Armonía Somers en su hogar (Montevideo, 1985). PH: Patricio Salinas

“Sigue lloviendo. Maldita virgen, maldita sea. ¿Por qué sigue lloviendo?”. Pensamiento demasiado obscuro para su dulce voz de negro, para su saliva tierna con sabor a palabras humildes de negro. Por eso es que él lo piensa, solamente. No podría jamás soltarlo al aire. Aunque aún como pensamiento es cosa mala, cosa fea para su conciencia blanca de negro. Él habla y piensa siempre de otro modo, como un enamorado:

“Ayudamé, virgencita, rosa blanca del cerco. Ayúdalo al pobre negro, que mató a ese bruto blanco, que hizo esa nadita hoy. Mi rosa sola, ayúdalo, mi corazón de almendra dulce, dale suerte al negrito, rosa clara del huerto”. Pero esa noche no. Está lloviendo con frío. Tiene los huesos calados hasta donde duele el frío en el hueso. Perdió una de sus alpargatas caminando en el fango, y por la que le ha quedado se le salen los dedos. Cada vez que una piedra es puntiaguda, los dedos aquellos tienen que ir a dar allí, con fuerza, en esa piedra, y no en otra que sea redonda. Y no es nada el golpe en el dedo. Lo peor es el latigazo bárbaro de ese dolor, cuando va subiendo por la ramazón del cuerpo, y después baja otra vez hasta el dedo, para quedarse allí, endurecido, hecho piedra doliendo. Entonces el negro ya no comprende a la rosita blanca. ¿Cómo ella puede hacerle eso? Porque la dulce prenda debió avisarle que estaba allí el guijarro. También debió impedir que esa noche lloviera tanto y que hiciera tanto frío.

El negro lleva las manos en los bolsillos, el sombrero hundido hasta los hombros, el viejo traje abrochado hasta donde le han permitido los escasos botones. Aquello, realmente, ya no es un traje, sino un pingajo calado, brillante, resbaladizo como baba. El cuerpo todo se ha modelado bajo la tela, y acusa líneas armónicas y perfectas de negro. Al llegar a la espalda, agobiada por el peso del agua, la escultura termina definiendo su estilo, sin el cual, a simple color solamente, no podría nunca haber existido. Y, además, sigue pensando, ella debió apresurar la noche. Tanto como la necesitó él todo el día. Ya no había agujero donde esconderse el miedo de un negro. Y recién ahora la ha enviado la rosita blanca. El paso del negro es lento, persistente. Es como la lluvia, ni se apresura ni afloja. Por momentos, parece que se conocen demasiado para contradecirse. Están luchando el uno con la otra, pero no se hacen violencia. Además, ella es el fondo musical para la fatalidad andante de un negro.

Llegó, al fin. Tenía por aquel lugar todo el ardor de la última esperanza. A cincuenta metros del paraíso no hubiera encendido con tanto brillo las linternas potentes de sus grandes ojos. Sí. La casa a medio caer estaba allí, en la noche. Nunca había entrado en ella. La conocía sólo por referencias. Le habían hablado de aquel refugio más de una vez, pero sólo eso.

—¡Virgen blanca!

Esta vez la invocó con su voz plena a la rosita. Un relámpago enorme lo había descubierto cuán huesudo y largo era, y cuán negro, aún en medio de la negra noche. Luego sucedió lo del estampido del cielo, un doloroso golpe rudo y seco como un nuevo choque en el dedo. Se palpó los muslos por el forro agujereado de los bolsillos. No, no había desaparecido de la tierra. Sintió una alegría de negro, humilde y tierna, por seguir viviendo. Y, además, aquello le había servido para ver bien claro la casa. Hubiera jurado haberla visto moverse de cuajo al producirse el estruendo. Pero la casucha había vuelto a ponerse de pie, como una mujer con mareo que se sobrepone. Todo a su alrededor era ruina. Habían barrido con aquellos antros de la calle, junto al río. De la prostitución que allí anidara en un tiempo, no quedaban más que escombros. Y aquel trozo mantenido en pie, por capricho inexplicable. Ya lo ve, ya lo valora en toda su hermosísima ruina, en toda su perdida soledad, en todo su misterioso silencio cerrado por dentro. Y ahora no sólo que ya lo ve. Puede tocarlo, si quiere. Entonces le sucede lo que a todos, cuando les es posible estar en lo que han deseado: no se atreve. Ha caminado y ha sufrido tanto por llegar a ella, que así como la ve existir le parece cosa irreal, o que no puede ser violada. Es un resto de casa solamente. A ambos costados hay pedazos de muros, montones de desolación, basura, lodo. Con cada relámpago, la casucha se hace presente. Tiene grietas verticales por donde se la mire, una puerta baja, una ventana al frente y otra al costado.

