Fotografía: periódico El Porteño de Valparaíso (Chile), 3/12/2022
Nota.— La entrevista al historiador Sergio Grez Toso que ofrecemos a continuación fue realizada por Claudio Pizarro, y publicada originalmente el 3 de diciembre en el sitio web chileno El Desconcierto. La reproducimos íntegramente, conservando el título original, pero omitiendo la breve nota de presentación. Sergio Grez Toso es uno de los historiadores más importantes de Chile, y uno de los más orientados hacia la izquierda. Ha sido uno de los analistas más lúcidos del proceso chileno reciente (pospinochetismo, Revuelta de Octubre, reforma constitucional, gobierno de Boric), así como un crítico muy bien informado de las ilusiones del «progresismo». En esta entrevista, deja muy en claro la importancia de la historia para entender las dinámicas socioeconómicas, políticas y culturales recientes, así como la necesidad de la solidez teórica y el compromiso con la objetividad para dilucidar lo que sucede. El entusiasmo posmoderno por los «relatos» no sólo está desorientando la comprensión de los procesos en curso, sino que tampoco está siendo efectivo en lo que se supone que sería su gran virtud: la capacidad para incidir en la realidad. Los «relatos» se están estrellando uno tras otro contra el muro de la realidad, y es imperioso entender por qué.
Cuando se habla de verdad histórica, ¿de qué es lo que se habla exactamente?
Se refiere a que el objeto del conocimiento existe independientemente de nuestra mayor o menor conciencia acerca de su existencia, pues hay hechos y procesos indesmentibles, que pueden ser perfectamente probados, más allá de la interpretación que se haga de ellos. A pesar de los postulados posmodernos según los cuales no existen hechos objetivos y que todo depende del cristal con que se miren las cosas, no cabe duda de que, para seguir siendo tal, la historiografía debe buscar la verdad en los hechos. Bien decía Eric Hobsbawm que “sin la distinción entre lo que es y lo que no es, así no puede haber historia. Roma venció y destruyó a Cartago en las guerras púnicas, y no viceversa”. Y agregaba que “cómo reunimos e interpretamos nuestra muestra escogida de datos verificables (que pueden incluir no solo lo que pasó, sino lo que la gente pensó de ello) es otra cosa”. Lo que no significa afirmar una verdad única, puesto que la verdad tiene un carácter pluridimensional, siendo este uno de los factores que explican la permanente ampliación y complejización del campo historiográfico. También me parecen pertinentes en relación con este tema, las ideas expresadas por Adam Schaff al definir como verdad el juicio verdadero o proposición verdadera a aquellos cuyos enunciados existen en la realidad tal como lo enuncian, esto es, cuando hay concordancia entre el juicio y el objeto real. Desde esta perspectiva, que comparto plenamente, el conocimiento es un proceso y, por ende, la verdad también lo es. Si bien no nos es posible acceder a la verdad absoluta en el conocimiento histórico, la acumulación de verdades parciales y su entrelazamiento en función de la utopía normativa de la verdad absoluta es la única vía posible para acercarnos a ella.
Puesto que el campo de la actividad humana a través del tiempo es tan extenso y variado, nuestro trabajo es infinito, por lo tanto, nunca llegaremos a trazar un panorama completo, definitivo; la búsqueda de la verdad, el conocimiento objetivo, es un deber ético a la vez que un horizonte metodológico irrenunciable: este es el objetivo de la disciplina histórica. Sin este principio no puede haber historiografía, solo propaganda, mitificación y uso instrumental de relatos al servicio de la legitimación del presente.
¿Crees entonces que es un concepto voluble que siempre está en un plano interpretativo o que es algo más bien consensuado?
