Fotografía: tres niñas con disfraces de Halloween. Cincinnati, Ohio, 1929. Fuente: www.countryliving.com
El presente artículo de nuestro compañero Federico Mare es una versión corregida y aumentada del que publicamos el 30 de octubre de 2022. Versiones más breves ya habían aparecido en distintas revistas y sitios web desde 2017, la última de las cuales quedó recopilada en su libro Ensayos misceláneos (Mendoza, El Amante Universal/ECM, 2021, págs. 103-110).
Días atrás fue 31 de octubre, «Víspera de Todos los Santos». Eso es, exactamente, lo que significa en inglés Halloween. Se conoce poco esta arcaica etimología religiosa, que hunde sus raíces en el santoral medieval y la Heptarquía anglosajona, pero Halloween no es más que la contracción de All Hallows’ evening. Un curiosísimo caso de metaplasmo de supresión, que hace las delicias de la erudición lingüística, pues combina las tres variantes de elisión: aféresis (la pérdida del pronombre all inicial), síncopa (la doble omisión del posesivo s’ –el genitivo sajón– y la consonante uve en el medio) y apócope (la eliminación del sufijo ing).
Víspera de Todos los Santos, decíamos. Suena muy cristiano, ¿verdad? Sin embargo, todos sabemos que la celebración poco y nada tiene de cristiano… Se trata de un típico ejemplo de sincretismo, igual que nuestro tradicional Carnaval mediterráneo: misioneros outsiders de la Iglesia tardoantigua y medieval dándole un barniz de ortodoxia teológica a la religiosidad politeísta local, a los mitos y ritos del paganismo ancestral. Algo así como un caballo de Troya de la evangelización, que por fuerza de las circunstancias –la inercia cultural de los catecúmenos y conversos– debía asumir su proselitismo como una compleja tarea de transmutación a largo plazo, un quehacer ideológico que demandaba la astucia y paciencia de un encantador de serpientes. Siglos después, ocurriría lo mismo en la conquista española de América, cuando las órdenes religiosas construyan sus iglesias sobre las ruinas de los templos o santuarios aztecas, mayas e incas; o asimilen ex professo a las deidades indígenas con las figuras de la Trinidad, la Virgen María o los personajes de la tradición hagiográfica europea, induciendo un proceso de aculturación «por mimetismo» con altas dosis de transferencia subrepticia –apropiación– de sacralidad. Claro que el éxito de una cristianización semejante entrañaba un riesgo no menor: la superficialidad de las conversiones espirituales, la perpetuación subterránea del paganismo. Eso fue lo que pasó con el Carnaval, y también con la Víspera de Todos los Santos.
Pero volvamos al presente: la babel globalizada del capitalismo tardío.
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Halloween nos acecha. Halloween nos rodea e invade. Ya está aquí entre nosotros, para bien o para mal. Y todo hace suponer (Hollywood sigue liderando la cultura posmoderna de masas y las plataformas de streaming colonizan como nunca nuestro ocio cotidiano) que su presencia se seguirá expandiendo, afianzando. Es un fait accompli, dirían en Francia. Un «hecho consumado», diríamos en Argentina (país desde donde escribo), Hispanoamérica y España. Y a los hechos consumados no se los niega. Se los justifica o se los cuestiona. Se los acepta o se los combate. Pero no se los niega.
Negar la realidad es un acto de estulticia, y nada provechoso cabe esperar de él. El optimismo que se necesita –Gramsci y Mariátegui nos lo enseñaron– es el de la voluntad y el del ideal, no el de la inteligencia. La inteligencia debe ser «pesimista», es decir, realista y crítica. Sin diagnósticos honestos, no hay remedios eficaces, ni en medicina, ni en política.
