Nota.— Naglfar, la sección literaria de Kalewche, busca ser universal, tanto en un sentido cronológico como en en un sentido geográfico. Eso implica también, desde luego, multiculturalidad. Ninguna cultura nos es ajena y, por ende, ninguna literatura queda al margen de nuestro interés. El cuento que aquí reproducimos –Nisen dōka, “Una moneda de dos senes”– es un testimonio de dicha apertura a la alteridad, a la otredad. Pertenece al escritor japonés Denji Kuroshima. Data de 1925. La traducción castellana la obtuvimos del libro de Yoshiki Hayama y otros, Bajo un cielo oscuro cargado de nieve. Antología de literatura proletaria japonesa (Bs. As., También el Caracol, 2020, pp. 59-66), con selección y estudio preliminar de Miguel Sardegna, y traducción directa del japonés a cargo de Mariana Alonso y Masako Kano. Una aclaración respecto al título: el sen es el centavo del yen (cien senes equivalen a un yen).

1

Fue por una época en que se habían puesto de moda los trompos. Tōji sacó de algún lado el viejo trompo de su hermano Kenkichi y giró entre sus palmas izquierda y derecha la aguja de siete centímetros que le servía de eje. Como no tenía fuerza en manos, por más energía que ponía, la cabeza del trompo solo giraba por un momento y pronto se inclinaba y caía. Desde chico, Kenkichi había sido meticuloso. Cuando lo compró, pulió la cabeza y reemplazó el eje fino como alambre con el que venía por una aguja de siete centímetros. De esa manera giraba mejor y era fuerte en las competencias. Ya hacia doce o trece años que no lo usaba, pero conservaba un intenso brillo negro y se veía sólido, sin grietas, como si estuviera hecho de madera robusta. Aceitado y cubierto de cera, su textura leñosa lo hacía completamente distinto a los que se vendían ahora en cualquier negocio.

Sin embargo, era tan pesado que al pequeño Tōji le costaba mucho hacerlo girar. Pasó medio día tratando en los tablones de entrada, y no tuvo éxito.

—Comprame una cuerda –le pidió Tōji a su madre.

—Preguntale a papá si podés comprar una.

—Dijo que está bien.

Su madre era muy quisquillosa, sobre todo por las dificultades económicas que tenían. Incluso cuando ya habían decidido comprar la cuerda, se aseguró de buscar en el depósito, a ver si quedaba alguna cuerda vieja de las que usaba Kenkichi.

Los niños de la pequeña aldea ubicada a la vera del río se reunían a la entrada del templo. Enroscaban sus cuerdas nuevas en sus trompos también nuevos y organizaban competencias de a dos. Llamaban al juego kottsuriko. Enrollaban la cuerda y después tiraban de ella lo más fuerte posible para hacer girar su trompo. Los dos lo hacían al mismo tiempo, lanzándolo hacia el del oponente. Los trompos chocaban hasta que uno caía. El que caía primero, perdía.

—Soy el único que tiene un trompo negro tan viejo. Comprame un trompo nuevo también –le insistió Tōji a su madre.

—Ya tenés uno. ¿Para qué querés que compre otro?–le dijo ella.

—Pero es negro. iY todos los demás tienen trompos nuevos!

Kenkichi, confiado en lo bueno que era su antiguo trompo, dijo:

—Qué tonto. iEse trompo es mucho mejor! –Le parecía un desperdicio que le dieran dinero a su hermano para comprar un trompo.

—Bueno –dijo Tōji, que creía cualquier cosa que dijera Kenkichi.

—Probá de competir. Vas a ver que nadie le puede ganar a ese trompo.

Así Io convencieron de que se quedara con el viejo trompo. Sin embargo, cuando fue con su madre a comprar la cuerda, Tōji se puso a jugar con los trompos nuevos, pintados de rojo y azul, que había expuestos en una caja en el negocio.

