Ilustración: Collapse of the Modern Civilization (2013), de Jay Simons. Fuente: DevianArt. Obra digital apropiacionista inspirada en «Destruction», una de las pinturas que integra la famosa serie The Course of Empire (1836), de Thomas Cole.
Nota.— El presente artículo de Federico Ruiz, que incluimos en nuestra sección de ecología Krakatoa, fue originalmente publicado en la revista 15/15\15 de Galicia, España, el 13 de diciembre del año pasado. “La revista 15/15\15 –citamos textualmente su carta de presentación– es un medio de comunicación independiente y democráticamente gobernado por sus propixs suscriptores, cuyo objetivo es contribuir a la construcción de una nueva cultura y una nueva civilización postindustrial, poscapitalista, poscrecimiento, ajustada a los límites de la biosfera y orientada a la satisfacción de las necesidades humanas y del resto de Gaia”. Escriben para ella, entre otras destacadas plumas del ecosocialismo ibérico, Jorge Riechmann y Manual Casal Lodeiro, autores que también han colaborado con nuestro Kalewche. En el primer número de Corsario Rojo hallarán, asimismo, una extensa entrevista a Riechmann, “Hacia dónde vamos? Ecología y decrecimiento”, que no tiene desperdicio. Cabe señalar que tanto Ruiz como Casal Lodeiro y Riechmann son integrantes de la red Ecologistas en Acción.
Una aclaración: lo que aquí se llama «colapsismo» (el sufijo «ismo» se puede prestar a chicanas o equívocos) no consiste en desear o propiciar el colapso, ni en dar rienda suelta al morbo del alarmismo catastrofista. Serían «colapsistas», para el autor, quienes aceptan con realismo y prudencia que el colapso, a esta altura del devenir capitalista, ya sería algo inevitable y no lejano, y que, por ende, resultaría imperioso hacer adecuaciones drásticas –económicas, tecnológicas, culturales, etc.– para mitigar todo lo posible sus efectos ambientales y sociales (algo así como un «control de daños» o una «preparación para un aterrizaje forzoso» en beneficio de la naturaleza y la humanidad).
Cambio climático y posicionamientos políticos
El calentamiento global antropogénico, descubierto en los años 60 del siglo pasado por departamentos de investigación de compañías petroleras (hay evidencias de Shell y EXXON, aunque es de suponer que otras grandes petroleras dispondrían también de información al respecto) fue celosamente escondido durante veinte años. Puede considerarse que la comparecencia pública del climatólogo de la NASA James Hansen, en la que puso al día del estado de la cuestión a los congresistas norteamericanos –y, por extensión, urbi et orbi–, fue el hito que rompió ese silencio y que dio paso a multitud de informes científicos que alertaban de la situación. A partir de entonces, la agenda comunicativa del lobby mundial de los combustibles fósiles pasó de la ocultación a la negación, o al ninguneo, del problema. Ahora nos encontramos en los inicios de una tercera etapa de comunicación que refleja un cambio táctico radical: de la pasividad y el boicot, a la pretensión de protagonismo por parte de estas grandes corporaciones y sus aliados.
En lo que va de siglo, y especialmente en su segunda década, la comunidad científica, casi por unanimidad, ha ido avalando, pese a presiones y variopintos intentos de soborno, la realidad del cambio climático (CC), de su causación por un exceso de emisiones de CO2 y otros gases de efecto invernadero, y de las consecuencias catastróficas para las sociedades humanas a que puede dar lugar. Aunque todavía quedan núcleos muy minoritarios, especialmente en ámbitos de extrema derecha, los grandes financiadores de think tanks negacionistas han dejado de poner dinero (incluso los tristemente célebres hermanos Koch; o eso dicen ellos) y el respaldo al negacionismo, incluso a la «neutralidad», ha desaparecido en los grandes medios y demás hacedores de la opinión pública. Públicamente nadie con un mínimo de verosimilitud científica lo defiende, y la crisis climática se acepta casi universalmente como uno de los grandes problemas de nuestro tiempo. Ya no se puede mantener invisible el elefante en la habitación. Hay que modificar la narrativa, pero sin que deje de estar al servicio del objetivo irrenunciable: la obtención de ganancias que hace posible la acumulación de capital.
