Fotografía: @richard_littler
Hace años que viene creciendo en Gran Bretaña, como en tantos otros países de Occidente, un movimiento antiinmigración con altas dosis de chovinismo, xenofobia, racismo e islamofobia, acicateado por el populismo de extrema derecha, donde no faltan grupos neonazis. La noticia del crimen serial de Southport fue lo que incendió el pajonal, tergiversada y propalada ad nauseam por demagogos y haters sin escrúpulos (el asesino de las tres niñas inglesas era británico –galés– de nacimiento y cristiano de confesión, afrodescendiente e hijo de ruandeses, pero de ningún modo extranjero ni musulmán, ni tampoco solicitante de asilo, como se machacó con malicia en las redes sociales). Una virulenta ola de pogromos contra las comunidades islámicas –brote de histeria colectiva que no hizo ninguna distinción entre inmigrantes y descendientes, ni tampoco entre los distintos estatus legales de las personas procedentes del exterior– se desató en todo el Reino Unido, principalmente en Inglaterra e Irlanda del Norte. A la vanguardia de estos disturbios han estado los skinheads de la tristemente célebre EDL (Liga de Defensa Inglesa, por sus siglas en inglés)
Armamos un dossier de cuatro artículos sobre esta candente temática, y sobre sus complejas implicaciones para una política clasista y socialista. Los dos primeros aparecieron en Sidecar: “Dreaming of Downfall”, de Richard Seymour, e “Into the Void”, de Anton Jäger, con fecha 13 y 15 de agosto (respectivamente). El tercer texto del dossier, publicado en Middle East Eye, es de Jonathan Cook y lleva por título “Starmer’s fingerprints – not just the Tories’ – are all over Britain’s race riots” (13/8). El cuarto y último artículo, “The Muslim Vote”, fechado el 17 de julio, lo escribió Craig Murray para su blog, con antelación a los disturbios, pero luego de unas elecciones británicas donde –premonitoriamente– se hizo evidente la importancia de la cuestión inmigratoria y las minorías musulmanas.
Las traducciones del inglés son nuestras, igual que las aclaraciones entre corchetes.
John Bull, el personaje mencionado en el título del dossier, es una prosopopeya. Simboliza al Reino Unido en general, y a Inglaterra en particular. Es una personificación nacional, algo así como el equivalente británico del Tío Sam. Para más precisiones sobre John Bull, véase aquí. «John Bull hates Muslims», el título del dossier, significa «John Bull odia a los musulmanes».
SOÑANDO LA CAÍDA
¿Qué acaba de ocurrir? Durante casi una semana, pueblos y ciudades de toda Inglaterra e Irlanda del Norte fueron presa de la reacción pogromista. En Hull, Sunderland, Rotherham, Liverpool, Aldershot, Leeds, Middlesborough, Tamworth, Belfast, Bolton, Stoke-on-Trent, Doncaster y Mánchester, turbas interconectadas de agitadores fascistoides y racistas desorganizados se cebaron con su propia violencia exuberante. En Rotherham, prendieron fuego a un hotel de Holiday Inn que albergaba solicitantes de asilo. En Middlesborough, bloquearon carreteras y sólo dejaron pasar al tráfico si se comprobaba que los conductores eran “blancos” e “ingleses”, disfrutando momentáneamente del poder discrecional tanto del policía de tránsito como del gendarme.
En Tamworth, donde el diputado laborista recientemente electo había arremetido contra el gasto en hospedaje para solicitantes de asilo (afirmando erróneamente que costaban a la comarca ocho millones de libras al día), arrasaron el Holiday Inn Express y, en las ruinas, dejaron pintadas donde se leía: “Inglaterra”, “Que se jodan los paquistaníes” y “Fuera de acá”. En Hull, mientras la multitud sacaba a un hombre de su coche para darle una paliza, los participantes gritaban “¡mátenlos!”. En Belfast, donde al parecer golpearon en la cara a una hiyabi [mujer con pañuelo islámico o hiyab] que llevaba a su bebé en brazos, destrozaron tiendas musulmanas e intentaron entrar en la mezquita local al grito de “¡que se vayan!”. En Newtownards, una mezquita fue atacada con un cóctel molotov. En Crosby, apuñalaron a un musulmán.
Preocupantemente, aunque los activistas de extrema derecha desempeñaron un papel, probablemente fue secundario. Los disturbios, más que ser causados por un puñado de fascistas organizados, les proporcionaron su mejor campo de reclutamiento en años. Muchas personas que nunca antes habían sido “políticas”, y quizá ni siquiera habían votado, acudieron a quemar a solicitantes de asilo o a agredir a musulmanes.
La ocasión para este carnaval de borrachera racista fue un aterrador apuñalamiento masivo en Southport el 29 de julio. El presunto atacante, por razones aún no discernibles, se abalanzó sobre una clase de baile de Taylor Swift, atacando a once infantes y dos personas adultas. Tres niñas resultaron muertas. Dado que el sospechoso era menor de dieciocho años, en un principio se protegió su identidad. En pocas horas, los apuñalamientos se convirtieron en un punto de convergencia para la ultraderecha, gracias a la oleada de agitación en Internet. El sospechoso, según los relatos de desinformación de la derecha, era un inmigrante que figuraba en una “lista de vigilancia del MI6” [el servicio de inteligencia británico] y que había llegado en una “pequeña embarcación”: “Ali al-Shakati”. La “migración masiva descontrolada” era la culpable del crimen serial en Southport.
Esta fantasía, que se produjo pocos días después de una gran concentración en apoyo a Tommy Robinson [un conocido demagogo xenófobo e islamófobo] en Trafalgar Square, fue impulsada por los estafadores reaccionarios habituales, Robinson y Andrew Tate entre otros. El rumor cobró aún más vigor gracias a un enjambre de cuentas reaccionarias de la industria cultural con sede en Estados Unidos. Una cuenta de Telegram, creada por fascistas o por curiosos de la moda, consiguió 14 mil miembros y desempeñó un papel directo en la incitación. Como las chispas que saltan de un horno, la agitación se extendió de las redes sociales al espacio físico. El 30 de julio, un grupo de vigilantes racistas y neonazis se reunió en St Luke’s Road, en Southport, y atacó la mezquita a ladrillazos y botellazos. Aunque los residentes participaron en la limpieza y las reparaciones al día siguiente, la furia no había hecho más que empezar. Desde finales de julio, el ciclo de disturbios recorrió el Reino Unido durante más de una semana. Poco a poco, se fueron apagando cuando, tras el anuncio de decenas de protestas de ultraderecha previstas en todo el Reino Unido en la noche del 7 de agosto, decenas de miles de antirracistas acudieron a Londres, Liverpool, Bristol, Brighton, Hastings, Southend, Northampton, Southampton, Blackpool, Derby, Swindon y Sheffield. La mayoría de las concentraciones racistas no llegaron a materializarse, y las que lo hicieron se vieron superadas en número.