—Tōji, no toques nada. Vas a dejar marcados tus dedos –lo retó la madre mientras la dueña del negocio le mostraba las cuerdas.

—No hay problema, no se van a arruinar –dijo la dueña con tono amistoso.

Había extendido una docena de cuerdas, todas del mismo largo. Entre ellas, había una que mediría unos treinta centímetros menos. Cuando habían medido para cortarlas, no les había quedado suficiente para esa última.

—¿Cuánto salen?

—Diez senes cada una. Pero te puedo dejar la corta por ocho.

—¿Ocho senes?

—Sí.

—En ese caso, la corta está bien.

La madre entregó diez senes y recibió como cambio una moneda de cobre de dos senes. Estaba contenta, como si hubiera ganado esos dos senes.

Cuando le avisó a Tōji que ya volvían a casa, notó que se había puesto a jugar otra vez con los trompos de la caja. Podía ver lo mucho que quería uno. Pero Tōji siguió a su madre, sin decir una palabra de que se lo comprara.

2

Un grupo de luchadores de sumo, de gira por áreas rurales, se iban a presentar en un pueblo vecino, en el predio de un templo. Todos los niños habían ido a verlos. Tōji también habría querido ir. Pero estaban en medio de la temporada de cosecha. Además, habían ensillado una vaca en el establo y la habían llevado al molino harinero para hacerla dar vueltas y vueltas alrededor del pilar central. A él le tocaba vigilarla.

—¿Por qué hay que vigilar a la vaca?

Envolvió la columna que sostenía el alero del granero con su cuerda nueva, agarró los extremos con las dos manos y tiró.

—¿Por qué mejor no venís a ahuyentar a los gorriones?

—iNo me hables así! ¿Qué vamos a hacer si no molemos los granos y los gorriones se llevan el arroz? –preguntó su madre en tono severo.

Como si estuviera en una lucha de fuerzas con la columna, Tōji le daba la espalda y tiraba de la cuerda. Pasado un momento habló en voz suave.

—Todos van a ver las luchas de sumo.

—Los pobres como nosotros no tienen nada que hacer ahí.

—SÍ, sí –dijo Tōji decepcionado, todavía tirando de la cuerda.

—Si seguís tirando así, la vas a romper.

—Igual es más corta que la de todos los demás.

—No se va a estirar porque tires así. Lo único que vas a lograr es caerte para atrás.

—Vas a ver cómo se estira.

En ese momento regresó su padre.

—Tōji, dejá de quejarte –lo retó.

—¿Ves? Lograste que te reten. Prestale atención a la vaca –dijo su madre y salió para el campo.

Su padre echó trigo en el embudo del mortero y se fue después de asegurarse de que la vaca empezara obediente a dar vueltas, sin despegar la vista de la cara de los humanos.

Tōji notó que su cuerda era bastante más corta que las de los otros niños después de recibirla, cuando se juntó con ellos a jugar con los trompos. Eso le molestaba. Había alineado las cuerdas por un extremo y la suya era la más corta de todas. Todavía tenía seis años. Siempre perdía cuando jugaba kottsuriko con los chicos grandes que ya iban a la escuela. Creía que perdía porque su cuerda era más corta. Se le ocurrió que, si tiraba de los extremos de la cuerda, conseguiría estirarla hasta medir lo mismo que las del resto, y así se pasaba el día entero tirando de la cuerda. Para poder seguir vigilando a la vaca, enroscó la cuerda en el pilar central del molino, la agarró de ambos extremos y tiró, con la esperanza de lograr estirarla. La vaca seguía dando vueltas y vueltas por detrás de él.

3

Kenkichi estaba cosechando el arroz, cuando los chicos que habían ido a ver las luchas de sumo regresaron en un gran grupo. En el camino se detuvieron para jugar con sus trompos.

Él y sus padres se quedaron un tiempo más juntando arroz.

Cuando el sol se puso tras las montañas del oeste, volvieron a casa cargando cada uno su cosecha.

—¿No está muy silencioso el establo?

