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Brulote Claire Vergerio Quentin Bruneau

Gaza, Israel y el monopolio de la fuerza

30 de marzo de 20256 de julio de 2025
Kalewche

Ilustración anónima publicada en Morning Star (2023)


Mucho se ha escrito y discutido –política, jurídica y éticamente– sobre la “legítima defensa” de Israel y la “resistencia armada” de Palestina. Son cuestiones muy candentes, espinosas y sensibles, de gran complejidad analítica y fuerte implicación ideológica, con múltiples aristas argumentativas y una enorme carga pasional. Cuestiones de crucial importancia a la hora de fijar posición respecto a uno de los principales parteaguas de la política internacional contemporánea: el conflicto colonial entre judíos sionistas y árabes musulmanes en Medio Oriente, que ha derivado no sólo en ocupación militar y segregacionismo, sino también en “limpieza étnica” e incluso en genocidio, en un contexto donde el fundamentalismo religioso y la militarización han ido sepultando los valores de laicidad y las perspectivas de paz (a ambos lados, pero con responsabilidad primaria de Israel). Por lo general, este intríngulis ha sido abordado con demasiado simplismo y tendenciosidad, especialmente desde la trinchera proisraelí, aunque –toda la verdad sea dicha– en el bando propalestino no han faltado voces proclives a sacrificar la solidez intelectual y la mesura crítica en el altar de la urgencia propagandística y la retórica panfletaria.
El artículo que aquí compartimos, “Gaza, Israel y el monopolio de la fuerza”, de Claire Vergerio y Quentin Bruneau, dos especialistas en relaciones internacionales con amplia trayectoria académica (tanto en docencia como en investigación), probablemente sea el más completo, riguroso y ecuánime que hemos leído, en lo que hace a la dimensión jurídica del conflicto, erróneamente infravalorada por buena parte de la izquierda. El texto salió originalmente publicado en la revista parisina Le Grand Continent, el 24 de septiembre del año pasado, con este copete:
“La guerra en Gaza ha puesto de manifiesto un trágico callejón sin salida: el derecho a un Estado palestino está intrínsecamente ligado al derecho a hacer la guerra. ¿Cómo superar este desequilibrio jurídico entre los que pueden reivindicar el derecho a la legítima defensa y los que no? Quentin Bruneau y Claire Vergerio parten de una historia olvidada del derecho de guerra y proponen algunas respuestas.”
La traducción no es nuestra, sino de LGC, que es un medio digital multilingüe (francés y castellano, pero también alemán, italiano y polaco). No obstante, ofrecemos una versión revisada. Por razones de concisión y amenidad, hemos suprimido las referencias bibliográficas en notas al pie. Quienes necesiten recuperarlas, pueden hacerlo visualizando la publicación original. Todas las aclaraciones entre corchetes son nuestras.


En una declaración conjunta, poco después del atentado terrorista de Hamás del 7 de octubre de 2023, Joe Biden, Justin Trudeau, Emmanuel Macron, Olaf Scholz, Giorgia Meloni y Rishi Sunak expresaron “su apoyo a Israel y a su derecho a defenderse del terrorismo”, al tiempo que pedían “el respeto al derecho internacional humanitario”. Casi un año después [recuérdese que este texto fue originalmente publicado en septiembre de 2024], ante el creciente número de muertos en Gaza, la opinión predominante entre muchos gobiernos occidentales parece ser que ambos bandos han cometido terribles atrocidades y violado el derecho internacional humanitario, pero que, en última instancia, Israel tenía y sigue teniendo derecho a defenderse.

Este derecho a la legítima defensa –la principal excepción a la prohibición del uso de la fuerza en el derecho internacional contemporáneo– parece evidente. En realidad, sin embargo, es objeto de un vivo debate entre los juristas internacionales. El meollo del desacuerdo se refiere al artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas. Mientras que algunos sostienen que este artículo fue concebido como una excepción a la prohibición del uso de la fuerza en las relaciones interestatales establecida en el apartado 4 del art. 2, cuya única pertinencia sería justificar el uso de la fuerza contra otros Estados, otros creen, por el contrario, que se trata de un artículo autónomo que podría invocarse incluso contra actores no estatales, como hizo Estados Unidos tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Volveremos más adelante sobre los orígenes históricos de este debate; lo importante es que el terreno sobre el cual se desarrolla es el del derecho de “legítima defensa”.

