PH: Esteban Félix (AP)

El reciente rechazo a la nueva Constitución en Chile ha provocado un verdadero terremoto político en el país austral, pero con amplias repercusiones fuera de sus fronteras. Lo sorpresivo no ha sido tanto el rechazo en sí (que se esperaba, de creer a las encuestas), sino la magnitud de mismo. Un 62% del electorado optó por rechazar la nueva Constitución, y en algunas regiones el porcentaje trepó al 75 por ciento.

Lo sucedido el pasado domingo fue un baldazo de agua fría, sobre todo para quienes habían colocado desmedidas expectativas en un proceso constituyente que nació amañado. El proceso chileno requiere un análisis cuidadoso y bien informado. Los lugares comunes repetidos hasta el hartazgo en los últimos días no explican casi nada. Se ha dicho, por ejemplo, que en el fondo Chile es de derecha, ignorando que jamás la derecha chilena obtuvo un 60 por ciento de los votos y que hubo fuerzas de izquierda que también rechazaron (el trotskista PTR, por ejemplo, cuya declaración pública puede leerse en La Izquierda Diario). Se habló de derrota popular, omitiendo que los porcentajes más elevados de rechazo se dieron en los dos quintiles de más bajos ingresos. Se atribuyó la derrota del Apruebo a las manipulaciones y mentiras de los grandes medios de comunicación y la derecha política, como si esas mismas fuerzas hubieran podido en el pasado reciente impedir una rebelión popular primero, el apoyo masivo a un proceso constituyente después, una mayoría de convencionales identificada con la centroizquierda y la izquierda poco más tarde, o el mismo triunfo electoral de Boric a fines de 2021. Todo esto sucedió en años y meses recientes, no en un pasado lejano.

En la necesaria búsqueda de comprender y explicar lo acontecido, aquí ofrecemos un dossier con tres autores. Sus miradas son distintas, tanto en su objeto –o dimensión del fenómeno– como en su perspectiva teórica e ideológica. Pero, a nuestro entender, se las puede y debe complementar.

El politólogo francés Franck Gaudichaud y el sociólogo chileno Miguel Urrutia, en una columna publicada en Jacobin el martes 6 de septiembre que aquí reproducimos, plantean varios factores causales concurrentes: elitismo en la agenda de reformas, insuficiente participación de la ciudadanía, fake news alarmistas de la prensa hegemónica, reflujo de la movilización popular por la represión y la encerrona pandémica, decepción con el nuevo gobierno progresista de Boric (promesas de campaña incumplidas, crisis económica, militarización de la Araucanía, etc.), efecto búmeran de la obligatoriedad del sufragio… Por su parte, el jurista argentino Roberto Gargarella (UBA-Conicet), en un artículo hasta hoy inédito que ha tenido la gentileza de facilitarnos por intermedio de Fernando Lizárraga (nuestra gratitud con ambos), pone el acento en aspectos jurídico-políticos intrínsecos del modelo constituyente tradicional, básicamente, en un déficit de consenso democrático que ha denominado extorsión electoral, un problema que el Chile de hoy ilustra con la claridad de un ejemplo de manual. Por último, el intelectual sueco Manfred Svensson (Universidad de los Andes) pone el dedo en la llaga con un análisis crítico de los presupuestos político-ideológicos identitarios que informaron a la nueva Constitución, rechazada ampliamente –paradoja significativa si las hay– por los grupos sociales en nombre de los cuales se decía actuar. Dada la preminencia inusitada del identitarismo en el mundo contemporáneo, la discusión atenta de sus excesos, simplificaciones e ilusiones nos parece fundamental, como ya planteamos en nuestro manifiesto. En el texto de Svensson –originalmente publicado en la página CIPER con fecha 6/9– los sucesos de Chile son más bien una excusa para examinar y cuestionar derivas políticas de alcance mucho más amplio (el fenómeno Trump, por ejemplo).

De gran interés resulta también el intercambio de pareceres entre el historiador Sergio Grez y el sociólogo Felipe Portales en el programa Mate al Rey del 6 de septiembre de 2022. Puede verse el video completo aquí: https://www.youtube.com/watch?v=OtItx7diOJc&feature=youtu.be

Colectivo Kalewche



AMPLIO RECHAZO A LA NUEVA CONSTITUCIÓN

El domingo 4 de septiembre, las y los militantes del Comando de los movimientos sociales para el Apruebo estaban reunidos en la sede del sindicato Bata en el centro de Santiago, a pocos pasos de la emblemática Plaza Dignidad (punto neurálgico de la gran rebelión popular de octubre 2019). A partir de las 18 comenzaron a llegar los resultados del plebiscito nacional destinado a aprobar o rechazar el nuevo texto constitucional, redactado durante un año por la Convención Constitucional, órgano electo por sufragio universal en mayo de 2021.

Rápidamente se entendió que ganaría el Rechazo, pero nadie había anticipado la contundencia de la derrota. Después de meses de movilización, había que afrontar y aceptar la victoria de los sectores conservadores y contrarios a la propuesta constitucional que buscaba nada menos que terminar con la Constitución de 1980, redactada durante la dictadura de Pinochet.

El resultado fue aplastante: 61,88% a favor del Rechazo y 38,12% para el Apruebo, con una participación de más de 13 millones de electores (85,81% del padrón electoral), o sea, 4,5 millones más que en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de diciembre 2021, alza que estuvo determinada principalmente por la instalación de un sistema de voto obligatorio con inscripción automática.

En la región de Magallanes, en el extremo sur, donde vive la familia del presidente Gabriel Boric, el rechazo logró el 60%: una derrota personal para el joven mandatario de izquierda. En el Norte, el Apruebo no alcanzó el 35% y en la región de la Araucanía, donde vive la mayoría de las comunidades Mapuche, el Rechazo rozó el 74%. Ni siquiera en el gran Santiago o en Valparaíso, zonas urbanas tradicionalmente más proclives a los cambios y donde recientemente fueron electos varios alcaldes de izquierda (incluso comunistas), se logró una mayoría a favor de la nueva Constitución: el Apruebo alcanzó mayoría en solo 8 de las 346 comunas del país.