—Sí.

—Seguro que Tōji salió a jugar por ahí.

La madre bajó su carga, se asomó al establo y lo que vio la dejó horrorizada.

—iKen, vení rápido! –dijo con la voz temblorosa.

Kenkichi soltó su carga de arroz y corrió a mirar.

Con el trompo todavía en la mano, Tōji yacía inconsciente en la oscuridad del establo, su cuello retorcido, la cabeza manchada de sangre.

La vaca marrón permanecía parada, con la silla de montar todavía puesta, mirando al niño. La puesta del sol entró a través de las varas de bambú de la ventana y se reflejó en los ojos de la vaca. Una o dos moscas volaban cerca de la vaca, haciendo zumbar sus alas.

—iBestia! –El padre agarró el palo de dos metros que había usado para cargar los bultos de arroz y golpeó a la vaca durante tres horas seguidas, como si la vaca fuera culpable–. iBestia maldita! ¿Qué hiciste?

La vaca corría aterrada por el establo, resoplando burbujas de baba.

La silla de montar se rompió, y después se partió el palo de dos metros.

Pasaron tres años.

Cada vez que recuerda a Tōji, su madre se dice: “¡Ojalá hubiera ido a ver las luchas de sumo ese día! Si tan solo no le hubiera comprado esa cuerda corta. La ató al pilar y trató de estirarla, y cuando el extremo se le escapó de entre las manos, cayó para atrás y la vaca le pasó por encima. iOjalá no hubiera comprador esa cuerda tan corta! Todo por dos senes”. Todavía hoy derrama lágrimas.

Denji Kuroshima



Acerca del autor.— Denji Kuroshima nació en la pequeña isla de Shōdo, en el mar interior de Seto, allá por 1898, en el seno de una familia rural muy humilde de pescadores y campesinos. En su juventud, se mudó a Tokio para estudiar y trabajar. Cursó en la Universidad de Waseda, pero abandonó los estudios y se volvió autodidacta. Debió cumplir con el servicio militar obligatorio. Le tocó participar como recluta en una intervención contrarrevolucionaria del Ejército japonés en la Siberia soviética. Fue una experiencia efímera pero traumática: aunque pronto contrajo tuberculosis y recibió la baja, llegó a vivir todos los horrores de la guerra. Retornó a su país natal, abrazó la causa socialista revolucionaria y comenzó a escribir relatos para diversas revistas literarias. Su narrativa realista, de fuerte compromiso social y político, inspirada en Chéjov, gira en torno a dos grandes ejes temáticos e ideológicos: el antimilitarismo y el agrarismo, es decir, la crítica al imperialismo belicista del Japón y la corporación castrense, por un lado; y, por otro, la denuncia de la miseria y las injusticias que sufría el campesinado nipón a manos de los terratenientes, el gobierno y la burguesía usuraria. Su obra más célebre es Calles militarizadas (1930), novela donde describe con gran crudeza los padecimientos de los conscriptos japoneses y la población civil local en la Siberia desgarrada por la guerra civil rusa entre blancos (anticomunistas) y rojos (bolcheviques), y donde también ataca frontalmente los atropellos –diplomáticos, económicos, militares– del Imperio del Sol Naciente contra China, la brutalidad del Ejército de Kwantung y las tropelías imperialistas de los japoneses en Manchuria, en lo que constituye una lúcida y conmovedora muestra de fraternidad internacionalista de izquierdas, en las antípodas del agresivo y megalómano patrioterismo del Japón Showa de entreguerras. Sufrió recurrentemente la censura del gobierno nipón, escandalizado y furioso por sus ideas heterodoxas; y cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, la intervención estadounidense mantuvo a Kuroshima post mortem en la lista negra, por considerarlo un «subversivo» (comunista). Falleció en 1943, a los 44 años, acompañado de su esposa e hijos, en la isla de Shōdo que lo viera nacer, sin riqueza, a la que siempre despreció.