El debate jurídico sobre el uso de la fuerza por parte de los palestinos siempre ha sido muy diferente.

Todavía en 2015, algunos se preguntaban si “el mundo acabaría algún día debatiendo un derecho palestino a la legítima defensa” [Emily L. Hauser]. Desde 2023, varios juristas y profesionales del derecho han empezado a responder a este llamado, aunque tímidamente y en términos diferentes. Marco Sassòli explicó recientemente que “no es descabellado que [los palestinos] tengan derecho a utilizar la fuerza para ejercer su derecho a la autodeterminación y resistir a la ocupación”, mientras que Marko Milanovic declaró que estaba dispuesto en principio a reconocer un derecho palestino a resistir a la ocupación israelí. Algunos son más firmes. La jurista Noura Erakat, por ejemplo, afirmó en una entrevista que “los palestinos tienen derecho a utilizar la fuerza contra Israel y todas sus instalaciones militares para poner fin a su injusto régimen” en “todos los territorios ocupados”. Shahd Hammouri afirma en un informe reciente que “la resistencia del pueblo palestino contra una potencia ocupante ilegal por todos los medios a su alcance es un acto legítimo”. Este viento de cambio llegó incluso a la Corte Internacional de Justicia (CIJ), cuando el representante chino ante la ONU, Zhang Jun, abogó por “el uso de la fuerza por parte del pueblo palestino para resistir a la opresión extranjera y completar el establecimiento de un Estado independiente”, un derecho, según él, “reconocido por el derecho internacional”.

Por tanto, el debate se divide entre una discusión sobre Israel, la legítima defensa y el art. 51 de la Carta de las Naciones Unidas, por un lado; y una discusión sobre Palestina o los palestinos y el derecho a la “resistencia”, por otro. Es importante señalar desde el principio que estas nociones no son intercambiables: mientras que la legítima defensa se ha considerado durante mucho tiempo el argumento supremo para justificar el uso de la fuerza en las relaciones internacionales, la resistencia es una categoría mucho más vaga y discutida. ¿Por qué estos dos conjuntos de argumentos para el uso de la fuerza se expresan en términos jurídicos tan radicalmente diferentes? ¿Y por qué nunca se habla de un derecho palestino a la legítima defensa, sino sólo de resistencia?

La respuesta corta es que esto es un resultado directo de la naturaleza del derecho de guerra moderno –o derecho internacional humanitario– y en particular del ius ad bellum, es decir, el derecho que determina quién puede ir a la guerra y por qué razón. A diferencia del ius in bello –es decir, el conjunto de normas que rigen el combate una vez iniciado el conflicto–, el ius ad bellum determina de manera mucho más fundamental quién puede tomar las armas primero y matar legalmente. A los que se considera que tienen ese derecho se les concede el estatuto de prisionero de guerra si son capturados, un estatuto que les confiere claras protecciones (art. 13, Convención de Ginebra III), mientras que los que no lo son pueden ser clasificados como delincuentes comunes y condenados a penas de prisión. El hecho de que algunas personas puedan estar legalmente autorizadas a matar puede parecer chocante, y la propia existencia de este derecho moralmente cuestionable es objeto de debate. Sin embargo, en la medida en que se concede tal derecho, debe restringirse de algún modo. La cuestión es cómo.

La respuesta actual a esta pregunta es, en gran medida, un legado de los juristas del siglo XIX que sostenían que sólo los Estados soberanos tenían derecho a hacer la guerra, y que sólo quienes luchaban oficialmente en su nombre podían matar legalmente. Aunque se ha intentado modificar esta norma, sigue siendo la piedra angular del derecho internacional humanitario contemporáneo. La ambigua condición de Estado de Palestina [su reconocimiento internacional es limitado, no es miembro de la ONU en pleno derecho] está, por tanto, inextricablemente ligada a la asimetría jurídica fundamental que existe entre israelíes y palestinos a la hora de reclamar el derecho de legítima defensa.

