Fotografía de Chiara Goia para The New York Times



Nota.— La bengalí Arundhati Roy (Shillong, Megalaya, 1967) es una de las escritoras más importantes de la India poscolonial. Autora de dos novelas mundialmente reconocidas por el público y la crítica, ha sabido entretejer, con sencilla maestría literaria, la fuerza envolvente del storytelling, la imaginación exuberante del realismo mágico y la sensibilidad social de izquierdas.
Roy ha incursionado también –de hecho, mucho más aún– en el periodismo y la ensayística. Tanto su prosa de ficción como de no ficción están inextricablemente vinculadas a su militancia por los derechos humanos, las libertades democráticas, la justicia social, el medio ambiente, la paz, la igualdad de género y la convivencia intercultural. En su larga y prolífica trayectoria como escritora-activista, como parresiasta, abundan las críticas al capitalismo, el régimen de castas, el patriarcado, el imperialismo, el extractivismo, la intolerancia religiosa, el racismo y el autoritarismo. Por ello se ha ganado el rencor del establishment y la derecha, muy especialmente en la India.
Su novela más célebre es su opera prima: El dios de las pequeñas cosas. Escrita en inglés y publicada en 1997, obtuvo por ella el Booker Prize, que la catapultó a la fama. The God of Small Things es un relato semiautobiográfico. Su trama está mayormente ambientada en un pueblo del sur de la India, allá por 1969. El periodista chileno Ernesto Bustos Garrido ha dicho de esta obra:
“Con frecuencia uno no se imagina que en la India se practique el catolicismo, por lo mismo que es un tanto difícil entender el fenómeno. En algunas regiones de la India subsisten hasta hoy cultos introducidos por navegantes y conquistadores europeos y asiáticos ligados al budismo. Ha sido y es una convivencia difícil. En el sur de India, una rama de la Iglesia Siria Ortodoxa extendió hace tiempo sus creencias. Existen, por tanto, cristianos allí. La novela El Dios de las pequeñas cosas da cuenta de este hecho. Sus personajes, la mayoría, pertenecen a esa fe. […] La historia tiene lugar, principalmente, en un pueblo llamado Ayemenem o Aymanam, en Kottayam, en el estado de Kerala de la India. […] La novela transcurre entre el año 1969, cuando los gemelos Rahel y Estha tienen siete años, y 1993, y cuando los hermanos se reúnen al cumplir 31 años de edad. Gran parte de la historia está escrita desde la perspectiva de los niños. Las palabras del idioma malayalam son utilizadas conjuntamente con el inglés. La historia capta varios aspectos de la vida en Kerala, como el comunismo, el sistema de castas y el cristianismo sirio-ortodoxo, tal cual se ha dicho antes”.
Cabe destacar que Roy, si bien nacida en la región septentrional de Bengala, pasó su juventud precisamente en Aymanam, Kerala, en los confines australes de la península indostánica. Su padre era hinduista, pero su madre era una cristiana sirio-ortodoxa. Todas estas circunstancias vitales afloran vigorosamente en su ficción más popular.
Hemos extraído de El dios de las pequeñas cosas (trad. castellana de Cecilia Ceriani para la editorial Anagrama, Barcelona, 2000) un pequeño fragmento, que bien puede ser leído como un cuento breve, bajo los traviesos auspicios de Titivillus. Proviene del capítulo 1, “Conservas y Encurtidos Paraíso”.
Próximamente, publicaremos en Kalewche la transcripción completa de un elocuente y acuciante discurso de Arundhati Roy pronunciado en Europa, con motivo de una premiación muy reciente, donde la autora denuncia no solo los desastrosos costos socioambientales del «milagro económico» (capitalismo neodesarrollista) en la India de Modi, sino también su deriva chovinista y autoritaria, alarmantemente fascistoide. Una deriva con niveles inusitados de intolerancia religiosa, en la cual un supremacismo hinduista exacerbado viene protagonizando innumerables atropellos contra las minorías del país (especialmente musulmanes y cristianos), en una espiral de odio y violencia que ya acumula innumerables actos de discriminación (de facto y de iure), golpizas, linchamientos, violaciones sexuales y masacres. Un fenómeno que hacen recordar, por su magnitud y brutalidad, a los pogromos contra las comunidades judías y otros luctuosos episodios de «limpieza étnica» del siglo pasado.


