Santiago Caruso, ilustración para El horror de Dunwich, de H. P. Lovecraft (Libros del Zorro Rojo, 2008)

Nota.— El texto de Rafael Llopis que aquí reproducimos es un fragmento de su prólogo –estudio preliminar, sería más adecuado decir, considerando su extensión y profundidad– al libro de Howard Philips Lovecraft Viajes al Otro Mundo. Ciclo de aventuras oníricas de Randolph Carter (Madrid, Alianza, 1971, traducido del inglés por Francisco Torres Oliver). Viajes al Otro Mundo, que incluye también –secundariamente– a otros autores, reúne cinco relatos de terror y fantasía del llamado Dream Cycle, una de las series temáticas más relevantes de la literatura lovecraftiana, intermitentemente redactada entre 1918 y 1932, y luego ampliada por los epígonos del escritor estadounidense, nucleados en el Círculo de Lovecraft. El Dream Cycle es un ciclo híbrido, que combina el «horror cósmico» clásico de Lovecraft con un onirismo desbordante que hace recordar a Dunsany.
Dar a conocer un ensayo tan erudito, lúcido y bellamente escrito sobre Lovecraft no demandaría mayor justificación, ya que el literato de Providence se cuenta entre los exponentes más geniales, originales e influyentes de la narrativa contemporánea de terror en lengua inglesa, y fuera de ella también. Sin embargo, nos parece que hay una razón adicional tan o más importante para difundir “En busca del paraíso perdido”: Llopis aprovecha la ficción lovecraftiana como una oportunidad para desarrollar una reflexión de una enorme amplitud y hondura filosóficas sobre la racionalidad y la irracionalidad, la objetividad y la subjetividad, la ciencia y el arte, la psiquis humana y su relación con la realidad exterior, lo consciente e inconsciente, el pensamiento mítico-animista de la humanidad primitiva, el desencantamiento moderno del mundo, los arquetipos de Jung, el paralelismo existente entre la evolución humana individual (ontogénesis) y colectiva (filogénesis), la doble necesidad de verdad y sentido –en tensión, aunque no necesariamente en contradicción–, la infancia y la prehistoria como paraísos perdidos, la locura y los sueños como «retornos» de lo irracional, la pulsión de lo atávico-irracional, el carácter represivo y alienante de la sociedad capitalista industrial, el consumo de sustancias alucinógenas y la psicodelia como búsquedas de lo numinoso, los errores diametralmente opuestos del irracionalismo y el racionalismo mecanicista, la ineficacia objetiva pero eficacia subjetiva de la magia y la religión, etc. La tesis central de Llopis, que compartimos plenamente –como sabrán apreciar quienes leyeron nuestro Manifiesto Kalewche–, es que el arte encierra un enorme potencial espiritual de sanación y salvación para la humanidad de hoy, que ya no puede –o no debería– renunciar al racionalismo en su forma madura, mesurada y crítica. La experiencia estética nos permite reconectarnos y reconciliarnos con lo numinoso-primitivo, algo que nos cura y libera subjetivamente, aunque sin hacernos retroceder a la magia, el mito y la religión, vale decir, sin hacernos caer otra vez en las mistificaciones, los engaños, las alienaciones, los peligros y las claudicaciones del irracionalismo. El arte puede religarnos con nuestra irracionalidad, sin socavar ni traicionar nuestra racionalidad. Con una variada y sofisticada argumentación que amalgama coherentemente la antropología, la historia, la gnoseología, el psicoanálisis, la psiquiatría, la sociología y la estética, Llopis ha logrado como pocos librepensadores superar la falsa antinomia –diálogo de sordos– entre racionalistas e irracionalistas.
Algunas líneas sobre el autor: Rafael Llopis Paret fue un psiquiatra, ensayista, crítico literario, traductor y antologista español, especializado en literatura fantástica, macabra y de terror. Nació en Madrid allá por 1933, en el seno de una familia de clase media ilustrada que simpatizaba por la República. Al terminar el bachillerato, estudió medicina psiquiátrica en la Universidad Complutense durante los años 50. Tras su graduación, se desempeñó por varias décadas como psiquiatra. Aficionado desde muy joven a la narrativa ficcional de fantasía y horror, escribió numerosos artículos, tradujo muchas obras del francés e inglés, y compiló y prologó varias antologías, convirtiéndose en un referente ineludible de dicho rubro literario. Su importancia en la introducción y difusión de Lovecraft en el mundo hispanoparlante difícilmente puede ser exagerada. En 1969, por ejemplo, Alianza le encargó la edición –y parte de la traducción– de Los mitos de Cthulhu. Llopis es autor, entre otros libros, de la Historia natural de los cuentos de miedo (Júcar, 1974; reeditada por Fuentetaja en 2013), una obra ambiciosa, exquisita e iluminadora donde derrocha saber enciclopédico y agudeza analítico-reflexiva. Falleció recientemente, el 24 de marzo, a los 88 años. Sirva esta republicación anotada de su ensayo “En busca del paraíso perdido” como homenaje póstumo a su legado intelectual y literario.
El público lector de Kalewche puede descargar aquí, en PDF, traducido al castellano por Torres Oliver, el cuento “La declaración de Randolph Carter”, el primero de los relatos lovecraftianos que Llopis recopiló en Viajes al Otro Mundo. “The Statement of Randolph Carter” fue escrito a fines de 1919, y publicado por primera vez en mayo de 1920 por la revista estadounidense The Vagrant. Pensamos que es un buen botón de muestra –por su calidad y concisión– del horror cósmico de Lovecraft.
Una observación final: téngase en cuenta que “En busca del paraíso perdido” es un ensayo escrito hace medio siglo, en 1970. Las consideraciones político-sociológicas de Llopis sobre la rebeldía de la juventud y el filisteísmo de la burguesía deben ser situadas en el contexto histórico de un mundo capitalista convulsionado, donde las llamas de la contracultura hippie y el Mayo francés aún no se habían extinguido. Hoy sabemos que la juventud no siempre es contestataria en sus ideas políticas, y que la burguesía no siempre es pacata en sus gustos estéticos.