La idea de que sólo los Estados soberanos deben tener derecho a usar la fuerza es reciente y controvertida. Como principio jurídico, se consagró cuando se codificó por primera vez el derecho de la guerra a finales del siglo XIX. Las diversas declaraciones y convenciones que surgieron entonces (la Declaración de París de 1856, el Código Lieber de 1863, la Convención de Ginebra de 1864, la Declaración de San Petersburgo de 1868, la Declaración de Bruselas de 1874, el Manual de Oxford de 1880, y las Conferencias de La Haya de 1899 y 1907) nos han proporcionado los fundamentos del sistema contemporáneo de normas internacionales que rigen el inicio y desarrollo de las hostilidades (“derecho de La Haya”) y que regulan la protección de las personas fuera de combate, como civiles, soldados heridos, prisioneros de guerra, etc. (“derecho de Ginebra”).

Aunque la monopolización por parte de los Estados del derecho a hacer la guerra se suele presentar como el producto de preocupaciones humanitarias tras las guerras religiosas en los albores de la era moderna en Europa, esta narrativa convencional es en gran medida errónea, al igual que el relato histórico que describe un sistema de Estados soberanos surgido con la Paz de Westfalia en 1648. La principal motivación de la restricción del derecho a hacer la guerra en el siglo XIX fue, de hecho, reforzar las autoridades estatales existentes frente a sus adversarios, tanto a escala nacional como internacional.

Alejándose de las cuestiones relativas a la justicia de las causas defendidas por las partes implicadas en un conflicto, los juristas del siglo XIX desarrollaron un sistema que situaba el estatuto jurídico de las partes beligerantes en el centro de los debates sobre el derecho de la guerra. Tres conflictos ocuparon un lugar especialmente destacado en el imaginario de quienes pretendían consolidar la autoridad del Estado: la guerra civil estadounidense (1861-1865), la guerra franco-prusiana (1870-1871) y la Comuna de París (1871). En los tres casos, la autoridad de un Estado existente fue desafiada por un actor que no podía pretender ser un Estado soberano. En la guerra de Secesión norteamericana, los adversarios fueron las fuerzas confederadas –reconocidas polémicamente por varios Estados europeos como beligerantes del mismo modo que el gobierno estadounidense– y, por separado, las tribus de las Primeras Naciones. Durante la guerra franco-prusiana, el estatus de la milicia civil francesa conocida como “francotiradores”, a la que los prusianos trataban como delincuentes comunes, fue una preocupación central. Durante la Comuna de París, los insurgentes civiles formaron un gobierno socialista laico independiente que desafió a las autoridades nacionales antes de ser brutalmente reprimido por el ejército estatal.

Con la codificación del derecho de guerra, los juristas del siglo XIX pretendían formalizar las reglas del juego para futuros conflictos. En el centro del debate se encontraba un aspecto crucial del ius ad bellum: ¿quién tenía derecho a hacer la guerra? ¿Quién debía ser reconocido como combatiente legítimo, con derecho a matar y a ser protegido por las leyes de la guerra en caso de herida o captura? ¿Y quién, por el contrario, debía ser procesado como un criminal, un simple asesino? Fue en este contexto donde se prohibió a los civiles bajo ocupación resistirse a las fuerzas de ocupación, en el que las tribus de las Primeras Naciones fueron clasificadas como “salvajes” necesariamente ilegítimos por el Código Lieber, y en el que las milicias fueron –en contra de las exigencias de las tácticas insurreccionales– obligadas a obedecer a un comandante claramente identificado y a llevar sus armas abiertamente (Declaración de Bruselas de 1874, art. 9). En resumen, la ambición de la Declaración de Bruselas de 1874, el texto más completo sobre el derecho de la guerra en aquella época, era menos proteger a los civiles de los combatientes que proteger a los combatientes de los civiles.