El negro, casi con terror sacrílego, ha golpeado ya la puerta. Le duelen los dedos, duros, mineralizados por el frío. Sigue lloviendo. Golpea por segunda vez y no abren. Quisiera guarecerse, pero la casa no tiene alero, absolutamente nada cordial hacia afuera. Era muy diferente caminar bajo el agua. Parecía distinto desafiar los torrentes del cielo, desplazándose. La verdadera lluvia no es ésa. Es la que soportan los árboles, las piedras, todas las cosas ancladas. Es entonces cuando puede decirse que llueve hacia dentro del ser, que el mundo ácueo pesa, destroza, disuelve la existencia. Tercera vez, golpeando con dedos fríos, minerales, dedos de ónix del negro, con aquellas tiernas rosas amarillas en las yemas. La cuarta, ya es el puño furioso el que arremete. Aquí el negro se equivoca. Cree que vienen a abrirle porque ha dado más fuerte.

La cuarta vez, el número establecido en el código de la casa, apareció el hombre, con una lampareja de querosene en la mano.

—Patrón, patroncito, deje entrar al pobre negro.

—¡Adentro, vamos, adentro, carajo!

El hombre cerró tras de sí la puerta, levantó todo lo que pudo la lámpara de tubo sucio de hollín. El negro era alto, como si anduviera en zancos. Y él, maldita suerte, era de los mínimos. El negro pudo verle la cara. Tenía un rostro blanco, arrugado verticalmente, como un yeso rayado con la uña. De la comisura de los labios hasta la punta de la ceja izquierda, le iba una cicatriz bestial de inconfundible origen. La cicatriz seguía la curvatura de la boca, de finísimo labio, y, a causa de eso, aquello parecía en su conjunto una boca enorme, puesta de través, hasta la ceja. Unos ojillos penetrantes, sin pestañas, una nariz roma. El recién llegado salió de la contemplación, y dijo con su voz dulce de negro:

—¿Cuánto?, patroncito.

—Dos precios, a elegir. Vamos, rápido, negro pelma. Son diez por el catre, y dos por el suelo –contestó el hombre con aspereza, guareciendo su lámpara con la mano.

Era el precio. Diez centésimos lo uno y dos centésimos lo otro. El lecho de lujo, el catre único, estaba casi siempre sin huéspedes. El negro miró el suelo. Completo. De aquel conjunto bárbaro subía un ronquido colectivo, variado y único al tiempo, como la música de un pantano en la noche.

—Elijo el de dos, patroncito –dijo con humildad, doblándose.

Entonces el hombre de la cicatriz volvió a enarbolar su lámpara y empezó a hacer camino, viboreando entre los cuerpos. El negro lo seguía, dando las mismas vueltas como un perro. Por el momento, no le interesaba al otro si el recién llegado tendría o no dinero. Ya lo sabría después que lo viese dormido, aunque casi siempre era inútil la tal rebusca. Solo engañado podía caer alguno con blanca. Aquella casa era la institución del vagabundo, el ultimo asilo en la noche sin puerta. Apenas si recordaba el hombrecillo haber tenido que alquilar su catre alguna vez, a causa del precio. El famoso lecho se había convertido en sitio reservado para el dueño.

—Aquí tenés, echate –dijo al fin deteniéndose con una voz aguda y fría como el tajo de la cara–. Desnudo, o como te aguante el cuerpo. Tenés suerte, te ha tocado entre las dos montañas. Pero si viene otro esta noche, habrá que darle lugar al lado tuyo. Esta zanja es cama para dos, o tres, o veinte.

El negro miró hacia abajo desde su metro noventa de altura. En el piso de escombros había quedado aquello, nadie sabría por qué, una especie de valle, tierno y cálido como la separación entre dos cuerpos tendidos.

