Nota.— En el texto de Facundo Nahuel Martín que aquí presentamos, publicado originalmente en su blog Moon Soviet el 15 de marzo, el autor reseña el reciente libro de Juan Bordera y Antonio Turiel El otoño de la civilización. Textos para una revolución inevitable (Bs. As., Editorial Marat, 2023, 168 págs.), con prólogo de Yayo Herrero y epílogo de –nuestro público ya lo conoce– Jorge Riechmann. En realidad, Martín no solo hace una reseña, sino que recoge el guante, desde este lado del Atlántico, en un debate que es candente en España, pero que aún no concita la atención debida en América Latina. ¿Hacia dónde marcha la civilización del capital? ¿Hay alternativas meramente tecnológicas a la crisis climática y energética? ¿Son viables las transformaciones graduales como las que propone el Green New Deal? Con prosa clara y concisa, Facundo Nahuel se posiciona en esta polémica. Se trata, pues, de una polémica y de un autor a los que esperamos continuar dando espacio en nuestro semanario Kalewche.
Quienes deseen mayores precisiones sobre Martín, pueden leer la información biográfica disponible en la sección “Autores” de esta página web. Hemos publicado otro texto suyo en el número 2 de nuestra revista trimestral Corsario Rojo, sección Bitácora de Derrotas, «Agencia incorporada: materialismo, subjetividad, naturaleza», cuya lectura aprovechamos la ocasión para recomendar.
Comparto algunas ideas muy simples sobre este libro breve que acaban de sacar los amigos de Editorial Marat. El libro se publica en un momento bastante oportuno, cuando el mal llamado “debate del colapso” se está desarrollando en el contexto español con bastante virulencia. Más aún, el libro dialoga con una serie de inquietudes, angustias y ansiedades colectivas cada vez más generales. Hace 5 o 6 años muchas personas (me incluyo) no nos hubiéramos tomado la idea de un “otoño de la civilización” moderna demasiado en serio. Hoy, parece que esa perspectiva participa de nuestra imaginación de futuro más o menos realista. Después de la pandemia, las olas de calor, los incendios, las sequías y otras disrupciones ambientales se ha vuelto parte de la nueva normalidad. Se hace difícil evitar la sensación de que caemos en un abismo civilizatorio sin fondo. Kim Stanley Robinson, en su novela cli-fi (ciencia ficción climática) El ministerio del futuro, expresa esto muy claramente:
“Los años treinta fueron años zombis. La civilización había muerto, pero seguía caminando por la Tierra, tambaleándose hacia un destino aun peor que la muerte. Todo el mundo lo sentía. En la cultura de la época abundaban el miedo y la ira, la negación y la culpa, la vergüenza y el arrepentimiento, la represión y el retorno de lo reprimido. Siempre en un estado de temor suspendido, siempre conscientes de su condición de heridos, preguntándose qué golpe masivo caería a continuación, y cómo se las arreglarían para ignorarlo también, cuando ya era un gran esfuerzo ignorar los que habían sucedido hasta ahora, en una cadena de hechos que se remonta hasta 2020”.
En ese contexto, Antonio Turiel y Juan Bordera presentan una serie de trabajos breves, accesibles y claros, recogidos en su mayoría de intervenciones periodísticas, centrados en tres problemáticas: el cambio climático, el pico de extracción energética y la necesidad del decrecimiento. Contra la etiqueta que se les ha colocado, intencionadamente o no, los autores no son colapsistas, pero sí decrecentistas. Algunas observaciones abajo.
Límites y fronteras
El título del libro hace referencia al –inexorable para los autores– declive de la civilización basada en la abundancia energética. Dos procesos parece que se acumulan para convocar al otoño. Primero, el más conocido, el cambio climático. Hoy sabemos fuera de toda duda razonable que el sistema de la Tierra está en un proceso de calentamiento acelerado y peligroso, que es resultado de la quema de combustibles fósiles por la actividad social humana en el marco de la economía (capitalista) de crecimiento ilimitado. El cambio climático marca una frontera planetaria, como dicen en el Instituto para la resiliencia de la Universidad de Estocolmo. Junto con otros procesos en curso, como la pérdida de biodiversidad, el calentamiento global nos enfrenta a un punto de inflexión civilizatorio: frenar el consumo de combustibles fósiles en las economías del centro global es indispensable para minimizar los efectos destructivos del proceso de disrupción climática.