Y es que, si el discurso ha cambiado en estos cincuenta años, no así quienes lo elaboran, difunden y, diríamos, imponen. En el marco estructural del capitalismo, las grandes corporaciones extractivas, industriales y comerciales –las del sector energético en primera fila–, fusionadas con el sector financiero, han adquirido mucho más poder relativo que entonces. La fase neoliberal del modo de producción capitalista ha supuesto una concentración del poder económico sin precedentes y ha subordinado a los poderes políticos y culturales como nunca antes en la historia contemporánea; todo ello en medio del progresivo declinar de una izquierda sin apenas ya señales de identidad, y cuya inoperatividad la hace semirresidual. Por todo esto, cualquier reflexión en torno a la temática del CC –y, en general, de la crisis ecológica global (CEG), de la que el CC es un componente–, y de sus posibles soluciones, debe tener en cuenta la estructura actual de poder en el mundo y las relaciones de fuerzas –en continuo cambio, pero, me temo, no favorable por ahora a las opciones emancipadoras– entre las distintas capas y sectores sociales en pugna por conseguir sus intereses (o su supervivencia).
Tras el abandono del negacionismo, el sector empresarial energético y sus ramificaciones políticas y mediáticas han dado una vuelta de tuerca al clásico principio de que, si no puedes con tu enemigo, únete a él, convirtiéndolo en si no puedes con tu enemigo, ocupa su lugar: suplántalo. O, dicho de otra forma: arrebátale el objetivo al enemigo (para hacerlo inalcanzable, claro). Mediante un giro táctico espectacular, el poder corporativo trasnacional, directamente o a través de estados e instituciones públicas y privadas internacionales, toma las riendas de la lucha contra el CC –desplazando a los márgenes a quienes la habían sostenido antes– y decide cómo se lleva a cabo. Por supuesto, para ello cuenta con el monopolio de los instrumentos conformadores de la opinión pública y del sentido común de época, encargados de vender el relato.
Así, la propuesta del establishment ante la CEG (aunque, de hecho, sea sólo al CC, y deje de lado los otros límites ecológicos ya sobrepasados) se resume en dos palabras: capitalismo verde (CV). En síntesis, el CV consiste en abordar esta problemática observando dos principios que han de regir todas las acciones que se emprendan. Uno de ellos es macro: nada de lo que se haga puede, ni mínimamente, poner en cuestión el orden capitalista y debe supeditarse al funcionamiento de unos mercados –supuestamente– libres. El segundo es micro: cada una de las actuaciones debe inspirarse en el eslogan capitalista que preconiza hacer de las crisis, oportunidades (de negocios). Las medidas que se adopten para –pretendidamente– atajar el deterioro ecológico deben proporcionar beneficios al sector privado; de ningún modo pueden entrar en contradicción con los business as usual (BAUs) o «negocios de siempre». Los BAUs verdes harán posible, nos cuentan, detener el cambio climático y, al tiempo, seguir a lo nuestro, o sea, al consumo y a las ganancias empresariales sin límites. Medicina y golosina.