Dos años atrás, cerca de 150 personas murieron en Seúl celebrando masiva y febrilmente Halloween, como es costumbre desde hace tiempo en las calles y los bares del barrio Itaewon. Hubo una gran estampida y encerrona, al parecer causada por el rumor de que estaba presente en la zona una celebrity. Una multitud se abalanzó como una manada en una callejuela demasiado estrecha, protagonizando una autoaniquilación involuntaria de lo más absurda, donde las personas –entre las cuales no faltaban turistas– morían como moscas, asfixiadas o aplastadas. Esta tragedia asociada a la halloweenmania ocurrió en Corea del Sur, no en los Estados Unidos, lo cual dice mucho sobre ciertas tendencias culturales de estos tiempos, como el esnobismo y la globalización.
La pregunta del título se impone, pues, con la fuerza objetiva de todo cuanto acontece históricamente fuera de nuestra conciencia racionante, acicateándola, preocupándola, interpelándola: ¿qué hacemos con Halloween? ¿Lo celebramos o no?
Me inclino más por la segunda opción, siempre y cuando la razón sea el antiimperialismo de izquierda y no el patrioterismo de derecha, máxime si ese patrioterismo de derecha no es consecuente en sus reclamos de pureza telúrica y críticas al cipayismo cultural (Halloween no, pero McDonald’s y Santa Claus sí). Porque en verdad, lo confieso, Halloween per se –prescindiendo de sus implicaciones y connotaciones– no deja de caerme simpático; o al menos, de resultarme más digerible que algunos rancios festejos vernáculos de raigambre hispano-católica, como el ominoso 12 de octubre o el Día del Apóstol Santiago, el Matamoros.
Aunque la globalización de Halloween lleva consigo el estigma de la hegemonía cultural del Tío Sam, la mácula infamante de Hollywood y Disney, no olvido su añejo y entrañable origen pagano (fiesta agrícola del Samhain, al final de la cosecha), ni el modo plebeyo en que echó raíces, mucho tiempo después, en suelo norteamericano. Fueron los goidelos o gaélicos (los antiguos celtas de Irlanda, el oeste de Escocia y la isla de Man) quienes lo celebraron por primera vez, mucho antes del cristianismo. Y fueron, sobre todo, los campesinos irlandeses que huían de la Gorta Mór (Gran Hambruna) quienes lo introdujeron en EE.UU. a mediados del siglo XIX, causando repugnancia e indignación en las clases altas y medias puritanas, que intentaron en vano desterrarlo por su impronta profana, «paganizante» y «anticristiana» (cualquier semejanza con los avatares del Carnaval en nuestro país es pura coincidencia)1. Si hay algo que no se puede decir de Halloween, es que tenga un origen burgués, ni siquiera en el país que lo masificó y globalizó a través de su industria cultural. Se fue aburguesando, sí. Pero al principio era un festejo popular de campesinos y obreros inmigrantes, mayormente irlandeses católicos y escoceses highlanders que no encajaban en los estándares mojigatos de la élite WASP (white Anglosaxon protestants), como muchos montañeses hillbillies de los Apalaches, granjeros rednecks del Medio Oeste y trabajadores blue-collars de ciudades como Nueva York o Boston.
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En un interesante análisis marxista del fenómeno cultural que aquí nos ocupa, Luke Goldstein ha dicho: “…al desglosar la tradición del Halloween en Estados Unidos, queda claro que existen dos propósitos contrapuestos para la festividad”. Por un lado, tenemos “Una rama de la tradición del Halloween” que “ha explotado el potencial capitalista de la fiesta”, y que “preserva los orígenes cristianos medievales de la fiesta del miedo”. Ese es el Halloween conservador, de derecha. “La otra interpretación del Halloween”, en cambio, “utiliza la fiesta como una fuerza democratizadora y un microcosmos para sentimientos cuasi anarquistas y socialistas, al ridiculizar a figuras poderosas e íconos culturales fetichizados, igualando así los rangos sociales”. Ese es el Halloween contestatario, de izquierda.2
Haciendo una suerte de retrospectiva genealógica, Goldstein acota:
“La historia del Halloween revela sus diferentes propósitos para diversas sociedades y la magnitud de su influencia en el ethos estadounidense. Los orígenes del Halloween se remontan al festival celta de Samhain, que celebraba la transición del otoño al invierno. Los celtas eran profundamente devotos de los poderes naturales y por ello vivían el comienzo del invierno, la muerte de la naturaleza, como un día para celebrar a los antepasados difuntos. Este día difuminaba las fronteras entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Aunque el culto a los muertos se trasladó a las versiones romanas y cristianas de la Víspera de Todos los Santos, su utilidad se transmutó. En el siglo VII, el Papa Bonifacio IV dedicó el día a los mártires y santos, glorificando su influencia en la conciencia pública. Sin embargo, con el desarrollo de la popularidad de la fiesta dentro de la sociedad cristiana surgieron los arquetipos, aún prevalentes hoy en día, de brujas y demonios, instituidos por la Iglesia para representar a las personas inmorales y las prácticas malignas. Las asociaciones subyacentes vinculadas a estas caricaturas se utilizaron para controlar el pensamiento público deshumanizando a los grupos religiosos alternativos que diferían de la ortodoxia cristiana. La representación estereotipada de una bruja incluye una nariz grande y la fealdad femenina, reforzadas por las intenciones cristianas de marginar tanto a los judíos como a las mujeres.”