La derecha y los sectores de «centro», opuestos al texto, aparecieron inmediatamente en los medios festejando su éxito en algunas calles y plazas de los barrios acomodados santiaguinos. La extrema derecha también mostró su felicidad. Varios dirigentes conservadores se mostraron asombrados por la amplitud de su victoria, un escenario improbable hace dos años, cuando Chile –«oasis» y «vitrina» del neoliberalismo– parecía tomar un nuevo camino histórico marcado por la Rebelión de Octubre.

Las enormes fisuras del modelo y la crisis de legitimidad del sistema político, que casi condujeron a la destitución del multimillonario presidente Sebastián Piñera, han sido objeto de varios intentos de sutura desde arriba por parte de las élites neoliberales. Fue así como el 15 de noviembre de 2019, la casi totalidad de los partidos del parlamento suscribieron «el Acuerdo por la paz social y una nueva constitución». Esto quebró al Frente Amplio (coalición de izquierda creada en 2017) entre quienes sostenían que el acuerdo implicaba el necesario encausamiento institucional de las luchas en curso y quienes lo vieron como una forma de desactivar estas luchas. Las propias franjas movilizadas describieron el acuerdo como producto de una nueva «cocina» de los partidos, entre otras razones porque se celebró mientras el movimiento popular enfrentaba una represión criminal proveniente del estado chileno.

Lo concreto es que el 19 de diciembre de 2021, uno de los mentores del Acuerdo, el frenteamplista Gabriel Boric, fue electo presidente de Chile liderando una coalición de su sector con el Partido Comunista. Esto pareció confirmar en las urnas la voluntad social de cambio, aunque fuese en base a un programa muy moderado y enfrentando a Antonio Kast, un ultraderechista que tradujo una demanda «de orden» con acentos racistas y xenófobos de una importante franja ciudadana.

Las alarmas estaban ya encendidas, pero gran parte de las izquierdas parecieron no verlas. Anteriormente, las potentes cifras del plebiscito del 2020 habían indicado amplias posibilidades de transformación sociopolítica (78% de las y los electores aprobaron la idea de una nueva Carta Fundamental para sepultar la Constitución del 80), a pesar de los límites propios de una convención en parte «reglada» por los viejos partidos del Congreso constituido. En ese momento también se encendieron otras alarmas: casi la mitad de las y las chilenos no se movilizaron en las urnas, en particular en los barrios populares. Pero la fuerza de octubre parecía aún presente para poder imponerse parcialmente en la Convención Constituyente, con paridad, con escaños reservados para los pueblos indígenas, con listas de independientes y presencia del movimiento feminista y social.

El hecho de que la derecha y los sectores más conservadores se vieran arrinconados permitió obtener un texto constitucional progresista y muy avanzado en numerosos aspectos: se proponía poner fin al Estado subsidiario neoliberal y construir un Estado «social y democrático de derecho», solidario y paritario, reconociendo múltiples derechos fundamentales, incluyendo formas de democracia participativa, con un espacio real para los bienes comunes y formas de enfrentar la crisis climática. Con una fuerte presencia de las reivindicaciones feministas –como el reconocimiento al trabajo doméstico y de cuidados–, el texto reconocía además la instauración de un sistema de seguridad social público, la desprivatización del agua, el fin del senado para crear una cámara de regiones y la creación (por fin) de un Estado plurinacional, integrando parte de las demandas históricas del pueblo Mapuche.

El derecho laboral también lograba un notable avance en el texto con la negociación colectiva por rama, el derecho a huelga efectiva y la titularidad sindical, es decir, un giro copernicano respecto de la actual normativa chilena, generando descontento en el gran empresariado local y transnacional. La nueva Constitución, obviamente, no iba a desmantelar de por sí el neoliberalismo, pero podía abrir la cancha para disputar los nuevos partidos de las luchas de clases en Chile. Entonces, ¿cómo explicar que una inmensa mayoría de las chilenas y los chilenos le dieran la espalda a esta propuesta constitucional considerada por numerosas organizaciones sociales como un avance histórico?

Primero hay que señalar la capacidad de las élites neoliberales para concentrar fuerza justo en el campo donde las luchas sociales parecían haber derrotado su modelo socioeconómico: los derechos sociales consagrados por el proyecto de nueva Constitución en áreas tales como salud, vivienda, acceso al agua, educación y trabajo.

Para ello, las fuerzas del Rechazo establecieron una gradiente comunicacional de mentiras que llegaron al descaro. Mediante una multimillonaria campaña en redes sociales y usando su casi monopolio mediático, hicieron avanzar majaderías del siguiente tenor: «la ciudadanía deberá atenderse obligatoriamente en un sistema público de salud colapsado», «se suprimirá la libertad de enseñanza», «se crearán bonos estatales que harán que los trabajadores opten por el desempleo», «se expropiarán viviendas y se prohibirá su propiedad privada», «se suprimirá el principio de igualdad ante la ley favoreciendo a indígenas y homosexuales entre otras minorías», «se suprimirá la libertad de culto y se perseguirá a las comunidades evangélicas», «se permitirá el aborto en cualquier momento de la gestación», «se levantarán todos los controles de ingreso al país», «se protegerá judicialmente a los delincuentes por encima de las víctimas», «se confiscarán los ahorros de los trabajadores impidiendo su herencia», «se cambiará el nombre del país y los emblemas nacionales»… por solo nombrar los enunciados que aparecieron en la franja electoral obligatoria para los canales de TV abierta.

Más que la variedad de las mentiras en la campaña del Rechazo importa remarcar la capacidad de ordenamiento estratégico de las derechas. Incluso se decidieron hábilmente por una campaña que afirmaba estar a favor de un cambio constitucional pero no de esta nueva constitución, encontrando así aliados en el centro del espectro político y en partidarios de la ex Concertación.

En este punto puede apreciarse una importante diferencia con las fuerzas políticas del Apruebo: aunque la izquierda parlamentaria y los movimientos sociales anti-neoliberales conquistaron la mayor parte de los escaños en la Convención Constitucional, desde el instante inaugural en que se eligió mesa directiva mostraron sus diferencias y algunos constituyentes parecieron seguir los rumbos y costumbres del desprestigiado congreso chileno. Las listas de independientes conocieron varios tropiezos y un escándalo que terminó con la renuncia de un constituyente. En paralelo, fuerzas de la centroizquierda se mostraron reacias a seguir las propuestas refundacionales de las y los constituyentes vinculados a las movilizaciones, un límite reforzado por la imposición de un quorum de dos tercios para aprobar cada artículo.