El 25 de noviembre de 1969 asistí en París, en el American Center, del boulevard Raspail, a la «presentación de un lugar dedicado a H. P. Lovecraft». El acto tardó mucho en empezar, y los pocos despistados que nos habíamos dejado caer por allí a la hora anunciada no sabíamos bien a qué carta quedarnos. «¿Nos vamos?». «¿Esperamos?». «¿Merecerá la pena?». «¿En qué va a consistir esto?». Se suponía vagamente que alguien daría algún tipo de conferencia. Tal vez se tratase de una mesa redonda o algo así. Se decía que iban a intervenir Tony Faivre, Gérard Klein, Jacques Bergier y otros.

«¡Mira –me decía yo– que si Jacques Bergier vuelve a descolgarse con lo de Lovecraft, ce grand génie venu d’ailleurs…!».

Fue llegando más gente. Por fin, poco antes de medianoche, unos individuos que había por allí, con pinta de hippies, comunicaron a la concurrencia que ya se podía pasar.

—¿Por dónde?

—Por aquí.

La entrada consistía en una puerta disimulada tras una cortina, y tan estrecha, que hubimos de pasar uno a uno.

Nada más traspasar la frontera señalada por la cortina me rodearon las tinieblas. Di un traspiés: había escalones. Los bajé encogido por miedo a tropezar con el techo, pero aun así sentí en la cara un roce de cosas blandas, viscosas e innominadas.

«Esto –me dije para ver si entraba en situación– parece abominable, aborrecible, sacrílego, monstruoso, primordial y un tanto fungoso. Sin duda, estos peldaños (que desde luego ya eran viejos cuando se construyó la arcaica Irem) conducen a alguna cripta inmemorial donde acecha el último e indescriptible horror».

Pero nada de eso. Adonde llegué fue a una estancia iluminada por lívidas bombillas, y vestida con blancos papeles arrugados y telas de saco que formaban como mamparas y pasadizos, quedando así convertida la habitación (o habitaciones, y acaso algún pasillo, además) en una especie de laberinto de verbena de San Antonio. Mientras seguía las vueltas y revueltas del camino fue llegando hasta mí, con creciente claridad, un sonido rítmico y obsesionante.

«Vaya –me dije–, he aquí, por fin, las oleadas de ritmos-luces que asaltan al viajero cuando osa atravesar el umbral de las muchas dimensiones».

Bien mirado, era indiscutible que el papel arrugado de las paredes componía relieves y formas prácticamente ajenos a nuestra geometría.

«No cabe duda –decidí– de que he cruzado el Umbral». Por fin desemboqué en una rotonda dispuesta a modo de caverna iniciática y decorada con cráneos y huesos de animales, con manchas fulgurantes de color y con objetos heteróclitos, pero siniestros. La música se percibía con mayor claridad: no eran ritmos-luces, sino música electrónica (acaso «Le voyage», de Pierre Henry, basado en el Libro de los Muertos tibetano), pero también había tambores y otros instrumentos de jazz que tocaban varios músicos espectrales ocultos en un rincón lejano. En otra estancia gemela, una linterna mágica proyectaba colores móviles y contrastes luminosos, que recorrían velozmente las paredes vestidas de trapos, adaptándose a sus insólitos relieves. Olía a inciensos indios. En el suelo, otro grupo de individuos con pinta de hippies descansaba en silencio, como un elemento más de ambientación.

Durante un rato estuve contemplando los bellos colores sin formas de la linterna mágica. A mi lado, mi amigo Van Wassenhove empezaba a impacientarse. Había bastante gente y no pocas apreturas.

«Bueno. Esto parece que ya está visto». «¿Qué, nos vamos?». «Vámonos».

Pero, mientras tanto, el otro amigo que venía con nosotros –el escritor Claude Seignolle– había pegado la hebra con los hippies y estaba con ellos, en cuclillas y gesticulando bastante.