Cuando Halloween cruzó el Atlántico durante la etapa colonial, en los siglos XVII y XVIII, hubo cambios y continuidades. Al llegar a las tierras de ultramar, al desembarcar en el Nuevo Mundo, la tradicional celebración de las Islas Británicas
“…se adaptó a las costumbres norteamericanas, pero mantuvo sus raíces cristianas. Aunque los mismos íconos seguían siendo un principio central, la festividad relacionaba más directamente la celebración con la cosecha, por lo que fue adoptada principalmente por los productores rurales de la clase trabajadora. Este día permitía a los agricultores disfrutar de su trabajo y reunirse para contar historias de fantasmas y participar en travesuras y supersticiones relacionadas con la intervención divina. Los elementos supersticiosos del Halloween norteamericano representaban un rechazo plebeyo a la cultura elitista ilustrada [dieciochesca] que privilegiaba la racionalidad. Con la integración de los inmigrantes irlandeses, los norteamericanos revitalizaron la práctica cristiana de disfrazarse y añadieron el trick-or-treating, que se originó como una oportunidad para que los relativamente necesitados recogieran comida y dinero de los ricos. Este conglomerado de tradiciones cristianas y estadounidenses afianzó aún más el Halloween como fiesta de la clase trabajadora.”
Por mi parte, me gustaría añadir lo siguiente: con la inmigración irlandesa y la importación del Halloween, los pujantes Estados Unidos decimonónicos –liderados por la burguesía puritana del Norte industrial y la aristocracia episcopaliana del Sur esclavista– absorbieron un poco de toda aquella tensión colonial y étnico-religiosa de la Isla Esmeralda, entre la élite anglo-protestante de abolengo extranjero y la plebe autóctona de fe católica ancestral. Una tensión signada por las contradicciones de clase, que se retrotraía a la invasión cromwelliana del siglo XVII (y aún más atrás, hasta el reinado de Enrique VIII y el cisma anglicano), y que alcanzaría su paroxismo con la gran hambruna de 1845-52, desencadenante del mayor éxodo transatlántico en la historia de Irlanda. Aunque claro: al otro lado del océano, en suelo norteamericano, esa vieja y fuerte tensión, redefinida en términos de nativismo/xenofobia WASP contra la minoría-diáspora de los irlandeses católicos (recuérdese como botón de muestra la trama de Pandillas de Nueva York, el film de Scorsese), se vería atemperada por múltiples factores: la democracia agraria de pioneers blancos en la frontera del Oeste, la laicidad republicana y su influjo secularizante, la movilidad social y el multiculturalismo de un típico país de inmigración aluvial.
