se daban en la oscuridad
motivos para confesar
crímenes en la intimidad
cositas fuera de lugar.
Virus


La caja apareció en el hueco entre el placard y el techo: un arma corta y municiones. También una caja azul, como de época, forrada de blanco por dentro con el papel que se usa para envolver manzanas de exportación pero más duradero. En esa caja, y atadas con un lazo negro, dos hombreras… en realidad adornos que los pata de ganso les agregan a sus sacos para hacerse ver como en comparsa. Son doradas, de cotillón de acto escolar. ¡Charreteras!

Nunca supe qué hacer con esos atributos. Habrán pertenecido a mi tío que fue marino.

Qué impresión tanta efeméride milicota en la infancia. Me tocó la época de Malvinas: la argentinidad al palo. Ni así me sacaron bueno, al putito no hay quién lo entienda en la familia. Y es peor desde que estoy con el Cata. Mi Deme, mi Catamarca.

A Demetrio lo conocí en un boli. Él no transpira, pero yo sí. Confundió mis lágrimas con purpurina y acá estamos: ¿lo engatusaron mis ojos? A veces creo que sí, a veces no creo nada.

Fue en febrero. Estaba desolada: era martes y la loquita con la que vivía no había vuelto a casa desde el sábado. Al toque yo había activado la red de amigas pero ni rastro. Sabía dónde podía estar pero hasta ahí; no me animaba, ya se lo había advertido.

Rescatate, princesa. Los corceles son de acero y el costo de ese flete es otra libra de carne.

Bajé a comprar unas cositas, me hice unos huevos, me duché. Afuera habían cortado la avenida, era noche de Carnaval. Yo tenía el ánimo en blanco y negro pero salí igual, esquivando esa fiesta. Me llegué al boli, semi-montada. Él se acercó, me invitó a compartir la birra. Un caballero. Hablamos mucho, fue un levante de los de libro: con delicadeza, Demetrio me escuchaba. Le conté de la loquita y me dijo que si no había novedades, él se acercaría a buscarla. Hasta celos casi me dio, ay, sí, papi, raptame, rescatame, dame más.

Fuimos a mi rancho. Él no quería incomodar, insistió en ofrecer un lugar pero el protocolo marca que siempre es mejor en casa, aunque ya sé que me enamoré todavía no te conozco, además la ficción del hogar siempre me erotizó. Nos franeleamos a lo loco subiendo la escalera: me tomó todas las medidas con sus dígitos psicodélicos de huella en bajorrelieve y todos los miedos se me evaporaron del cuerpo. Ay, sí, churrasqueame así, qué sólido, mmmmmm. Abrí la cancel y no llegué ni a encender un foco: nos revolcamos, mis besos lo subieron a Venus, ya estábamos en la Vía Láctea. Podía sentir al tacto el pulso en su pecho, sus palmas me atravesaban la espalda y me barrían el cansancio, me sobaban el culo y era como si me acunaran, me iba, me iba…

Ese almíbar me impregnó los huesos. ¡Que nadie me arrebate de este amor, uy!

Estaba hecha un baño de endorfinas, levitaba: no había más que dejarme llevar por el movimiento de los días. Qué droguita el amor, ay, y él que es tan deisi, mi suave margarita, que me quiere y no me quiere y mucho y poquito y nada. Siempre que estoy a punto de enfelovearme pienso que no va a pasarme ya más y al final sube la marea y me barrena entera.

Rosada como el águila calva desciende, se abaja y abreva en traje de alhajas su mortaja, que es concha de ostras y es ameba. Purpúreo su vientre se relaja y exhala una lívida marea. Madejas de algas la abarajan y en ancas de ráfagas vadea la orilla de cielo que la espera.

Era la “Petite mort” que me recitaba Nerita cuando me enamoré por primera vez, ya mamona, de grande. Qué metejón con la Raúla, sí que fue serio aquello.