Lo de arriba es más conocido, así que lo digo rápido. Turiel y Bordera suman una segunda perspectiva, sobre la que hay menos información circulando mediáticamente (y, al parecer, menos consensos en la comunidad científica): la perspectiva de los límites de extracción. Según los autores, las fuentes de energía y los materiales en los que se basa nuestra sociedad son irremediablemente finitos. Esto se aplica, ante todo, al petróleo. El petróleo convencional habría trasvasado, dicen, su pico de extracción en 2005. Desde entonces la extracción de crudo convencional estaría en descenso. Al punto que, de 2014 a esta parte, incluso se registrarían descensos en la inversión de las petroleras en exploración de yacimientos. Parece que ya ni siquiera esperan seguir encontrando muchos nuevos pozos tradicionales, ni seguir extrayendo mucho más crudo de ellos. A cambio, han crecido formas no convencionales de extracción, como el fracking. Estos petróleos son de menor calidad, y además cuesta más extraerlos para que den, al fin, peores rendimientos.
La tasa de retorno energético o tasa EROI (energy return on energy invested) nos dice cuánta energía se obtiene por unidad de energía invertida en el propio proceso de extracción. La tendencia, a medida que se agotan los yacimientos más grandes y accesibles, es que esa tasa se reduzca. Hay varias maneras de calcular la tasa EROI (y depende de cada pozo, naturalmente), pero la tendencia global al declive es observable. Inevitablemente, este cambio energético tiene que reflejarse –con las mediaciones sociales y económicas del caso– en términos de valor, en el mercado, como inflación «exógena» o causada por el contexto.
Lo de arriba significa que se acabó –o empezó a acabarse– la era del petróleo abundante y de extracción relativamente económica. Esto plantea muchos problemas para la transición energética, por una simple razón: los combustibles fósiles han llegado a ser la sangre del modo de producción capitalista. El transporte pesado y las grandes maquinarias móviles dependen del diésel, que a su vez se fabrica con el petróleo de calidad alta, lo que hace difícil pensar en una sustitución del diésel a partir de crudos no convencionales.
Turiel y Bordera ven otro problema técnico para la idea de una “gran transición a las renovables” sin discutir el crecimiento (yo preferiría decir el modo de producción capitalista, pero las dos formas de enunciación no me parecen incompatibles). Casi todas las renovables implican grandes costos de energía y materiales en el momento de instalar las infraestructuras, especialmente si pretendemos tener un complejo eléctrico industrial gigante (otra cosa sería discutir usos energéticos más locales y comunitarios). Si pretendemos sostener redes eléctricas masivas que dependan de fuentes solares y eólicas, vamos a tener que emitir mucho CO2 en el proceso de construcción (mover maquinaria pesada, construir infraestructuras, etc.). Por otra parte, estas fuentes de energía tienen rendimientos mucho más bajos que las fósiles, con lo que a la larga también implican, simplemente por su menor tasa de retorno energético, un declive de energía relativo. Otras energías alternativas no renovables, como la nuclear, también tienen límites materiales (el uranio es finito y, según los autores, también atravesaremos el pico de extracción en unas décadas).