En muchos casos, y a pesar de las numerosas iniciativas de consulta y participación, la Convención ha parecido demasiado alejada de las preocupaciones inmediatas del mundo popular y de sus intereses, sin que esta tendencia se haya podido revertir en las últimas semanas. Al mismo tiempo, hay que subrayar que las múltiples asambleas, las reuniones territoriales y de jóvenes, y los intentos de coordinación del trabajo barrial colectivo que habían brotado con fuerza durante el Octubre, fueron desarticulándose progresivamente, tanto por el efecto de las políticas institucionales y electorales pero también producto de la represión continuada y, en un segundo momento, bajo el manto de la pandemia y de la crisis económica.

Por otra parte, el gobierno de Gabriel Boric, pese a las promesas de reformas progresistas del programa, se vio rápidamente envuelto en el mismo juicio ciudadano. Cuando se precisaba decisión política para poner agua en el estanque del cambio constitucional, el gobierno inauguró un mandato vacilante buscando alianzas «pragmáticas» con la ex Concertación en el congreso –donde es minoritario– para poder gobernar. En muchos momentos se sintió el peso del verdadero jefe de gabinete del gobierno, su ministro de hacienda Mario Marcel, expresidente del Banco Central y antiguo militante del bloque social-liberal que ha conducido el país desde 1990. La gestión de la ministra del Interior, Izkia Siches, ha estado también en el foco de las críticas por iniciar su gestión buscando brevemente un diálogo con las comunidades Mapuche en conflicto para terminar avalando la militarización de la zona y el encarcelamiento del líder de la CAM, Héctor Llaitul. Lo mismo se podría decir de los presos políticos de la Rebelión de Octubre, ya que varios siguieron cumpliendo cárcel preventiva mientras el ejecutivo no ha tenido voluntad de avanzar en un indulto general. Hubo avances concretos en acceso a la salud pública, pero la falta de avances en temas centrales como la tímida reforma tributaria impiden confirmar el estatuto reformador del gobierno.

El progresismo gubernamental parecía no querer enfrentar los poderes económicos y fácticos de siempre, ni tampoco movilizar a su base social. Desde esa posición de clase, una parte importante de quienes habían votado por Boric pasaron a reprobarlo abiertamente. En paralelo, la derecha aprovechó su aceitada máquina mediática para poner en un mismo saco la impopularidad creciente del gobierno y el texto de la nueva constitución. El periodismo cubrió profusamente el crecimiento objetivo del crimen organizado y del narcotráfico, asociándolo a las dramáticas situaciones de los migrantes en el Norte del país. El nuevo electorado movido originalmente por el voto obligatorio empalmó directamente con la franja popular decepcionada y de este modo se consumó el amplio triunfo del Rechazo.

Como lo anota el historiador Igor Goicovich, el divorcio entre el mundo popular, el gobierno y el proceso constitucional es patente si se analizan los resultados del 4 de septiembre. Los numerosos temas instalados en la Convención por los movimientos sociales sobre feminismo, ambientalismo o plurinacionalidad no causaron mayor adhesión entre el electorado popular, e incluso generaron dudas sobre la falta de fuerza social para recorrer el país «de abajo» y debatir estos temas:

“En todas las comunas que los ambientalistas denominaron «zonas de sacrificio» se impuso ampliamente la opción Rechazo […]. No muy distinto fue lo ocurrido en las comunas de la Región del Bio Bío y de La Araucanía (Macrozona Sur), orientadas preferentemente a la explotación forestal, en las cuales el conflicto entre las empresas madereras y las comunidades indígenas ha alcanzado dimensiones cada vez más radicales. […] Al observar el comportamiento electoral de las comunas de la Región Metropolitana encontramos una tendencia histórica: las comunas de más altos ingresos (Las Condes, Lo Barnechea y Vitacura), votan de manera masiva por la opción Rechazo. Las comunas que nuclean preferentemente a sectores medios de la población, como La Reina, Providencia, Macul, Peñalolén y La Florida, también se suman al Rechazo, con las excepciones de las comunas de Maipú y Ñuñoa. Mientras que prácticamente la totalidad de las comunas obreras, entre ellas, Recoleta, El Bosque, La Pintana, La Granja, Lo Espejo, Cerro Navia, Renca e Independencia, que han sido baluartes históricos de la izquierda, también optaron por el Rechazo”.

La franja del mundo popular y trabajador que, pese a todo lo expuesto arriba, votó Apruebo tanto en el último plebiscito como en el de 2020, se debate hoy en una sensación de catástrofe tras la cual puede visualizarse un compromiso profundamente antagónico al modelo neoliberal chileno. Es claro que este antagonismo no contará para su despliegue con el apoyo del gobierno.

En su discurso del domingo 4, Boric llamó a la unidad nacional y a dejar atrás «maximalismos, violencia e intolerancia», y anunció un pronto cambio de gabinete. Reordenará su gabinete en correspondencia con la trayectoria «hacia el centro» que ya hemos descrito, abriendo mas La Moneda a las fuerzas de la ex Concertación, lo que podría tensionar más aun a su aliado, el Partido Comunista. Este gabinete será diseñado para cerrar la reforma tributaria en la forma de en un pacto fiscal que previsiblemente responderá a las prioridades de sobrevivencia inmediata del gobierno, es decir, atraer capital acogiendo negocios de rentabilidad rápida y solicitándole adelantos para cubrir gasto público que ayuden a contener eventuales movilizaciones.

En el plano constitucional, el conjunto de los partidos confirmó que se seguirá trabajando en un nuevo itinerario constituyente pero que tendrá como centro el actual Congreso, vislumbrándose el regreso de la política de los consensos que tanto ha sido rechazada desde 2019 y sepultando la impronta transformacional de la nueva constitución. El 4 de septiembre, ante el resultado del plebiscito, la declaración del comando de Movimientos Sociales por el Apruebo concluía: “Es imprescindible que los sectores que nos organizamos para hacer posible este proceso asumamos también la tarea que nos queda hoy planteada. Ya no hay vuelta atrás. Nuestro pueblo tomó una decisión incontestable y la tarea de echar abajo la Constitución de Pinochet y el modelo neoliberal siguen a la orden del día. En este proceso, los aprendizajes que hemos construido serán fundamentales, porque los movimientos sociales ya no somos lo que éramos antes de escribir esta Constitución”.