Goldstein prosigue su racconto histórico dando un salto a la Norteamérica contemporánea:
“A medida que la secularización se afianzaba en Estados Unidos, Halloween pasó a ser un acontecimiento centrado en la comunidad y perdió muchas de las supersticiones y connotaciones religiosas. Las variaciones en los disfraces, como expresión moderna de los íconos, crearon el primer punto divergente en las tradiciones estadounidenses del Halloween, que perdura hasta hoy. Algunos grupos se disfrazan con el mismo propósito que los farmers del campo: burlarse del poder elitista. Otros, sin embargo, se aferraron al método cristiano de utilizar los disfraces para desprestigiar a los grupos minoritarios. La evolución del Halloween en las décadas del 70 y 80, sin embargo, solidificó esta división en las ramificaciones ideológicas de la fiesta. Como consecuencia de las reformas neoliberales aplicadas durante las presidencias de Nixon y Reagan, Halloween fue despojado de sus raíces proletarias y convertido en un santuario capitalista. Hoy en día [2016], los estadounidenses gastan unos seis mil millones de dólares en decoraciones, disfraces y dulces, lo que la convierte en la segunda fiesta más rentable del país. Según Experian Marketing Services, el 49% de los vendedores lanzan campañas navideñas justo antes de Halloween, lo que demuestra que un solo día del año constituye todo un mercado para las empresas. El advenimiento de un Halloween capitalista existe ahora como moneda de cambio para la expresión de la riqueza y el estatus social, al servir de plataforma para que los barrios residenciales exhiban su opulencia a través de extravagantes decoraciones y surtidos de dulces.”
Llegamos así al Halloween capitalista de la posmodernidad. Una celebración fuertemente mercantilizada, industrializada, masificada. Un festejo aburguesado y consumista. Una tradición más policlasista y conformista que nunca, estandarizada por los valores mainstream de Hollywood y la TV. Un Halloween domesticado no sólo por la cruzada cultural de la derecha neocon, sino también por la «corrección política» de la progresía woke (léase: un antirracismo y un antisexismo desradicalizados, expurgados de cualquier vestigio de lucha de clases, sin ningún atisbo de maximalismo revolucionario; un antirracismo y un antisexismo anodinamente liberales, incapaces de trascender el reformismo identitario-simbólico: cancelación puritana de disfraces «inapropiados», y nada más. ¿Anticapitalismo? ¿Crítica estructural de la sociedad burguesa? Vade retro Satana).
“La reinvención del Halloween –concluye Goldstein, a propósito de la posmodernidad– representa un cambio fundamental en la vida pública estadounidense, al transformar una rica tradición cultural en una mercancía”. Es necesario, para nuestro autor, religar esta celebración con sus orígenes plebeyos, devolverle su popularidad genuina, aquella que supo tener antes de mercantilizarse y masificarse, antes de pervertirse bajo el doble régimen de la crematística y la plutocracia. “En lugar de que Halloween exista como un patio de recreo capitalista para que la gente adinerada obtenga ganancias”, debe volver a ser folclore vivo donde resuenan los antagonismos de clase: “una fuerza democratizadora que promueve la igualdad”.
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Sigamos con Halloween, pero retornemos a nuestras australes latitudes. Volvamos a América Latina, particularmente a la Argentina.
No hay que olvidar, viendo la expectativa que genera Halloween en nuestros niños y niñas (que en su inocencia, poco y nada saben de imperialismo y antiimperialismo), que el mismísimo fútbol, el deporte nacional, la gran pasión de los argentinos, llegó a estas tierras de la mano de los ingleses –y escoceses– a fines del siglo XIX, cuando el Imperio Británico estaba en su apogeo y nuestro país era poco menos que una semicolonia de Su Majestad. Dudo mucho que los criollos de la Argentina profunda hayan visto con buenos ojos, al comienzo, ese foráneo y estrafalario pasatiempo practicado por los gringos que trabajaban en las compañías ferroviarias británicas. ¡Un juego contra natura, que se juega con los pies y no con las manos!
Y así como con el fútbol, este ejercicio de desmitificación genealógica bien podría realizarse con muchos otros fenómenos culturales de fuerte arraigo nacional: el rock, los jeans, la cerveza, las pastas… La tarea de los historiadores es –parafraseando a Hobsbawm– recordar lo que los demás olvidan, incluso, y sobre todo, cuando esa recordación causa incomodidad o fastidio.