Ya iba a desnudarse. Ya iba a ser uno más en aquel conjunto ondulante de espaldas, de vientres, de ronquidos, de olores, de ensueños brutales, de quejas. Fue en ese momento y cuando el patrón apagaba la luz de un soplido junto a su catre, que pudo descubrir la imagen misma de la rosa blanca, con una llamita de aceite encendida en la repisa del muro que él debería mirar de frente

—¡Patrón, patroncito!

—¿Acabarás de una vez?

—Dígamelo –preguntó el otro sin inmutarse por la orden– ¿cree usté en la niña blanca?

La risa fría del hombre de la cicatriz salió cortando el aire desde el catre.

—¡Qué voy a creer, negro ignorante! La tengo por si cuela, por si ella manda, nomás. Y en ese caso me cuida de que no caiga el establecimiento.

Quiso volver a reír con su risa, que era como su cicatriz, como su cara. Pero no pudo terminar de hacerlo. Un trueno que parecía salido de abajo de la tierra conmovió la casa. ¡Qué trueno! Era distinto sentir eso desde allí, pensó el negro. Le había retumbado adentro del estómago, adentro de la vida. Luego redoblaron la lluvia, el viento. La ventana lateral era la más furiosamente castigada, la recorría una especie de epilepsia ingobernable.

Por encima de los ruidos comenzó a dominar, sin embargo, el fuerte olor del negro. Pareció engullirse lodos los demás rumores, todos los demás olores, como si hubiera peleado a pleno diente de raza con ellos.

Dormir. ¿Pero cómo? Si se dejaba la ropa, era agua. Si se la quitaba, era piel sobre el hueso, también llena de agua helada. Optó por la piel, que parecía calentar un poco el agua. Y se largó al valle, al fin, desnudo como había nacido. La claridad de la lamparita de la virgen empezó a hacerse entonces más tierna, más eficaz, como si se hubiera alimentado en el aceite de la sombra, consubstanciado con la piel del negro. De la pared de la niña hasta la otra pared, marcando el ángulo, había tendida una especie de gasa sucia, movediza, obsesionante, que se hamacaba con el viento colado. Era una muestra de tejeduría antigua que había crecido en la casa. Cada vez que el viento redoblaba afuera, la danza del trapo aquel se hacía vertiginosa, llegaba hasta la locura de la danza. El negro se tapó los oídos, y pensó: si yo fuera sordo no podría librarme del viento. Lo vería, madrecita santa, en la telaraña esa, lo vería lo mismo, me moriría viéndolo.

Comenzó a tiritar. Maldita suerte. Se tocó la frente: la tenía como fuego. Todo su cuerpo ardía por momentos. Luego se le caía en un estado de frigidez, de temblor, de sudores. Quiso arrebujarse en algo, ¿pero en qué? No había remedio. Tendría que soportar aquello completamente desnudo, indefenso, tendido en el valle. ¿Cuánto podría resistir ese estado terrible de temblor, de sudores, de desamparo, de frío? Eso no podía saberlo él. Y, menos, agregándole aquel dolor a la espalda que lo estaba apuñalando. Trató de cerrar los ojos, de dormir. Quizá pudiera olvidarse de todo durmiendo. Tenía mucho que olvidar, además de su pobre cuerpo. Principalmente, algo que había hecho en ese mismo día con sus manos, aquellas manos que eran también un dolor de su cuerpo.

Probó antes mirar hacia la niña. Allí permanecía ella, tierna, suave, blanca, junto a la llamita de aceite, velando a los dormidos. El negro tuvo un pensamiento negro. ¿Cómo podía ser que ella estuviera entre tanto ser perdido, entre esa masa sucia de hombre, de la que se levantaba un vaho fuerte, una hediondez de cuerpo y harapo, de aliento impuro, de crímenes, de vicios y de malos sueños? Miró con terror aquella mezcla fuerte de humanidad, piojo y pecado, tendida allí, en el suelo, roncando, mientras ella alumbraba suavemente.