En resumen (y para no hacerla larga con los datos), para Turiel y Bordera, el declive energético no es solo una obligación política, a causa del cambio climático (cuidado, hablamos de una obligación del centro global primero, claro; hay una conversación más compleja en las periferias de la que no me puedo ocupar ahora). Además, el declive energético es, si tienen razón, inevitable por la escasez de energía y materiales. Y no existiría «solucionismo tecnológico» que permita seguir manteniendo los niveles de crecimiento económico actuales con fuentes alternativas. En esto los autores son muy afines a planteos en el ecomarxismo que enfatizan la inviabilidad (o impracticabilidad e indeseabilidad políticas y sociales) de los techno-fixes como respuesta a todo. Según los autores, se impone un cambio ético y político radical: dejar de querer dominarlo todo, dejar de querer extraerlo todo, y aceptar que somos seres finitos en una naturaleza finita y frágil, de la que no podemos disponer como si fuera un recurso económico ilimitado. Entonces, al final, parece que se trata de decrecer o decrecer. Restaría discutir, políticamente, si se hace «por las buenas» (es decir, planificando), o sea hace «por las malas» (es decir, se trata de seguir creciendo y se sigue chocando con la realidad). El otoño no es necesariamente una cosa mala: puedes prepararte para el invierno y, aceptando y gestionando las constricciones de manera racional, pasarlo relativamente bien. Pero, si no hay una preparación consciente y racional del declive energético, la tendencia va a ser que todo empeore, y cada vez más.
Capital, energías de stock y renovables
En el debate que viene desarrollándose, especialmente en el contexto español, aparece la sugerencia de que Turiel y Bordera serían “colapsistas”*. Es cierto que sus planteos «declivistas» parecen, a primera vista, afines a la colapsología de Sevigne y Stévenes (Comment tout peut s’effondrer, 2015), y tal vez también coquetear con la predicción del colapso de González Reyes y González Durán (En la espiral de la energía, 2021). Pero este libro me parece que dice algo diferente. No predice el colapso sistémico. No sueña con una «utopía anarquista» tras el desastre civilizatorio. Como dice Jorge Riechmann en el epílogo al libro, acá el único colapsista es Elon Musk. El colapso social y ambiental es el desenlace más probable de la continuidad de la acumulación de capital, no un deseo oscuro de los críticos de la energía fósil. Una lectura más precisa y justa con el texto dice otra cosa, a saber: que es muy difícil pensar una transición energética en el marco de una economía crecentista; y que, con toda probabilidad, el esperado declive en el consumo energético en la matriz económica imperante, ha de conducir a disrupciones sistémicas, torpezas políticas y negacionismo empresarial; y que todo eso, probablemente, va a terminar empeorando la crisis ambiental y social a la que pretenden responder. Es decir, que la matriz energética imperante y nuestro modo de producción entran en una danza macabra de feedbacks positivos social-ambientales (la irracionalidad sistémica del capital genera disrupciones ecológicas y «rendimientos materiales decrecientes», que a su vez profundizan la crisis capitalista, lo que profundiza la irracionalidad sistémica, y vamos…).
Me parece que, en este punto, el análisis decrecentista puede dialogar con dos ideas del marxismo ecológico: el capital fósil de Andreas Malm y los cuatro baratos de Jason Moore. Malm y Moore son dos ecomarxistas más bien enfrentados, con discusiones teóricas agudas de las que no me puedo ocupar ahora. Así que simplemente voy a señalar estos dos puntos de concurrencia para futuras ampliaciones.
El concepto de capital fósil se refiere a la relación de afinidad entre la lógica del capital y el perfil energético de las fuentes fósiles. Como dice Malm, el capital es una lógica social formal que se repone a sí misma en términos formales (el capital es valor que incuba valor). Originalmente, este sujeto social alienado aparece como una lógica abstracta superimpuesta al proceso de trabajo heredado de las sociedades anteriores (subsunción formal). A medida que se desarrolla históricamente, el capital se plasma en el mundo de la producción material, o moldea materialmente al proceso de trabajo, convirtiéndolo en un proceso maquínico automático regido por el valor que se valoriza. Esta férula formal implica una descontextualización técnica: la producción debe seguir y seguir sin importar variaciones ligadas al momento, el lugar, la estación del año o las peculiaridades ambientales tanto como culturales del territorio de implantación (el capital es un gran «desterritorializador» de la actividad económica). La encarnación material de la lógica formal del capital, por lo tanto, guarda una «afinidad electiva» con las formas de producción que pueden sostenerse en ciclos regulares, previsibles y repetidos, sometidos al mínimo de variación contextual posibles. La subsunción real de la producción es el «devenir-cosa» de la lógica formal del capital.