Con esta codificación, el derecho a hacer la guerra quedó establecido como privilegio exclusivo de los Estados soberanos, rompiendo con una tradición jurídica más antigua que confería tal derecho a todo tipo de entidades políticas. En la segunda mitad del siglo XIX, el Estado soberano aún no era el modelo político dominante en el mundo, pero la recién fundada disciplina del derecho internacional trató de proponer un sistema basado enteramente en él, concediendo al Estado soberano una panoplia de derechos y obligaciones sin parangón. Se trataba de una excelente noticia para quienes ya pertenecían al gentlemen’s club de los Estados soberanos, un círculo cuyos miembros eran, salvo contadas excepciones, los mismos que los que los juristas denominaban entonces la “familia de naciones civilizadas”, un grupo autoidentificado de Estados principalmente europeos o de origen europeo. Pero para los que no podían reivindicar este estatuto –civiles insurgentes, poblaciones ocupadas de Europa y, sobre todo, pueblos víctimas de la expansión colonial– las reglas del juego iban a verse en adelante seriamente sesgadas. Así, durante la descolonización, casi todos los movimientos armados de liberación nacional fueron tratados como grupos terroristas, privados, por tanto, del derecho a hacer la guerra.

Sin embargo, hubo un gran intento, más o menos exitoso, de modificar estas reglas: los Protocolos Adicionales a los Convenios de Ginebra de 1977.

Aunque los Convenios de Ginebra de 1949 están ampliamente considerados como el paso más importante en el establecimiento del sistema contemporáneo de regulación de los conflictos armados, en última instancia reiteraron el enfoque estatista de finales del siglo XIX. Al haber reunido todas las leyes codificadas anteriormente que protegían a las personas fuera de combate en un único instrumento legislativo y haber añadido un nivel mínimo de protección para los civiles en todas las formas de conflicto armado, constituyen un importante refuerzo del ius in bello y, por tanto, un avance innegablemente positivo. Sin embargo, en lo que respecta al ius ad bellum y a su cuestión central –¿quién tiene derecho a hacer la guerra?– los Convenios mantuvieron el statu quo.

Si acaso, reforzaron ciertos aspectos clave del sistema decimonónico, en particular la idea de que sólo los Estados soberanos podían participar en “conflictos armados internacionales” y, por tanto, que los conflictos imperiales eran “conflictos armados no internacionales” del mismo modo que las guerras civiles, sobre las que el derecho internacional humanitario no tenía prácticamente nada que decir. Dado que el derecho de la guerra así codificado sólo se aplicaba a los conflictos interestatales, los Estados sostenían en general –aunque no sistemáticamente– que el derecho aplicable en los conflictos contra actores no estatales correspondía al derecho municipal, al derecho imperial o la ley marcial. De hecho, fue precisamente debido a la longevidad de este sistema centrado en el Estado por lo que el “derecho inmanente de legítima defensa” consagrado en el art. 51 de la Carta de la ONU se contempló como un derecho que los Estados podían invocar contra otros Estados. Y ésta es la razón por la que la invocación del art. 51 por parte de Israel y Estados Unidos contra actores no estatales como los talibanes o Hamás ha suscitado tanto debate entre los juristas.

Los Protocolos Adicionales de 1977, que vieron la luz en un momento de intenso activismo jurídico internacional por parte de países que se identificaban con un “Tercer Mundo” no alineado y pretendían cambiar algunas de las normas fundamentales del orden internacional, adoptaron una postura completamente distinta. Un movimiento liderado por el jurista egipcio George Abi-Saab consiguió establecer que las luchas “en las que los pueblos se enfrentan a la dominación colonial, a la ocupación extranjera y a regímenes racistas en el ejercicio de su derecho a la autodeterminación” debían reconocerse como “conflictos armados internacionales” (Protocolo Adicional I, art. 1, §4). En otras palabras, el Protocolo Adicional I reintrodujo la idea de que los combatientes legítimos no eran sólo los que luchaban en nombre de un Estado soberano reconocido, sino también los que luchaban por una causa considerada suficientemente «justa». En consecuencia, los movimientos de liberación nacional, que por definición representaban a entidades que aún no eran Estados, podían disfrutar del mismo estatuto jurídico que las potencias coloniales.

A pesar de la oposición inicial de varios Estados occidentales a esta disposición en la primera sesión de la Conferencia Diplomática de Ginebra en 1974, hacia 1977 muchos de ellos votaron a favor del texto o se abstuvieron, alegando preocupaciones sobre la dificultad práctica de aplicar estas nuevas normas, más que una oposición directa al principio que las sustentaba. Las once abstenciones procedieron de Estados Unidos, Reino Unido, República Federal de Alemania, Canadá, Italia, Francia, España, Irlanda, Mónaco, Japón y Guatemala.