Mencionaba arriba el ardid que busca eliminar al enemigo usurpándole su espacio político. Aquí, al enemigo podemos llamarlo, genéricamente, ecologismo. Y hablar de enemigo es hablar de guerra. ¿Qué hacer con el CC si se ha convertido en un casus belli que enfrenta al capitalismo financiero-industrial con los movimientos ecologistas? Este enfrentamiento continúa, ampliándolo, el que ya tenía lugar desde el inicio del ecologismo entre quienes consideran la Tierra como un mero contenedor de materias primas –lo que normaliza la destrucción sistemática de ecosistemas– y quienes, valorando la Naturaleza en sí misma, se oponen a esa relación destructiva. Ahora, si estuviésemos filmando esa contienda, habríamos llegado al clímax. La batalla final en que todo se decide. Ya no se combate contra la construcción de una presa, la instalación de una central nuclear o la contaminación del aire urbano y sus consecuencias negativas. Se combate contra la suma de todo eso, se combate contra el ecocidio global a la vuelta de la esquina.
Una extraña guerra en que todos los contendientes parecen perseguir el mismo objetivo –luchan entre sí, en lugar de aliarse, contra un enemigo común–, y en la que el objeto de conflicto serían los medios para alcanzarlo. Permítaseme usar una brocha de trazo un tanto grueso y denominar a los bandos en liza CV y ecologismo. Ya indiqué quién sostiene el capitalismo verde: empresas privadas y aparatos estatales o paraestatales. Me ocuparé ahora, también muy sumariamente, del ecologismo. Considero aquí ecologismo al conjunto de todos los activistas y organizaciones ecologistas tradicionales que han colocado la CEG, globalmente, como su preocupación y ocupación primordial. También a personas, generalmente científicas, que confluyen con los anteriores, aunque no tengan un pedigree ecologista. Es obvio, pues, que el poder –actual, real, no potencial– de unos y otros es extremadamente disímil, aunque, ciertamente, el desarrollo de la CEG va reduciendo la distancia.
Veíamos que postuladores del CV y ecologistas pueden llegar a coincidir, grosso modo, en el diagnóstico –la realidad amenazante del CC– pero disienten en el pronóstico y la terapia, que vendrían determinados por la respuesta que se dé a la siguiente pregunta: ¿es posible ejecutar medidas económicas y sociales efectivas dentro del marco socioeconómico del capitalismo que puedan detener la CEG? A primera vista, no cabrían más respuestas que el sí del CV y el no del ecologismo. El sí del CV es incondicional: el libre movimiento de mercancías y capitales, y sólo él, hará posible, mediante la fijación de precios por los mecanismos de oferta/demanda, la transición energética que impida el desarrollo del CC; en consecuencia, toda medida adoptada a tal fin ha de ser business friendly. Pero la disyuntiva –sí o no– no está tan clara, por el lado del ecologismo, cuyo no, presumiblemente, habría de ser tan tajante como el sí del CV. Pero no es tan sencillo.
Y es que el ecologismo no incluye entre sus fundamentos teóricos constitutivos el anticapitalismo. Los capitalistas son capitalistas, pero los ecologistas no son necesariamente contrarios al capitalismo. De hecho, algunos no lo son. A lo sumo, y parafraseando a Simone de Beauvoir, el ecologismo no nace anticapitalista, deviene anticapitalista –y no necesariamente– a través de sus experiencias de lucha. Esta circunstancia exige precisar los criterios que permiten trazar la línea divisoria entre CV y ecologismo.
Propongo, aunque reconozco que es un poco alambicado y no resuelve la amplia casuística existente, que el criterio sea que, aunque pueda existir, y existe, un ecologismo conciliador con el capitalismo, todo ecologista antepondrá la lucha contra el CC a cualquier interés mercantil y, llegado el caso, al modo de producción capitalista en su conjunto. En contraste, para el CV, el capitalismo no es negociable: si hay que escoger entre colapso y desmantelamiento del modo de producción capitalista, optará, de facto, por el colapso. Esta distinción es necesaria para entender la temática del colapsismo, que paso a esbozar.