El proceso de subsunción real implica que el capital, a la hora de «seleccionar» fuentes de energía, va a tender siempre a preferir aquellas que minimicen la intermitencia, reduzcan la contextualidad y favorezcan el movimiento continuo. La humanidad, en casi toda su historia previa, utilizó ampliamente fuentes de energía de flujo, es decir, imposibles de almacenar, como el viento o los cursos de agua. Los combustibles fósiles son, por oposición, energías de stock: se pueden extraer, almacenar y poner a trabajar, con gran retorno energético, casi donde y cuando sea. Son las fuentes energéticas predilectas de la descontextualización de la producción, de la indiferencia de la industria al paisaje, propia de la sociedad capitalista.
Bueno, entonces, primera lección: el capital ama los combustibles fósiles. Claro, existió antes de usarlos y es posible imaginar que adopte otras fuentes de energía. La lógica del capital es formal-abstracta y puede realizarse en múltiples medios técnicos, energéticos y ambientales. Pero, tras más de un siglo de «crecimiento fosilista», el capital va a intentar que las nuevas fuentes de energía se comporten como lo harían las fuentes fósiles: de manera continua, previsible, descontextualizada y con gran retorno energético. Por eso, en lugar de pensar transiciones múltiples en contexto diversos, y, sobre todo, en lugar de pensar formas locales de aprovechamiento de las renovables, el capital va a tender a crear un «complejo eléctrico industrial» masivo que le permita (idealmente) sostener formas de producción análogas a las vigentes. Ese complejo supone que sería posible tener una red eléctrica masiva, alimentada principalmente por turbinas eólicas o células fotovoltaicas, que provea a la industria y al consumo de los hogares como lo hacen hoy el carbón, el gas y el petróleo. Y eso, dicen los autores, es técnicamente poco racional y es probable que falle. Las energías renovables son intermitentes, arrojan retornos más pobres y, muchas veces, se aprovechan mejor –con menos pérdida– cuando no es necesario convertirlas a electricidad, distribuirlas masivamente o almacenarlas. Sería posible tener energía suficiente para el consumo directo en arreglos más localistas (y tal vez más comunitarios) con renovables, pero parece complicado sostener el sistema actual de maquinaria automatizada con esas fuentes.
En resumen: la transición energética es muy difícil, y es probable que fracase, si dejamos estar a la economía del crecimiento (movida por la compulsión a acumular), y si pretendemos que sus formas de producción encarnadas (los grandes sistemas automáticos de maquinaria que conocemos) sigan funcionando casi como antes. Esto no es una predicción del colapso, pero sí una inferencia probabilística que dice que, como vienen las cosas, en el marco de la forma de producir que heredamos y nadie parece cuestionar, la transición se presenta difícil, tortuosa y de resolución improbable.
¿Colapso o fin de la naturaleza barata?
La segunda conversación ecomarxista que quiero traer a colación se relaciona con lo que Jason Moore llama “el fin de la naturaleza barata”. Si otros aspectos de la ecología-mundo de Moore me parecen problemáticos (como su idea de Capitaloceno), este concepto me parece muy valioso, de gran poder analítico. Dicho cortito, el capitalismo soluciona sus crisis endógenas externalizándolas al ambiente, las colonias y el trabajo reproductivo. Sabemos que el proceso de valorización es cíclico, no lineal: experimenta ondas largas de crecimiento y de declive. En el pasaje de cada onda a la siguiente se reestructuran determinaciones significativas de la acumulación de capital (cambian los patrones de poder imperialistas, se modifica la moneda mundial, se alteran las relaciones capital-trabajo, se reorganiza las técnicas de producción, etc.). Según Moore, el capital solo sale de sus crisis endógenas (caída de la tasa de ganancia, agotamiento de la valorización) abriendo nuevas fronteras de “naturaleza barata”. Esto es, consiguiendo nuevas fuentes de alimentos, energía, trabajo y materiales baratos (no remunerados del todo, en términos de valor), que ingresen al mercado como “dones gratuitos” para el capital. La naturaleza barata incluye muchas cosas, desde el trabajo reproductivo hecho mayormente por mujeres en los hogares y no reconocido por el capital como creador de valor, hasta los “servicios ecosistémicos” que posibilitan la vida social en general. Crucialmente, el abaratamiento de la energía y los materiales es, en la salida de las fases a la baja, una condición de posibilidad del relanzamiento de la acumulación. Se trata de abaratar para poder crecer. Recordemos que, si los materiales y la energía se abaratan, puede descender la composición orgánica del capital (medida en valor), lo que operaría, en el vocabulario de El capital, como una «tendencia contrarrestante» frente a la baja de la tasa de ganancia.