Existe, naturalmente, un amplio campo interpretativo respecto de los mismos hechos y procesos que se quieren estudiar, pues ello depende de la óptica de quienes realicen dichos estudios. Las preguntas que podemos formular a las fuentes con las que tratamos de recomponer el pasado, siempre se plantean desde nuestro propio tiempo e historicidad, con su carga de subjetividad, emociones, condicionamientos sociales, políticos, económicos, culturales, de clase, género, nacionalidad, etnia, etc. La objetividad en cualquier disciplina, especialmente en humanidades y ciencias sociales, siempre está condicionada por la subjetividad del sujeto cognoscente, nunca puede ser completa, siempre es relativa; hay grados de mayor o menor subjetividad, la historiografía aséptica, neutra, absolutamente objetiva es un imposible, no puede existir. Los factores sociales, políticos y culturales condicionan, inevitablemente, las preguntas, la selección de las fuentes y la interpretación de los hechos que hacen los/as historiadores/as. Ello explica la diversidad de interpretaciones en disputa frente a los mismos temas. Lo que no quiere decir, en ningún caso, que la historiografía pueda ser asimilada a una variante más del género literario (aunque adopte, necesariamente, ciertas características de disciplina literaria) ya que su reconstrucción del pasado se realiza mediante un relato que exige condiciones de validación. En todo caso, esta «contaminación» del pasado con el presente no solo no es condenable, como sostenía Josep Fontana, ese gran historiador catalán que fue mi amigo, sino que es una condición de la utilidad del trabajo del historiador. O, como explicaba también de manera muy acertada Edward P. Thompson, el cambio de las preocupaciones de cada generación o de cada grupo humano, no supone que los acontecimientos pasados, en sí mismos, cambien con cada sujeto que los interroga ni que los datos empíricos sean indeterminados, pues los desacuerdos entre historiadores se producen en una disciplina común cuya finalidad es el conocimiento objetivo.
Lucía Santa Cruz expresó en una columna que la verdad histórica no existía, pues siempre hay una multitud de interpretaciones: conservadores, liberales, marxistas, revisionistas. ¿Estás de acuerdo o hay otros matices?
Discrepo de tales aseveraciones por las razones ya expuestas y porque la multiplicidad de interpretaciones no es óbice para el avance del conocimiento historiográfico y el establecimiento de «pisos» cada vez más elevados que permiten ir adquiriendo cierto nivel de certezas respecto de los hechos y procesos del pasado. Ya nadie del medio historiográfico podría, por ejemplo, suscribir una historia de tipo providencial, sin ser objeto de burla de sus colegas, del mismo modo como tampoco podría legitimarse en los medios académicos una historiografía nacionalista cuyo objetivo fuera la mitificación de un determinado grupo humano, pueblo o estado-nación. Si bien dichas historiografías persisten y seguirán produciéndose, no tienen la menor legitimidad académica fuera de los círculos en las que se producen. Ciertamente que hay otros matices, pero estos no se reducen a los señalados ya que, además de la orientación política de quienes escriben e interpretan la historia, deben agregarse elementos como las metodologías utilizadas y la adscripción a determinadas corrientes historiográficas en las que pueden convivir exponentes de distintas ideologías y convicciones políticas. Este es el caso de la Escuela de los Annales, cuyos postulados y métodos no pueden reducirse a una determinada definición política. Incluso entre quienes comparten un mismo ideario y se reclaman de un mismo método (el materialismo histórico de raíz marxista, por ejemplo), hay diferencias importantes en la manera de enfocar los problemas históricos. La perspectiva de quienes levantaron en algún momento el estructuralismo marxista en la interpretación de la historia (filósofos de la historia como Althusser, más que historiadores propiamente tales) difiere bastante de los principales exponentes de la historiografía marxista británica (Eric Hobsbawm, Edward P. Thompson, George Rudé, Perry Anderson, Christopher Hill, Raphael Samuel, entre otros), tanto, que las críticas o polémicas entre algunos de sus exponentes pueden llegar a ser muy ácidas, tal como lo fue la crítica demoledora de Thompson a Althusser expresada en Miseria de la teoría.
Con todo, afirmaciones como la negación de la verdad histórica son altamente problemáticas y hasta sospechosas, más aún cuando quienes las sostienen no son meros exponentes de una moda absolutamente estéril en la historiografía –el posmodernismo– sino representantes intelectuales y políticos del sector social y político –la gran burguesía y la derecha clásica– que, en casos como el chileno, se han caracterizado por su negacionismo respecto de las violaciones sistemáticas de los Derechos Humanos a lo largo de la historia del país, igualmente, por su afán por construir y proyectar una visión altamente mitificada del devenir nacional.
