchos ucranianos que simpaticen con ella.

Volodymyr Ishchenko