Sólo un país “rechazó totalmente” la disposición: Israel.

Hasta la fecha, Israel sigue siendo uno de los veinte Estados que no han ratificado el Protocolo Adicional I, junto a países como Estados Unidos, Turquía, Irán, India y Pakistán. En consecuencia, esta parte del derecho internacional humanitario, aunque reconocida por 174 países, no se aplica al conflicto israelí-palestino. En 1983, este impasse llevó a muchos Estados a adoptar, en el seno de la Asamblea General de la ONU, una resolución que reconocía explícitamente la legitimidad de la lucha armada palestina (A/RES/38/17). Sin embargo, las resoluciones de la Asamblea General de la ONU no son jurídicamente vinculantes y, aunque reflejan la opinión de la mayoría de los Estados, no crean por sí mismas normas de derecho internacional consuetudinario (A/RES/73/203). Por consiguiente, a pesar de la gravedad y la reincidencia de las violaciones de sus derechos fundamentales, los palestinos siguen sin poder reivindicar los mismos derechos de legítima defensa que Israel en virtud del derecho internacional humanitario.

Las consecuencias de esta situación jurídica son tanto más graves cuanto que Israel rechaza cualquier intento que pretenda exigirle responsabilidades en virtud del derecho internacional. Gracias al apoyo inquebrantable de Estados Unidos y otros aliados occidentales, Israel ha podido ignorar las diversas órdenes y opiniones consultivas del más alto tribunal del mundo, la Corte Internacional de Justicia, y en su lugar ha continuado y aumentado sus acciones ilegales con impunidad. Entre ellas, la creación y ampliación de un “muro de separación” y de asentamientos israelíes en los territorios palestinos ocupados de Cisjordania, ambos declarados ilegales por la CIJ en 2004. La discriminación resultante de la aplicación de regímenes jurídicos diferentes a palestinos y colonos israelíes en los territorios ocupados es ahora tan dramática, que organizaciones de derechos humanos como Human Rights Watch, Amnistía Internacional y B’Tselem acusan a Israel del crimen internacional de apartheid.

La situación ha empeorado aún más en los últimos meses.

En abril [de 2024], la CIJ emitió una orden en la que instaba a Israel a “cesar inmediatamente su ofensiva militar, y cualquier otra acción en la gobernación de Rafah, que pueda someter al grupo palestino de Gaza a condiciones de vida calculadas para provocar su destrucción física total o parcial”. Esto no parece haber tenido ninguna repercusión tangible en las operaciones militares israelíes. En julio, en su condena más enérgica de la política israelí hasta la fecha, la CIJ dictaminó que la ocupación israelí de los territorios palestinos desde 1967 vulneraba el derecho internacional, que Israel debía poner fin a su presencia ilegal lo antes posible, (incluida la evacuación de todos los colonos), que debía pagar indemnizaciones por los daños causados a los palestinos de esos territorios y que todos los demás Estados debían abstenerse de ayudar a Israel a mantener el statu quo. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, calificó inmediatamente de “absurda” la opinión consultiva, y afirmó que “el pueblo judío no es ocupante en su propia tierra, incluidas nuestra capital eterna, Jerusalén, y Judea y Samaria” [Cisjordania], mientras que altos cargos de su gabinete acusaron a la CIJ de antisemitismo y pidieron que se ampliara la anexión de los territorios cisjordanos.

¿Qué opciones les quedan a los palestinos para defender sus derechos en este contexto?

La resistencia no violenta ha sido reprimida sin piedad por las autoridades israelíes y socavada activamente por los principales aliados occidentales de Israel. El principal movimiento palestino de resistencia no violenta, el BDS o “Boicot, Desinversión y Sanciones”, que exige a) el fin de la ocupación israelí en tierras árabes y el desmantelamiento del muro de separación; b) el reconocimiento de los derechos fundamentales de los ciudadanos árabe-palestinos de Israel a la igualdad absoluta; y c) el respeto, la protección y la promoción de los derechos de los refugiados palestinos al regresar a sus hogares y propiedades; tal y como estipula la Resolución 194 (§11) de la ONU, ha sido duramente reprimida en muchos países occidentales. Ha sido especialmente atacada en Estados Unidos, donde está prohibida en 38 estados, y en Francia, donde su prohibición total sólo fue anulada en 2020 por una decisión unánime del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Además, el apoyo de los países árabes a la causa palestina, antaño un elemento clave en la defensa de los derechos de los palestinos, ha disminuido en gran medida a nivel gubernamental, a pesar del inquebrantable apoyo popular.