En todo momento, las “preocupaciones legítimas” de los merodeadores habían sido defendidas por una facción acomodada del Lumpencommentariat, entre ellos Matthew Goodwin, Carole Malone, Dan Wootton y Allison Pearson. Más insidiosas fueron las ofuscaciones rutinarias de las principales cadenas de televisión, como la BBC, que se refirió insípidamente a estos enragés poujadistas como “manifestantes”, mientras que los presentadores del programa Good Morning Britain de la ITV se burlaron y soltaron una carcajada cuando la diputada musulmana de izquierdas Zarah Sultana calificó los disturbios de racistas. En Bolton, donde los musulmanes locales se organizaron en defensa propia contra un movimiento que había mostrado intenciones asesinas, la BBC calificó la concentración de extrema derecha como “marcha probritánica”, mientras que ITV describió cómo “manifestantes antiinmigración” fueron recibidos por “300 personas enmascaradas que gritaban Al·lahu-àkbar” [Alá es más grande].
Sin embargo, a la mañana siguiente de la manifestación antirracista del 7 de agosto, todos los formadores de opinión de ideas correctas exhalaron aliviados. “Bien por la decencia, bien por la policía”, suspiró el ex periodista de la BBC Jon Sopel. Incluso el Daily Mail, una fuente constante de pánico a la inmigración en las portadas, saludó la “Noche en que los manifestantes contra el odio se enfrentaron a los matones”. El Express, siempre un reducto de robinsonadas, vitoreó: “Gran Bretaña unida se mantiene firme contra los matones”. No hubo, por supuesto, auténtica unidad. Los que inundaron las calles para detener los disturbios habían sido calumniados recientemente como “manifestantes del odio” por políticos y expertos por igual, cuando se congregaron en apoyo de Palestina. Y aunque la mayoría de los británicos desaprobaba los “disturbios”, un número sorprendentemente elevado de personas, el 34%, apoyaba las “protestas”. Casi el 60% expresó “simpatía” por los “manifestantes”. Como era de esperar, entre los que apoyaban los “disturbios”, los seguidores de Reform UK [fuerza populista de derecha, euroescéptica y antiinmigración, impulsora del Brexit], el tercer partido más votado, estaban desproporcionadamente representados. Aun así, es un consuelo no tener que pensar.
Siguió la inevitable búsqueda de subversión extranjera. La BBC, el Mail y el Telegraph se unieron a Paul Mason y a los habituales liberales de las redes sociales para culpar a Rusia. Hay escasas pruebas de ello, como ha señalado la Oficina de Periodismo de Investigación. Pero la implicación parece ser que nada en la historia reciente de Gran Bretaña, o en el comportamiento de sus instituciones dominantes, podría haber llevado a la conflagración. Los mismos medios de comunicación que no han cesado de sembrar el pánico moral sobre la inmigración denuncian ahora la “desinformación” de las redes sociales y subrayan la importancia de los “hechos” y la “objetividad” en la vida pública.
Es cierto que el rumor desempeñó un papel fundamental en la formación de alianzas ad hoc de racistas empedernidos. Como en los disturbios de Knowsley (febrero de 2023), las acusaciones incendiarias difundidas en la industria cultural constituyeron el incidente incitador. Pero es revelador que, cuando los tribunales dieron a conocer la identidad del sospechoso el 1° de agosto, demostrando que no era ni inmigrante ni estaba en ninguna “lista de vigilancia” [ni tampoco profesaba el islam, sino el cristianismo], los alborotadores no aflojaron el paso: los peores ataques se produjeron en los días siguientes. La gente creyó los rumores porque les convenía hacerlo, porque confirmaban sus prejuicios y les daban la oportunidad de poner en práctica fantasías de venganza largamente gestadas.
Así es como ha funcionado siempre. Los rumores de una próxima masacre de blancos a manos de negros desencadenaron el pogromo de East St Louis, Illinois, en 1919. En Orleáns, en 1969, historias salaces sobre comerciantes judíos que drogaban y vendían mujeres provocaron disturbios que incluyeron ataques a tiendas de la comunidad israelita. Hacia 2002, en Guyarat, fueron las afirmaciones infundadas de que los musulmanes habían bombardeado un tren con peregrinos hindúes a bordo las que se convirtieron en pretexto para un espantoso éxtasis de violaciones y asesinatos islamofóbicos. Y en el verano de 2020, la idea de que Antifa había iniciado los incendios forestales de Oregón para asesinar a cristianos blancos y conservadores alimentó el vigilantismo armado. No podemos «comprobar» los rumores para que caigan en el olvido porque, como documenta Terry Ann Knopf en su historia de rumores y disturbios raciales en Estados Unidos, los «hechos» suelen ser irrelevantes. En momentos de emergencia, real o percibida, se desconfía de las fuentes oficiales, mientras que los «testigos» no oficiales se santifican efímeramente hasta el punto de que fogonean las fantasías alimentadas por las jerarquías raciales y el miedo a la revuelta.
Los recientes pánicos morales, ya sea sobre raza, nacionalidad o género, ya estén obsesionados con los solicitantes de asilo en “hoteles de cinco estrellas” o los “depredadores de baños” o un supuesto “hombre” compitiendo como boxeadora, comparten la sensación de que las fronteras y los límites se erosionan, de que la gente está donde no tiene por qué estar. Hombres que se convierten en mujeres, ricos que se convierten en pobres. Los blancos, como le preocupaba a David Starkey, se convierten en negros. La mayoría se convierte en minoría. Se trata de un fantasma sorprendentemente móvil, que facilita el cambio de racionalizaciones. Cuando se reveló la identidad del sospechoso de Southport, por ejemplo, el tema cambió rápidamente. Se convirtió en el hecho de que era “hijo de inmigrantes ruandeses”, como dijo Matthew Goodwin en un posteo de Substack. A pesar de no saber nada sobre el móvil del crimen, de repente se trataba de un problema de “integración” o, como decían algunos de los poetas en línea, de “valores británicos”.
Se trata de un giro intrigante: las acciones de un asesino de masas blanco (por ejemplo, el asesino incel Jake Davison) no se prestarían a preguntas tan dolorosas. El hecho de que lo que está en juego es la pertenencia “étnica” fue aclarado por Goodwin, cuando fue interrogado por Ash Sarkar en el programa de la BBC Moral Maze. Mucha gente es inglesa, dijo, sin serlo “étnicamente”. Escribiendo en Substack, canalizó los “temores” de los “británicos e ingleses” que, según nos informó, están preocupados por el “declive de la mayoría y el cambio demográfico”. Incluso expresado en términos de “etnia”, no de “raza”, es difícil no ver esto como una versión suave de lo que Chetan Bhatt describió como la obsesión metafísica de la ultraderecha blanca de hoy: el miedo a la extinción blanca. Es Britannia soñando con su caída [sutil alusión a De Excidio Britanniae o “Sobre la ruina de Britania”, del monje cristiano Gildas, célebre obra medieval del siglo VI].
Se trata de una teodicea laxa, que afirma que, sea cual sea el dolor que sufre la gente en un país con un nivel de vida estancado, infraestructuras en ruinas y un estado cada vez menos democrático y autoritario, debe ser producto de las “fronteras rotas”. A falta del horizonte «utópico» de un fascismo de entreguerras basado en la expansión colonial, la ultraderecha actual se ha obsesionado con las fronteras. Se ha replegado a un estatismo nacional defensivo, como contenedor de una serie de demarcaciones tradicionales a lo largo de líneas de género y étnicas, cuya observancia se describe invariablemente como “integración”.