Franck Gaudichaud
Miguel Urrutia



PLEBISCITO CONSTITUCIONAL EN CHILE: OPTIMISMO A PESAR DE LA DERROTA

Quisiera reflexionar, en las líneas siguientes, acerca de lo ocurrido el domingo 4 de septiembre en Chile, a partir de la amplia derrota sufrida por el proyecto constitucional en el plebiscito. Mis notas son optimistas, en momentos en que aparecen explicaciones, desde mi punto de vista, negativas y poco plausibles, acerca del porqué de la derrota.

Veamos. Para algunos analistas, el rechazo a la Constitución se debió a que el texto era muy progresista o a que sus autores fueron, innecesariamente, demasiado lejos, en las reformas propuestas. Para otros, la derrota se debió a que la mayoría de los chilenos son muy conservadores; para otros más, a que los constituyentes trabajaron mal, o no supieron construir los consensos necesarios. Según otros, el fracaso se debió a la campaña de la derecha, y a las noticias falsas promovidas por ella. Tal vez, todas estas razones tengan algún peso en la explicación del resultado final. Desde mi punto de vista, sin embargo, no se trata de explicaciones persuasivas: el texto constitucional propuesto resultó mucho más convencional que revolucionario; el actual gobierno de Chile, que asumiera hace muy pocos meses (en diciembre del 2021), es claramente de izquierda (lo que ayuda a desmentir el súbito conservadurismo chileno); la Constituyente realizó un trabajo, en muchos sentidos, extraordinario (dedicación, austeridad, etc.), más allá de las anécdotas, y las dificultades para formar consenso tuvieron que ver con la extraordinaria dispersión de los votos, que caracterizó a la elección de sus miembros. Finalmente, las referencias al peso de las fake news y las «campañas de la derecha» deben ser, como en todos los casos, relativizadas: la ciudadanía (la de Chile, como la de cualquiera de nuestros países) es, políticamente, mucho menos ingenua o boba que lo que tales afirmaciones suponen.

Según entiendo, la derrota en el plebiscito tuvo que ver, más bien, con el funcionamiento –inatractivo, como era esperable– de este tipo de plebiscitos. Me refiero a consultas populares referidas a temas múltiples y complejos (expresados, por ejemplo, en este caso, en un texto constitucional de 388 artículos), en relación con los cuales la ciudadanía tiene un solo voto, para expresar todas sus opiniones y matices. En tales situaciones, el problema que encuentra el ciudadano común para decir algo sensato sobre tantos y difíciles temas es absoluta. Peor que ello: de manera habitual, los ciudadanos se ven obligados a votar a favor de lo que repudian (pongamos, reelecciones presidenciales o un sistema de poder concentrado), para apoyar aquello que defienden (digamos, mayores derechos). Es lo que en mi libro The Law as a Conversation Among Equals he denominado situaciones de «extorsión electoral». Como resultado (y reconociendo la poca ductilidad del voto para «expresar opinión» acerca de decenas de difíciles cláusulas legales, a veces en tensión entre sí), los votantes terminan concurriendo a las urnas para expresar su opinión sobre cualquier otra cosa: típicamente, para premiar o castigar al gobierno de turno.

Adviértase que lo señalado es lo que tendió a ocurrir con el plebiscito constitucional en Venezuela (se votó a favor de un popular Chávez); o en Gran Bretaña, con la consulta popular sobre el Brexit (se votó contra un impopular Cameron); o en Colombia, frente al plebiscito por el Acuerdo de Paz (se votó contra un impopular Santos). Y es lo mismo que ocurrió, previsiblemente, en Chile, con el plebiscito de septiembre: se votó contra un crecientemente impopular Boric (es interesante comparar las encuestas de popularidad del gobierno, mirando al mismo tiempo la evolución de las encuestas relacionadas con la Constitución propuesta). En definitiva, creo que el voto negativo se debió, esperablemente, a la voluntad de una vasta mayoría de los chilenos por no premiar o por castigar al actual gobierno, y con independencia de los contenidos de la Constitución propuesta.

Decir lo anterior, de todos modos, no significa negar cuestiones que sí me parecen importantes. Primero, entiendo que la Constitución redactada pecó por poco, y no por mucho; por conservadora más que por desafiante. Quiero decir, no fue tan lejos como debió haber ido, sobre todo en términos de renovación institucional, y revitalización democrática. Así, y de acuerdo con el proyecto propuesto, la vieja organización del poder resultó básicamente inmodificada. No se cambió casi nada de lo que suelo denominar the engine room de la Constitución (la organización del Poder Judicial variaba poco, y en una dirección «demasiado vieja»; el Senado que estuvo a punto de ser eliminado, quedó casi idéntico a sí mismo; el poder político siguió concentrado en el Ejecutivo; etc.). De este modo, se repitió el «error latinoamericano» de modificar la Constitución, fundamentalmente, a través de una notable expansión de la lista de derechos, a la vez que se mantiene básicamente intocada una organización del poder que tiene más de dos siglos. Segundo, es cierto que la Convención pudo haber hecho mucho más para vincularse con los amplios movimientos sociales que le habían dado origen. Se contaba, para entonces, con excelentes y cercanos antecedentes sobre qué hacer, para tales fines (pienso, en particular, en ejemplos como los ofrecidos por las Asambleas Ciudadanas en Irlanda). Según mi opinión, los debates constitucionales en Chile debieron haberse desarrollado tendiendo más y más sólidos «puentes» con la ciudadanía.

Como nota final, también optimista, quisiera señalar que los chilenos comprometidos con el cambio constitucional no deben desesperar ante el resultado del domingo: y es que lo más importante ya ocurrió. Quiero decir: hoy ya forma parte del sentido común, también en Chile, que la Constitución debe incluir derechos sociales, promover la igualdad de género, o reconocer los derechos de grupos indígenas, desconocidos legalmente durante tantas décadas. Y por lo tanto –porque lo importante ya ocurrió– lo que falta –la reforma constitucional definitiva– ocurrirá, indefectiblemente, dentro de poco.