Si reconocemos que la verdad es una construcción, ¿la historia en el fondo sería un ejercicio de memoria selectiva?
La historia entendida como historiografía también es una forma de memoria, pero es distinta de las «memorias sueltas» o colectivas que existen en todas las sociedades y grupos sociales porque es sistemática, responde a las reglas de una disciplina y está permanentemente sometida al juicio crítico de una comunidad académica. Las memorias colectivas, en cambio, no necesariamente coinciden con la verdad histórica, pues a menudo son portadoras de mitos, imprecisiones, olvidos y manipulaciones de manera parecida a las memorias individuales. La memoria, más que un mecanismo de registro, es un mecanismo selectivo y –como sostenía Hobsbawm– la selección, dentro de unos límites, cambia constantemente. Dicho esto, hay que señalar que en toda sociedad se generan también «memorias emblemáticas», esto es, según lo propuesto por el historiador estadounidense Steve Stern, una especie de marco, una forma de organizar las memorias concretas de los individuos y sus sentidos con peso cultural y capacidad de «convencimiento» de sectores significativos de una sociedad, dando así sentidos mayores a varias «memorias sueltas». La selección está presente tanto en la historiografía como en las memorias «sueltas» y «emblemáticas» o colectivas, pero de manera distinta, aunque existen puentes y conexiones entre ellas.
¿Qué piensas del negacionismo, concepto utilizado para renegar del pasado inmediato? Lo digo a propósito de las voces que emergieron después del triunfo del Rechazo, intentando reinterpretar las razones del estallido social.
En el campo de la historia es la negación de la realidad para rehuir verdades desagradables, incómodas o contrarias a determinados intereses; es el rechazo a aceptar la verdad, a pesar de la existencia probada de evidencias históricas, como ocurre respecto de genocidios como el del pueblo armenio, el Holocausto, la Nakba palestina, la usurpación de las tierras y genocidio cultural (y a veces también físico) de los pueblos indoamericanos, el terrorismo de estado en América Latina inspirado en la Doctrina de la Seguridad Nacional, entre tantos otros, tan solo en la época contemporánea. No es casual, entonces, que ciertos intelectuales orgánicos de las clases y grupos dominantes se empeñen en negar el concepto de verdad histórica, tratando de reducir la historiografía a una variedad de interpretaciones igualmente válidas, independientemente de las evidencias históricas, como si se tratase de productos de mercado que cada consumidor puede escoger según su gusto. Negacionismo histórico y negación del propio concepto de verdad en historia son dos caras de la misma moneda; para sus exponentes (que a veces pueden ser las mismas personas), los hechos son inaceptables, las evidencias más palpables son ignoradas o minimizadas.
¿Y respecto a la cultura de la cancelación?
La cultura de la cancelación, por otra parte, es un fenómeno relativamente reciente, asociado a las redes sociales de Internet, que busca la anulación –mediante argumentos que pueden contener elementos de verdad, pero frecuentemente de falsedad, calumnia e injuria– a fin de desacreditar a una persona o institución, reprochándole supuestos comportamientos repudiables, de manera tal de que esta sea anulada en sus posibilidades de incidir en la cultura, en la ética y en los debates políticos. Los cultores de la cancelación suelen tener un comportamiento inquisitorial, integrista. Se erigen en guardianes de la moral (su moral) y de las buenas costumbres, que pretenden imponer a través de la intimidación y el matonaje mediático. La cultura de la cancelación es, en realidad, protofascista, aunque quienes la practican se declaren izquierdistas o progresistas, pues hace caso omiso de conquistas de la humanidad, tales como los principios de presunción de inocencia y de debido proceso, sometiendo a «juicios mediáticos» a sus «acusados», sin dejarles posibilidad alguna de defenderse, no vacilando ni siquiera en arrastrar a esta suerte de Tribunal del Santo Oficio de las redes sociales a difuntos. Cuando los «imputados» son personajes de otras épocas, la cancelación suele actuar en base al anacronismo histórico más burdo, pretendiendo juzgar y condenar a figuras (cuyas obras, en muchos casos, son parte del patrimonio cultural de un país o incluso de la humanidad) porque sus concepciones o comportamientos no calzan con los de sus Torquemadas mediáticos. Si la cancelación se impusiera definitivamente, se destruiría, borraría o anularía por completo todo vestigio de las obras de la mayoría de los filósofos, pensadores, escritores, poetas, músicos, historiadores, artistas, arquitectos, líderes políticos y religiosos y creadores del más variado tipo, a través de permanentes «purgas» encabezadas por esta suerte de talibanismo laico, que llevarían a la humanidad a su propia negación.