Esto parasita el discurso oficial. En los últimos años, hemos oído decir a políticos de alto nivel que los “islamistas” gobiernan el país, que los manifestantes pacíficos de Gaza son una “turba de matones”, que un debate parlamentario sobre el alto el fuego en Gaza tuvo que ser interrumpido para evitar el asesinato terrorista de diputados, que “Hamás” era el culpable de los malos resultados de los laboristas en West Midlands, que los solicitantes de asilo deberían ser etiquetados, que demasiados inmigrantes trabajan en el Servicio Nacional de Salud, que los solicitantes de asilo son caros y peligrosos, que Rishi Sunak es “el primer ministro más liberal que hemos tenido en materia de inmigración”, y que tanto los conservadores como los laboristas “detendrían los barquitos” que traen refugiados a las costas británicas. Y por mucho que haya habido un consenso bipartidista a la hora de inclinarse por las guerras culturales racistas, los dos principales partidos están ahora afiliados a alguna variante del pánico transfóbico.
Del mismo modo que el liberalismo fracasa culpando de todo al Brexit o a Rusia mientras ignora las células convectivas de la tormenta que se han ido acumulando a plena vista, la izquierda tiene a menudo su propia narrativa complaciente en la cual la violencia racista popular es una expresión distorsionada de “intereses materiales”. Esto suele traducirse en un llamamiento a centrarse en “cuestiones básicas” en lugar de en “políticas identitarias”: como si pudiéramos sortear las desconcertantes pasiones suscitadas por la raza y la etnia ofreciendo puestos de trabajo y salarios. No cabe duda de que necesitamos más pan y manteca, pero eso es estrictamente ortogonal a lo que está ocurriendo. El racismo funciona a veces como una forma de política de clase desplazada o distorsionada, pero no siempre. Las “preocupaciones legítimas” de estos alborotadores tienen que ver con la idea del estatus étnico perdido. Cuando se invoca engañosamente a la “clase obrera blanca”, “blanco” es el término operativo: la idea es que a los trabajadores, lejos de ser explotados, se les ha negado el reconocimiento moral apropiado como miembros blancos de la nación por parte de unas “élites” demasiado entusiastas a la hora de extender el reconocimiento a las minorías. Se trata de recuperar el “salario de la blancura” perdido.
Mientras tanto, los que se sienten atraídos por esta política etnonacionalista se niegan rotundamente a ser especialmente pobres o marginados. Puede que hayan experimentado un relativo declive de clase o que habiten en regiones declinantes, pero es tan probable que sean de clase media como que sean obreros. El racismo no expresa tanto un agravio de clase fuera de lugar, como la organización de las emociones tóxicas del fracaso, la humillación y el declive. El terror a la “extinción blanca”, en esa medida, es el miedo a que, sin fronteras o límites rígidos, los que hasta ahora han estado protegidos se sumerjan en la masa precarizada de la humanidad. La hipertrófica excitación de los pogromistas, y su manifiesto entusiasmo ante la idea de la aniquilación, les da algo que hacer al respecto. Es su alternativa a los omnipresentes efectos de parálisis y depresión, en una civilización moribunda.
Richard Seymour
EN EL VACÍO
Atrapado en el exilio estadounidense, allá por 1941, Karl Korsch analizó el éxito del Blitzkrieg [guerra relámpago] en Grecia e intentó, heroicamente, ofrecer una interpretación socialista. La ofensiva alemana, escribió en una carta a Bertolt Brecht, expresaba una “energía izquierdista frustrada” y un deseo desplazado de control obrero. Alexander Kluge y Oskar Negt resumieron la posición de Korsch de la siguiente manera:
“…en su vida civil, la mayoría de las tripulaciones de los tanques de las divisiones alemanas eran mecánicos o ingenieros de automóviles (es decir, trabajadores industriales con experiencia práctica). Muchos de ellos procedían de las provincias alemanas que habían sufrido sangrientas masacres a manos de las autoridades en las Guerras Campesinas (1524-1526). Según Korsch, tenían buenas razones para evitar el contacto directo con sus superiores. Casi todos ellos recordaban también vívidamente la guerra de posiciones de 1916, también a consecuencia de la actuación de sus superiores, en los que a partir de entonces tenían poca fe… Según Korsch, de este modo fue posible que las tropas inventaran para sí mismas el Blitzkrieg de forma espontánea, a partir de motivos históricos que tenían a mano.”
Resulta tentador –y consolador– contemplar los recientes disturbios en Gran Bretaña a través de este prisma. En regiones que una vez fueron hervideros de agitación ludita y autoorganización obrera, la vieja demanda de control obrero parece haberse pervertido ahora en violencia xenofóbica: un anhelo de derrocar el régimen burgués, sustituido por un intento de aplastar a sus sujetos más débiles. Uno quisiera creer, con Korsch, que detrás de la máscara de la reacción hay todavía algún elemento potencialmente emancipador.
En su reciente artículo para Sidecar [véase arriba], Richard Seymour sortea hábilmente este economicismo. Insiste en que los disturbios no deben entenderse en términos de una libido izquierdista erróneamente sublimada, sino como una expresión de la podredumbre del capitalismo tardío. No se trata de una insurgencia que hay que reconducir, sino de un impulso que hay que sofocar. Lo esencial de su diagnóstico es indiscutible: que la composición de clase de los alborotadores no era homogéneamente proletaria, que no respondían a acontecimientos que representaran una verdadera “amenaza inmigrante”, que sus acciones fueron incitadas tanto por la dirigencia política como por el Lumpencommentariat digital, y que la concatenación se debe más a una febril desinformación que a las auténticas quejas de los desposeídos.
Seymour también tiene razón al señalar el carácter contemporáneo de los disturbios: flashmobs de una extrema derecha recientemente conectada a la red, en lugar de un retorno a la militancia de los Freikorps. Hitler y Mussolini prometieron forjar imperios coloniales del tipo que sus competidores franceses y británicos habían adquirido tiempo atrás. Su ambición era derribar fronteras, no reforzarlas. La ultraderecha actual, por el contrario, pretende proteger al Viejo Mundo del resto del planeta, admitiendo que el continente ya no será protagonista en el siglo XXI y que lo mejor que puede esperar es protección frente a las hordas poscoloniales.
Es más fácil reprochar a Seymour lo que no dice que lo que dice. Es cierto que los disturbios no son una expresión retorcida de “intereses materiales”. Pero esto no debería llevarnos a una forma de superestructuralismo que reprime las raíces económicas de la crisis actual. La palabra “austeridad” no aparece en el artículo de Seymour; “región” sólo aparece una vez, a pesar de que prácticamente todos los disturbios tuvieron lugar en zonas duramente golpeadas por los recortes de Cameron, muchas de ellas contadas entre las más pobres del norte de Europa. Si la perspectiva korschiana puede caer en un apologismo perezoso, existe también una especie de antieconomicismo que corre el riesgo de oscurecer el terreno social y renunciar así a la perspectiva de cambiarlo. Para comprender la situación inflamable a la que apunta la ultraderecha pirómana, necesitamos menos psicología de masas y más economía política.