Lo sé: estoy simplificando las cosas. El fútbol, más allá de su origen extranjero, caló muy hondo en el pueblo argentino, y éste, lejos de asimilarlo pasivamente, por ósmosis, fue capaz, con el transcurso del tiempo, de transformarlo, de resignificarlo, de reinventarlo, y finalmente, de apropiarse de él: Alumni, el folclore de las hinchadas, River-Boca, los relatos de Fioravanti, la Máquina, el gol del Chango Cárdenas, los Carasucias, Independiente Rey de Copas, la revolución táctica del Estudiantes de Zubeldía, el Mundial del 78 (con sus luces y sombras), el fenómeno Maradona, México 86, Italia 90, menottistas vs. bilardistas, la rivalidad con Brasil, Riquelme, los cuentos de Fontanarrosa, la relación de amor-odio con Messi… Existe, pues, a esta altura de la historia, una cultura futbolera específica y distintivamente argentina, muy diferente a la de Gran Bretaña, la madre patria del balompié.
No sólo eso: paradójicamente, en una ironía de la historia, el fútbol terminó siendo una potente caja de resonancia de los sentimientos antiimperialistas del pueblo argentino: los cánticos anglófobos, el Día del Futbolista Argentino (cuando se conmemora la épica victoria contra Inglaterra de 1953, y la actuación consagratoria de Ernesto Grillo), el irreverente Rattín retorciendo el banderín de la Union Jack y sentándose en la alfombra roja del Wembley reservada a la reina, el relator Juan Carlos Morales obligado a hacer malabares radiofónicos para no decir «Inglaterra» en el partido que la Three Lions disputó contra Alemania en España 82 (pocos después de concluida la guerra de Malvinas), los dos goles de Diego a los ingleses (el Gol del Siglo y la controvertida mano de Dios), el dramático triunfo por penales en Francia 98…
Otro tanto ha sucedido con el rock & roll, devenido entre nosotros en rock nacional: El Club del Clan, Los Gatos, Almendra, Manal, Pescado Rabioso, Vox Dei, Pappo’s Blues, Sui Generis, La Máquina de Hacer Pájaros, Serú Girán, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, Los Abuelos de la Nada, Virus, Sumo, Soda Stereo, Fito Páez, V8, Rata Blanca, Ataque 77, La Renga, Bersuit Vergarabat y un largo etcétera. Mucha agua pasó por debajo del puente (sesenta años de acriollamiento, seis décadas de argentinización) desde que Mr. Roll y sus Rockers cosecharan fama importando de Estados Unidos covers de Bill Haley & His Comets, que eran invariablemente cantados en inglés, sin ningún matiz rioplatense. Y también en este caso hay una paradoja que contar: el rock nacional alcanzó la masividad con la crisis de Malvinas, cuando la dictadura militar creyó oportuno restringir la difusión de canciones en inglés. La tragedia bélica del 82, por lo demás, inspiraría no pocos clásicos del género, como No bombardeen Buenos Aires, de Charly García, y Reina Madre, de Raúl Porchetto, en los que aflora la crítica al imperialismo británico de la era Thatcher.
Un ejemplo más: el legendario asado, «quintaesencia de lo argentino». El que antaño comían los gauchos, durante la Colonia y la mayor parte del siglo XIX, nada tiene que ver con el que degustamos ahora nosotros. El asado pampeano clásico se hacía a la estaca o a la cruz, con carne magra y dura de vacunos criollos descendientes de las viejas razas ibéricas (principalmente la Andaluza); amén de que se comía al pan, sin más utensilios que el facón. El que comemos nosotros, en cambio, se hace generalmente a la parrilla, con carne mucho más blanda y de mayor contenido graso obtenida de bovinos refinados, resultantes del cruzamiento con ejemplares Shorthorn, Hereford y Aberdeen Angus (todas razas pedigree de origen británico); sin contar que se come al plato, con cuchillo y tenedor. Al rústico paisanaje de los tiempos de Rosas nuestro asado le habría parecido una comida demasiado delicada, exótica y sofisticada, de modo análogo a lo que hoy piensan del sushi muchos cultores de la «argentinidad al palo».