¿Pero y él? Comenzó a pensarse a sí mismo, vio que estaba desnudo. Era, pues, el peor de los hombres. Los otros, al menos, no le mostraban a la virgencita lo que él, toda su carne, toda su descubierta vergüenza. Debería tapar aquello, pues, para no ofender los ojos de la niña, cubrirse de algún modo. Quiso hacerlo. Pero le sucedió que no pudo lograr el acto. Frío, calor, temblor, dolor de espalda, voluntad muerta, sueño, hediondez. No pudo, ya no podría, quizás, hacerlo nunca. Ya quedaría para siempre en ese valle, sin poder gritar que se moría, sin poder, siquiera, rezarle a la buena niña, pedirle perdón por su azabache desnudo, por sus huesos a flor de piel, por su olor invencible, y, lo peor, por lo que habían hecho sus manos.

Fue entonces cuando sucedió aquello, lo que él jamás hubiera creído que podría ocurrirle. La rosa blanca comenzaba a bajar de su plinto, lentamente. Allí arriba, él la había visto pequeña como una muñeca; pequeña, dura y sin relieve. Pero a medida que descendía, iba cobrando tamaño, plasticidad carnal, dulzura viva. El negro hubiera muerto. El miedo y el asombro eran más grandes que él, lo trascendían. Probó a tocarse, a cerciorarse de su realidad, para creer en algo. Pero tampoco pudo lograrlo. Fuera del dolor y del temblor, no tenía más verdad de sí mismo. Todo le era imposible, lejano, como un mundo suyo en otro tiempo y que se le hubiera perdido. Menos lo otro, la mujer bajando.

La rosa blanca no se detenía. Había en su andar en el aire una decisión fatal de agua que corre, de luz llegando a las cosas. Pero lo más terrible era la dirección, de su desplazamiento. ¿Podía dudarse de que viniera hacia él, justamente hacia él, el más desnudo y sucio de los hombres? Y no sólo se venía, estaba ya casi al lado suyo. Podía verle sus pequeños zapatos de loza dorada, el borde de su manto celeste.

El negro quiso incorporarse. Tampoco. Su terror, su temblor, su vergüenza, lo habían clavado de espaldas en el suelo. Entonces fue cuando oyó la voz de la niña, la miel más dulce para gustar en esta vida:

—Tristán…

Sí, él recordó llamarse así, en un lejano tiempo que había quedado tras la puerta. Era, pues, cierto que la niña había bajado, era real su pie de loza, era verdad la orla de su manto. Tendría él que responder o morirse. Tendría que hablar, que darse por enterado de aquella flor llegando. Probó a tragar saliva. Era una cosa espesa, amarga, insuficiente. Pero le sirvió para algo.

—Niña, rosita blanca del cerco…

—Sí, Tristán. ¿Es que no puedes moverte?

—No, niña, yo no sé lo que me pasa. Todo se me queda arriba, en el pensar las cosas, y no se baja hasta el hacerlo. Niña, yo no puedo creer que sea usté, perla clara, yo no puedo creerlo, niña!

—Y sin embargo es cierto, Tristán, soy yo, no lo dudes.

Fue entonces cuando sucedió lo increíble. La virgen misma se arrodilló al lado del hombre. Siempre había ocurrido lo contrario. Esta vez la virgen se le humillaba al negro.

—¡Santa madre de Dios, no haga usté eso! No, rosita sola asomada al cerco, no lo haga!

—Sí, Tristán, y no sólo hago esto de doblarme, que me duele mucho físicamente. Voy a hacer otras cosas esta noche, cosas que nunca me he animado a realizar. Y tú tienes que ayudarme.

—¿Ayudarla yo a usté?, lirito de agua. ¿Con estas manos que no quieren hacer nada, pero que hoy han hecho…? ¡Oh, no puedo decírselo, mi niña, lo que han hecho! Niña, niñita, lirito de ámbar, perdónelo al negro bueno que se ha hecho negro malo en un día negro.

—Dame esa mano con que lo mataste, Tristán.

—Y cómo sabe usté que lo ha matado el negro?

—No seas hereje, Tristán, dame la mano.

—Es que no puedo levantarla.

—Entonces, yo voy hacia la mano –dijo ella con una voz que estaba haciéndose cada vez menos neutra, más viva.