Total: que al cabo de un rato yo también me hallaba en el círculo, sentado a la moruna y hablando confusamente en medio de la confusión. Gran parte del público se congregó a nuestro alrededor con la ilusión, sin duda, de asistir por fin a la mesa redonda para la cual, más o menos subconscientemente, se habían programado a sí mismos.

Todos dijimos muchas tonterías.

—¿Qué significa esto? ¿Qué han pretendido ustedes? –decía un burgués perplejo, pero lleno de buenos deseos de comprender a las nuevas generaciones.

—Nada –le decían éstas–. Nosotros hemos hecho las cosas que se ven aquí y ahora ustedes tienen que decir lo que les parecen.

Se les hizo ver, con mucha razón, que aquella mise-en-scène recordaba algo al vudú, por los cráneos de animales y por los tambores; que el túnel y el descenso y el ulterior ascenso eran, sin ninguna duda, de estirpe iniciática; y que, en todo caso, aquello no tenía nada que ver con Lovecraft.

Las jóvenes generaciones sonreían y se encogían de hombros.

—Nosotros hemos hecho esto –insistían–. Ahora, ustedes, los intelectuales, digan lo que es.

Yo, un tanto conciliador, intentaba convencerlos de que aquello, aun sin mantener el menor parecido con los contenidos del universo lovecraftiano, sí conservaba la misma estructura que éste.

—Esto es como una iniciación –decía yo–. El estrecho pasadizo, el laberinto, la caverna, todo ello es típicamente iniciático. Por otra parte, la obra de Lovecraft posee la misma estructura. En sus cuentos hay siempre un descensus ad inferos a veces simbólico, a veces real, y no es raro encontrar en ellos umbrales místicos que conducen a otras dimensiones. Reconozco que los detalles de esta escenificación no son nada lovecraftianos, pero estoy convencido de que la estructura, la Gestalt, sí lo es.

—Sí –me decían, sonriéndome a los ojos; pero no añadían ni media palabra más; era evidente que para ellos las palabras holgaban; aquella decoración pobretona, los papeles arrugados y las telas de saco, los ritmos y las luces seguramente configuraban para ellos una Gestalt inefable–. Nosotros lo hemos hecho. Ustedes hablen sobre ello.

Era muy tarde y yo tenía encima un gripazo terrible. Me fui. Al salir por la escalera estrecha y tenebrosa, volvieron a rozarme la cara los trozos de goma viscosos colgados mediante hilos, del techo.

Varios días después, limpia ya mi mente de las telarañas de la gripe, caí en la cuenta de que, en realidad, a lo que había asistido aquella noche era a la escenificación de un viaje por LSD.

*                             *                             *

El 18 de abril de 1969 intervine en una mesa redonda sobre las llamadas toxicomanías modernas, organizada por la Sociedad de Neurología, Neurocirugía y Psiquiatría de Madrid. En mi breve conferencia, tras señalar que el incremento de estas toxicomanías se debía, en gran parte, a razones epistemológicas, apunté una serie de nociones fundamentales relativas a la evolución del conocimiento humano. Este asunto, a mi juicio, tiene mucho que ver con el que ahora nos ocupa, y no resisto, por ello, la tentación de resumirlo aquí:

1ª) El progreso del conocimiento humano consiste esencialmente en una diferenciación cada vez más nítida entre Yo y No-Yo, es decir, entre sujeto y objeto, entre conciencia y cosmos. El primitivo, que carece de conciencia del Yo, lo vive proyectado –enajenado– en el cosmos y, en consecuencia, éste –el cosmos– se humaniza, se animiza, se antropomorfiza. A la enajenación del Yo en el mundo corresponde así una plena apropiación del mundo por parte del Yo.

2ª) La actividad operativa que corresponde a esta fusión original del Yo y del No-Yo es la magia. Como las emociones están en el mundo, su expresión mueve al mundo. Pese, sin embargo, a esta base implícita errónea, la magia es, ante todo, una praxis, y, como tal, permite un aprendizaje por tanteo. La conducta objetivamente adecuada obtiene una recompensa (refuerzo) en forma de éxito real. De este modo, del caos de la magia se va diferenciando el conocimiento racional del mundo, que no es sino la captación de las relaciones objetivas existentes entre las cosas entre sí, haciendo abstracción de las significaciones subjetivas, esto es, de las relaciones páticas establecidas entre las cosas y el sujeto.

3ª) Parece lógico pensar que la conducta objetiva, racional, que es recompensada por el éxito práctico, suplantaría rápidamente a la conducta subjetiva e irracional que es la magia. Esto no sucede así. La magia persiste también en virtud de un mecanismo reflejo-condicionado. El rito mágico proporciona un alivio al sujeto angustiado que lo celebra. Este efecto, sin embargo, es eminentemente subjetivo, y dado que la conducta racional permite obtener éxitos objetivos que redundan en beneficio y progreso material de la colectividad, dicha conducta es la que se va imponiendo en la sociedad, de lo que resulta una creciente represión social del pensamiento mágico. Esta represión social se internaliza y da origen a una autorrepresión mayor o menor.