Con el Deme nos aquerenciamos. La loquita se rescató a medias y nos dejó ocupar solos (¡dos palomones…!) nuestro ranchito borracho de sueños y amor. Lo fui conociendo al Cata, me lo iba bebiendo de a poquito. Me acuerdo el mediodía en que le vi de refilón esos ojos de noche y luz. Diamante cristalino. No son marrones, como los míos. Él es negro, vinílico. Delineado sin rímel ni kojol, es una cosa de colibrí auténtico, ligero, picudo, libador. Yo soy un tubby cuatro, mielcita pegajosa, guardapolvos, me alza con el meñique como a vaquita de Sant’ Antonia. Me cumplió mi santito, le pedí novio y me dio. Yo estoy rica, por dentro y por fuera. Me siento rica. El que anda picado por el peso es él. Quiere otorgar, regalarme. Yo me resisto a que agarre trabajo pesado, me lo arruinan. Casi pierde el índice de la derecha en la última salida, casi me desvirgan su quena sagrada. Está inquieto, ahora le dio el revire de andar pensando en dejar la ciudad, yo me resisto. No quiero saber nada con Catamarca ni con La Rioja ni con San Juan. ¡Qué secor! Mi cuero no puede con eso. Una vez mi viejita me dijo que en Catamarca hay más iglesias que escuelas. Qué ácrata insuperable, cómo la extraño. A veces pienso en qué me diría del Deme, qué remedio recetaría para acomodarle esos dones. Entre las cajas de arriba del placard encontré cuadernos con sus anotaciones, sólo yo le entendía la letra y me tienen fascinada. En cambio, el Deme está obnubilado con el chumbo.

Es una Smith & Wesson, Mari, me dijo intentando abrir grandes esos ojitos pestaña larga de foca acalorada, siempre a media asta. Calibre 38 especial, tambor para seis cartuchos en pavón azul brillante, cachas de madera, cañón de 4 pulgadas, armazón K, miras fijas. ¿Sabés cómo les decimos a estas? Son una belleza… Ñatas las llamamos, son puro cariño. Un kilito. Tienen el martillo oculto. La usó hasta el presidente Kennedy, y la de Göring está guardada en un museo que hay pegado al Muro de Berlín.

Qué se yo, ni idea. Y él tan entusiasmado, al borde de la emoción. En seguida le sacó fotos y se las giró al Lobo, su hermano. El otro le dijo que era flor de fierro, limpio, con su cajita. Se lo mandó al muere para hacerlo cagar con el precio y quedarse con la diferencia. Pero al Deme lo vi enamorado como en nuestros primeros días, con ojitos de caramelo santo.

Es un fierrazo, este, Mari. Me dijo el Lobo que no se ven así, tan bien cuidados.

Me acordé de mi tío: era rubio y calvo como el sol en la fruta pasada. Sus ojos, dos bolitas azul marino. Conmigo y con las cosas era tierno y cuidadoso. Muy prolijo: un capitán bien del Blem, guante blanco, lustroso. Tenía en su escritorio un dogo de cristal que cambiaba de color según el clima del día, y una vaina nacarada, de hueso, con la que rasgaba los sobres y separaba las hojas de los libros que leía mi abuela cuando estaban plegadas, como sin cortar. El tío se embarcaba y cada tanto volvía. Sacaba fotos en alta mar, las revelaba él mismo en el barco y también jugaba al ajedrez. Una vez estuvo en China, y como no le creía, mostraba como prueba dos individuales de mimbre con estampado oriental que la abuela sacaba a relucir cuando venían visitas. Era cariñoso pero me asustaba cuando yo daba vueltas con la comida. En el barco, al que no come le licuamos el desayuno, el almuerzo y la cena, le echamos mucha pimienta y el marinero, fondo blanco, se lo tiene que tragar.

Estaba en las aguas profundas del recuerdo hasta que escuché como un ruido de balas de utilería: el Deme ahí nomás reponía el escenario sonoro y se despachaba con la memoria sentimental de sus parientes, largando tiros al aire con cualquier excusa en el campito del fondo: celebraciones, tristezas, bautizos, duelos, resentimientos, lembranzas. Mi tío, no, no celebraba nada. Pura melancolía sorda. Lo mandé a la mierda al Deme. Le dije que me parecía una bosta todo ese sentimentalismo armado y que me dejara de joder con el fierro. Pero que ni se le ocurriera malvendérselo a su hermano.

No, dale, lo guardamos, Mari. Me dio un beso en la frente y peló la pija.

Guardá el arma, Deme, dejate de joder, estoy agotado.

Dale, beba, relajate. Se calzó el chumbo y se miró al espejo. Agarró el celular, me apuntó. Miró a la cámara, se hizo una selfi. Se acercó a mi lado. Posó con el fierro entre su mejilla y la mía. Apagó la luz.

No estoy tranquilo. Nunca lo vi tan feliz. Me llamo Laura Destéfanis, nací hace 45 años en Buenos Aires. Estudié Letras y soy profesora de literatura y escritura en institutos públicos de formación docente. De joven escribí poesía (Habitat, 1997-2003). Ahora hago crítica literaria y escribo relatos de ficción. Tengo un apodo, porque hace años encontré un cassette en el que alguien parecía enseñarme mi nombre: en el segundo más largo de mi vida reconocí la voz de mi viejo. Desde entonces quienes me quieren me llaman Lali.


a caja apareció en el hueco entre el placard y el techo: un arma corta y municiones. También una caja azul, como de época, forrada de blanco por dentro con el papel que se usa para envolver manzanas de exportación, pero más duradero. En esa caja, y atadas con un lazo negro, dos hombreras… en realidad, adornos que los patas de ganso les agregan a sus sacos para hacerse ver como en comparsa. Son doradas, de cotillón de acto escolar. ¡Charreteras!