Y sucedió la nueva cosa enorme de aquel descenso. La virgen apoyó sus labios de cera en la mano dura y huesuda del negro, y la besó como ninguna mujer se la había jamás besado.

—¡Santa madre de Dios, yo no resisto eso!

—Sí, Tristán, te he besado la mano con que lo mataste. Y ahora voy a explicarte por qué. Fui yo quien te dijo aquello que tú oías dentro tuyo: “No aflojes, aprieta, termina ahora, no desmayes”.

—¡Usté, madrecita del niño tierno!

—Sí, Tristán, y has dicho la palabra. Ellos me mataron al hijo. Me lo matarían de nuevo si él volviera. Y yo no aguanto más esa farsa. Ya no quiero más perlas, más rezos, más lloros, más perfumes, más cantos. Uno tenía que ser el que pagase primero y tú me ayudaste. He esperado dulcemente, y he comprendido que debo empezar. Mi niño, mi pobre y dulce niño sacrificado en vano. ¡Cómo lo lloré, cómo lo empapé con mis lágrimas el cuerpo lacerado! Tristán, tú no sabes lo más trágico.

—¿Qué, madrecita?

—Que luego no pude llorar jamás por haberlo perdido. Desde que me hicieron de mármol, de cera, de madera tallada, de oro, de marfil, de mentira ya no tengo aquel llanto. Y debo vivir así, mintiendo con esta sonrisa estúpida que me han puesto en la cara. Tristán, yo no era lo que ellos han pintado. Yo era distinta, y, ciertamente, menos hermosa. Y es por lo que voy a decirte que he bajado.

—Dígalo, niña, dígaselo todo al negro.

—Tristán, tú vas a asustarte por lo que pienso hacer.

—Ya me muero de susto, lirito claro, y sin embargo no soy negro muerto, porque estoy vivo.

—Pues bien, Tristán –continuó la virgen, con aquella voz cada vez más segura de sí, como si se estuviera ya humanizando– voy a acostarme al lado tuyo. ¿No dijo el patrón que había sitio para dos en el valle?

—No, no, madrecita, que se me muere la lengua y no puedo seguir pidiéndole que no lo haga.

—Tristán, ¿sabes lo que haces? Estás rezando desde que nos vimos. Nadie me había rezado este poema.

—¡Yo le inventaré un son mucho más dulce, yo le robaré a las cañas que cantan todo lo que ellas dicen y lloran, mi niña, pero no se acueste al lado del negro malo, no se acueste!

—Sí, Tristán, y ya lo hago. Mírame cómo lo hago.

Entonces el negro vio cómo la muñeca aquella se le tendía, con todo su ruido de sedas y collares, con su olor a tiempo y a virginidad mezclado en los cabellos.

—Y ahora viene lo más importante, Tristán. Tienes que quitarme esta ropa. Mira, empieza por los zapatos. Son los moldes de la tortura. Me los hacen de materiales rígidos, me asesinan los pies. Y no piensan que estoy parada tantos siglos. Tristán, quítamelos, por favor, que ya no los soporto.

—Sí, mi niña, yo le libero los pies doloridos con estas manos pecadoras. Eso sí me complace, niña clara.

—Oh, Tristán, ¡qué alivio! Pero aún no lo has hecho todo. ¿Ves qué pies tan ridículos tengo? Son de cera, tócalos, son de cera.

—Sí, niña de los pies de cera, son de cera.

—Pero ahora vas a saber algo muy importante, Tristán. Por dentro de los pies de cera, yo tengo pies de carne.

—¡Ay, madre santa, me muero!

—Sí, y toda yo soy de carne debajo de la cera.

—¡No, no, madrecita! Vuélvase al plinto. Este negro no quiere que la santa madre de carne esté acostada con él en el valle. ¡Vuélvase, rosa dulce, vuélvase al sitio de la rosa clara!

—No, Tristán, ya no me vuelvo. Cuando una virgen bajó del pedestal, ya no se vuelve. Quiero que me derritas la cera. Yo no quiero ser más la virgen. Quiero ser la verdadera madre del niño que mataron. Y entonces necesito poder andar, odiar, llorar sobre la tierra. Y para eso es preciso que sea de carne, no de cera muerta y fría.

—¿Y cómo he de hacer yo, lirito dulce, para fundir la cera?