4ª) El racionalismo, en ascenso, pero aún joven, no sólo niega la validez objetiva de la magia, sino que, llevado por la radicalidad propia de toda negación adialéctica, tiene tendencia a reprimir la magia en bloque, negando incluso su eficacia subjetiva. Este racionalismo joven y mecanicista engendra, por contraste, un irracionalismo que, en vez de limitarse a reivindicar la eficacia subjetiva de la magia, llega hasta postular su eficacia objetiva y propugnar la destrucción de la razón. Ambas posturas son igualmente erróneas y se hallan en mutua dependencia.

5ª) La síntesis dialéctica de esta antinomia consiste en re-negar la metafísica negación racionalista y completar la objetivación del mundo mediante la subjetivación del Yo. Estos dos procesos, íntimamente vinculados entre sí, corresponden respectivamente a la ciencia y a la estética. La primera es un conocimiento de las relaciones existentes entre las cosas entre sí. La segunda es la expresión de la relación inmediatamente vivida entre las cosas y el Yo.

6ª) La estética, en este amplio sentido que yo le doy, es, sencillamente, una magia que se sabe puramente subjetiva. Es la expresión de emociones, el gesto, el rito, que se saben ineficaces para mover el mundo de la física, pero sí capaces de mover, de conmover, de modificar al Yo (y a otros Yos).

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En el curso de aquella misma conferencia también recordé a los presentes cómo los viajes iniciáticos de la antigüedad (o, en otras palabras, los viajes al Otro Mundo, es decir, los ritos de morir, recorrer el mundo inferior, transmutarse y renacer) se realizaban a menudo con ayuda de drogas alucinógenas, y cómo –para citar un ejemplo conocido– las zonas sagradas que atravesaba el espíritu del muerto, según el Bardo Thodol, y los peligros que allí le acechaban, coinciden con las zonas y los peligros que aparecen durante la intoxicación aguda por LSD, hasta el punto de que Timothy Leary ha adaptado dicho libro tibetano al moderno viaje psicodélico.

Tras poner de relieve los muchos puntos de contacto existentes entre las iniciaciones y los viajes alucinatorios, y entre éstos y algunos relatos fantásticos, señalé que la vivencia de lo numinoso es objeto de una intensa represión por parte del racionalismo mecanicista imperante en nuestra sociedad industrial, en la que, junto a los enormes avances de la ciencia y de la técnica –conocimiento, manejo y modificación del mundo objetivo–, se han descuidado por completo el conocimiento, el manejo y la modificación del propio Yo. Pero el ansia de lo numinoso –añadí– sigue viviendo en nosotros. El mundo objetivo se ha desacralizado, pero precisamente al desacralizarse el mundo objetivo debería haberse sacralizado en igual medida el reino imaginario del Yo, y justamente esta sacralización está reprimida. Se han perdido la proyección y la creencia viva, pero subsiste y es muy lícita la vivencia profunda. Nadie cree ya en Plutón, ni en Proserpina, ni en los númenes del mundo subterráneo, ni en el lapis philosophorum como realidades objetivas, pero en todos nosotros existe una necesidad más o menos reprimida de vivir experiencias numinosas, la cual, evitando la censura impuesta por la lógica correspondiente a nuestra visión objetiva del mundo, se manifiesta en fábulas, en relatos fantásticos, en sueños de aventuras imposibles, que ya no son irracionalistas porque se saben de antemano falsos, porque no tienen pretensiones de verdad objetiva; en una palabra, porque se expresan en el plano de la estética.

Las artes fantásticas, pues, constituyen intentos vitales, instintivos, necesarios, de integrar lo numinoso en el Yo, es decir, de vivirlo y expresarlo libremente y en toda su intensidad, pero sin alterar por ello la fría visión objetiva del cosmos.

Tras estas disquisiciones hice hincapié en que las toxicomanías modernas también constituyen, fundamentalmente, un intento de vivir lo numinoso con intensidad, de integrar en la experiencia consciente todas las inmensas posibilidades creadoras de lo que Jung llamó inconsciente colectivo, o Aldous Huxley, las antípodas de la mente. Sin embargo, a diferencia de las iniciaciones místicas, se trata aquí de una iniciación absolutamente profana, ya que ni el neófito ni el círculo de adeptos creen en la realidad objetiva de las alucinaciones. Ninguno de ellos supone que la droga les ponga en contacto con númenes ctónicos, uránicos o de cualquier otra procedencia. Todos saben perfectamente que se trata de un proceso puramente subjetivo, cuya única finalidad es conocer el Yo, no el mundo.

