Jheronimus Bosch (ca. 1450-1516) pintó en 1503 un tríptico cuyo panel central intrigó al mundo del arte por cinco siglos, y sobre el cual, hasta el día de hoy, no existe un consenso sólido sobre qué es lo que quiso representar el pintor de Brabante: ¿una secta cátara o adamita? ¿Una alegoría encubierta de los pecados capitales, en especial la lujuria? ¿Una sociedad inocente libre del pecado original y cuya última versión, la de Belting, la sitúa en la recién «descubierta» América?

Hieronimus van Aken, que adoptó el nombre de su ciudad natal Den Bosch (s’Hertogenbosch, Bosque del Duque) era el descendiente de tres generaciones de pintores y fue considerado “el surrealista Dalí del siglo XV” (Fraenger); “el maestro de los monstruos y el descubridor del subconsciente” (Jung). Otros lo consideraron un cátaro, adamita, rosacruz, alquimista, agnóstico; incluso un autor de quimeras cósmicas, drolleries, grilli y otras ocurrencias espontáneas, grotescas y divertidas. Sin embargo, para Walter Bosing, su biógrafo de la editorial Taschen, no fue nada de eso: considera esas definiciones como una bagatelización de la obra del autor. Lejos de tener afinidades con sectas heréticas, el Bosco era un cristiano devoto, miembro de una cofradía y, a caballo entre la Edad Media y el Renacimiento, tenía sus raíces en el arte de los flamencos primitivos, a la vez que anticipaba los descubrimientos de mundos nuevos en Asia, África y América, e incluso en la tradición clásica grecorromana del siglo XVI. En todo caso, en su tiempo, no se lo consideraba un hereje, como prueba que un paladín de la Contrarreforma como Felipe II adquiriera su obra para el Museo del Prado medio siglo después.

Jeroen (se pronuncia Yerún) Bosch pintó sus famosos trípticos recién en la última etapa de su vida, entre 1503 y 1510. Por orden cronológico: El Jardín de las Delicias, 1503; El Juicio Final, 1504; y El Carro de Heno, 1510.

Si comparamos entre sí a estos tres trípticos geniales, hallaremos una gran similitud entre los dos paneles laterales, aunque con temáticas y significados muy diversos en los cuadros centrales, que son los que dan el título al tríptico. Los tres laterales izquierdos representan el paraíso terrenal. Pero mientras que El Juicio Final y El Carro de Heno muestran a Dios, la caída de los ángeles, la creación de Adán y Eva, la tentación de la serpiente con la manzanita y la expulsión final al mundo cruel donde el hombre debe trabajar con el sudor de su frente y la mujer parir con dolor (dándose cuenta, además, que estaban desnudos), en el paraíso del Jardín de las Delicias por el contrario, no hay ni ángeles que se caen, ni el diablo induciendo al pecado ni, por ende, la expulsión del paraíso. Dios está tomando del brazo a Eva y Adán. Está sentado con una costilla de menos. Claro que también en este panel no deja de haber los drolleries de rigor: un micifuz con una laucha en la boca, una garza con tres cabezas, un unicornio y otros bichos raros. Ya el tercer panel, el del infierno, es bastante similar en los tres cuadros: castillos oscuros en llamas en la parte superior, monstruos torturando a los condenados, cuerpos atravesados por estoques, y dagas y cuchillos omnipresentes, como si el Bosco fuese esponsoreado por la famosa producción de cuchillos de Den Bosch.

El gran panel central es el que da el nombre y el tema al tríptico. En El Juicio Final está claro: el rescate de los justos y la condena de los pecadores. Se castiga a los siete pecados capitales, pero el más nefasto parece ser el de la lujuria, representada por símbolos sexuales de la época como peces, huevos o flores exóticas.

Por su parte, en El Carro de Heno, la vedette es la codicia: ricos, reyes y obispos cabalgan detrás del carromato lleno de una riqueza perecedera como es el pasto que se marchita, mientras los pobres y los gitanos se disputan las sobras que los esperpentos llevan en carro a las quintas del infierno. Estamos a dieciocho años del «descubrimiento» de América, y españoles y portugueses ya estaban comenzando a saquear las riquezas del nuevo continente.

Pero si no me equivoco, el gran enigma de toda la obra de Jeroen Bosch es el significado que le quiso dar al panel central del Jardín de las Delicias. Entre el paraíso y el infierno, el mal esta vez no aparece demasiado a la vista. ¿Se trata –como ya se mencionó– de una secta herética, de una alegoría encubierta del pecado, de una utopía avant la lettre o de una representación de un pueblo primitivo e inocente libre del estigma del pecado original?