Me parece que la idea de los cuatro baratos de Moore permite reformular, en términos del proceso de valorización, algunas de las preocupaciones subyacentes de Turiel y Bordera. Los autores, creo, están diciendo que se atravesaron límites de extracción de fuentes energéticas que son difíciles de reemplazar, que las renovables no funcionan cualitativamente como las fósiles, y que esa situación energética ya empieza a verse reflejada en términos de valor, como «presión exógena» contra la valorización. Es decir que, en un momento de crisis capitalista endógena profunda, como vivimos desde 2008, el recurso a la energía barata como vía de escape y salto hacia delante no parece estar disponible. Al menos, no en la magnitud necesaria. Puede que aparezcan uno o varios «conejos de la galera» técnicos y que, con el hidrógeno o la fusión nuclear, esta situación tenga una resolución de mediano plazo en un marco sistémico. Pero eso parece, por lo menos, todavía remoto en el tiempo.
Lo de arriba significa que se sobredeterminan las crisis. Es decir, que la crisis endógena (de valorización) se encuentra con la crisis exógena (de «rendimientos energéticos decrecientes»). O, como dice el propio Moore hacia el final de El capitalismo en la trama de la vida, empieza a aparecer “valor negativo” ecológico, porque se atravesaron demasiadas fronteras y se están pasando demasiados límites ambientales, y eso genera una situación de lenta decadencia de todo el proceso de acumulación. La crisis endógena y la exógena entran a retroalimentarse en un espiral ascendente, otra vez, en una danza macabra, a la que se suma un tercer demonio procesual: el deterioro del poder global norteamericano y la posibilidad de una reorganización de las formas del imperialismo. Se abre un periodo de crisis, fascismos y revueltas, como dice mi amigo Emiliano Exposto.
Lo de arriba explica que las tesis declivistas de Turiel y Bordera molesten tanto a los «green new dealistas», en especial a los que se congregan en torno a opciones políticas socialdemócratas o populistas de izquierdas, al modo de Santiago Muiño. Naturalmente, es muy difícil imaginar salidas gradualistas a la crisis galopante. El mayor problema estratégico que enfrentamos hoy es la crisis multidimensional del capitalismo. Es más difícil, por el peso objetivo de la «policrisis», que el capitalismo actual tenga elasticidad estructural para tolerar reformas progresivas. La tendencia es, en cambio, hacia la brutalización del proceso de acumulación y de sus condiciones de posibilidad políticas, técnicas y sociales. La gestión estatal, en cuanto depende del crecimiento (de la acumulación de capital), no parece efectivamente capaz de detener eso. Se acabó el tiempo en que podíamos descontar que el capital iba a funcionar –y funcionar lo bastante bien– como para que el estado se apropiara de excedentes con objetivos sociales o redistributivos. Esto no significa (dejo este punto deliberadamente abierto) que debamos girar hacia una especie de ultraizquierdismo abstracto. El factor subjetivo, la lucha social, que es al final lo único que tenemos, está activo y dispuesto a pelear (los últimos años han sido, por fortuna, ampliamente conflictivos en términos sociales en buena parte del mundo). Pero la situación no amerita grandes entusiasmos maximalistas. En ese contexto, la crisis multidimensional y «sobredeterminada» (crisis política, de acumulación, de cuidados, ecológica, imperialista) aparece como problema político principal de nuestra época.
Facundo Nahuel Martín
NOTA