Nunca supe qué hacer con esos atributos. Habrán pertenecido a mi tío, que fue marino.

Qué impresión tanta efeméride milicota en la infancia. Me tocó la época de Malvinas: la argentinidad al palo. Ni así me sacaron bueno, al putito no hay quién lo entienda en la familia. Y es peor desde que estoy con el Cata. Mi Deme, mi Catamarca.

A Demetrio lo conocí en un boli. Él no transpira, pero yo sí. Confundió mis lágrimas con purpurina y acá estamos: ¿lo engatusaron mis ojos? A veces creo que sí, a veces no creo nada.

Fue en febrero. Estaba desolada: era martes y la loquita con la que vivía no había vuelto a casa desde el sábado. Al toque yo había activado la red de amigas, pero ni rastro. Sabía dónde podía estar, pero hasta ahí; no me animaba, ya se lo había advertido.

Rescatate, princesa. Los corceles son de acero y el costo de ese flete es otra libra de carne.

Bajé a comprar unas cositas, me hice unos huevos, me duché. Afuera habían cortado la avenida, era noche de Carnaval. Yo tenía el ánimo en blanco y negro, pero salí igual, esquivando esa fiesta. Me llegué al boli, semi-montada. Él se acercó, me invitó a compartir la birra. Un caballero. Hablamos mucho. Fue un levante de los de libro: con delicadeza, Demetrio me escuchaba. Le conté de la loquita y me dijo que, si no había novedades, él se acercaría a buscarla. Hasta celos casi me dio: ay, sí, papi, raptame, rescatame, dame más.

Fuimos a mi rancho. Él no quería incomodar. Insistió en ofrecer un lugar, pero el protocolo marca que siempre es mejor en casa: aunque ya sé que me enamoré, todavía no te conozco. Además, la ficción del hogar siempre me erotizó. Nos franeleamos a lo loco subiendo la escalera: me tomó todas las medidas con sus dígitos psicodélicos de huella en bajorrelieve y todos los miedos se me evaporaron del cuerpo. Ay, sí, churrasqueame así, qué sólido, mmmmmm. Abrí el cancel y no llegué ni a encender un foco: nos revolcamos, mis besos lo subieron a Venus, ya estábamos en la Vía Láctea. Podía sentir al tacto el pulso en su pecho. Sus palmas me atravesaban la espalda y me barrían el cansancio, me sobaban el culo y era como si me acunaran, me iba, me iba…

Ese almíbar me impregnó los huesos. ¡Que nadie me arrebate de este amor, uy!

Estaba hecha un baño de endorfinas, levitaba: no había más que dejarme llevar por el movimiento de los días. Qué droguita el amor, ay, y él que es tan deisi, mi suave margarita, que me quiere y no me quiere y mucho y poquito y nada. Siempre que estoy a punto de enfelovearme, pienso que no va a pasarme ya más y al final sube la marea y me barrena entera.

Rosada como el águila calva desciende, se abaja y abreva en traje de alhajas su mortaja, que es concha de ostras y es ameba. Purpúreo su vientre se relaja y exhala una lívida marea. Madejas de algas la abarajan y en ancas de ráfagas vadea la orilla de cielo que la espera.

Era la «Petite mort» que me recitaba Nerita cuando me enamoré por primera vez, ya mamona, de grande. Qué metejón con la Raúla, sí que fue serio aquello.