Por ello, igual que las artes fantásticas, el moderno uso de alucinógenos debe adscribirse al plano de la estética y no al de la creencia, y, aparte los peligros que entraña, es, como aquéllas, sintomático de un paso gigantesco hacia la plena racionalidad del hombre, es decir, hacia la neta y completa distinción entre Yo y No-Yo, entre sujeto y objeto, o entre conciencia y cosmos. Ser capaz de sentir intensamente, de vivir plenamente, sin caer en la creencia, ser capaz de percibir sin que la razón se adhiera a lo percibido, supone, en efecto, un paso gigantesco a este respecto. Y por ello –paradójicamente–, las toxicomanías modernas constituyen en este sentido un síntoma muy positivo y alentador. Está llegando el día en que nuestra estrecha razón actual se amplíe, adquiera su mayoría de edad y acepte lo irracional como irracional y, precisamente por serlo, no lo reprima. La represión es siempre un síntoma de inseguridad. Cuando la razón esté segura de sí misma, la expresión de lo irracional no será blasfemia ni pecado de lesa razón, sino simple juego y, por tanto, alivio. La razón no tendrá que aferrarse a lo objetivo para no ahogarse, sino que sabrá nadar perfectamente –y bucear– en las turbias aguas de lo irracional, volviendo al aire puro de la superficie cuando le plazca.

Así, pues, atribuí principalmente el aumento actual de las toxicomanías a la represión del pensamiento mágico-numinoso (que, según Ehrenwald, es tan intensa en nuestra sociedad como la del sexo en la época victoriana) y, por lo tanto, a su falta de integración coherente en el Yo (en un Yo, por supuesto, escéptico). Reconocí que a este factor se añaden otros, desde luego –en los que no insistí ni insisto por ser de sobra conocidos–, como la soledad del hombre occidental contemporáneo y la pérdida irremisible del cálido Nosotros del pasado, que se derivan, en parte, del creciente grado de libertad, racionalidad e individuación del hombre moderno, y, en parte, de la cosificación del ser humano propia de la sociedad anómica en que vivimos. Pero también hice constar que el hombre del pasado se hallaba en perpetuo peligro de muerte por plaga, hambre, empalamiento u hoguera, estando sometido a estímulos ansiógenos de distinta índole que los actuales, pero no menos traumatizantes. Sin embargo, el hombre se sentía entonces solidario de su prójimo y de su cosmos, se sentía inserto en una colectividad unida por mitos, creencias y ritos comunes, y en un cosmos antropomórfico, comprensible y propiciable. En otras palabras, vivía –y por lo tanto liberaba– lo numinoso en forma de creencia. En el rito mágico tenía un exutorio, no por mítico menos eficaz para sus angustias reales.

Para terminar, afirmé que el hombre moderno, solo y escéptico, ha logrado al fin enajenar al cosmos en su auténtica alienidad, pero aún no ha conseguido desenajenar el Yo. Había que enajenar lo ajeno –y esto se ha logrado ya en gran medida–, pero es preciso apropiarse de lo propio, sabiéndolo propio, sólo propio, subjetivo, íntimo, carente de objetividad.

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“El paraíso –escribe Erich Fromm– es un estado de unidad original con la naturaleza”. Hegel lo llamaba “el estado de inocencia”, o “la unidad inmediata y natural”. Por su parte, la Biblia afirma, con toda razón, que el paraíso se perdió por el ansia humana de conocer. Para los gnósticos incluso, el hombre se hizo hombre precisamente por haber caído, pues de la caída deriva la escisión que es consustancial con él y que le hace evolucionar hacia grados cada vez mayores de perfección. En efecto, la unidad original del Yo con el mundo, del sujeto con el objeto, en un caos indiferenciado, se rompió cuando el hombre empezó a ser capaz de percibir las cosas en sus relaciones objetivas. De la Caída –fisiológica o, mejor, neurofisiológica y evolutiva– surgió un hombre –el hombre– escindido por un dualismo epistemológico. Al amanecer lo racional, el modo arcaico de percibir la realidad quedó definido, por contraste, como irracional. La escisión permanece y los hombres toman partido por una o por otra de ambas modalidades del conocer. Unos –racionalistas– desean acelerar la plena conquista del modo nuevo de conocimiento, y otros –irracionalistas– desean regresar al cálido e íntimo modo antiguo como a una vida intelectual intrauterina.

Sin embargo, es inútil intentar dar marcha atrás a la evolución. “El hombre –sigue escribiendo Fromm– sólo puede ir hacia adelante desarrollando su razón, encontrando una nueva armonía humana en reemplazo de la prehumana que está irremediablemente perdida”. Y Marcuse afirma: “el conocimiento puede haber sido causa de la caída en la existencia del hombre, causa del crimen y de la culpa; pero la segunda inocencia, la segunda ‘armonía’, sólo a través del conocimiento puede alcanzarse”.

En efecto, sólo a través del conocimiento científico será factible modificar cualitativamente la sociedad y armonizarla sobre bases racionales. Pero sólo también a través de la razón llena y libre podrá el hombre recuperar –en el plano subjetivo– el paraíso perdido, ese “estado de unidad original con la naturaleza”, ese “estado de inocencia” que perdimos al empezar a devenir racionales.