Colapso, colapso social contemporáneo y colapsismo
El término colapso, tan en boga, es utilizado frecuentemente con ligereza, cuando no manipulado para reforzar las posiciones políticas de cada cual. Por ello, creo que es necesaria una muy breve caracterización del concepto genérico de colapso y el del colapso concreto del que estamos hablando tal como lo entiendo y lo uso. Un colapso, en general, es la ruptura irreversible de las relaciones que definen un sistema, de modo que éste deja de ser funcional a los sistemas superiores en que se integra (un sistema aislado sólo colapsa, stricto sensu, si desaparece en tanto que sistema). Cuando el sistema que se desorganiza es una sociedad humana, o varias, o una civilización completa, se habla de colapso social, un acontecimiento histórico que da lugar al desmoronamiento de las estructuras y relaciones sociales existentes en un territorio poblado. Un colapso social, sea cual fuere su causa material, endógena o exógena (el famoso meteorito, por ej.), siempre es de naturaleza psicosocial: opera en el ámbito de la subjetividad de masas. La inminencia de la catástrofe origina un estado de pánico general tal, que los vínculos interpersonales y grupales se rompen, las instituciones públicas se tornan inútiles (con la posible excepción de las represivas) y no hay una alternativa preparada históricamente para sustituirlos y construir una nueva cohesión social autorreproducida que mantenga la complejidad estructural y tecnológica de la anterior. Si hay supervivientes, el nuevo orden social y su aparataje tecnológico, dada la inmensa destrucción que se produce, son mucho más simples que los anteriores. Un colapso social, a diferencia de los procesos históricos normales, que pueden durar siglos, es de corta duración, pongamos entre uno y cinco años, diez a lo sumo.
En este texto me referiré a un colapso social concreto: el que se produciría a corto o mediano plazo, de enorme intensidad y alcance planetario. Lo denominaré colapso social contemporáneo (CSC). Colapso social, no colapso climático o colapso ecológico, que leo a veces, confundiendo causas –las crisis sistémicas en curso– y efectos –el colapso social–. El CSC sería una consecuencia de las interrelaciones retroalimentadas entre los tres tipos de crisis en que están sumidas las sociedades capitalistas, sean imperialistas, coloniales o semiperiféricas:
a) las crisis políticas, que se ponen de manifiesto en la creciente incapacidad de establecer gobernabilidades eficaces y estables basadas en mecanismos liberal-parlamentarios y en la consecuente emergencia y crecimiento de las opciones populistas de extrema derecha en Europa y Estados Unidos; asimismo, la competencia interimperial que, en un marco de escasez de recursos, amenaza con conflictos bélicos cada vez más frecuentes y destructivos;
b) las crisis económicas, producto de la combinación de un capitalismo cada vez con mayores dificultades para la reproducción ampliada de capital, debido, sobre todo, a la hipertrofia de capital ficticio y el agotamiento de los recursos naturales que constituyen el input de los procesos productivos; y,
c) la crisis ecológica global (CEG), la destrucción continua y creciente de millares de ecosistemas que amenaza la del ecosistema Tierra.
Es previsible que esta última vaya a ser la causante inmediata del CSC, y que, en concreto, sea el CC quien prenda la mecha del colapso. Pero no necesariamente. Por ejemplo, antes de que el cambio climático dispare el CSC, una crisis interimperialista puede devenir en una guerra entre grandes potencias con empleo masivo de armamento nuclear, lo que aseguraría un CSC quizá aún más dramático que el producido en primer lugar por el CC. Soslayando las crisis políticas, bélicas y económicas, me centraré en éste, en tanto que resultado de la CEG llevada a su extremo: la perturbación global del ecosistema Tierra.