No más digresiones. Me pregunto si mis tataranietos no harán este tipo de observaciones y reflexiones respecto a Halloween dentro de cien años. Si el football devino fútbol, si el rock & roll devino rock nacional, si el asado gauchesco devino asado típicamente argentino a través de la «britanización» (tanto de las haciendas vacunas como de nuestro propio paladar), ¿no podría suceder algo parecido con el festejo del 31 de octubre? ¿Halloween no acabará decantando en una Noche de Brujas acriollada, argentinizada? Sería temerario y soberbio descartar de plano esa eventualidad. Ya tenemos antecedentes en América Latina: la comarca mexicana de Zacatecas, por ejemplo, donde Halloween no existe en estado puro, sino entremezclado con el tradicional Día de Muertos.
Panta rhei, «todo fluye», afirmó Heráclito. Y esto vale también para los fenómenos de la cultura. También ellos son criaturas de Cronos, juguetes del tiempo, cantos rodados de ese impetuoso y ubicuo río que es el devenir. Inmersas en la correntada de la historia, las prácticas culturales cambian, mutan, se transforman; sin cesar se renuevan, se resignifican, se reciclan. Y otro tanto debe hacer el sujeto que quiere seguir teniendo de ellas un conocimiento ajustado. Con una ontología del devenir, nada se corresponde mejor que una gnoseología del devenir. Los esencialismos falsean siempre la realidad.
No es posible comprender adecuadamente los fenómenos culturales «congelando» para siempre el momento de su origen, haciendo del método genealógico una panacea explicativa sin fecha de vencimiento. Las cosas son lo que son (lo que han llegado a ser), y no lo que fueron en sus inicios remotos, por mucho que conserven de sus inicios remotos. Afirmar lo contrario es incurrir en lo que se denomina falacia genética, es decir, la falacia de absolutizar el momento de la génesis o nacimiento, haciendo abstracción del decurso histórico ulterior y de los cambios que este inexorablemente trae aparejados. A este extravío de la conciencia histórica en los laberintos de la arché platónica (la permanencia inconmovible de los entes en su principio), Marc Bloch lo llamó certeramente l’idole des origines, “el ídolo de los orígenes”. Nada se reduce a su origen, salvo en el instante mismo de su origen. La historicidad, la diacronía, son inmanentes a la realidad social, nos guste o no nos guste.
El concepto de hibridación cultural acuñado por García Canclini es, en este sentido, profundamente iluminador. La globalización, al decir del antropólogo argentino nacionalizado mexicano, es una época de culturas híbridas, de culturas en interacción y transformación permanentes. Ninguna de ellas permanece quieta, anclada en su génesis. Todas están en movimiento, y se refunden, se acrisolan… Aunque, claro está, en esa dinámica de hibridación entran a tallar correlaciones de fuerza que exceden ampliamente lo cultural, asimetrías de poder económico, desigualdades de orden geopolítico. Los Estados Unidos exportan Halloween ad nauseam, pero México no exporta su Día de Muertos, no menos antiguo y pintoresco que el primero. La globalización neoliberal es tan capitalista como imperialista. El orden internacional nada tiene de simétrico. Hay un hegemón, hay colonialismo cultural. El multilateralismo y la interculturalidad del mundo actual se ven severamente constreñidos por la supremacía de la superpotencia estadounidense. ¿Qué autenticidad puede haber en un cosmopolitismo de impronta imperial, hecho a imagen y semejanza de Yanquilandia, reñido con la libertad, igualdad y fraternidad de los pueblos?