El gobierno no pagó el entierro de Sophie Mol porque no la atropellaron en un paso de cebra. La ceremonia se celebró en Ayermenem, en la vieja iglesia, recién pintada. Era prima de Estha y Rahel,1 hija de su tío Chacko, y había ido a visitarlos desde Inglaterra. Estha y Rahel tenían siete años cuando murió Sophie Mol, que estaba a punto de cumplir los nueve. Le hicieron un ataúd de tamaño especial, para niños.

Forrado en raso.

Con asas de lustroso latón.

Yacía en él con sus pantalones amarillos inarrugables, acampanados, el pelo recogido con una cinta y aquel bolsito a la última moda made in England que tanto le gustaba. Tenía el rostro pálido y arrugado como el pulgar de un dhobi2 por haber estado tanto tiempo en el agua. Los feligreses rodearon el féretro, y la amarilla iglesia se hinchó como una garganta con los sonidos de tristes cánticos. Los sacerdotes, de barbas rizadas, balanceaban incensarios suspendidos de cadenas y no sonreían a los niños, como solían hacer los domingos normales.

Las velas largas del altar estaban torcidas, Las cortas, no.

Una señora que se hizo pasar por pariente lejana de la familia (aunque nadie la reconoció como tal), y que siempre rondaba cerca de los difuntos (¿una adicta a los entierros?, ¿una necrófila en potencia?) puso colonia en un trozo de algodón y, con aire devoto y levemente desafiante, lo pasó por la frente de Sophie Mol. Sophie Mol olía colonia y a madera de ataúd.

Margaret Kochamma, la madre inglesa de Sophie Mol, no permitió que Chacko, el padre biológico de Sophie Mol, le pasara el brazo por los hombros para consolarla.

La familia estaba de pie, formando una apretada piña. Margaret Kochamma, Chacko, Bebé Kochamma y, junto a ella su cuñada Mammachi, la abuela de Estha y Rahel (y de Sophie Mol). Mammachi estaba casi ciega y siempre usaba gafas oscuras cuando salía de casa. Por debajo de ellas se deslizaban las lágrimas que resbalaban temblorosas a lo largo de su mandíbula como gotas de lluvia por el borde del tejado. Vestía un sobrio sari de color hueso y parecía pequeña y enferma. Chacko era su único hijo varón, y si su propio dolor la angustiaba, el de su hijo la destrozaba.

Aunque a Ammu, Estha y Rahel les permitieron asistir al entierro, los colocaron separados del resto de la familia. Nadie los miró.

En la iglesia hacía calor y los bordes blancos de las azucenas amarilleaban y languidecían. Las manos de Ammu temblaban y, con ellas, el libro de himnos. Tenía la piel fría. Estha estaba de pie junto a ella, casi dormido, con los ojos doloridos y brillantes como el cristal, y la ardiente mejilla apoyada contra la piel desnuda del brazo tembloroso de su madre, que sostenía el libro de himnos.

Rahel en cambio estaba bien despierta, desesperanzadamente alerta y destrozada de agotamiento por la batalla que reñía contra la Vida Real.

Notó que Sophie Mol había despertado para su entierro y que le enseñaba dos cosas.

La primera fue la elevada cúpula recién pintada de la amarilla iglesia, hacia lo alto de la cual Rahel nunca había levantado antes la vista cuando estaba en su interior. La habían pintado de azul, como el cielo, con nubes dispersas y diminutos reactores que, veloces como rayos, dejaban estelas blancas que se entrecruzaban con las nubes. Bien es verdad (todo sea dicho) que debía ser más fácil darse cuenta de esas cosas tumbadas en un féretro boca arriba, que de pie entre los bancos de la iglesia, rodeada de tristes lamentos y de libros de himnos.