Es evidente que, si se frena la CEG antes de llegar a ese punto, o se atenúan sus manifestaciones catastróficas, se evitaría el CSC (en lo que respecta a la causa c de arriba). Esta perogrullada marca la división, entre todos quienes se preocupan, o ponen cara de preocupación, ante las perspectivas climáticas, en dos grupos: colapsistas y no colapsistas. Los primeros consideran que el CC –en tanto avanzada de la CEG– no se puede ya detener y que, en consecuencia, el CSC es inevitable. Los segundos opinan lo contrario. Teniendo en cuenta que la controversia se ubica en un pronóstico del futuro, y que éste, por mucha ciencia que se aplique, es incognoscible, hay muy diversos grados de certeza que dificultan establecer una línea divisoria entre unos y otros. Así, afirmar que hay un 40% de probabilidades de CSC, aparte de la propia arbitrariedad del porcentaje, no vale de gran cosa. En última instancia hay un momento decisionista insoslayable. En mi opinión, el rasgo más útil que permite diferenciar a colapsistas y no colapsistas se manifiesta en la praxis que adoptan. Los colapsistas son aquellos que consideran que la probabilidad del CSC es lo suficientemente alta como para anteponer el uso de los recursos económicos, tecnológicos y operativos existentes para medidas de adaptación material y psicológica al CSC, no para medidas que buscan impedirlo. No evitar el CSC –empeño vano– sino prepararse para él, de modo que la destrucción sea lo más leve posible y que se pueda salvar o recuperar el mayor número de cosas de nuestra civilización que se juzguen valiosas y sean compatibles con unas sociedades mucho más sencillas y frugales. Los no colapsistas, en cambio, consideran que aún estamos a tiempo para poner en marcha medidas técnicas y sociales que detengan o minimicen el CC, de modo que éste no conduzca al CSC. Lo que permite distinguir a colapsistas y no colapsistas es lo que hacen, no lo que dicen, pues con frecuencia no hay coherencia entre su teoría y su práctica.
Configuraciones políticas frente al colapso social contemporáneo
Sobre la base de lo expuesto, contemplaré seis subdivisiones del conjunto de las personas, asociaciones e instituciones que tienen que afrontan activamente el CC y el –posible– CSC por él originado, utilizando para ello dos criterios: la actitud ante el capitalismo –procapitalismo, no anticapitalismo (aceptación del capitalismo como espacio de praxis), y anticapitalismo– y ante el CSC –colapsismo y nocolapsismo–. Asociaré esos con las fuerzas reales que operan en la escena sociopolítica mundial. No están todas las combinaciones posibles, sólo las viables. Por ejemplo, no cabe un procapitalismo colapsista, que sería contradictorio en el mundo real.
a) Procapitalismo y no colapsismo. Es evidente que caracteriza al establishment político y económico mundial con su CV. No requiere más explicaciones.
b) Ecologismo, no anticapitalismo y no colapsismo. Defiende una acción eficiente contra el CC –lo que implica su no colapsismo– manteniendo las relaciones capitalistas de producción. Aunque diverso, como el resto de los espacios (exceptuando el anterior, que es monolítico), aquí se sitúa el conglomerado de posiciones que constituyen lo que conceptuaré como Green New Deal (GND) cuando se pretende acentuar el paralelismo con el New Deal roosveltiano de la Gran Depresión). El GND designa, en este texto, una posición política específica dentro del ecologismo, por muy tibia que sea, con independencia de la autoetiquetación de cada colectivo. Así, por mucho que las políticas de la Comisión Europea en relación con el CC se agrupan bajo el sello European Green Deal, son puro CV, no GND.
Exceptuando el caso de Estados Unidos, donde es el ala izquierda del Partido Demócrata quien aboga por el GND, los defensores de esta política son los continuadores, o los restos, de los partidos eurocomunistas y, en general, de las izquierdas a la izquierda de la socialdemocracia. Unas organizaciones que, en las últimas décadas del siglo XX, contemplaron con absoluta incomprensión la emergencia del movimiento ecologista, para, inmediatamente después –nada nuevo–, intentar capitalizarlo, y liderarlo, integrando la problemática ecológica (eso sí, como contradicción secundaria) en sus programas. No les salió muy bien el empeño, y ahora, dado que la contradicción principal está a la baja, se presentan como la alternativa realista y progresista al CC, fundiéndose, o en competencia, con los partidos verdes, ese sedicente ecologismo político (como si hubiera un ecologismo apolítico, o no hubiera otra política que la institucional) surgido de la fracción posibilista del movimiento ecologista original. Aunque debo añadir que buena parte de los partidos verdes –típicamente el alemán– son abiertamente partidarios del CV (y, dicho sea de paso, más belicistas que los halcones de la derecha; ¡Ay, Petra Kelly!).
