Ilustración: detalle de Fate Of Janus (2020), por Csaba Jávorka. Fuente: https://plartform.net
El hombre hace la religión, la religión no hace al hombre.
La religión es, en realidad, la autoconciencia y la autoestima del hombre que, o aún no se ha ganado para sí completamente, o que ya se ha perdido para sí de nuevo. Pero el hombre no es un ser abstracto instalado fuera del mundo. El hombre vive en el mundo del hombre –el Estado, la sociedad–. Este Estado y esta sociedad producen la religión, que es una conciencia invertida del mundo, porque ellos son un mundo invertido. La religión es la teoría general de este mundo, su compendio enciclopédico, su lógica en forma popular, su espiritual point d’honneur, su entusiasmo, su sanción moral, su complemento solemne, y su base universal de consolación y justificación. Es la realización fantástica de la esencia humana, puesto que la esencia humana no ha adquirido ninguna realidad verdadera. La lucha contra la religión es, por lo tanto, indirectamente, la lucha contra ese mundo del cual la religión es su aroma espiritual.
El sufrimiento religioso es, a la vez y al mismo tiempo, la expresión del sufrimiento real y la protesta contra el sufrimiento real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, y el alma de unas condiciones sin alma. Es el opio de los pueblos.
La abolición de la religión como felicidad ilusoria de los pueblos es la demanda por su felicidad real. Exhortarlos a renunciar a sus ilusiones sobre su condición es exhortarlos a renunciar a una condición que requiere ilusiones. La crítica de la religión es, por lo tanto, en germen, la crítica de ese valle de lágrimas del cual la religión es el halo.
La crítica ha arrancado las flores imaginarias sobre las cadenas no para que el hombre continúe soportando las cadenas sin fantasía o consuelo, sino para que se deshaga de las cadenas y recoja la flor viva. La crítica de la religión desilusiona al hombre, de tal suerte que piense, actúe y dé forma a su realidad como un hombre que ha descartado sus ilusiones y recuperado sus sentidos, de tal suerte que se mueva en torno a sí como su propio y verdadero sol. La religión es sólo el sol ilusorio que gira alrededor del hombre mientras éste no gira en torno a sí.
Es, por consiguiente, tarea de la historia –una vez que el otro mundo de verdad se haya esfumado– establecer la verdad de este mundo. Es inmediata tarea de la filosofía, la cual está al servicio de la historia, desenmascarar el autoextrañamiento en sus formas profanas una vez que las formas sagradas del autoextrañamiento hayan sido desenmascaradas. De este modo, la crítica del Cielo deviene una crítica de la Tierra; la crítica de la religión, una crítica del Derecho; y la crítica de la teología, una crítica de la política.
Karl Marx, Contribución a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel (introd.)
De este brillante análisis de la religión que hiciera el fundador del materialismo histórico, la memoria selectiva de la mayoría de sus epígonos retuvo solamente la escueta frase “la religión es el opio de los pueblos”; frase que, como es sabido, acabaría convirtiéndose en un cliché de la vulgata marxista-leninista. Ahora bien: quien lea con detenimiento y sin anteojeras dogmáticas el texto íntegro, seguramente se percatará de la flagrante descontextualización de esa cita. Lo dicho antes y después es llamativamente omitido, pasado por alto.
Se podría alegar, desde luego, que toda cita adolece de ese defecto. Cierto. Pero en este caso la descontextualización se aproxima peligrosamente a la adulteración, puesto que, en rigor de verdad, ningún pasaje de la Contribución a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel contiene las mentadas siete palabras (“die Religion ist das Opium des Volkes”).
Lo que Marx dice exactamente es lo siguiente: “la religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, y el alma de unas condiciones sin alma. Es el opio de los pueblos”. La observación no es puntillosa: entre la última oración y su sujeto tácito (“la religión”) hay una elipsis pequeña en extensión pero enorme en su efecto tergiversador. Lo que en esa elipsis ha desaparecido, lo que en ella se ha hecho desaparecer, es el ateísmo maduro, sensible y comprensivo de Marx, incompatible con el ateísmo ciego, fanático y despectivo que caracteriza al marxismo más dogmático. No sorprende entonces que la oración que da inicio al párrafo (“El sufrimiento religioso es, a la vez y al mismo tiempo, la expresión del sufrimiento real y la protesta contra el sufrimiento real”) sea soslayada. ¿La religión una protesta contra el sufrimiento real? Tal idea se les antoja trasnochada, y dado que Marx es para ellos un cuasi-dios y sus obras cuasi-revelaciones, optan por ignorarla en lugar de criticarla. Tampoco sorprende, por idénticas razones, la omisión de la frase “La abolición de la religión como felicidad ilusoria de los pueblos es la demanda por su felicidad real. Exhortarlos a renunciar a sus ilusiones sobre su condición es exhortarlos a renunciar a una condición que requiere ilusiones”.