Roberto Gargarella


Nota de los editores.— Dos años y medio atrás, Gargarella escribió un artículo premonitorio. Lo hizo varios meses antes de que se celebrara en Chile el plebiscito de apertura, aquel histórico referéndum del 25 de octubre de 2020 que habría de ratificar –tras un largo impasse por la crisis pandémica– la convocatoria a una asamblea constituyente, con un Apruebo que superó el 78% de los votos. En aquel texto, el jurista argentino señaló lo siguiente:

3. Sobre los plebiscitos de aprobación constitucional. La Constitución chilena de 1925 (la que fuera reemplazada durante la dictadura pinochetista por la de 1980) había nacido para «reparar» muchos de los problemas que eran propios de la pionera y autoritaria Constitución de 1833 (una de las más estables en la historia del constitucionalismo latinoamericano). Para lograr su cometido, la Constitución de 1925 fue sometida a un plebiscito (en agosto de ese año), celebrado pocas semanas después de que el proyecto de Constitución fuera concluido en julio. El antecedente es interesante para subrayar algunas cuestiones. En primer lugar, la forma de redacción de ese documento constitucional resultó muy elitista: este fue elaborado mediante comisiones designadas siempre por el presidente Arturo Alessandri (es decir, no se trató de comisiones elegidas democráticamente). En segundo lugar, el plebiscito posterior (como suele ocurrir con las consultas populares, según veremos) apenas tuvo lugar para incluir algún matiz en relación con el tipo de preguntas cruciales que se presentaban a la ciudadanía. Mi opinión es que los demócratas que entendemos la democracia como una «conversación entre iguales» tenemos razones para resistir (al menos en principio, y dada su forma habitual y esperada) estos plebiscitos ratificatorios, aun cuando celebremos el gesto o «disposición democrática» que tales consultas populares, en su mejor expresión, nos ofrecen. Ello es así porque este tipo de plebiscitos constitucionales (tal como suele ocurrir con los plebiscitos sobre textos amplios y complejos, como el Acuerdo de Paz en Colombia o la consulta del Brexit) tienden a someter a la población a una inaceptable «extorsión democrática». Ilustro aquello en lo que estoy pensando con un ejemplo que se ha convertido en caso bastante típico en la región (un ejemplo que simplifica en exceso una situación que suele ser mucho más grave y forzada). En 2009, en Bolivia, se sometió a la consideración popular una Constitución de 411 artículos que incluía, entre muchas otras, una cláusula favorable a la reelección presidencial y varias normas relacionadas con los derechos sociales y multiculturales de los grupos más marginados. Un votante promedio, bien informado o sin mayor información sobre la Constitución, podía rechazar enfáticamente lo primero (la reelección), pero ansiar sin hesitaciones lo segundo (los nuevos derechos). Sin embargo, la consulta popular solo le permitía aprobar el «paquete cerrado y completo»: todo o nada. De este modo y para aprobar aquello que más ansiaba, ese votante quedaba «extorsionado» a aceptar lo que más rechazaba. Mucho peor: luego del plebiscito, la reelección que ese votante habría querido repudiar sería aplaudida y presentada por las autoridades de turno como un simple producto del clamor de la «soberanía del pueblo» (adviértase que aquí realizamos este ejercicio teniendo en cuenta solo dos de esos cientos de artículos plebiscitados como «paquete cerrado»)”.

4. El procedimiento de creación constitucional y el «reloj de arena». Existe un debate importante acerca del camino procedimental apropiado que debe adoptar la creación constitucional, en el contexto de una sociedad democrática. El especialista Jon Elster ha ilustrado lo que considera la forma ideal de diseño con la imagen de un «reloj de arena»: amplio e inclusivo por abajo (i.e., un plebiscito inicial para ver si la sociedad apoya el cambio constitucional); estrecho en el medio (i.e., la escritura de la Constitución a cargo de una comisión de expertos); y amplio otra vez por arriba (i.e., el cierre del proceso a través de un nuevo plebiscito ratificatorio). La modalidad que parece haber ganado peso en Chile es una que está en línea con la sugerida por Elster, que en parte corrige y en parte mejora el proceso de redacción que culminara con la Constitución de 1925 (i.e., a través del plebiscito inicial y no solo final que se propone ahora; o a través de una comisión redactora más legítima y democrática, es decir, ya no –como en 1925– como producto exclusivo de la voluntad presidencial). Otra vez, sin embargo, las razones que teníamos para resistir los plebiscitos constitucionales son las que tenemos para encender una luz de alarma sobre las formas cerradas de la redacción constitucional, que luego pretenden «abrirse» (con un «sí» o un «no») a la consideración popular. Las objeciones surgen «naturalmente», tanto si partimos de la idea de democracia en tanto «conversación entre iguales» como si retomamos lo dicho por Nino en torno de la «validez» del derecho. El hecho es que las normas deben resultar de una discusión inclusiva, no por una cuestión antojadiza sino porque, en sociedades multiculturales, marcadas (como diría John Rawls) por el «hecho del pluralismo» y (como diría Jeremy Waldron) por el «hecho del desacuerdo», necesitamos que nuestros arreglos institucionales más básicos queden informados por las necesidades, demandas y puntos de vista de toda la sociedad. Cualquier comisión –pequeña y/o cerrada; de técnicos o expertos; de especialistas o de políticos– tiende a fracasar en su propósito de reconocer la diversidad y razonabilidad de los reclamos existentes, por más bienintencionados y lúcidos que sean sus miembros. Finalmente, este tipo de dificultades «epistémicas» son las que explican las históricas dificultades que han mostrado los parlamentos compuestos solo por hombres (aun empáticos) para lidiar con los derechos de las mujeres; o los congresos sin representantes de los grupos indígenas, para dar cuenta de las necesidades de los derechos de tales grupos (y de allí, por tanto, la sabiduría del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo –OIT–, al exigir la «consulta previa» y directa a los grupos indígenas cuando se discuten normas que afectan directamente sus intereses)”.

Gargarella, Roberto, “Diez puntos sobre el cambio constitucional en Chile”. Nueva Sociedad, n° 285, enero-febrero de 2020, https://nuso.org/articulo/diez-puntos-sobre-el-cambio-constitucional-en-chile



CÓMO LA POLÍTICA IDENTITARIA CORROMPIÓ EL PROCESO CONSTITUYENTE

El estrepitoso fracaso de la Convención Constituyente clama hoy por explicaciones. Las necesitamos para comprender, y también para que un nuevo proceso evite hundirse por los mismos vicios que marcaron al órgano que primero presidió Elisa Loncón y luego María Elisa Quinteros. Un lugar primordial entre esas explicaciones corresponde a la política de la identidad, esa peculiar priorización de las agendas étnicas y de género sin la cual nuestro momento no se puede entender.