Por otro lado, el desplazamiento político e ideológico de las sociedades del Norte Global desde los años 70 del siglo pasado, intensamente acentuado en los últimos años, ha alterado las referencias ideológicas tradicionales. A los herederos de la socialdemocracia clásica –la que se pasó con armas y bagajes al campo capitalista en esos años o antes– les conviene más la calificación de socioliberales, mientras que la izquierda greendealer, por sus programas y sus nociones generales, conforma la socialdemocracia de hoy en día, al desarrollar su actividad básicamente dentro de las instituciones estatales o paraestatales y el juego político liberal-parlamentario; lo que conlleva que, de hecho, ese marco de actuación (la acción gubernamental y parlamentaria), sería el más adecuado para para resolver los problemas ecológicos. Como la socialdemocracia clásica: a la utopía a través del estado.
Los greendealers no son no anticapitalistas, aunque tampoco declaradamente procapitalistas. Si bien suelen elaborar un discurso ambiguo (hablan poco de capitalismo y mucho de neoliberalismo, como si no fuesen, hoy, lo mismo), las medidas que proponen se presentan como compatibles con el mercado y el capital, a lo sumo contando con un estado que amortigüe los excesos de aquellos. En líneas generales, proponen políticas económicas de corte keynesiano; bastante más neokeynesiano que poskeynesiano, es decir, un keynesianismo soft. Son también, claro, no colapsistas. Y ejercen un no colapsismo militante, convertido en anticolapsismo activo, incluso a veces más vehemente en su crítica que en la que dirigen al CV. Tiene su lógica: el greendealismo necesita presentarse como elemento definidor de la izquierda y del ecologismo del siglo XXI. Parte de su nicho electoral es, en principio, el del conjunto de ecologistas –en un sentido muy amplio, desde activistas hasta quienes simplemente simpatizan con el ecologismo. Dentro de esa amplia masa se encuentran, además de ellos mismos, los colapsistas y anticapitalistas (ambos detractores del GND), como también una mayoría que duda y se mueve entre esas posiciones. Los colapsistas y anticapitalistas no suelen presentarse a elecciones generales, ni tampoco llaman explícitamente a la abstención. Pero se supone, con razón, que la influencia que ejercen, su asimilación del GND a algo así como la cara B progre del CV (ciertamente, casos como los citados verdes alemanes o las propuestas de Bernie Sanders y Alexandria Ocasio Cortez abonan esta visión), no motivan mucho a los indecisos a votar por el greendealismo. Por esto decía arriba que el no colapsismo de los greendealers se convierte en anticolapsismo en su obsesión por ganar votantes.
c) Ecologismo, anticapitalismo y no colapsismo. Este espacio político se distingue del anterior por introducir el anticapitalismo, manteniendo el no colapsismo. Se apoya en dos postulados:
1. Para evitar el CSC es necesario adoptar prácticas que van más allá de lo que puede aceptar el modo de producción capitalista y la economía de mercado (lo que no necesariamente exige renunciar a la utilización parcial, sectorial o interina de mecanismos de mercado): es necesario dejar atrás el capitalismo.