Al centrarse en las “desconcertantes pasiones suscitadas por la raza y la etnia”, por ejemplo, Seymour pasa por alto cómo los factores económicos sustentan el peculiar estatus esquizoide de la inmigración en la vida pública británica. El powellismo [por Enoch Powell, 1912-1998, político inglés recordado por su credo patriotero, imperialista, euroescéptico y antiinmigración], como señaló en su día Tom Nairn, fue una reacción de las élites a una estrategia industrial que dependía de los trabajadores [inmigrantes] del antiguo imperio. (El discurso de los “ríos de sangre” fue principalmente una respuesta al intento del gobierno [laborista] de Wilson de poner fin a la discriminación en la prestación de servicios públicos). Este suministro de mano de obra siguió siendo esencial tras la desindustrialización, ya que la expansión demográfica se hizo necesaria para sostener el sector servicios en crecimiento. A pesar de todo su bombardeo retórico, el Partido Conservador no ha hecho nada para cambiar este frágil modelo de crecimiento. No redujo las cifras de inmigración en la última década, ni articuló siquiera un equivalente inglés más suave del reshoring bidenista.
Entretanto, el descontento popular ha ido en aumento al menos desde finales de la década de 2000, con una sensación cada vez mayor en el extremo inferior del mercado laboral de que, aunque la inmigración no es la causa de los bajos salarios, sigue siendo una parte indispensable del régimen de bajos salarios con el que está comprometida la élite política. Lo que hemos presenciado en las últimas semanas es la explosión de ese descontento en la forma “hiperpolítica” que domina la década de 2020: agitación sin organización duradera, espontaneísmo efímero sin construcción de fortalezas institucionales. Que el sistema electoral mayoritario del Reino Unido no pueda procesar el ascenso de estas fuerzas de extrema derecha podría ser otro motor subterráneo de la violencia callejera: si no pueden conseguir una representación parlamentaria estable, como en otros lugares de Europa, entonces la actividad extraparlamentaria se vuelve fatalmente atractiva.
El neopowellismo actual es un intento de gestionar y contener retóricamente esta contradicción en el corazón de la financiarización británica: una economía dependiente de la mano de obra barata para sus escasas tasas de crecimiento, incapaz de ofrecer una productividad significativa, con una población que cada vez desea más que el estado monte algún tipo de intervención sistémica. A este telón de fondo económico se añaden otros factores más propios del siglo XXI: la caída del precio de la cocaína, que ya no sólo se consume en bufetes de abogados y clubes nocturnos, sino también en partidos deportivos y bares; la supresión del hooliganismo en el fútbol británico, que ha desplazado a más varones jóvenes al entorno de la ultraderecha, un mundo que existe principalmente en Internet, pero donde los escuadrones de terror nocturnos proporcionan al menos una fugaz sensación de colectividad social.
También está la dimensión internacional. ¿Es sorprendente que una nación que se autoproclama perro de presa de un hegemón imperial en declive, y que apoya incondicionalmente el genocidio en Cercano Oriente, vea cómo esa beligerancia rebota en el frente interno? El Reino Unido, al haber normalizado el intento en curso de exterminar a la población «sobrante» en Israel y así resolver el Palästinenserfrage de una vez por todas, ha dado un fuerte impulso a quienes desean habilitar la violencia antimusulmana aquí en casa.
A diferencia de las variedades dominantes de antisemitismo, el sentimiento antiislámico no suele hacer proyecciones de omnipotencia global. En cambio, presenta al musulmán como una figura peligrosamente ambigua. En el mundo de suma cero del capitalismo tardío, se considera que su capacidad para mantener un mínimo de cohesión comunitaria les ha equipado mejor para competir en el mercado laboral. Más que un miedo al otro, el sentimiento antimusulmán es un miedo a lo mismo: alguien en una posición de igual dependencia del mercado, pero que se considera más eficaz para protegerse de sus embates. Al mismo tiempo, el musulmán también es visto como un agente subalterno de la abstracción que las finanzas han infligido al mundo de la estabilidad de posguerra: alguien que está fuera de lugar, que está haciendo que “las fronteras y los límites se erosionen”, como dice Seymour.
En 1913, Lenin afirmó polémicamente que detrás de las Centurias Negras –la fuerza monárquica reaccionaria que dio al mundo la noción de pogromismo– se podía detectar una “democracia campesina ignorante, democracia del tipo más burdo, pero también extremadamente arraigada”. En su opinión, los terratenientes rusos habían intentado “apelar a los prejuicios más arraigados del campesino más atrasado” y “jugar con su ignorancia”. Sin embargo, “este juego no puede jugarse sin riesgo”, matizó, y “de vez en cuando la voz de la vida campesina real, la democracia campesina, irrumpe a través de toda la mojigatería y el cliché de los centenanegristas”.
No hay ningún núcleo emancipador reprimido en los disturbios, ninguna “energía” que pueda recuperarse. En este sentido, hay que abjurar del tipo de esperanza desesperada que Korsch leyó en el Blitzkrieg. Pero bajo el pogromismo británico todavía subyace un universo de miseria que es tarea histórica de la izquierda combatir. Las estrategias exitosas para hacerlo escasean. Las marchas, del tipo de las que se celebran ahora en Londres cada mes, pueden ser una forma útil de afirmar una línea política. Siguen siendo un requisito mínimo de la política socialista. Pero son inadecuadas para ocupar el vacío que ahora está colonizando la derecha neopowelista. En la descripción de Seymour, este mundo se queda a menudo rezagado. La izquierda debe asegurarse de que se mantiene en foco.
Anton Jäger
LAS HUELLAS DE STARMER (Y NO SÓLO DE LOS CONSERVADORES)
ESTÁN EN TODOS LOS DISTURBIOS RACIALES DE GRAN BRETAÑA
Imagínense esta escena, si pueden. Durante varios días, turbas violentas se han concentrado en el centro de las ciudades británicas y se han enfrentado a la policía en un intento de llegar a las sinagogas para atacarlas.
Enarbolando banderas de Inglaterra y Union Jacks [banderas del Reino Unido], y armados con bates de cricket y barras metálicas, los alborotadores han desmontado muros de jardín para lanzar ladrillos.
Las bandas han arrasado zonas residenciales donde se sabe que viven judíos, rompiendo ventanas e intentando derribar puertas. Los alborotadores atacaron e incendiaron un hotel identificado como alojamiento de solicitantes de asilo judíos, un acto que podría haber quemado vivos a sus ocupantes.
Durante días, los medios de comunicación y los políticos se han referido principalmente a estos sucesos como “matonismo” de extrema derecha, y han hablado de la necesidad de restablecer la ley y el orden.
En medio de todo esto, una joven diputada judía es invitada a un importante programa matinal de televisión para hablar de los acontecimientos. Cuando argumenta que estos ataques deben ser claramente identificados como racistas y antisemitas, uno de los presentadores del programa arremete contra ella y la ridiculiza.
De cerca, se ve a dos hombres blancos, un ex ministro del gabinete y un ejecutivo de uno de los periódicos más importantes del Reino Unido, que se ríen abiertamente de ella.
Ah, y por si todo esto no resulta demasiado rocambolesco, el presentador de TV que se burla de la joven diputada es el marido de la ministra del Interior responsable de la vigilancia policial de estos acontecimientos.