Ante la impunidad israelí, la represión de la resistencia no violenta y la certeza de que cualquier resistencia armada será considerada ilegal, ¿qué pueden hacer los palestinos? Pueden elegir entre no oponer resistencia a las repetidas violaciones de sus derechos o utilizar la fuerza, sabiendo que, independientemente de cómo lo hagan o de los objetivos que elijan, serán juzgados como criminales.

La cuestión de cuál es la mejor manera de defender los propios derechos frente a la opresión brutal y la criminalización total es precisamente la que afrontaron los argelinos en su lucha contra Francia (1954-1962), cuando el gobierno francés rechazó categóricamente las demandas argelinas de independencia e intensificó la represión militar de cualquier resistencia. Durante todo el conflicto, el Frente Argelino de Liberación Nacional (FLN) utilizó tácticas brutales para sembrar el terror y el caos entre los soldados y civiles franceses, atacando directamente a civiles en miles de atentados a menudo extremadamente violentos, incluso en cafés y restaurantes. El gobierno francés negó toda legitimidad a los combatientes argelinos, trató a los combatientes del FLN como terroristas y no reconoció oficialmente hasta 1999, más de treinta años después de la independencia argelina, que había habido una “guerra” entre Francia y Argelia, y no meras “operaciones policiales”, “mantenimiento del orden” o una campaña de “pacificación”. Argelia, por su parte, impuso internacionalmente su propia narrativa de liberación nacional tras la derrota de Francia, subrayando que las tácticas violentas del FLN habían sido inevitables ante el desequilibrio estructural entre las fuerzas francesas y el movimiento de resistencia argelino.

Este tipo de conflicto refleja una dinámica tan clásica como trágica, donde las reglas son tales, que “el ganador se lleva todo” (winner takes all). Para las poblaciones que se encuentran en una situación semejante, la única salida es imponerse por todos los medios necesarios para acabar constituyendo un Estado soberano y, en retrospectiva, presentar su recurso a la fuerza como una guerra de independencia de consecuencias dramáticas pero inevitables.

En el caso del conflicto israelí-palestino, hay al menos tres formas de salir de este impasse.

La primera es presionar para que se reconozca a Palestina como Estado, a fin de corregir el desequilibrio jurídico, otorgando así a los palestinos el derecho indiscutible a un ejército y al uso de la fuerza armada para proteger sus derechos, en caso necesario. Esta asociación entre la condición de Estado y el derecho al uso de la fuerza en las relaciones internacionales es tan evidente que, en 2009, el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, planteó la posibilidad de reconocer a Palestina como Estado a condición de que se desmilitarizara. La condición explícita de Netanyahu subraya el hecho de que la soberanía estatal incluye normalmente el derecho a tener un ejército y a utilizarlo en caso de agresión. De hecho, su oferta habría refrendado el acuerdo militar establecido en los Acuerdos de Oslo de 1993 (art. 8), según el cual Israel es responsable de defender a los palestinos “frente a amenazas externas”, lo que supone una importante restricción de la soberanía palestina. Hay que remontarse muy atrás para encontrar acuerdos similares. Un ejemplo es Bélgica, que fue oficialmente neutralizada poco después de su creación en la década de 1830. Al no disfrutar de una de las principales prerrogativas legales de los Estados soberanos –el derecho a hacer la guerra–, muchos juristas del siglo XIX la describieron como un “Estado semisoberano”. En el orden jurídico internacional actual, ser un Estado soberano sin ejército es una rareza: sobre todo, se trata de un acuerdo voluntario y no impuesto. Es el caso casi exclusivo de microestados como Mónaco y Palaos. Algunos Estados más grandes, principalmente Costa Rica, Islandia y Panamá, también han renunciado a tener ejércitos permanentes, pero conservan cierta capacidad militar, también de forma totalmente voluntaria.