2. El CSC es, aún, evitable (luego… aplíquese 1).
Este es el planteamiento típico de los diversos ecosocialismos. En lo que se refiere a la práctica de éstos, a veces puede ser confundida con la de los greendealers más radicales, pero lo que hay debajo de cada una es muy distinta. Los primeros creen factible reformar el neoliberalismo para dar lugar a un capitalismo de rostro humano, en cuyo marco fuesen posibles actuaciones efectivas para controlar el CC, aunque chocaran con los intereses del gran capital. Los ecosocialistas proponen, a veces, medidas similares a aquellos, pero no las juzgan viables dentro del status quo. Más bien, su propósito es agudizar las contradicciones del sistema y educar a las masas en una perspectiva revolucionaria. Reivindicaciones transitorias, que dirían los trotskistas. Sin socialismo no hay salvación.
Soy consciente de que esta cuestión de la esencia del capitalismo, de los límites que marcan hasta dónde una estructura económica es capitalista y cuándo es otra cosa, es un asunto harto complejo. Una variante del mismo, la disputa entre reforma y revolución, fue el eje en torno al cual giró el debate ideológico de la izquierda en el siglo XX, sin llegar a resolverse. Obviamente, no voy a entrar aquí en esa temática. No obstante, a efectos de este texto, creo que se puede soslayar, si en el lugar de capitalismo/anticapitalismo ponemos crecentismo/decrecentismo. La idea de los ecosocialistas y de los que se describen más abajo es que la condición sine qua non de cualquier lucha seria contra el CC exige restringir drásticamente el uso en toda actividad económica –extracción, producción, distribución, consumo– de materiales naturales y el monto de energía total (no basta con sustituir energía fósil por renovable). Exige un decrecimiento contundente, y el capitalismo es una economía que se basa en el crecimiento, que necesita crecer para cumplir su esencia: acumular más riqueza en menos manos. Al fin y al cabo, “el capital es el valor que se (auto)revaloriza”, o, al menos, es lo que dicen los nuevos místicos con licenciaturas en ADE. Por mucho que los economistas mareen la perdiz midiendo el crecimiento en términos monetarios, todo incremento de PIB implica necesariamente más consumo de energía y materiales. Las invocaciones a la desmaterialización o al desacoplamiento han sido un bonito intento, pero no cuelan. Decrecimiento y capitalismo son incompatibles. Si algún greendealer o similar lo objetase, y planteara un decrecimiento sin salir del capitalismo, tendría que demostrar su viabilidad real, no fundada sobre hipótesis extravagantes. No es casualidad que los greendealers hablen mucho de sostenibilidad o sustentabilidad, pero huyan como alma que lleva el diablo de la palabra tabú decrecimiento (véase, por ejemplo, el programa electoral de Sumar). Tampoco es casualidad que la escondan bajo el más fácilmente censurable rótulo de «colapsismo». En otro texto hablaré de las falacias con que demonizan las posiciones colapsistas.
d) Ecologismo, anticapitalismo (decrecentismo) y colapsismo. Aquí nos encontramos con el colapsismo, cuya tesis primordial es, obviamente, que el CSC es inevitable (algunos incluso opinan que ya estamos colapsando, pero creo que esto es un error conceptual que confunde el CSC con el desarrollo del CC, el cual, en efecto, está ya en curso, quemando etapas). El colapsismo, como sucede con el resto de los espacios políticos que estamos caracterizando, no es monolítico. Incluye formulaciones diversas, clasificables desde diversos criterios. El que me parece más interesante distingue dos tipos de colapsismo, a los cuales denominaré colapsismo científico y colapsismo político (lo que de ningún modo significa que el primero sea apolítico y el segundo acientífico). Para describirlos, partamos del estado del arte científico sobre el CC, y tomemos como referencia los informes, o metainformes, del IPCC [Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático, por sus siglas en inglés]. Desde el primer documento de evaluación, en 1990, hasta el sexto y último, publicado en 2022, los datos aportados han ido reflejando un empeoramiento de la situación climática y una constatación de que las –ya insuficientes– medidas propuestas y objetivos comprometidos en las sucesivas Conferencias de Naciones Unidas sobre Cambio Climático se incumplen por sistema. Obviando este hecho demoledor –se continúa incrementando la quema de combustibles fósiles y el CO2 de la atmósfera–, muchos informes del IPCC y de investigaciones primarias, tras calificar la situación de dramática o crítica, acaban con lo que es ya una coletilla: que técnicamente es aún posible detener el CC. Ese «técnicamente» encierra de manera implícita un si condicional, a saber: si se cumple el conjunto de actuaciones técnicas que habrían de tomarse para frenar la degradación antropogénica y revertirla; en caso contrario, ésta aumentará y el CC estallará.