El escenario es tan horriblemente escandaloso que nadie puede concebirlo. Pero es exactamente lo que ocurrió la semana pasada, con la diferencia de que la turba no se dirigía contra judíos, sino contra musulmanes; la joven diputada no era judía, sino Zarah Sultana, la diputada musulmana de más alto nivel del país; y su demanda no era que la violencia se identificara como antisemita, sino como islamofóbica.
Supongo que ahora todo suena mucho más plausible. Bienvenidos a una Gran Bretaña que luce con orgullo su islamofobia, y no sólo en las calles de Bolton, Bristol o Birmingham, sino en un estudio de televisión londinense.
“Protestas probritánicas”
La islamofobia es tan bipartidista en la Gran Bretaña actual que los reporteros de la BBC se refirieron en al menos dos ocasiones a las turbas que coreaban consignas antimusulmanas y contra la inmigración como “manifestantes probritánicos”.
El principal foco de atención de las noticias nocturnas no ha sido el racismo antimusulmán que impulsaba a la muchedumbre, ni la semejanza de los disturbios con los pogromos. En su lugar, se han destacado las amenazas físicas a las que se enfrenta la policía, el auge de la extrema derecha, la violencia y el desorden, y la necesidad de una respuesta firme por parte de la policía y los tribunales.
El detonante de los disturbios fue la desinformación: que tres niñas pequeñas asesinadas a puñaladas en Southport el 29 de julio habían sido asesinadas por un solicitante de asilo musulmán. En realidad, el presunto asesino nació en Cardiff [la capital de Gales] de padres ruandeses y no es musulmán [es cristiano].
Pero los políticos y los medios han contribuido con sus propias formas de desinformación.
La cobertura periodística ha contribuido en gran medida –y se ha hecho eco– de la agenda racista de los alborotadores, al confundir el ataque violento a comunidades musulmanas asentadas desde hace tiempo con la preocupación general por la inmigración “ilegal”. La información ha convertido «inmigrante» y «musulmán» en sinónimos con la misma facilidad con que antes había convertido «terrorista» y «musulmán» en sinónimos.
Y por la misma razón.
Al hacerlo, los políticos y los medios han vuelto a hacer el juego a la mafia de ultraderecha que aparentemente denuncian.
O visto de otro modo, la mafia está haciendo el juego a los medios y los políticos, que afirman que quieren que prevalezca la calma mientras siguen avivando las tensiones.
Los jóvenes musulmanes que acudieron a defender sus hogares, mientras la policía se esforzaba por hacer frente a la embestida, fueron calificados de “contramanifestantes”. Era como si se tratara simplemente de un enfrentamiento entre dos grupos con reivindicaciones contrapuestas, con la policía –y el estado británico– atrapados en el medio.
De nuevo, ¿podemos imaginarnos a pogromistas amotinados llenos de odio, que intentan quemar vivos a judíos, siendo descritos como “manifestantes”, e incluso como “probritánicos”?
Nada de esto ha surgido de la nada. El actual ambiente antimusulmán ha sido alimentado por ambos bandos políticos durante años.
La clase dirigente británica tiene todos los incentivos para seguir canalizando la ira pública por los problemas económicos –como la escasez de empleo y vivienda, el desmoronamiento de los servicios públicos y el aumento vertiginoso del costo de la vida– hacia chivos expiatorios, como los inmigrantes, los solicitantes de asilo y los musulmanes.
Si no lo hiciera, sería mucho más fácil para el público identificar a los verdaderos culpables: una clase dominante que ha estado impulsando interminables políticas de austeridad mientras desviaba la riqueza común.
“Relación abusiva”
Es fácil argumentar en contra de la derecha.
Sayeeda Warsi, diputada conservadora y ex ministra del gabinete, lleva más de una década advirtiendo que su partido está lleno de intolerantes que odian a los musulmanes, tanto entre los afiliados en general como entre los altos cargos.
Ya había declarado en 2019: “Sí, me siento como si estuviera en una relación abusiva en este momento… No es sano para mí seguir ahí con el partido conservador”.
Una encuesta reciente reveló que más de la mitad de los miembros del partido conservador creen que el islam es una amenaza para lo que se ha denominado “modo de vida británico”, muy por encima de la opinión pública en general.
Ese racismo se extiende desde la cúspide hasta la base del partido.
Boris Johnson, cuya novela Setenta y dos vírgenes comparaba a las mujeres musulmanas con velo con buzones, obtuvo el respaldo en su carrera a primer ministro de figuras de extrema derecha como Tommy Robinson, que ha estado fomentando la actual ola de disturbios desde un escondite en Chipre.
Warsi fue especialmente crítica con Michael Gove, uno de los actores clave de los sucesivos gobiernos conservadores. Observó: “Creo que la opinión de Michael es que no existen musulmanes no problemáticos”.
Eso puede explicar por qué el partido se ha negado repetidamente a abordar la islamofobia patente y rampante en sus filas. Por ejemplo, los dirigentes reincorporaron discretamente a quince concejales suspendidos por comentarios islamofóbicos extremos, una vez que se hubo calmado el furor.
Incluso cuando la dirección se vio finalmente acorralada para aceptar una investigación independiente sobre la intolerancia antimusulmana en el partido, ésta se diluyó rápidamente, convirtiéndose en una “investigación general sobre los prejuicios de todo tipo”.
“La turba inunda el Reino Unido”
En febrero, poco después de que Lee Anderson dimitiera como vicepresidente del Partido Conservador, declaró que los “islamistas” habían “tomado el control” de Sadiq Khan, alcalde de Londres. El alcalde, añadió Anderson, había “regalado nuestra capital a sus compañeros”.
Fue suspendido del partido parlamentario Tory cuando se negó a disculparse. Pero incluso entonces, los líderes conservadores, incluido el entonces primer ministro, Rishi Sunak, y su adjunto, Oliver Dowden, se negaron a calificar los comentarios de Anderson de racistas o islamofóbicos.
Dowden sólo sugirió que Anderson había usado “palabras equivocadas”.
Sunak ignoró por completo la retórica incendiaria y llena de odio de Anderson, redirigiendo en cambio la ira pública hacia las marchas contra la matanza israelí de palestinos en Gaza, o las cuales describió como una supuesta “explosión de prejuicios y antisemitismo”.
Anderson pronto desertó y se pasó al Partido Reformista de Nigel Farage, aún más agresivamente antiinmigrante.
Suella Braverman, ex ministra del Interior, proclamó algo parecido: “La verdad es que ahora mandan los islamistas, los extremistas y los antisemitas”.
Los medios de comunicación de derechas, desde GB News al Daily Mail, se han hecho eco regularmente de tales sentimientos, comparando a los inmigrantes –de los que invariablemente se da a entender que son musulmanes– como una “turba” que inunda las fronteras británicas, arrebatando puestos de trabajo y viviendas.
Incluso el organismo encargado de identificar y proteger a las minorías étnicas hizo una excepción demasiado obvia en el caso de la islamofobia institucional.
La Comisión de Igualdad y Derechos Humanos se había mostrado muy dispuesta a investigar al Partido Laborista por lo que resultaron ser denuncias de antisemitismo contra sus miembros, en su mayoría sin pruebas.
Pero el mismo organismo se ha negado rotundamente a llevar a cabo una investigación similar sobre la islamofobia bien documentada en el Partido Conservador, a pesar de haber recibido un informe del Consejo Musulmán de Gran Bretaña con acusaciones de intolerancia de 300 figuras del partido.