Que tal orientación estuviera presente, no tiene nada de sorprendente. En primer lugar, porque hoy es un elemento que se observa también en crisis políticas de diversas latitudes; pero además porque ya las reglas para elegir convencionales empujaban a su fuerte presencia. Desde el primer minuto esta mentalidad comenzó a tomarse la agenda: mucho antes de iniciar siquiera el debate, cuando se discutía aún cómo regular el uso de la palabra, la primera propuesta de la mesa fue que se hiciera según “criterios de paridad, plurinacionalidad, pluralismo, plurilingüismo y acción afirmativa”. Un texto nacido de este ambiente difícilmente podía ser muy distinto del que acaba de ser rechazado.

En efecto, para quien busque comprender la política identitaria quizá no haya un fenómeno más digno de estudio que la Convención y su resultado. El texto completo acabó atravesado por la categorización en género y etnia. En su singular pretensión de estar a la vanguardia, todo –hasta la neurodivergencia (art. 29)– terminó convertido en identidad. Y por si algún grupo era olvidado, se creaba además el «derecho a la identidad». Pero más allá de su omnipresencia, ¿en qué sentido esta mentalidad marcó la propuesta constitucional? En lo que sigue atenderemos al modo en que este fenómeno marcó nuestra comprensión de la democracia y de la diversidad, nuestra posibilidad de articular un proyecto común, nuestra atención a las víctimas de la historia y, finalmente, nuestra capacidad de diálogo. Porque no fue solo anécdota, show o performance lo que la política identitaria llevó a la Convención, sino una mirada determinante para todo el proceso.

1. Democracia y representación.— Partamos, pues, por la manera en que se ha alterado nuestra comprensión de la democracia. Lo primero que salta a la vista ahí es la idea de representación que suele acompañar a esta mentalidad. No en vano se repitió por meses que estábamos ante la instancia más representativa de nuestra historia democrática. En realidad, lo que irrumpía era un nuevo tipo de representación, una lógica corporativa que choca con la tradicional representación democrática. Es eso lo que también se plasmó en el texto; por ejemplo, en los llamados a que el Estado adopte “medidas para la representación de diversidades y disidencias de género” (163.3) y en los escaños reservados “a nivel nacional, regional y comunal” (162.1). Una propuesta como esa amenazaba con convertir a cada órgano colegiado en una pequeña réplica de la Convención. Nadie duda de que estamos viviendo una crisis de la intermediación, pero es muy dudoso que el camino para superarla pase por la representación de identidades que aquí se hizo presente y que se buscó perpetuar. En este sentido nada fue más revelador que el resonante rechazo que la propuesta constitucional recibió en las comunas con mayor población indígena: esto no los representaba a ellos.

Pero no se trata del único modo en que esta mentalidad afecta a la democracia. De una manera igualmente significativa, el identitarismo socava el papel de los partidos políticos en la vida democrática. El punto bien puede ilustrarse con un episodio narrado por Mark Lilla en El regreso liberal: hubo un momento, nota, en que la página web del Partido Demócrata (EE.UU.) no incluía un programa político unificado, sino diecisiete programas distintos. Así, aunque hubiera una estructura organizacional compartida, su discurso estaba disgregado en las diecisiete identidades que de algún modo convivían en el seno del partido. Aquí hay una lección fundamental. La democracia requiere partidos políticos, pero en su lugar la política identitaria ofrece movimientos. Esos mismos movimientos son los que en el último acto de la Convención cantaban que “el pueblo unido avanza sin partidos”. El canto se hacía eco de un asunto de fondo: la virtual omisión de los partidos en el texto constitucional propuesto, cuando lo que se requería era precisamente hacerse cargo de sus deficiencias para fortalecerlos.

2. Diversidad y pluralismo.— Consideremos un segundo punto. Si la política identitaria afecta nuestra comprensión de la democracia, no tiene nada de extraño que también lo haga con nuestra comprensión de la diferencia. ¿Cómo lo ha hecho? En primer lugar, convenciéndonos de que recién ahora la diversidad del país se vuelve visible. Antes, se dice, la teníamos escondida. ¿Pero es cierta esta afirmación? Chile ha sido siempre un país plural. Reconocer ese hecho no significa pintar color de rosa nuestro pasado. Muchas injusticias solo se han reparado en el camino y otras están por reparar. Pero con toda su desigualdad, este sí ha sido un país plural. ¿Cómo, entonces, es que se ha instalado el discurso de una diversidad recién descubierta, que solo ahora esté siendo reconocida? La explicación se encuentra en el hecho de que aquí hay distintas concepciones del pluralismo en juego. O importan, por decirlo de otro modo, distintos tipos de diversidad. Puede haber mucho interés por respetar las minorías étnicas y sexuales; otra cosa es que se sepa dialogar con diferentes visiones políticas, intelectuales o religiosas. No hay razón, cabría apuntar, por la que se deba levantar aquí una disyuntiva. Pero el hecho es que la política de la identidad la crea, pues con frecuencia reduce las visiones a la condición identitaria en juego (como minoría étnica o sexual se debe pensar de un cierto modo, mientras las visiones de otros son reducidas a factores culturales que las explican).

Es crucial atender a estos distintos tipos de diversidad, pues cada concepción del pluralismo tiene su propio modo de imaginar las vías por las que la diversidad ha de plasmarse en las instituciones. Es cosa de ver la relación de cada una de estas mentalidades con las instituciones de la sociedad civil. Cuando se valora de modo claro la pluralidad de visiones de mundo, se busca también que éstas encuentren expresión en distintas instituciones, que haya una sociedad civil compuesta por organizaciones de muy variada inspiración. Donde, en cambio, reina la política identitaria, lo que preocupa es más bien la diversidad interna de cada institución. El punto puede ilustrarse con una propuesta que en su momento hiciera la Comisión de Derechos Fundamentales de la Convención, según la cual debía garantizarse la “presencia de la diversidad cultural indígena en los medios de comunicación públicos o privados”. Otro tanto cabe decir respecto de cómo las propuestas sobre paridad excedían el campo político para llevarla a “todos los espacios públicos y privados” (6.3). Esta diversidad interna de las asociaciones, no estará de más decirlo, ciertamente puede ser provechosa en muchas instancias. Pero conviene notar que como concepción básica del pluralismo estos dos modelos chocan, pues la preocupación por la diversidad interna de las instituciones bien puede acabar haciéndolas más parecidas entre sí. Es lo que William Galston ha llamado la paradoja de la diversidad. Quien quiere una sociedad civil plural no puede tener por norte irrestricto la diversidad interna de sus instituciones.