Pues bien, el colapsismo científico pone en cuestión la vigencia del «técnicamente». En general, los informes del IPCC y similares, aunque sean correctos en su parte descriptiva, tienden, a veces de manera exagerada, a edulcorar el estado real del problema, especialmente en documentos para responsables políticos. Esta objeción está más que justificada. De hecho, la elaboración de los Summaries for PolicyMakers (SPM) es poco menos que una batalla en la cual gobiernos, lobbies y ONGs que presionan cuanto pueden para preservar sus intereses y, en cualquier caso, descartar cualquier catastrofismo. El colapsista científico piensa que, por muy descafeinadas que sean sus conclusiones, el proceso de deterioro medioambiental es tan potente y está tan avanzado que, soluciones mágicas ecomodernistas aparte (geoingeniería atmosférica, retirada directa y masiva de CO2 de la atmósfera o fusión nuclear) el CC no puede ya ser frenado por intervención humana alguna.
El colapsismo político parte de una perspectiva distinta. No se centra en si no estamos ya o estamos todavía en condiciones de tomar una serie de disposiciones técnicas, económicas, sociales, etc., que podrían ser eficientes hasta el punto de conseguir la mitigación y el control del CC para que no fuerce el CSC. De hecho, eso es ya un asunto secundario. Lo relevante es que esas medidas no se van a tomar porque chocan con los intereses de las oligarquías que dominan el mundo. De modo que esa inacción da lugar a la imposibilidad fáctica, no hipotética, de evitar el CSC. La continuidad del capitalismo no se negocia. Los capitalistas mandan, y, se mire por donde se mire, no se ve de dónde va a salir la insurgencia mundial que mande el capitalismo al basurero de la historia en los perentorios plazos en que nos movemos. El colapsismo político coincide en buena parte con el discurso ecosocialista, pero discrepa en lo esencial: no es posible superar el capitalismo (con socialismo u otro sistema) aquí y ahora.
Para acabar, un toque valorativo, pasando del ser al deber ser. Indicaba antes el daño que estas divisiones han causado y causan al movimiento ecologista en general. Partiendo de la base de que todos los ecologistas son conscientes de que el proceso CEG → CSC es la mayor amenaza que se cierne sobre la humanidad y que, por tanto, tiene una prioridad absoluta, sus diferencias, ciertamente de calado, no deberían llevar a enfrentamientos. Habría que intentar un trabajo en común cuando sea posible (y lo será con frecuencia). Por ejemplo, tanto en la perspectiva de un escenario reformista, revolucionario o de CSC y post-CSC, se coincide en el combate contra el individualismo, el consumismo y por una reconstrucción democrática de lo común. También, y con independencia del entusiasmo o escepticismo subjetivos, se puede luchar por objetivos conjuntos: dejar los combustibles fósiles bajo tierra y usar energías renovables, descontaminar suelos y mares, proteger especies, etc. Para que se produzca la colaboración entre todas las corrientes, y en especial de greendealers con el resto del ecologismo, bastará con evitar los juegos de poder entre ellas a la manera capitalista: compitiendo entre sí por un botín. Deberíamos jugar siempre limpio y rehuir las prácticas antagonistas típicas de la política convencional, donde todo vale para anular al rival, y si se lo destruye, mejor. En cualquier caso, el paso del tiempo dará y quitará razones y clarificará expectativas. En breve.
Federico Ruiz