“Detener los barcos”
El primer ministro laborista, Keir Starmer, encabeza ahora una ofensiva de alto nivel contra la violencia de la extrema derecha, creando un “ejército permanente” de escuadrones de policía antidisturbios y presionando para que se dicten sentencias rápidas y severas.
Sus partidarios celebraron su éxito en su primera gran prueba como primer ministro la semana pasada, cuando los disturbios previstos para el miércoles no se materializaron.
Pero desde que se convirtió en líder laborista hace cuatro años, Starmer también ha desempeñado un papel directo en alimentar el clima antimusulmán, un clima que animó a la ultraderecha a salir a la calle.
En su campaña por el Número 10 [apodo con que se conoce la sede del primer ministro de Gran Bretaña], tomó la decisión consciente de competir con los tories en el mismo terreno político, desde la “inmigración ilegal” hasta el patriotismo y la ley y el orden.
Ese terreno político fue moldeado por una política exterior del Nuevo Laborismo hace 20 años, que ha tenido repercusiones internas de gran alcance, estigmatizando a los musulmanes –británicos y no británicos– como desleales y propensos al terrorismo.
En consonancia con Estados Unidos, el gobierno laborista de Tony Blair emprendió una guerra brutal e ilegal contra Irak en 2003, que dejó más de un millón de iraquíes muertos y muchos millones más sin hogar. Muchos más fueron arrastrados a lugares oscuros para ser torturados.
Junto con una violenta y prolongada ocupación de Afganistán por parte de EE.UU. y el Reino Unido, la invasión de Irak desencadenó el caos regional y engendró nuevas y nihilistas formas de militancia islamista, especialmente en la forma del grupo Estado Islámico.
La brutal cruzada de Blair en Cercano Oriente –a menudo presentada por él como un “choque de civilizaciones”– estaba destinada a alienar a muchos musulmanes británicos y a radicalizar a un pequeño número de ellos en un nihilismo similar.
En respuesta, los laboristas introdujeron la llamada estrategia de prevención, que se centraba cínicamente en la amenaza de los musulmanes y confundía un desencanto totalmente explicable con la política exterior británica con una tendencia supuestamente inexplicable e inherentemente violenta dentro del islam.
Starmer tomó como modelo de liderazgo el de Blair, y contrató a muchos de sus mismos asesores.
Como resultado, no tardó en imitar obsesivamente a los conservadores en un intento por recuperar el llamado voto del Muro Rojo [los bastiones históricos del laborismo]. La pérdida de zonas urbanas del norte de Inglaterra en las elecciones generales de 2019, a favor de los conservadores, se debió en gran parte a la confusa posición de los laboristas sobre el Brexit, de la que Starmer fue el principal responsable.
Starmer se orientó firmemente hacia la derecha en materia de inmigración, siguiendo al Partido Conservador cuando éste viró aún más a la derecha en su intento de atajar una insurgencia electoral del Partido Reformista de Farage.
Como líder de la oposición, Starmer se hizo eco de los conservadores al insistir en “detener las pateras” y “acabar con las bandas de contrabandistas”. El subtexto era que los inmigrantes y solicitantes de asilo, que huían de los mismos problemas que el Reino Unido había provocado en Medio Oriente Medio, constituían una amenaza para el “modo de vida” británico.
Era una reinvención del discurso del “choque de civilizaciones” que Blair había defendido.
Días antes de las elecciones generales del mes pasado, Starmer fue más allá y promovió un racismo de «silbato de perro» del tipo que suele asociarse con los conservadores.
El líder laborista señaló a la comunidad bangladesí de Gran Bretaña como una contra la que actuaría con más resolución a la hora de llevar a cabo las deportaciones. “Por el momento, no se expulsa a la gente que viene de países como Bangladés”, dijo a una audiencia de lectores del Sun.
Guerra a la izquierda
Pero había otra razón, aún más cínica, por la cual Starmer hizo de la política racial y sectaria el centro de su campaña. Estaba desesperado no sólo por ganarse el voto de los conservadores, sino por aplastar a la izquierda laborista y su programa político.
Durante décadas, Jeremy Corbyn, su predecesor, había sido celebrado por la izquierda laborista –y vilipendiado por la derecha laborista– por su política antirracista y su apoyo a luchas anticoloniales como la de los palestinos.
Por sus problemas, el establishment político y mediático británico difamó a Corbyn de todas las formas posibles. Pero fue la acusación de antisemitismo –y su confusión con cualquier cosa que fuera una leve crítica a Israel– la que resultó más perjudicial.
La misma Comisión de Igualdad que se negó rotundamente a investigar a los conservadores por islamofobia, se apresuró a reforzar las calumnias contra el Partido Laborista de Corbyn como institucionalmente antisemita, a pesar de que el organismo tuvo dificultades para presentar pruebas.
Con el camaleónico Starmer es difícil adivinar unas convicciones políticas determinadas. Pero está claro que no iba a arriesgarse a correr la misma suerte. Los izquierdistas del partido, incluido Corbyn, fueron purgados a toda prisa, al igual que todo lo que olía a una agenda de izquierdas.
Starmer se convirtió en un rabioso animador de la OTAN y sus guerras, y en un defensor de Israel, incluso después del 7 de octubre, cuando cortó el suministro de alimentos y agua a los 2,3 millones de habitantes de Gaza, algo que el más alto tribunal del mundo pronto calificaría de genocidio “plausible”.
Para entonces, la guerra de Starmer contra la izquierda y su política estaba muy avanzada.
“Amenaza” extinguida
La naturaleza de ese ataque entre facciones ya quedó clara en abril de 2020, poco después de que Starmer tomara las riendas del laborismo, cuando se filtró un embarazoso informe interno del partido.
Entre otras muchas cosas, mostraba cómo, durante el liderazgo de Corbyn, la derecha laborista había tratado de perjudicarle a él y a sus partidarios utilizando las calumnias antisemitas como arma preferida.
Starmer, que aún no se había decidido a asumir el cargo e intentaba evitar una revuelta interna por las revelaciones, nombró a Martin Forde KC para que llevara a cabo una revisión independiente de la filtración.
Tras largos retrasos, causados en gran parte por las obstrucciones de los dirigentes del partido, Forde publicó sus conclusiones en el verano de 2022. Forde identificó lo que denominó una “jerarquía del racismo”, donde la derecha laborista había intentado utilizar el antisemitismo como arma contra la izquierda, incluidos sus miembros negros y asiáticos.
Quizá no sorprenda que los laboristas pertenecientes a minorías étnicas tiendan a compartir más terreno político con Corbyn y la izquierda laborista, especialmente en su firme oposición al racismo y a la opresión colonial de los palestinos durante décadas.
La derecha laborista y Starmer lo consideraron una amenaza que estaban decididos a eliminar.
Un documental de Al Jazeera emitido en septiembre de 2022, basado en más documentos de los que Forde había conseguido, descubrió la islamofobia rampante de los dirigentes de Starmer y de la derecha laborista.
Una de las víctimas de las purgas de Starmer contra la izquierda describió a los hacedores del programa laborista de estos últimos años como una “conspiración criminal contra sus miembros”.
La investigación de Al Jazeera descubrió que los miembros musulmanes del partido, incluidos los concejales locales, habían estado firmemente en el punto de mira de la derecha laborista.