Vayamos al grano. Para Marx, la religión es –igual que Jano, el dios de los antiguos romanos– un fenómeno bifronte, con dos caras. Trátase de un complejo campo ideológico en el que convergen dos lógicas. Mirada desde arriba, desde las alturas del poder, la religión se nos manifiesta –parafraseando al autor– como “base universal de justificación” y “sanción moral”, como ocultamiento interesado, como invención del opresor, como ficción que torna legítima la posición de dominador, como dulce ilusión que garantiza la amarga estabilidad del status quo. Mirada desde abajo, desde el llano subalterno, la religión se nos muestra –recurriendo nuevamente a la fraseología marxiana– como “base universal de consolación” y “lógica de este mundo en forma popular”, como evasión desesperada, como invención del oprimido, como ficción que hace más soportable la condición de dominado, como grata ilusión que compensa la penosa continuidad social. Vista desde lo alto, la religión exhibe conformismo; vista desde lo bajo, protesta. Pero en ambos casos es esencialmente conservadora. Al expresarse en un mundo irreal, el inconformismo del pueblo se torna inofensivo en el mundo real.
En última instancia, la religión como justificación y la religión como consolación son «falsa conciencia», velo ideológico, enmascaramiento de la realidad. No obstante, pese a esta convergencia, la distinción se mantiene en pie. Imposición y resignación son congruentes pero no confundibles. Interpelación ideológica (Althusser) y alienación ideológica (Marx) son conceptos interconectados, mas no intercambiables. El fenómeno religioso no se agota en lo doctrinal e institucional, en lo impuesto desde afuera. La vitalidad de la piedad popular rebasa esos moldes estrechos. La religión brota de la dominación, de la fuerza del que domina, pero también de la resignación del dominado. Se la construye desde arriba, pero también desde abajo; desde un abajo de alienación, es cierto; pero abajo al fin de cuentas.
Las aspiraciones irrealizadas del pueblo encuentran una realización ilusoria en la religión. De este modo, las argumentaciones teológicas del poder conviven con los anhelos utópicos de las masas. La religión es, a la vez, justificación y negación de la realidad de este mundo. La eficacia de la primera y la impotencia de la segunda no habilitan a hacer ninguna reducción del fenómeno, que sigue siendo lo uno y lo otro a la vez. Sin embargo, a despecho de esto, los marxistas dogmáticos conciben la religión como pura “sanción moral” del orden establecido, olvidando que también es –como afirmara Marx– “protesta contra el sufrimiento real”.
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Así, en el seno del Nuevo Testamento cristiano, conviven en compleja contradicción dialéctica –y no pocas veces en flagrante incoherencia lógica– los atisbos rebeldes o las esperanzas redentoristas del pueblo con los intereses creados y las expectativas continuistas del establishment. Coexisten pasajes como el Sermón de la Montaña de Jesús, la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro o la expulsión de los mercaderes del Templo, con pasajes como las exhortaciones paulinas a la obediencia (de súbditos, mujeres, esclavos, etc.) o la parábola de los talentos, tan cara a la llamada teología de la prosperidad.
Como bien explicó el pensador e historiador español Gonzalo Puente Ojea en su libro La formación del cristianismo como fenómeno ideológico (1974), toda ideología –religiosa o no– tiene necesariamente dos rostros (volvemos a la metáfora de Jano): el “horizonte utópico” y la “temática concreta”, una cálida retórica de liberación e igualación y una fría apologética del orden establecido. En esta paradoja, en esta ambivalencia preñada de tensiones, radica precisamente su esencia y el éxito de su persuasión.
Federico Mare
(Este ensayo de nuestro compañero argentino es una versión ligeramente aumentada del que publicara en su libro Goðlauss: ateísmo, librepensamiento y existencialismo. Mendoza, Grito Manso, 2022, págs. 35-39)