Hoy, sin embargo, lo descarnada y puramente irracional representa un peligro para las mismas bases en que se asienta nuestra civilización industrial, construida sobre relaciones objetivas que exigen un conocimiento y un dominio cada vez más perfecto de la realidad. Como consecuencia, la sociedad actual apenas puede aceptar la expresión estética de lo numinoso sino en sus formas más degradadas y superficiales, como son, respectivamente, los cuentos de hadas y los relatos de fantasmas. Tal aceptación se debe a que a nivel social ya no se cree en hadas ni en fantasmas y, por lo tanto, a que resulta socialmente inofensivo jugar con ellos en relatos de ficción. Pero la misma obra de Lovecraft ya tropieza con muchas reservas y repulsas. Y es que la sociedad –globalmente considerada– todavía no está preparada para liberar, des-reprimir, asimilar otras formas más profundas y terribles de lo numinoso. Este es, a mi juicio, el motivo fundamental de que aún resulte socialmente inaceptable la integración de lo irracional, locura y alucinógenos incluidos.

En resumen, la sociedad aún no está lo bastante cuerda para permitirse la locura.

Sin embargo, la razón sigue desarrollándose y cada vez son más los que, bajo uno u otro aspecto, se van sintiendo capaces de integrar en el Yo tales o cuales facetas de lo irracional. Puede que nos hallemos en vísperas de una inmensa mutación social y psicológica de la humanidad, de la cual nuestras actuales tribulaciones y angustias sean como los dolores del parto. Acaso, pues, no esté muy lejos ese mañana de que habla José Miguel Ullán, “donde el socialismo, a salvo de la muerte, haga el amor a diario con la magia”.

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Piscológicamente, el paraíso perdido es un arquetipo o, mejor dicho, un arquetipo arquetipado (perdón por la palabra), es decir, una imagen nacida de la acción de un arquetipo arquetipante o modalidad vivencial arcaica. Como todas las estructuras psíquicas primitivas, tales imágenes acaso no sean tan hereditarias como reaprendidas por cada individuo en su primera infancia. Sea como fuere, en ella ha quedado acuñada una estructura ideo-afectiva primitiva que corresponde a nuestro modo infantil, emocional y antropocéntrico de percibir el mundo.

Cuando éramos niños tampoco conocíamos diferencia entre lo subjetivo y lo objetivo. La fantasía –amable o terrible– teñía toda la realidad. La realidad era toda fantástica. El Yo –inconsciente– también se hallaba desparramado por el mundo. El mundo era Yo. Más tarde aprendimos a separar –nos enseñaron a separar, haciéndonos recorrer en pocos años el camino evolutivo de la humanidad– y sentimos el dolor del desgarro. Las estructuras neurológicas arquetipantes y las estructuras ideo-afectivas arquetipadas quedaron reprimidas a nivel individual. Se convirtieron en objeto de nostalgia. Su vago recuerdo se mitificó: ya no somos todopoderosos, pero lo fuimos entonces. El milagro, la experiencia directa de lo numinoso, ya no existen en la vida, pero entonces existieron. Ya no tenemos acceso a planos místicos ni a dimensiones paralelas, pero entonces lo tuvimos.

Nunca queda claro dónde se sitúa este entonces, y el mundo numinoso primitivo se mezcla así inextricablemente con el de nuestra propia infancia individual.

Esta confusión entre lo numinoso colectivo y lo infantil individual se advierte con toda claridad en el universo de Lovecraft, especialmente en estas sus aventuras de Randolph Carter. La ambigüedad acecha a cada recodo de la caverna iniciática. A veces Carter busca su infancia perdida y lo que encuentra es una aterradora dimensión paralela. A veces busca una dimensión paralela y se encuentra en el paraíso. A veces busca el paraíso y encuentra su propia infancia perdida.

Para Lovecraft todo es lo mismo: ¿infancia?, ¿paraíso?, ¿infierno? ¡Qué más da el nombre! Hasta el infierno es paraíso, pues el retorno a los terrores de su infancia supone para él, ante todo, un retorno a su infancia. Y sabido es que Lovecraft fue siempre un niño-hombre que vivía de sueños, y que estos sueños, en el fondo, le remitían siempre a la edad dorada en que su pensamiento era todopoderoso, y él se hallaba cómodamente acogido en el mundo cóncavo y cálido de la madre. El mismo reaccionarismo de Lovecraft tenía su origen en este apego a la niñez que le impedía, incluso, considerar la posibilidad de moverse hacia el futuro. Pero, al mismo tiempo, hasta el deseado retorno a la niñez resultaba infernal y terrible para esta mente racionalista y rígida que sentía horror por la regresión secretamente anhelada. Esta es la razón de que Lovecraft no haya escrito cuentos sensibleros, nostálgicos y almibarados, sino terroríficos. En el mundo de sus sueños se mezclaban la nostalgia y el horror del pasado. La composición resultante fue un Paraíso-Infierno, un Otro Mundo, sagrado y terrible a la vez.