En relación con esto mismo, varios sectores de la derecha, incluida la DC, rechazaron la asignación presupuestaria de varios organismos involucrados en la defensa de los DD.HH., entre ellos el INDH, acusándolos de sobreideologizados y con un profundo sesgo político. ¿Crees que en el fondo estos actos buscan poner en tela de juicio la memoria en materia de DD.HH.? ¿Cuáles son los peligros en relativizar estas materias?
Me parece que hay una mezcla de motivaciones. Hay quienes, ciertamente, se proponen debilitar y hacer desaparecer de la memoria colectiva todo vestigio de la violación de los DD.HH., pero, seguramente, también hubo parlamentarios que usaron su voto en este asunto como moneda de cambio para obtener concesiones del oficialismo en otros temas, pues la lista de claudicaciones del gobierno respecto de sus promesas iniciales es tan larga, que están seguros de que su debilidad y falta de convicciones lo llevarán a nuevas transacciones con los sectores más conservadores. El principal peligro de estas maniobras y componendas consiste en ir borrando, poco a poco, de la memoria colectiva, el horror de las violaciones de los DD.HH. y de la acción del terrorismo de estado, convirtiendo la política oficial sobre este tema en mera retórica, gestos grandilocuentes, pero vacíos de alcance real y –tan grave como lo anterior– en objeto de trueque de mercachifles políticos.
¿Qué piensas del término octubrismo y la utilización que hacen de él de ciertos sectores ligados a la derecha?
El octubrismo es un ethos, el espíritu de cambio profundo y la mística de lucha que movilizó a centenares de miles de personas entre octubre de 2019 y marzo de 2020, aun a costa de arriesgar su integridad física, sufrir abusos y atropellos de todo tipo, incluso arriesgar sus vidas. El octubrismo encarnó el hastío y repulsa contra todo tipo de opresiones resultantes del actual modelo de dominación. Pero, a diferencia del fastidio que se arrastraba desde hacía décadas, este fue activo y convergente bajo la forma de una verdadera rebelión popular que aterrorizó a la clase dominante y a la casta política, generando como respuesta la reacción noviembrista del mentado Acuerdo por la Paz Social y la nueva Constitución que nos ha conducido al impasse político actual. El octubrismo, ethos con el que la izquierda consecuente y numerosas personas se siguen identificando, está siendo demonizado por los grandes medios de comunicación; el empresariado; la casta política de derecha, centro e izquierda; y los poderes fácticos en general, que en un intento de intoxicación de la memoria colectiva, aún fresca, pretenden levantar al noviembrismo como lo razonable, justo y conveniente para el país, lo que no es otra cosa que la mantención del modelo económico –con tenues reformas– y la perpetuación del sistema de democracia protegida, tutelada y de baja intensidad que nos rige desde 1990 (con un maquillaje de reformas constitucionales pletóricas de «bordes» impuestos por el parlamento). No hay que confundirse: si bien la derecha tradicional es el sector que más abiertamente ataca al octubrismo, todos los noviembristas lo hacen, comenzando por los actuales ocupantes de La Moneda, que no pierden ocasión de desmarcarse de lo que fue ese gran movimiento autónomo y espontáneo de los pueblos de Chile.