Por otra parte, no hay que olvidar que el Halloween angloamericano no es monolítico. Conviven en él varias tradiciones. Hay un Halloween más mainstream, más estandarizado (el trick-or-treat, el Jack-o’-lantern, los disfraces terroríficos, el apple bobbing, etc.), y un Halloween más under, más alternativo, como el que celebran las mujeres feministas de la Wicca diánica, especialmente las estadounidenses de la Nueva Inglaterra, donde la vieja tradición colonial-puritana local de la caza de brujas (los Juicios de Salem, el calvario de Alse Young y otros sucesos o personajes del siglo XVII) ha sido profusamente romantizada desde una perspectiva revisionista y esotérica de género, que ha dado origen, a su vez, a infinidad de ficciones literarias, series de TV, películas e historietas. Asimismo, conviene recordar que las culturas ibéricas (principalmente la gallega y asturiana) poseen muchas tradiciones de raigambre céltica, entre ellas la fiesta del Magosto (que también se deriva del Samhain) y las calabazas con velas. El neoceltismo está recuperando y aggiornando ese folclore ancestral, y fusionándolo con el Halloween importado de ultramar. El asunto es más complejo de lo que parece a simple vista.
Insisto: no me disgusta Halloween como hecho folclórico en sí, como tradición popular de los irlandeses, escoceses y sus descendientes. Me disgusta cuando se manifiesta en contextos de masificación y aculturación, como burda mercancía del capitalismo y como insidioso instrumento del neocolonialismo.
¿Qué sería de Halloween sin la omnímoda hegemonía del Tío Sam a escala planetaria? Probablemente, una celebración circunscrita a un puñado de regiones: básicamente, Irlanda, Escocia e isla de Man, y la América anglosajona alcanzada por el gran éxodo irlandés y escocés del siglo XIX, vale decir, los Estados Unidos y el Canadá británico (en Inglaterra, lo mismo que en Australia y Nueva Zelanda, la popularización de Halloween es un fenómeno bastante más tardío, en gran medida asociado al impacto cultural de Hollywood entrado ya el siglo XX, sobre todo a partir de la segunda posguerra).
¿Cómo será Halloween, fuera de dichas regiones, dentro de varias décadas, cuando el mestizaje cultural haya hecho su silenciosa faena? ¿Qué se pensará y dirá de este festejo (hoy tildado con mucha razón de extranjerizante) en Argentina y el resto de Latinoamérica, en Asia y África, en la Europa continental y Oceanía? Nadie puede saberlo con certeza. Pero es muy factible que se piensen y digan cosas bastante diferentes a las que se piensan y dicen ahora. Ya pasó muchas veces en la historia (como con el fútbol y el rock), y puede que vuelva a pasar.
Habiendo visitado nuestras pampas en tiempos de Rosas, Woodbine Parish escribiría: “En la población del campo, sobre todo, las manufacturas de Gran Bretaña han llegado a ser artículos de primera necesidad. El gaucho anda todo cubierto de ellas. Tomad sus arreos, examinad su traje, y lo que no está hecho de cuero es de fabricación inglesa. El vestido de su mujer sale también de telares de Mánchester, la olla en que prepara su comida, los platos en que lo toma, el cuchillo, el poncho, las espuelas, el freno, todo viene de Inglaterra”3. Ningún etnonacionalista valedor del Día de la Tradición y la Vuelta de Obligado osaría poner en tela de juicio la argentinidad del gaucho por ese motivo. El Restaurador, por su parte, estaba encantado con su cuchillo Bowie estilo yanqui manufacturado en la muy inglesa ciudad de Sheffield, y el Chacho sentía gran aprecio por su puñal de exótica procedencia oriental, presumiblemente (según la conjetura autorizada del estudioso Abel Domenech) un kindjal caucásico. Ni Rosas, ni Peñaloza, han sido tildados de antipatriotas por no usar facones de pura cepa criolla o cuchillos importados de la españolísima Toledo.