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¿Cómo es posible que este hombre inmovilista y profundamente reaccionario hiciese un tipo de literatura tan desalienador y tan avanzado desde un punto de vista epistemológico? Creo que el secreto reside en la lógica implacable de su intelecto formalista. Lovecraft fue un racionalista riguroso que se prohibió la más mínima creencia. En esto fue un escéptico total, hasta excesivo, demoledor, casi suicida. Y al no creer en nada, el mundo numinoso de sus arquetipos no pudo hacerse teoría, filosofía ni ideología, que habrían resultado fatalmente irracionalistas. Pero, a la vez, la misma intensidad de sus vivencias hizo imposible todo intento de represión. De este modo, incapaz tanto de ahogar sus emociones como de transformarlas en teorías esotéricas o en irracionalismos filosóficos, Lovecraft fue aprendiendo por tanteo –¡ya de niño jugaba a celebrar cultos antiguos!– la vía que le iba a permitir encauzar la expresión de sus demonios particulares sin atentar contra el propio rigor intelectual. Así, de modo vital, instintivo, ciego, como una alimaña enterrada que abriese un túnel con uñas y dientes en busca del aire de la salvación, las emociones de Lovecraft –que podrían haber constituido el núcleo de una ideología de extrema derecha– fueron abriendo el único camino racional: el del arte. Y este camino resulta progresivo porque impide que la emoción encarne en un mito, porque permite que la vivencia se exprese sin obscurecer la limpia visión objetiva del mundo, porque rompe estructuras mentales dominantes y represoras, porque libera esa zona sombría de la mente que es el último reducto de la libertad humana.

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¿Dónde radica el éxito de H. P. Lovecraft? Ante todo, hay que refutar dos afirmaciones que suelen hacerse con frecuencia. La primera es que el público de Lovecraft está constituido por clases burguesas que lo leen para no pensar en su inevitable ocaso. La segunda es que la belleza formal de la obra de Lovecraft, es decir, la pureza de su lenguaje, justifica de modo suficiente su éxito.

La primera afirmación pone de relieve la absoluta ceguera de quienes la hacen, ya que las clases burguesas decadentes no solo no leen a Lovecraft, sino que se escandalizan ante su obra, que consideran malsana, bromosa e intolerable, para defenderse de la honda turbación que les produce y de la amenaza que supone para sus esquemas mentales. Quienes leen a Lovecraft son los jóvenes, aproximadamente los mismos jóvenes que leen a Hermann Hesse, a Marcuse o a Jack Kerouac. El burgués pío y biempensante se horroriza ante una literatura que, sin pretenderlo en absoluto su autor, resulta perfectamente corrosiva para los fundamentos del pensamiento tradicional.

En cuanto al inglés que escribe Lovecraft, no solo no es antológico, sino que es francamente detestable. Afirmar que se lee a Lovecraft por la belleza de su lenguaje es como decir que se asiste a un strip-tease para admirar la voz de la artista; es decir, se trata de una racionalización, de un pretexto para poder aceptar, salvando las apariencias, su fondo irracional y terrible, secretamente deseado.

No. No nos engañemos. Si leemos a Lovecraft es porque, mediante su lenguaje barroco, desquiciado, confuso y aglomerado, consigue expresar y transmitir parte de sus vivencias numinosas. Lo válido en Lovecraft no es la forma, sino el terrible contenido universal y arquetípico. Leer a Lovecraft no es, pues, distraerse para no pensar, sino bucear por el mundo sin luz del inconsciente colectivo. Es traspasar los umbrales del Otro Mundo y mirar a la cara las oscuras y amorfas divinidades de los orígenes. Es dar vacaciones al ego y liberar el caos sin forma de nuestras profundidades abismales. Es anular temporalmente nuestros esquemas cotidianos de pensamiento –con lo que tienen no solo de racional, sino también de represivo– y reactivar estructuras que, de puro arcaicas, nos resultan nuevas. Leer a Lovecraft es una aventura peligrosa. Leer a Lovecraft equivale a hacer un viaje con LSD. No es una e-vasión, sino más bien una in-vasión.

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Lo que hay debajo del éxito actual de Lovecraft es, pues, lo mismo que hay debajo del actual aumento de las toxicomanías por alucinógenos. La obra de Lovecraft –insisto– equivale a hacer un viaje con LSD, como muy bien supieron ver los melenudos estudiantes del American Center del boulevard Raspail.

Las semejanzas que existen entre los cuentos de Lovecraft y las vivencias psicodélicas son llamativas. En ambos casos existe un descensus ad inferos y en ambos el viajero ha de trasponer las puertas del mundo inferior, guardadas por el Dragón iniciático que simboliza el terror a los abismos propios y a la propia disolución del ego. Una vez traspasada esta puerta, como puede verse especialmente en los cuentos de la serie de Randolph Carter, la percepción se desintegra, aparecen aullidos que son silencio, perfumes y música que son colores, luces de un espectro inexistente en la tierra, ángulos y planos pertenecientes a geometrías ajenas y dotadas de vida. Las piedras se deshacen, se pudren y huelen como carroña. Los sonidos se convierten en oleadas de luz. Los oídos quedan taponados como tras un despegue supersónico. Las montañas están vivas y echan a andar. Se viven experiencias numinosas que luego no se pueden comunicar porque son absolutamente inefables.