¿Cómo ves el papel de la historia y los historiadores en tiempos de posverdad y fake news? ¿Es posible generar conciencia histórica en un mundo donde la industria de las mentiras se ha instalado de manera tan prolífica?
Los historiadores siempre tenemos que luchar contra la mentira, las falsificaciones y las mitificaciones. Una parte de nuestros deberes consiste en demoler mitos, develándolos, explicando su genealogía. Por ello debemos mantenernos siempre alertas y ser capaces de descubrir la función de mentira y de mitificación que hay en todas las fuentes, incluso en las más inocentes. No cabe duda de que en la actualidad, en la era del ciberespacio, de Internet y de las redes sociales asociadas, la industria de la mentira (que siempre ha existido, pero anteriormente con características artesanales) alcanza dimensiones colosales, constituyéndose como un lucrativo negocio, lo que hace nuestra tarea más difícil, obligándonos a ser más vigilantes, perspicaces y críticos respecto de las fuentes. Es una tarea difícil, pero no imposible, porque –insisto– es lo que siempre hacemos o debemos hacer.
En pocos meses pasamos de una aprobación mayoritaria a una nueva Constitución a un absoluto rechazo. ¿Qué piensas de estos tiempos con giros tan drásticos y el desafío de los investigadores para interpretarlos?
Las claves para entender este «giro» hay que buscarlas en la génesis del fracasado proceso constituyente, en la maniobra del Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución del 15 de noviembre de 2019, que salvó al gobierno de Piñera, contribuyó poderosamente a ahogar la rebelión popular en curso, y ofreció al pueblo la salida de un proceso constituyente controlado por los poderes constituidos, colocando en vez de una Asamblea Constituyente libre y soberana, un sucedáneo de ésta (la Convención Constitucional), predeterminada por los acuerdos y «bordes» impuestos por los noviembristas en la reforma constitucional de diciembre del mismo año. Esta astuta maniobra, reforzada por las medidas restrictivas de las libertades públicas adoptadas por el gobierno de Piñera a mediados de marzo de 2020 so pretexto de hacer frente a la pandemia de covid-19, no solo permitió derrotar la rebelión popular, sino que también determinó el proceso constituyente mediante la imposición del antidemocrático quórum de 2/3 sin plebiscitos intermedios, lo que se traduciría en una propuesta de nueva Constitución ilusoria, pues si bien proclamaba una gran cantidad de derechos, no aseguraba su financiamiento, al negarse a establecer las normas para la nacionalización de las riquezas básicas, además de una serie de incoherencias y aspectos muy pocos convincentes para la inmensa mayoría de la población. Ello determinó el tipo de desenlace –la mantención del orden social y del sistema político– buscado por los noviembristas de todos los colores que firmaron el Acuerdo del 15 de noviembre. La desilusión frente a la labor de la Convención Constitucional fue creciendo sistemáticamente, no solo por la obra de desprestigio de los sectores conservadores, sino por la propia acción del bloque de centroizquierda hegemónico en este organismo que, en muchas oportunidades, hizo causa común con la derecha para rechazar las propuestas más avanzadas que significaban lesionar realmente los intereses del gran capital nacional y transnacional a fin de poder satisfacer las demandas prioritarias de la población (salud, educación, pensiones dignas, derechos laborales, cuidado efectivo del medioambiente, etc.). El «giro» fue paulatino, pero sostenido. Otra cosa es que los viejos y nuevos políticos «progresistas» no lo vieran venir, del mismo modo en que tampoco vieron venir la rebelión popular que, en octubre de 2019, les estalló en plena cara.
Para interpretar acertadamente fenómenos de este tipo, es necesario conocer bien la realidad económica, social, cultural y política de la mayoría de la población. No basta con manejar aspectos meramente formales de la politología o ciencia política. Es preciso, también, tener sólidos conocimientos de historia social y, ojalá, contar también con cierta experiencia práctica en la lucha social y política no institucional, a nivel de los movimientos y organizaciones sociales, del pueblo llano que hoy carece de representación política, masculla sus frustraciones y explota cuando la oportunidad se presenta.