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Pues bien: ¿por qué no habría de ser posible que, algún día lejano, una hipotética Noche de Brujas acriollada en la larga duración braudeliana, argentinizada por la prepotencia o contumacia de Cronos, nos merezca la misma benevolencia o comprensión? Medir con doble vara es algo hipócrita e injusto, o al menos una falta de espíritu crítico. ¿No estaremos pecando de prejuiciosos y gerontocráticos? ¿No fuimos nunca adolescentes que escuchábamos a los Beatles, Pink Floyd, Led Zeppelin, Sex Pistols, Peter Gabriel o U2, y que hacíamos pito catalán a las catilinarias nacionalistas o antiimperialistas de nuestros padres y abuelos amantes del tango y el folclore? Quizás debamos desconfiar un poco de la generación mayor que pontifica, y otorgar el beneficio de la duda a la generación menor que es pontificada…
En lo que a mí respecta, como vivo en el presente y no en el futuro, y como no puedo olvidar que Halloween (más allá de su encantador origen celta, tan poco anglosajón) se mundializó al socaire de la supremacía estadounidense, opto por no celebrar la noche del 31 de octubre. Pero si me fuere dada la chance de viajar en una máquina del tiempo al siglo XXII, y viera a mis compatriotas celebrar la Noche de Brujas con una serie de variantes heterodoxas que hicieran de ella algo más vernáculo, más nuestro, y no un vulgar remedo esnobista del Halloween made in Hollywood, posiblemente me sumaría a los festejos, del mismo modo en que hoy no me privo de disfrutar de nuestro fútbol y nuestro rock, que tampoco nacieron en estas latitudes australes. O en todo caso, no tendría cara para levantar el dedo acusador contra mis futuros connacionales por un vicio que, al fin de cuentas, yo también poseo aquí y ahora.
Por lo demás, Halloween tiene algo positivo que solemos pasar por alto, y que un amigo me hizo notar con perspicacia: las visitas infantiles en busca de golosinas, mal que bien, fomentan cierta interacción vecinal en los edificios y barrios de las megalópolis o las grandes ciudades, en una época donde el individualismo, la soledad, el trato impersonal, la desconfianza hacia el prójimo y el miedo a la inseguridad están haciendo añicos la sociabilidad comunitaria y los valores de hospitalidad (¡ni hablar con la pandemia de Covid-19!). Que el piberío de la cuadra o de otros pisos, con disfraces terroríficos y caras traviesas no exentas de timidez, nos toque el timbre una vez al año pidiéndonos caramelos o chocolatines, no puede ser algo tan malo… Darles a estos niños y niñas un sermón catoniano de patriotismo o antiimperialismo (conozco gente que lo hace, y que se ufana de ello) me parece una actitud arrogante y poco inteligente, que acaso esconde motivaciones más mezquinas como la tacañería o la misantropía. Y algo más hay que decir: en esta América Latina donde las iglesias evangélicas integristas no paran de crecer (Brasil, por caso), su odio santurrón y militante contra Halloween –lo consideran pagano y diabólico– bien podría considerarse un argumento apologético.
Si este ensayo aporta o no una solución satisfactoria al problema de Halloween, francamente no lo sé. De hecho, no estoy seguro que la haya. Pero creo, al menos, que puede servir para complejizar y sincerar un poco el debate. Con eso me basta. Desprenderse del sentido común y sus simplismos maniqueos siempre representa un buen punto de partida para el pensamiento crítico, algo que la izquierda nunca debiera dejar de honrar.
Federico Mare
NOTAS
1 Varios fueron los gobiernos autoritarios de derecha que, en la Argentina del siglo pasado, tomaron medidas prohibitivas o restrictivas contra el Carnaval. La última dictadura militar, por ejemplo, suprimió en junio de 1976, poco después del golpe, los feriados de lunes y martes de Carnaval. Lo hizo en nombre de la «moral y las buenas costumbres», pero también en nombre de la «cultura del trabajo». Videla y compañía consideraban que el Carnaval fomentaba la indecencia y la vagancia.
2 Luke Goldstein, “Cultural Appropriation and Halloween: A Marxist Critique”, en The Wesleyan Argus, 27 de octubre de 2016, disponible en http://wesleyanargus.com/2016/10/27/cultural-appropriation-and-halloween-a-marxist-critique.
3 Woodbine Parish, Buenos Aires y las provincias del Río de la Plata: desde su descubrimiento y conquista por los españoles, Bs. As., Hachette, 1958 (1852), p. 527.