Con el Deme nos aquerenciamos. La loquita se rescató a medias y nos dejó ocupar solos (¡dos palomones…!) nuestro ranchito borracho de sueños y amor. Lo fui conociendo al Cata, me lo iba bebiendo de a poquito. Me acuerdo el mediodía en que le vi de refilón esos ojos de noche y luz. Diamante cristalino. No son marrones, como los míos. Él es negro, vinílico. Delineado sin rímel ni kojol, es una cosa de colibrí auténtico, ligero, picudo, libador. Yo soy un tubby cuatro, mielcita pegajosa, guardapolvos, me alza con el meñique como a vaquita de Sant’ Antonia. Me cumplió mi santito: le pedí novio y me dio. Yo estoy rica, por dentro y por fuera. Me siento rica. El que anda picado por el peso es él. Quiere otorgar, regalarme. Yo me resisto a que agarre trabajo pesado, me lo arruinan. Casi pierde el índice de la derecha en la última salida, casi me desvirgan su quena sagrada. Está inquieto, ahora le dio el revire de andar pensando en dejar la ciudad, yo me resisto. No quiero saber nada con Catamarca ni con La Rioja ni con San Juan. ¡Qué secor! Mi cuero no puede con eso. Una vez mi viejita me dijo que en Catamarca hay más iglesias que escuelas. Qué ácrata insuperable, cómo la extraño. A veces pienso qué me diría el Deme, qué remedio recetaría para acomodarle esos dones. Entre las cajas de arriba del placard, encontré cuadernos con sus anotaciones. Sólo yo le entendía la letra y me tienen fascinada. En cambio, el Deme está obnubilado con el chumbo.

Es una Smith & Wesson, Mari, me dijo intentando abrir grandes esos ojitos pestaña larga de foca acalorada, siempre a media asta. Calibre 38 especial, tambor para seis cartuchos en pavón azul brillante, cachas de madera, cañón de 4 pulgadas, armazón K, miras fijas. ¿Sabés cómo les decimos a estas? Son una belleza… Ñatas las llamamos, son puro cariño. Un kilito. Tienen el martillo oculto. La usó hasta el presidente Kennedy, y la de Göring está guardada en un museo que hay pegado al Muro de Berlín.

Qué se yo, ni idea. Y él tan entusiasmado, al borde de la emoción. En seguida le sacó fotos y se las giró al Lobo, su hermano. El otro le dijo que era flor de fierro, limpio, con su cajita. Se lo mandó al muere para hacerlo cagar con el precio y quedarse con la diferencia. Pero al Deme lo vi enamorado como en nuestros primeros días, con ojitos de caramelo santo.

Es un fierrazo, este, Mari. Me dijo el Lobo que no se ven así, tan bien cuidados.

Me acordé de mi tío: era rubio y calvo como el sol en la fruta pasada. Sus ojos, dos bolitas azul marino. Conmigo y con las cosas era tierno y cuidadoso. Muy prolijo: un capitán bien del Blem, guante blanco, lustroso. Tenía en su escritorio un dogo de cristal que cambiaba de color según el clima del día, y una vaina nacarada, de hueso, con la que rasgaba los sobres y separaba las hojas de los libros que leía mi abuela cuando estaban plegadas, como sin cortar. El tío se embarcaba y cada tanto volvía. Sacaba fotos en alta mar, las revelaba él mismo en el barco y también jugaba al ajedrez. Una vez estuvo en China, y como no le creía, mostraba como prueba dos individuales de mimbre con estampado oriental que la abuela sacaba a relucir cuando venían visitas. Era cariñoso, pero me asustaba cuando yo daba vueltas con la comida. En el barco, al que no come le licuamos el desayuno, el almuerzo y la cena, le echamos mucha pimienta y el marinero, fondo blanco, se lo tiene que tragar.

Estaba en las aguas profundas del recuerdo hasta que escuché como un ruido de balas de utilería: el Deme ahí nomás reponía el escenario sonoro y se despachaba con la memoria sentimental de sus parientes, largando tiros al aire con cualquier excusa en el campito del fondo: celebraciones, tristezas, bautizos, duelos, resentimientos, lembranzas. Mi tío, no, no celebraba nada. Pura melancolía sorda. Lo mandé a la mierda al Deme. Le dije que me parecía una bosta todo ese sentimentalismo armado y que me dejara de joder con el fierro. Pero que ni se le ocurriera malvendérselo a su hermano.

No, dale, lo guardamos, Mari. Me dio un beso en la frente y peló la pija.

Guardá el arma, Deme, dejate de joder, estoy agotada.

Dale, beba, relajate. Se calzó el chumbo y se miró al espejo. Agarró el celular, me apuntó. Miró a la cámara, se hizo una selfi. Se acercó a mi lado. Posó con el fierro entre su mejilla y la mía. Apagó la luz.

No estoy tranquilo. Nunca lo vi tan feliz.

Laura Destéfanis


Nota.— Me llamo Laura Destéfanis. Nací hace 45 años en Buenos Aires. Estudié Letras y soy profesora de literatura y escritura en institutos públicos de formación docente. De joven escribí poesía (Habitat, 1997-2003). Ahora hago crítica literaria y escribo relatos de ficción. Tengo un apodo, porque hace años encontré un cassette en el que alguien parecía enseñarme mi nombre: en el segundo más largo de mi vida reconocí la voz de mi viejo. Desde entonces, quienes me quieren me llaman Lali.