—Tócame, Tristán, acaríciame. Hace un momento, tus manos no te respondían. Desde que las besé, estás actuando con ellas. Ya comprendes lo que vale la caricia. Empieza ya. Tócame los pies de cera, y verás cómo se les funde el molde.

—Sí, mi dulce perla sola, eso sí, los pies deben ser libres. El negro sabe que los pies deben ser libres y de carne de verdá, aunque duelan las piedras, ya los acaricio, nomás. Y ya siento que sucede eso, virgen santa, ya siento eso. Mire, madrecita, mire cómo se me queda la cera en los dedos. . .

—Y ahora tócame los pies de verdad, Tristán.

—Y eran dos gardenias vivas, madre, eran pies de gardenia.

—Pero eso no basta. Sigue, libérame las piernas.

—¿Las piernas de la niña rosa? Ay, ya no puedo más, ya no puedo seguir fundiendo. Esto me da miedo, esto le da mucho miedo al negro.

—Sigue, Tristán, sigue.

—Ya toco la rodilla, mujercita presa. Y no más. Aquí termina este crimen salvaje del negro. Juro que aquí termina. Córteme las manos, madre del niño rubio, córtemelas. Y haga que el negro no recuerde nunca que las tuvo esas manos, que se olvide que tocó la vara de la santa flor, córtemelas, con cuchillo afilado en sangre.

Un trueno brutal conmueve la noche. Las ventanas siguen golpeando, debatiéndose. Por un minuto vuelve la casa a tambalear como un barco.

—¿Has oído, estás viendo cómo son las cosas esta noche? Si no continúas fundiendo, todo se acabará hoy para mí. Sigue, apura, termina con el muslo también. Necesito toda la pierna.

—Sí, muslos suaves del terror del negro perdido, aquí están ya, tibios y blandos como lagartos bajo un sol de invierno. Pero ya no más, virgencita. Miremé cómo me lloro. Estas lágrimas son la sangre doliéndole al negro.

—¿Has oído, Tristán, y has visto? La casa tambalea de nuevo. Déjate de miedo por un muslo. Sigue, sigue fundiendo.

—Pero es que estamos ya cerquita del narciso de oro, niña. Es el huerto cerrado. Yo no quiero, no puedo…

—Tócalo, Tristán, toca también eso, principalmente eso. Cuando se funda la cera de ahí ya no necesitarás seguir tocando. Sola se me fundirá la de los pechos, la de la espalda, la del vientre. Hazlo Tristán, yo necesito también eso.

—No niña, es el narciso de oro. Yo no puedo.

—Igual lo seguirá siendo, Tristán. ¿O crees que puede dejar de ser porque lo toques?

—Pero no es por tocarlo, niña. Es que puede uno quererlo con la sangre, con la sangre loca de negro. Tenga lástima, niña. El negro no quiere perderse, y se lo pide llorando que lo deje.

—Hazlo. Mírame los ojos, y hazlo.

Fue entonces cuando el negro levantó sus ojos a la altura de los de la virgen, y se encontró allí con aquellas dos miosotis vivas que echaban chispas de fuego celeste, como incendios de la quimera. Y ya no pudo dejar de obedecer. Ella hubiera podido abrasarlo en sus hogueras de voluntad y de tormenta.

—¡Ay, ya lo sabía! ¿Por qué lo he hecho? ¿Por qué he tocado eso? Ahora yo quiero entrar, ahora yo quiero hundirme en la humedá del huerto. Y ahora ya no aguantará más el pobre negro. Mire, niña cerrada, cómo le tiembla la vida al negro, y cómo crece la sangre loca para ahogar al negro. Yo sabía que no debía tocar, pues. Déjeme entrar en el anillo estrecho, niña presa, y después mátelo sobre su misma desgracia al negro.

—Tristán, no lo harás, no lo harás. Ya has hecho algo más grande. ¿Sabes lo que has hecho?

—Sí, palma dulce para el sueño del negro. Sí que lo sé la barbaridá que he hecho.

—No, tú no lo sabes completamente. Has derretido a una virgen. Lo que quieres hacer ahora no tiene importancia. Alcanza con que el hombre sepa derretir a una virgen. Es la verdadera gloria de un hombre. Después, la penetre o no, ya no importa.