Pero hay aquí un ingrediente adicional, que estuvo lejos de recibir la atención que merecía a lo largo del último año: la concepción identitaria de la diversidad no solo entraña problemas para el conjunto de la comunidad política, sino que además genera una imagen distorsionada de aquellos grupos a los que se busca hacer justicia. El caso más patente, sin duda, es la tendencia a describir a los pueblos indígenas como si una misma identidad o cosmovisión caracterizaran a cada miembro de un pueblo (como lo sugerían los arts. 11 y 34). Se trata de una flagrante fosilización de las culturas y su efecto podía notarse ya en campaña: el mapuche que no adhiriera al texto propuesto era tratado en la discusión como un «yanakona». Como lo señalara Douglas Murray a propósito de una discusión análoga, la pertenencia a una minoría étnica pasa así a depender de que uno “haga suyos unos agravios, unos principios políticos y unas plataformas electorales ideadas por otros”. Nadie duda hoy de que tenemos una deuda con los pueblos indígenas, pero hay un desafío fundamental en canalizarla de un modo que reconozca la pluralidad de visión de mundo, económica y política que reina en ellos. En síntesis, el mantra del órgano más representativo de la diversidad del país falló tanto por lo que se refiere a la representación como por lo que se refiere a la diversidad.

3. Unidad, cohesión, proyecto compartido.— No todo se agota en el problema de la diversidad. Así como se esperaba que el proceso y el texto reflejaran bien una sociedad variopinta, había también una tarea fundamental en relación con la unidad del país. No se trata de vivir en ilusiones respecto del grado de unidad o consenso que puede alcanzar una sociedad moderna. Pero, precisamente, porque en tales sociedades la cohesión es baja, es crucial que se pueda preservar y fortalecer lo que hay de proyecto común de país. Incluso si la meta es ser una sociedad pluralista, ello pasa en parte por efectivamente ser una sociedad. Y también aquí el identitarismo genera dificultades. Después de todo, una de sus consecuencias es la multiplicación de las luchas facciosas, con cada grupo subdividiéndose con nuevas pretensiones de pureza. Nada de eso se cura con una «marcha de todas las marchas». Algo de esta mentalidad se refleja también cuando, en vez de afirmar la ciudadanía universal con sus derechos, se levanta a estos de un modo parcelado. Así ocurrió, por ejemplo, con el reconocimiento a los niños (26.1) o a las personas mayores (33.1) como titulares de derechos, en lugar de incluirlos en el reconocimiento universal de los derechos de las personas. Incluso si la colección de grupos con derechos fuera exhaustiva, los méritos de esta enumeración de particularidades son dudosos cuando se los contrasta con lo logrado por el universalismo.

En ese mismo contexto pueden entenderse las recurrentes discusiones en torno a la idea de nación y los símbolos patrios. Aquí cabe recordar no solo la interrupción del himno en el acto inaugural, sino también el elenco de banderas identitarias –de regiones, etnias y diversidad sexual– con que se celebró el primer mes de la Convención. Un convencional propuso entonces –sin éxito– que se sumara a este elenco una bandera cristiana. El hecho es bastante revelador: en este ambiente también una religión con aspiración universal puede terminar reducida a una particularidad más en búsqueda de reconocimiento. Pero ningún panteón exhaustivo de identidades puede sanar la ausencia de símbolos compartidos. Y en los meses siguientes esos símbolos fueron puestos en cuestión de maneras que conviene recordar. Para algunos convencionales, en efecto, la independencia del país nos remitía a una historia de exclusión que no cabe celebrar. Incluso se propuso un preámbulo que se refería a la independencia subrayando su “contexto histórico excluyente” (en pretendido contraste con la refundación inclusiva del 18 de octubre de 2019). Vale la pena notar los paralelos con el Proyecto 1619 lanzado hace tres años por el New York Times, el cual buscaba reemplazar 1776 como fecha de nacimiento de la nación, procurando instalar como verdadera fecha de inicio la llegada de los primeros esclavos en 1619. La meta era obvia y explícita: presentar la esclavitud como el verdadero hito fundante de la república, a cuya luz su historia debe ser entendida. En esto, como en otras materias, los convencionales simplemente importaban un lente de la academia norteamericana, y uno de muy dudosa pertinencia.

En efecto, no es sano revisionismo histórico lo que se encuentra tras ese episodio norteamericano o en nuestra Convención, sino más bien lo que Pascal Bruckner ha llamado la «hitlerización del pasado». Después de todo, no hay nada nuevo en reconocer que una mancha atraviesa toda la historia humana, ni cabe negar que el racismo y la exclusión sean algunas de sus manifestaciones. La singularidad de nuestro momento se encuentra más bien en la incapacidad de mirar al pasado con una visión agradecida a la vez que se reconocen sus crímenes y tragedias. De ahí se sigue un rasgo más preocupante: la creencia en que ahora sí podremos levantar algo libre de esta mancha. La contracara de la denuncia del pasado, como vemos con frecuencia, son las pretensiones de pureza de los denunciantes. Por lo mismo, más de un autor ha notado el contraste entre esta política identitaria y el movimiento de los derechos civiles. La fuerza del discurso de Martin Luther King residía precisamente en que se tomaba lo de la ciudadanía universal más en serio que la propia Norteamérica blanca. MLK apuntaba a un futuro en que importara no el color de la piel sino el contenido del carácter. No denunciaba los principios fundadores del país como inherentemente racistas, sino que exigía acabar con la discriminación racial en coherencia con dichos principios. El contraste con el identitarismo contemporáneo no podría ser más patente.