Algunos pueden argumentar que Palestina ya es un Estado. Aunque no pretendemos zanjar este debate jurídico, incluso quienes reconocen el Estado palestino entienden que sólo disfruta de una posición precaria en el orden jurídico internacional, y ello hasta que se convierta en miembro de pleno derecho de la ONU, una clara mejora de su actual estatus de observador, que lo sitúa al mismo nivel que el Vaticano. Precisamente por esta razón, en abril de 2024, Argelia presentó un proyecto de resolución destinado a reconocer a Palestina como Estado soberano, una medida que no tendría sentido si Palestina ya fuera claramente un Estado por derecho propio. Esta iniciativa fue torpedeada por uno de los cinco miembros con derecho a veto del Consejo de Seguridad de la ONU, Estados Unidos, pero no es inverosímil imaginar que el reconocimiento de Palestina como Estado seguirá avanzando en el seno de la comunidad internacional en los próximos años.

La segunda opción consiste en conceder el derecho a utilizar la fuerza a las entidades inmersas en un proceso de autodeterminación nacional, aunque aún no hayan alcanzado la condición de Estado. La idea sería generalizar los derechos reconocidos en el Protocolo Adicional I y considerarlos pertinentes incluso en situaciones donde no todas las partes se hayan adherido al Protocolo. Los argumentos a favor de un “derecho de resistencia” para entidades distintas de los Estados –perspectiva mencionada al principio de este artículo– pueden interpretarse en gran medida como un movimiento en esta dirección, alejándose de un sistema jurídico que privilegia los derechos de los Estados ya establecidos. Dado que los argumentos jurídicos suelen basarse en precedentes, muchos juristas y profesionales que defienden este derecho de resistencia sostienen que ya forma parte del derecho internacional consuetudinario, pero esta lectura dista mucho de ser unánime. En cualquier caso, esta opción seguiría privilegiando los derechos de los Estados, pero extendería el derecho a hacer la guerra a futuros Estados.

La tercera vía consiste en replantearse de forma más general el modo en que el derecho internacional asigna el derecho a utilizar la fuerza. En la actualidad, aunque todos los Estados ratificaran el Protocolo Adicional I o aceptaran que sus disposiciones pasaran a formar parte del derecho internacional consuetudinario, el uso de la fuerza seguiría siendo un privilegio exclusivo de los Estados y de ciertos grupos que pretenden convertirse en Estados. Sin embargo, no hay ninguna razón especialmente convincente por la que el Estado, una forma de organización política entre otras, deba disfrutar de más derechos que otros tipos de colectividades, como los numerosos pueblos indígenas que no desean organizarse políticamente como Estados, sobre todo a la luz de las dudosas narrativas históricas que legitiman el monopolio estatal de estos privilegios. Aunque hoy se hace hincapié en el creciente poder de actores privados a veces militarizados, la idea de que nuestras únicas opciones se reducen a una elección binaria entre un mundo de Estados fuertes o un mundo dominado por fuerzas privadas no democráticas es un falso dilema. Históricamente, el derecho a hacer la guerra se ha atribuido a una amplia variedad de entidades políticas, un hecho casi totalmente borrado por las ideas preconcebidas sobre la historia del derecho de guerra.

Sea cual sea el camino elegido, está claro que el statu quo es la peor de las configuraciones posibles: cualquier uso de la fuerza por parte de los palestinos, sea cual sea el objetivo, se considera ilegal y, por tanto, resulta criminalizado. La aplicación de cualquiera de las opciones expuestas dificultaría que cualquier acto de resistencia armada palestina fuera calificado de “terrorismo” y que Israel tratara a los combatientes palestinos como criminales susceptibles de penas de prisión, en lugar de como prisioneros de guerra, con todas las obligaciones y protecciones que este estatus conlleva. A medida que la situación en Gaza se vuelve cada vez más desesperada, el desequilibrio jurídico entre quienes pueden reclamar el derecho a la legítima defensa y quienes no pueden hacerlo se ha hecho trágicamente patente. Mientras la guerra siga siendo un medio necesario para defender los propios derechos en las relaciones internacionales, la comunidad internacional no puede seguir concediendo este derecho sólo a una de las partes en este conflicto.

Claire Vergerio
Quentin Bruneau

Etiquetado en: derecho internacional Gaza Israel legítima defensa monopolio de la fuerza Naciones Unidas Palestina resistencia armada

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