—Ay, demasiado difícil para la pobre frente del negro. Sólo para la frente clara de la niña que bajó del cielo.

—Además, Tristán, otra cosa que no sabes: tú te estás muriendo.

—¿Muriendo? ¿Y eso qué quiere decir?

—Oh, Tristán! ¿Entonces te has olvidado de la muerte? Por eso yo te lo daría ahora mismo el narciso que deseas. Sólo cuando un hombre se olvida, al lado de una mujer, de que existe la muerte, es cuando merece entrar en el huerto. Pero no, no te lo daré. Olvídate.

—Digamé, lunita casta del cielo, ¿y usté se lo dará a otro, cuando ande por el mundo con los pies de carne, bajo las varas de jacinto tierno?

—¿Qué dices, te has vuelto loco? ¿Crees que la madre del niño que asesinaron iría a regalarlos por añadidura? No, es la única realidad que tengo. Me han quitado el hijo. Pero yo estoy entera. A mí no me despojarán. Ya sabrán lo que es sufrir ese deseo. Dime, Tristán, ¿tú sufres más por ser negro o por ser hombre?

—Ay, estrellita en la isla, dejemé pensarlo con la frente oscura del negro.

El hombre hundió la cabeza en los pechos ya carnales de la mujer, para aclarar su pensamiento. Aspiró el aroma de flor en celo que allí había, revolvió la maternidad del sitio blando.

—¡Oh, se me había olvidado, madre! –gritó de pronto como enloquecido–. Ya lo pensé en su leche sin niño. ¡Me van a linchar! He tocado a la criatura de ellos. Dejemé, mujercita dulce, dejemé que me vaya! No, no es por ser hombre que yo sufro. Dejemé que me escurra. ¡Suelte, madre, suelte!

—No grites así, Tristán, que van a despertar los del suelo –dijo la mujer con una suavidad mecida, como de cuna–. Tranquilízate. Ya no podrá sucederte nada. ¿Oyes? Sigue el viento. La casa no se ha caído porque yo estaba. Pero podría suceder algo peor, aun estando yo, no lo dudes.

—¿Y qué sería eso?, niña buena.

—Te lo diré. Han buscado todo el día. Les queda sólo este lugar, lo dejaron para el final, como siempre. Y vendrán dentro de unos segundos, vendrán porque tú mataste a aquel bruto. Y no les importará que estés agonizando desnudo en esta charca. Pisotearán a los otros, se te echarán encima. Te arrastrarán de una pierna o de un brazo hacia afuera.

—¡Ay, madre, no los deje!

—No, no los dejaré. ¿Cómo habría de permitirlo? Tú eres el hombre que me ayudó a salir de la cera. A ese hombre no se le olvida.

—¿Y cómo hará para impedir que me agarren?

—Mira, yo no necesito nada más que salir por esa ventana. Ahora tengo pies que andan, tú me los has dado –dijo ella secretamente.

—¿Y entonces?

—Entonces golpearán. Tú sabes cuántas veces se golpea aquí. A la cuarta se levanta el hombre del catre, ¿no es cierto? Ellos entran por ti. Yo no estoy ya. Si tu no estuvieras moribundo, yo te llevaría ahora conmigo, saltaríamos juntos la ventana. Pero en eso el padre puede más que yo. Tú no te salvas de tu muerte. Lo único que puedo hacer por ti es que no te cojan vivo.

—¿Y entonces, madre? –dijo el negro, arrodillándose a pesar de su debilitamiento.

—Tú sabes, Tristán, lo que sucederá sin mí en esta casa.

—Sshh…, madrecita, oiga. Ya golpean. Es la primera vez…

—Tristán, a la segunda vez nos abrazamos –murmuró la mujer cayendo también de rodillas.

El hombre del catre se ha puesto en pie al oír los golpes. Enciende la lámpara.

—Ya, Tristán.

El negro abraza a la virgen. Le aspira los cabellos de verdad, con olor a mujer, le aprieta con su cara la mejilla humanizada.

El tercer golpe en la puerta. El hombre de la cicatriz ya anda caminando entre los dormidos del suelo. Aquellos golpes no son los de siempre. El ya conoce eso. Son golpes con el estómago lleno, con el revolver en la mano.