Se reveló que dirigentes del partido habían actuado en connivencia para ocultar la violación de la ley, la vigilancia encubierta y la recopilación de datos sobre miembros musulmanes, como preludio a la suspensión de toda la circunscripción londinense de Newham, al parecer porque se temía que estuviera dominada por la comunidad asiática local.
El personal perteneciente a minorías étnicas de la oficina central laborista que presentó quejas por estas acciones discriminatorias fue despedido de sus puestos de trabajo.
Purgas
Los laboristas continuaron sus purgas visibles hasta las elecciones generales de julio, excluyendo y eliminando cínicamente a los candidatos de izquierdas, negros y musulmanes en el último minuto, para que no hubiera tiempo de impugnar la decisión.
La víctima más sonada fue Faiza Shaheen, una economista que ya había sido elegida candidata parlamentaria por Chingford y Woodford Green hasta que fue descartada de forma muy pública y poco ceremoniosa. Preguntado por la decisión, Starmer dijo que sólo quería “candidatos de la más alta calidad”.
Una campaña similar para humillar y debilitar a Diane Abbott, la primera diputada negra y aliada de Corbyn, se prolongó durante semanas antes de resolverse a regañadientes a su favor.
La insinuación, apenas velada, fue una vez más que los candidatos musulmanes y negros no eran de fiar, que eran sospechosos.
Más tarde se supo que los dirigentes de Starmer habían enviado una carta legal amenazadora a Forde después de que éste hablara con Al Jazeera sobre el racismo en el partido. Forde concluyó que se trataba de un intento apenas velado de “silenciarle”.
Poco después de ganar una abrumadora mayoría parlamentaria con uno de los porcentajes de votos más bajos de la historia del Partido Laborista, Starmer suspendió de hecho a un puñado de diputados de izquierdas del partido parlamentario, como ya había hecho antes con Corbyn. Su delito fue votar a favor de terminar con la pobreza infantil.
La más visible fue Zarah Sultana, la joven diputada musulmana que había sido atacada y abucheada en Good Morning Britain por argumentar que los disturbios debían ser identificados como islamofóbicos.
Peligrosa confusión
Aunque se ha comprendido ampliamente que Starmer estaba decidido a aplastar a la izquierda laborista, las inevitables consecuencias de esa política –especialmente en relación con amplios sectores de la población musulmana británica– han sido mucho menos examinadas.
Una de las formas en que Starmer se distanció de Corbyn y de la izquierda fue hacerse eco de Israel y de la derecha británica al redefinir el antisionismo como antisemitismo.
Es decir, ha desprestigiado a quienes opinan, como los jueces del Tribunal Mundial, que Israel es un estado de apartheid y que ha asignado a los palestinos derechos inferiores en función de su etnia.
También ha vilipendiado a quienes creen que la matanza de Israel en Gaza es el punto final lógico de un Estado de apartheid racista que no está dispuesto a firmar la paz con los palestinos.
Dos grupos en particular han sentido toda la fuerza de esta equiparación de la condena a los crímenes de Israel contra los palestinos –a saber, el antisionismo– con el antisemitismo.
Uno son los judíos laboristas de izquierdas. El partido ha intentado asiduamente ocultar su existencia a la opinión pública porque es demasiado evidente que perturban su discurso antisemita. Proporcionalmente, el mayor grupo expulsado y suspendido del laborismo ha sido el de los judíos críticos con Israel.
Pero a la inversa, y de forma aún más peligrosa, la confusión de Starmer ha servido para tachar visiblemente de antisemitas a los musulmanes en general, dado que son la comunidad más ruidosa y unida a la hora de oponerse al “plausible” genocidio de Israel en Gaza.
Las denuncias de Starmer de que los antisionistas odian a los judíos han reforzado –intencionadamente o no– la caricatura venenosa que los conservadores han estado promoviendo del islam como una religión inherentemente odiosa y violenta.
La guerra genocida de Israel contra Gaza durante los últimos 10 meses –y las horrorizadas reacciones de millones de británicos ante la matanza– ha puesto de relieve el problema del enfoque de Starmer.
Puede que el líder laborista haya evitado la retórica incendiaria de Braverman, que denunció como “marchas del odio” las protestas masivas y pacíficas contra la matanza. Pero se ha hecho eco sutilmente de sus sentimientos.
Al rechazar el antirracismo y el anticolonialismo de la izquierda, ha tenido que dar prioridad a los intereses de un estado extranjero genocida, Israel, por encima de las preocupaciones de los críticos de Israel.
Y para que su postura parezca menos innoble, ha tendido, igual que los conservadores, a pasar por alto la diversa composición racial de quienes se oponen a la matanza.
Prueba de lealtad
El objetivo ha sido intentar desacreditar las marchas ocultando el hecho de que cuentan con apoyo multirracial, que han sido pacíficas, que muchos judíos han tomado parte destacada y que su mensaje es contra el genocidio y el apartheid, y a favor de un alto el fuego.
En cambio, el planteamiento de Starmer ha insinuado que los extremistas musulmanes de Gran Bretaña, mediante sus cánticos y comportamientos, están modelando las protestas de una forma que probablemente infunde temor a los judíos.
El líder laborista ha afirmado “ver el odio marchando codo con codo con los llamamientos a la paz, gente que odia a los judíos escondiéndose detrás de gente que apoya la justa causa de un estado palestino”.
Es una versión legal y codificada del Londonistan de la derecha racista –la supuesta toma de la capital del Reino Unido por los musulmanes– y de las calumnias, ahora incluso de asesores gubernamentales, de que las marchas semanales en solidaridad con el sufrimiento de Gaza están convirtiendo las ciudades británicas en “zonas prohibidas” para los judíos.
Las palabras de Starmer –ya sea a propósito o no– han dado vida a la absurda acusación de la derecha racista de que existe una “policía de dos niveles”, donde la policía supuestamente tiene tanto miedo de enfrentarse a la comunidad musulmana que la ultraderecha tiene que hacer su trabajo por ellos.
La realidad de esta doble actuación policial quedó patente el mes pasado, cuando un video mostró a un agente de policía golpeando con una pistola eléctrica en la cabeza a un musulmán inerte tras un altercado en el aeropuerto de Mánchester. El hermano del hombre fue agredido con las manos en la nuca, y la abuela de ambos denunció que también había sido electrocutada.
Como en el caso de los conservadores, el apoyo incondicional de Starmer a Israel desde el 7 de octubre –y su calificación de las protestas contra la mortandad como una amenaza para las comunidades judías– ha creado una prueba de lealtad implícita y no declarada. Una prueba que da por sentado que la mayoría de los judíos británicos son patriotas, al tiempo que cubre con un manto de sospecha a los musulmanes británicos, quienes tienen que demostrar que no son extremistas ni potencialmente terroristas.
Los dos principales partidos parecen creer que está bien que los judíos británicos animen a sus correligionarios en Israel, mientras el ejército israelí bombardea y mata de hambre a los niños palestinos en Gaza, e incluso que no hay nada malo en que algunos de ellos se dirijan a Medio Oriente para participar directamente en la matanza.