El panel de 1503 se parece mucho a un paraíso y no a un idilio terrenal, como siglos después representarían los románticos rousseaunianos. Personas desnudas, sin pudor, se sienten como parte de la naturaleza entre animales (tanto reales como mitológicos), plantas y extrañas construcciones. Sólo en el medio de ese parque enorme y luminoso la multitud se disuelve, y un grupo de jinetes –montados en caballos, camellos, ciervos, unicornios y hasta en un oso, un chancho y un toro– circulan alrededor de un laguito sin que me quede claro el sentido de ese ritual o, mejor, qué cosa nos quiso decir el Bosco con esa escena. Arriba, en el primero de los tres lagos, aparecen cuatro construcciones rosadas muy complicadas, hechas de cristales y flores. Por el cielo, las raras construcciones y los jinetes del laguito, vuelan, nadan y reptan los monstruos bosquianos. No todo es paz y tranquilidad en la obra, faltaba menos.

Abajo, cerca del lago de la izquierda, hay una multitud de hombres y mujeres en franca camaradería. Son jóvenes y esbeltos, y no se encuentran entre ellos niños, ancianos o enfermos. La violencia brilla por su ausencia; y en las burbujas, crustáceos y huevos gigantescos se encuentran parejas y tríos que se abrazan y se desean.

Los símbolos tardomedievales del sexo se hallan diseminados por todo el paisaje. Frutillas rojas, flores exóticas, los consabidos pescados en el cielo y en la tierra y, en el medio a la derecha, el árbol del bien y del mal, sin una serpiente pero con manzanas, elementos –como ya se dijo– que no estaban en el paraíso del panel de la izquierda. Todo esto hace sospechar que no se trata sólo de un idilio de la edad de oro y que el pasaje al panel del infierno está entre las posibilidades para esas creaturas etéreas.

Si El Carro de Heno es una alegoría de la codicia y El Juicio Final la condena de todos los pecados, el panel central del Jardín es ambiguo, contradictorio y objeto de mil controversias. Las versiones más extremas ya se mencionaron: una alegoría del placer prohibido y de la hermosura de los cuerpos disfrazados de inocencia y falsa paz; una reunión de adamitas los cuales, como en el paraíso bíblico, andaban desnudos por un lado o, por el otro, una sociedad imaginaria sin pecado: la que hubiera existido, tal vez, sin la rebelión contra Dios o existía, quizá, en mundos nuevos como América, lejos de las pestes, las guerras, la codicia y la opresión social. Esta última interpretación se anticiparía en 12 años a la obra Utopía del obispo inglés Tomás Moro, que acuñó esa palabra con ese libro pero, como argumentaba Michel Debrun, mi profesor de epistemología en Campinas, las ideas pueden anticiparse a su consagración como conceptos.

En el año 2002, apareció de la mano de Hans Belting una visión que continuaba la línea utópica rousseauniana. Señaló que el cuadro de Jeroen Bosch estuvo fuertemente influenciado por los relatos sobre las comunidades originarias americanas. Los Países Bajos estaban todavía bajo el dominio de los Habsburgos españoles y los relatos de los viajeros circulaban mucho más velozmente de lo que hoy nos imaginaríamos. Once años después del «descubrimiento» de América, un pintor ya famoso (al año siguiente vendería El Juicio Final a Felipe el Hermoso) bien puede haberse inspirado en las novedades de la época. Belting ve –lo que ya habían visto algunos humanistas del Renacimiento– a una sociedad en armonía con la naturaleza y su propia sexualidad; una sociedad sin traumas, feliz.

Según Walter Bosing, su colega y paisano Belting va demasiado lejos, remite a la idea del buen salvaje y no consigue integrar en su interpretación los detalles perturbadores e irónicos presentes en el panel central, ni, menos aún, su relación con la horrorosa escena del infierno del panel de la derecha.

Nada resulta fácil de armonizar en una teoría unitaria, y hay que penetrar bien en la cultura tardomedieval en transición hacia la era moderna para ver cómo los artistas representaban en sus obras dichos, refranes, juegos de niños, canciones y elementos carnavalescos del mundo al revés, sin olvidar la religión cristiana en su modalidad de la llamada “devoción moderna” del germano-neerlandés Tomás de Kempis (1380-1471), con su crítica al lujo y la ostentación de la riqueza, tan presente en El Carro de Heno del Bosco y todavía sin los elementos reaccionarios de la Contrarreforma.

No me siento autorizado a develar el enigma del cuadro del Bosco, pero sí opino que me seduce la interpretación de Belting de una utopía americana, aunque ni él, ni menos yo, seamos capaces de resolver el anverso de esta moneda utópica. En el cuadro luminoso y colorido de una humanidad joven que sigue el mandamiento divino de crecer y multiplicarse, los detalles que merodean por el cuadro ilustran un mundo cruel de comer y ser comido. Ya en el panel izquierdo, el del paraíso, se ven muchas sabandijas al lado y adentro de una piscina de perdición, pero también en El Jardín pululan pajarracos, ratas, gatos y, nuevamente, los consabidos peces sexistas, y hasta seres bastante diabólicos. Como están en miniatura y se encuentran en la periferia del cuadro, no llaman demasiado la atención del espectador de El Prado, el cual suele extasiarse en la maravillosa escena de la juventud reunida en el centro de El Jardín.

Andreas L. Doeswijk