Cualquiera que haya leído descripciones de experiencias psicodélicas se dará cuenta al instante de su semejanza con las vivencias expresadas por Lovecraft.

Surge inmediatamente una pregunta: ¿se drogaba Lovecraft? Parece que no. En sus cartas jamás alude a ello ni lo menciona ninguno de sus biógrafos. Sin embargo, de lo que no cabe duda es de que había logrado poner a punto una técnica que le permitía tener acceso al Otro Mundo arquetípico. A este respecto, es bien sabido que las drogas alucinógenas constituyen un «atajo químico» hacia el éxtasis, pero que este puede alcanzarse mediante numerosas y variadas técnicas.

Pues bien; parece que, entre todas, la vía que siguió Lovecraft para tener acceso al Otro Mundo fue la del dormir fisiológico y los ensueños. Acaso sin saberlo, obedeció, para alcanzar el éxtasis, el viejo precepto alquimista: vivir la muerte, llegar despierto al fondo del sueño. Él mismo se nos presenta como un «soñador experto», y sus biógrafos insisten en que soñar era su única fuente de satisfacción. En psiquiatría, por otra parte, se sabe que los alucinógenos provocan precisamente estados oníricos de conciencia. El parentesco entre los sueños, la locura, el efecto de ciertas drogas, la mente infantil y la del primitivo ha sido señalado muchas veces, y es la idea aceptada corrientemente por la ciencia. En todos los casos citados existe un bajo nivel de conciencia, que en los tres primeros es fruto de un descenso desde el nivel llamado normal, y en los últimos obedece a que aún no se ha producido el ascenso propio de la evolución. Una vez más, vemos aquí confirmada la identidad presentida por Lovecraft entre el sueño, la locura, el mundo infantil y el numinoso universo primitivo. En la zona crepuscular y engañosa de la experiencia humana en que él se movía, todas estas palabras carecen de diferencias en cuanto a significado y designan una sola vivencia: la del Otro Mundo, la del paraíso perdido, a cuya recuperación Lovecraft consagró su vida.

Nada tiene, pues, de particular que Lovecraft llegara a ser maestro en el arte de viajar al Otro Mundo. Es lógico que un hombre que dedicó su vida entera a un solo menester acabara por ser maestro en él. Y H. P. Lovecraft fue un toxicómano de sueños. Fue un onirómano contumaz, cuya droga ninguna policía del mundo podía intervenir.

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¿HPL o LSD?

Acompañar a Randolph Carter en su busca de la ciudad del sol poniente, si bien debe resultar desde luego mucho menos impresionante, entraña sin duda menos peligros que partir en el reactor del ácido. La liberación del caos está mucho más controlada. Nunca se pierde contacto con la realidad, a la que se puede regresar en cualquier momento sin necesidad de recurrir a la cloropromazina. Tampoco es verosímil que, bajo el influjo de Lovecraft, el explorador del Otro Mundo se crea dotado de poderes sobrenaturales y, suponiéndose capaz de volar, se tire por la ventana, ni que sufra reacciones prolongadas o brotes psicóticos recurrentes, ni que cometa actos de violencia contra sí mismo o los demás, como sucede en ocasiones con el LSD.

En este sentido, HPL constituye una alternativa, menos peligrosa, al uso de alucinógenos. Pero, sin embargo, el viaje con HPL tampoco deja de tener sus riegos. Lovecraft tiene el poder de evocar los arquetipos más aterradores del hondón de nuestra alma. Las imágenes con que Lovecraft expresa sus propias vivencias numinosas hacen vibrar por simpatía nuestros propios arquetipos, cuyo despertar siempre es peligroso. Al conjuro de HPL, las fuerzas más oscuras de nuestro abismo interior se agitan, pugnan por librarse de sus cadenas, amenazan con irrumpir en nuestra zona consciente y anegarla. El viajero recorre con HPL el viaje iniciático por el Otro Mundo y es acechado por los peligros del alma. Las fuerzas oscuras se liberan al fin, rompen sus cadenas e invaden la zona vigil de nuestra mente.

Pero, para un hombre civilizado y sano, este viaje y esta invasión solo son cine. El viajero los contempla desde la butaca de su propio escepticismo, protegido por su propia razón adulta, distanciado por su conciencia de estar leyendo un relato de ficción. Lo numinoso reprimido puede así ser expresado, liberado, vivido y gozado. Leer a Lovecraft es hacer un viaje turístico al paraíso perdido, a ese paraíso primordial que también es, a la vez, infierno; y que limita, al fondo, con el inefable Gran Vacío de la vida fetal prehumana. Pero el regreso está siempre garantizado. El billete es de ida y vuelta, sin error.

Rafael Llopis Paret
Madrid, junio de 1970