Rahel se puso a pensar en el hombre que se había tomado el trabajo de subirse hasta allí con las latas de pintura (blanco para las nubes, azul para el cielo, plateado para los aviones), pinceles y disolvente. Se lo imaginó allí arriba, alguien como Velutha,3 con el torso desnudo y brillante, sentado en una tabla colgada del andamiaje en la alta cúpula, pintando aviones plateados en un cielo azul de iglesia.

Pensó en lo que habría pasado si la cuerda se hubiese roto. Se lo imaginó cayendo como una estrella oscura de aquel cielo que había pintado. Yaciendo roto sobre el suelo caliente de la iglesia, con la sangre oscura brotando de su cráneo, como un secreto.

Para entonces Esthappen y Rahel habían aprendido que el mundo tenía otras formas de romper a los hombres. Ya estaban familiarizados con el olor. Un olor empalagoso y nauseabundo. Como el de las rosas marchitas traído por la brisa.

La segunda cosa que Sophie Mol le enseñó a Rahel fue el murciélago bebé.

Durante la ceremonia, Rahel observó que un pequeño murciélago negro trepaba ágilmente, con sus garras prensiles y curvadas por el costoso sari que Bebé Kochamma se había puesto para el entierro. Cuando llegó al límite entre el sari y la blusa, al michelín que tanto la entristecía, a su estómago desnudo, Bebé Kochamma lanzó un grito y manoteó en el aire con su libro de himnos. Los cánticos cesaron, suplantados por un “¿Qué ha sido eso?”, “¿Qué ha pasado?”, un aleteo peludo y un alboroto de saris.

Los tristes sacerdotes se sacudieron sus rizadas barbas con dedos repletos de anillos de oro, como si unas arañas ocultas hubiesen tejido de repente telarañas en ellas.

El murciélago bebé echó a volar hacia el cielo y se convirtió en un reactor que se entrecruzaba con las nubes, sin dejar estela.

Sólo Rahel notó la voltereta que Sophie Mol dio en secreto dentro de su ataúd.

Recomenzaron los cánticos tristes y repitieron dos veces el mismo verso. Una vez más, la amarilla iglesia se hinchó como una garganta llena de voces.

*                             *                             *

Cuando metieron el ataúd de Sophie Mol en el hoyo del pequeño cementerio que había detrás de la iglesia, Rahel sabía que todavía no estaba muerta. Oyó (poniéndose en el lugar de Sophie Mol) el sonido apagado del lodo rojo y el sonido fuerte de la laterita naranja que ensuciaban el reluciente féretro. Oyó aquellos sonidos amortiguados por la brillante madera y el forro de raso. Las voces de los tristes sacerdotes llegaban apagados por el lodo y la madera.

¡Oh Padre misericordioso, a tus manos encomendamos
el alma de esta niña que has llamado a tu seno,
y entregamos su cuerpo a la tierra
porque polvo somos y en polvo nos convertiremos.

Bajo la tierra, Sophie Mol gritó y destrozó el raso con los dientes. Pero los gritos no pueden oírse a través de la tierra y las piedras.

Sophie Mol murió porque no pudo respirar.

Su entierro la mató. En polvo nos convertiremos, en polvo nos convertiremos, en polvo nos convertiremos. En la lápida decía:

UN RAYO DE SOL CUYA COMPAÑÍA FUE DEMASIADO BREVE.

Más tarde Ammu les explicó que “demasiado breve” quería decir “un ratito muy corto”.

Arundhati Roy


NOTAS

1 Estha y Rahel son hermanos gemelos. Estha es un niño; Rahel, una niña.
2 Se le dice dhobi a un miembro de la postergada casta de los lavanderos, una de las más pobres de la India.
3 Velutha es un carpintero local, un paria o «intocable» por nacimiento (alguien que ocupa el lugar más bajo en el sistema de castas de la India). Fallece en circunstancias extrañas.