4. Victimismo.— Lo anterior nos permite pasar a aquel rasgo de la política identitaria que tal vez más presente estuvo en nuestro proceso: el victimismo. Fue este el lente bajo el que la historia completa del país era reducida a pura opresión y despojo (el acto de «abortar Chile», en Valparaíso, fue solo su expresión más grotesca). ¿Qué rasgos caracterizan al victimismo? Uno de sus problemas es la tendencia a nivelar problemas de muy distinto calibre: cuando todo escollo en el camino es tratado como opresión, cualquier injuria menor puede ser tratada como equivalente con graves atrocidades. En contraste con la cultura de la dignidad, en la que ciertas ofensas pueden ser ignoradas, aquí reina la preocupación por la «microagresión». Si nuestra sociedad tiene problemas de intolerancia, aquí se encuentra una de sus manifiestas raíces: la recíproca tolerancia supone que haya males que no nos parezcan imperdonables, que puedan ser sobrellevados. Si, en cambio, se nos invita a mirar todo el pasado y presente como opresión intolerable –si también nuestra concepción de daño se amplía sin límite–, se vuelve difícil encontrar razones para tolerar.

El problema del victimismo, apurémonos en subrayar, no es reconocer que el orden social tiene víctimas. Obviamente las tiene, pero la verdadera pregunta es si se corresponden de modo tan estricto con el actual catálogo de identidades. Las mujeres han cargado con un peso distinto de los hombres, y en los pueblos indígenas se concentra una parte importante de las injusticias del país. ¿Pero nos permite esto juzgar de modo adecuado sobre casos concretos? ¿Es Kena Lorenzini una víctima? ¿Son víctimas los hermanos Ancalaf? Porque si no lo son, debemos preguntarnos por el modo en que este discurso favorece precisamente a opresores que saben navegar en las aguas de la cultura victimista.

Además, si todos somos víctimas, las verdaderas víctimas se nos vuelven una vez más invisibles. No es nada de extraño que el Sename, protagonista de nuestra discusión pública cinco años atrás, dejara de merecer atención prioritaria. Si la tarea es volver visibles a las víctimas, los méritos de esta mentalidad son ampliamente discutibles. Este problema se refleja de modo elocuente en la referencia de la propuesta constitucional a los «grupos históricamente excluidos». A estos se les debía brindar acceso preferente a la educación superior (37.7) y al Estado le habría correspondido garantizar de modo especial su participación e incidencia política (153.2). Esto puede sonar muy bien, y muchos lo ven como un pertinente llamado a poner en primer lugar a los desaventajados. Pero, ¿quiénes son los grupos históricamente excluidos? La lista es medianamente conocida: personas de pueblos originarios, migrantes, miembros del «pueblo tribal afrodescendiente», etc. ¿Cabría imaginar en tal lista a los pobres? La respuesta es negativa, precisamente porque no constituyen un grupo identitario. La verdad es que incluso los chilenos residentes en el extranjero están más cerca de entrar en esa categoría.

De modo análogo, en el articulado sobre justicia se recogía el enfoque interseccional (arts. 311 y 343): se instalaba así la idea de que hay todo un sistema de opresiones que desmontar, un sistema en el que raza y género pueden pesar tanto o más que la condición económica. Hay pocas materias, en efecto, que ilustren tan bien hasta qué extremos el delirio identitario condujo los destinos de la Convención. Después de todo, estamos ante un concepto de nicho que antes solo desempeñaba un papel en los estudios culturales. Fue ese mundo y sus ideas, sin embargo, el que acabó dando forma al texto. Este ha sido, recordemos, un dolor de cabeza para las izquierdas del mundo entero, que han dejado de priorizar la preocupación por las carencias materiales. Junto con perder el norte, han perdido así a sus históricos votantes. Hay, desde luego, quienes creen que se puede compatibilizar ambas agendas, la del cambio social y la de la concepción identitaria de la diversidad. Pero también es posible que estemos ante dos concepciones morales distintas y que se deba aprender a escoger entre ellas. Eso no significaría, desde luego, desatender a las minorías étnicas o sexuales, pero sí significa preguntarse por las categorías y el lente adecuado para considerarlas.

5. La ausencia de deliberación.— Cerremos tocando una última vía por la que el identitarismo dañó nuestro proceso. Como ha notado Lilla, una consecuencia de esta mentalidad es el recurrente hablar «como x» o «en cuanto x». Se habla como miembro de un grupo identitario. Pero ese modo de hablar siempre espera una validación de la propia posición al margen del argumento. El cuestionamiento, que siempre vendrá desde la perspectiva «no-x», queda así descartado de plano. Algo de eso hubo también en nuestro proceso. Esta no fue, desde luego, la única razón por la que faltó deliberación política genuina en nuestra Convención, pero es uno de los motivos de su ausencia. No hay modo de conducir un intercambio racional cuando al frente se tiene una identidad en vez de un argumento. El debate político razonado supone un tipo de comunicación que la política identitaria imposibilita. Así es como a lo largo del proceso entero hubo posiciones tratadas como blindadas a la crítica. Y así fue cómo se selló, lamentablemente, su destino: no solo se dificultó la deliberación dentro de ella, sino que la cámara de eco así generada terminó aislando a la Convención de la ciudadanía.

¿Qué hacer? ¿Cómo salir de esto? Del diagnóstico crítico respecto de la política identitaria no se sigue ningún simplista consenso entre sus críticos: liberales, conservadores y socialistas explican de modo distinto el surgimiento de la mentalidad identitaria, y por lo mismo ofrecerán también salidas distintas. Unas tradiciones acentuarán la primacía de la voluntad individual sobre las categorías identitarias, otras acentuarán la destrucción de lo común por la fragmentación identitaria; unos atenderán a las condiciones materiales (y virtuales) bajo las que esta mentalidad se difunde, mientras otros notarán el trasfondo teológico, la comprensión de los grupos humanos a la luz de una singular transformación de las ideas de inocencia y pecado colectivo. Pero comoquiera que uno integre estas visiones u opte entre ellas es un hecho de importancia capital que aquí hay un diagnóstico compartido, y que hay recursos en nuestras distintas tradiciones intelectuales y políticas para salir de la condición en la que estamos. Eso supone, sin embargo, tomarse en serio las lecciones aprendidas y enfrentar una mentalidad que por mucho tiempo nos seguirá acompañando. Porque lo derrotado esta semana en las urnas no solo es una inspiración fundamental en sectores del gobierno, sino que reina en nuestra vida cultural y académica. Ningún plebiscito borrará por sí solo esa realidad.

Manfred Svensson