En ese momento, la mujer entreabre la ventana lateral de la casa. Ella es fina y clara como la media luna. Ella apenas si necesita una pequeña abertura para su fuga. Un viento triste y lacio se la lleva en la noche.

—¡Madre, madre, no me dejes! Ha sido el cuarto golpe, madre mía. ¡Y ahora me acuerdo de lo que es la muerte! ¡Cualquier muerte, madre, menos la de ellos!

—Callate, negro bruto! –dijo sordamente el otro–. Apostaría a que es por vos que vienen. Hijo de perra, ya me parecía que no traías cosa buena contigo.

Entonces fue cuando sucedió. Entraron como piedras con ojos. Iban derecho al negro con las linternas, pisando, pateando a los demás, como si fueran fruta podrida. Un viento infernal se coló también con ellos. La casucha empezó a tambalear, como lo había hecho muchas veces durante aquella noche. Pero ya no estaba la virgen en casa. Un ruido de esqueleto que se desarma. Luego, de un mundo que se desintegra, ese ruido previo de los derrumbes.

Y ocurrió, de pronto, encima de todos, de los que estaban casi muertos y de los que venían a sacarlos fuera.

Es claro que había cesado la lluvia. El viento era entonces más libre, más áspero y desnudo, lamiendo el polvo con su lengua, el polvo del aniquilamiento.

Armonía Somers


Nota.— Armonía Somers, nombre de pluma adoptado por Armonía Liropeya Etchepare Locino, nació en Pando, Uruguay, en 1914. De padre anarquista anticlerical y madre católica, sus lecturas decisivas en su formación fueron Kropotkin, Darwin, Spencer y Dante Alighieri. Fue maestra, escribió libros de pedagogía y dirigió el Museo Pedagógico del Uruguay. También estuvo al frente del Centro de Documentación y Divulgación del Consejo de Enseñanza Primaria. En 1950 publicó su primera y «escandalosa» novela erótica: La mujer desnuda. Desde entonces, su literatura no se ha separado de las controversias. Sus obras ulteriores son El derrumbamiento (1953, colección de cuentos, de donde extrajimos este relato), La calle del viento norte (1963), De miedo en miedo (1965), Un retrato para Dickens (1969), Tríptico darwiniano (1982), Viaje al corazón del día (1986), Sólo los elefantes encuentran mandrágora (1986), Todos los cuentos (1953-1967) y El hacedor de girasoles (1994). Falleció en Montevideo, en 1994, a los 79 años.
Dijeron de ella: “Más que en cualquier otro caso, a la literatura de Armonía Somers, sin que las niegue, le resbalan las explicaciones, la atadura al «lenguaje» en el sentido moderno, a la vanguardia, al surrealismo, a la ruptura, a la escritura «de género». Apenas quiere instalar, nada menos, el modo de contar una historia como nadie lo ha hecho antes” (Elvio Gandolfo, prólogo a La rebelión de la Flor, 2009). “Todo es insólito ajeno, desconcertante, repulsivo, y a la vez increíblemente fascinante en la obra narrativa más inusual que ha conocido la historia de nuestra literatura [uruguaya]: los libros de Armonía Somers. Ellos, por sí solos componen una literatura fuera de serie que no tiene vinculación aparente con las restantes creaciones de nuestra cultura, lo que acrecienta su carácter insólito. […] Es una literatura suya donde el pedal del horror y de la repugnancia ha sido empleado a fondo para movilizar criaturas y ambientes de una índole muy imaginativa y que a la vez anclan, por obra de su estilo, en una realidad alucinada. Pero no sólo estos libros son insólitos dentro de nuestras letras. También lo son con respecto al autor que los escribe. ¡Nada más magisterial, dulce y hasta convencional que la persona que encubre el seudónimo Armonía Somers, casi el prototipo de la maestra de primeras letras de voz aterciopelada, de empaque maternal, de suave tono vital!” (Ángel Rama, “La fascinación del Horror”, periódico Marcha, 27 de diciembre de 1962).
Dijo ella de ella: “El cuento, y también la novela deben llegar vírgenes al lector. A quien no capte hay que dejarlo en su penumbra mental. Yo tengo muchos de esos con la candileja a media luz”.