Pero los dos partidos también insinúan que puede ser desleal que los musulmanes marchen en solidaridad con sus correligionarios de Gaza, aunque estén siendo masacrados por Israel, o que alcen la voz contra décadas de beligerante ocupación y asedio israelíes, que el más alto tribunal del mundo ha dictaminado que son ilegales.
En otras palabras, Starmer ha respaldado tácitamente una lógica que considera que ondear una bandera palestina en una manifestación es más peligroso y ajeno a los valores británicos que unirse a un ejército extranjero para cometer asesinatos en masa (o que enviar armas a ese ejército para que masacre a civiles).
Recuperar las calles
Hay indicios de que la alienación por parte de Starmer de amplios sectores de la comunidad musulmana (insinuando que sus opiniones sobre Gaza equivalen a “extremismo”) puede haber sido intencionada y diseñada para impresionar a los votantes de la derecha.
Una “fuente laborista de alto nivel” dijo a los periodistas que el partido acogía con satisfacción la dimisión de decenas de concejales laboristas por los comentarios de Starmer en apoyo de que Israel mate de hambre a la población de Gaza. Se trataba, dijo la fuente, de que el partido “se sacaba las pulgas”.
Los leales a Starmer, derrocado en las elecciones generales del mes pasado por los independientes de izquierdas (incluido Corbyn, que se presentaban con una plataforma para detener la matanza en Gaza), propusieron un discurso similar.
Jonathan Ashworth, que perdió su escaño en Leicester Sur frente a Shockat Adam en los comicios generales de julio, acusó a los partidarios de su rival musulmán de no respetar las normas democráticas, mediante lo que Ashworth ha calificado de “maledicencia”, “acoso” e “intimidación”.
No se ha presentado ninguna prueba de su afirmación.
Las banderas palestinas han sido demasiado visibles en lo que los políticos y los medios de comunicación han denominado “contramanifestaciones”: antifascistas que disputan las calles a la extrema derecha, como hicieron el pasado miércoles [7 de agosto].
La derecha laborista, que al igual que Starmer desea que la izquierda desaparezca de la política británica, había insistido en que los antirracistas se quedaran en casa para dejar que la policía se ocupara de los alborotadores racistas.
Pero es precisamente porque la izquierda antirracista se ha visto obligada a retroceder mediante una campaña bipartidista de difamación –pintándola como extremista, antisemita, no británica, traidora– que la derecha racista se ha sentido envalentonada para demostrar quién manda.
Starmer está ahora decidido a devolver a la botella al genio que ayudó a liberar mediante la fuerza bruta, recurriendo a la policía y a los tribunales.
Hay muchas razones para temer, dada la campaña de difamación de Starmer contra la izquierda y las purgas autoritarias dentro de su partido, que su nuevo gobierno sea más que capaz de desplegar la misma mano dura contra los llamados “contramanifestantes”, por pacíficos que sean.
El líder laborista cree que llegó al poder desprestigiando y aplastando a la izquierda antirracista, llevándola a las sombras.
Ahora, como primer ministro, puede que decida que ha llegado el momento de implantar el mismo programa en todo el país.
Jonathan Cook
EL VOTO MUSULMÁN
Con el genocidio de Gaza como tema galvanizador, en distritos de Gran Bretaña donde los musulmanes son más del 30% del electorado, la cuota del voto laborista se desplomó del 65% en 2019 al 36% en las elecciones generales de 2024. [Se celebraron el domingo 4 de julio y ganó el opositor Keir Starmer, el candidato del laborismo, con el 33,7% de los sufragios, quien se convirtió en el nuevo premier del Reino Unido. El candidato oficialista, Rishi Sunak, quien iba por su reelección como primer ministro en representación de los tories o conservadores, salió segundo, con 23,7%. El tercer lugar fue para el populista de derecha Nigel Farage, de Reform UK, quien obtuvo el 14,3% de los votos. El whig o liberal Ed Davey quedó cuarto, con 12,2%; y la candidata verde Carla Denyer, quinta, con 6,8%.]
En Blackburn, donde me presenté [clásica ciudad industrial del norte de Inglaterra, en el Lancashire, cerca de Mánchester, bastión histórico de la clase obrera británica], la cuota del voto laborista cayó increíblemente, del 65% al 27%. Esto en unas elecciones generales donde los laboristas ganaron por amplia mayoría.
La estrategia de presentar candidatos contrarios al genocidio de Gaza y demostrar a Starmer que los laboristas no pueden, como en el pasado, dar por sentado el apoyo de los votantes musulmanes, fue por tanto un éxito. Cuatro diputados independientes anti-genocidio fueron electos, arrebatando escaños a los laboristas.
Sin embargo, si se mira por debajo de este titular, la situación es menos promisoria –para una alianza antibelicista entre la izquierda y los musulmanes– de lo que puede parecer a primera vista.
Para analizar esto es necesario echar un vistazo focalizado a mi propia experiencia en Blackburn, que espero les resulte interesante.
A principios de la década de 2000, el movimiento Stop the War fue un ejemplo muy exitoso de una alianza entre la izquierda y los musulmanes, en la cual participé activamente. Se opuso no sólo a las guerras de Irak y Afganistán, sino también a la ola de islamofobia de inspiración oficial, y también a los ataques contra las libertades civiles en nombre de la War on Terror.
La labor de Stop the War continúa y está estrechamente vinculada al movimiento propalestino, al que pertenezco desde la década del 70, y que también ha sido, en líneas generales, una exitosa alianza entre la izquierda y los musulmanes.
Entonces, ¿cuál es el problema?
Uno de ellos es que, de los muchos candidatos específicamente contrarios al genocidio de Gaza, más de veinte de los cuales se presentaban en circunscripciones con más de un 30% de votantes musulmanes, los cuatro únicos que resultaron electos eran musulmanes.
Ninguno de los candidatos de la izquierda no islámica contra el genocidio, entre los que me incluyo, pudo ser elegido gracias al apoyo de los musulmanes.
No se trata de una estadística casual, como espero explicar.
En primer lugar, para muchos candidatos de izquierda es un problema encajar en el conservadurismo social de las comunidades musulmanas. En Blackburn, me encontré con que escritos míos anteriores –por ejemplo sobre aborto, derechos de personas homosexuales y legalización del cannabis– eran ampliamente difundidos y utilizados en mi contra.
Los simpatizantes musulmanes me instaron a decir que mis opiniones habían cambiado, pero naturalmente no podía mentir de esa manera.
La víspera de las elecciones, los partidarios musulmanes se pusieron en contacto conmigo, porque se había difundido una cita del Corán en mi contra: “¡Oh, creyentes! No consideren aliados a los incrédulos en lugar de a los creyentes. ¿Acaso quieren dar a Alá una sólida prueba en contra de ustedes mismos?”.
A veces, este tipo de ataque era bastante crudo. Más de una vez me llamaron kafir [«infiel» o «incrédulo», en árabe].
Mi segunda observación es que existe un verdadero problema de sectarismo en las comunidades islámicas del Reino Unido. Lo que me encontré en Blackburn –y creo que se trata de un problema general promovido por los servicios de seguridad británicos– es un sectarismo específicamente sunita extremista. Fui retratado como un “asadista” [por algunas críticas a la injerencia imperialista occidental en la Siria baazista del líder chiita Bashar al-Ásad].
Al centrarse en los rebeldes anti-Asad y en la guerra civil siria, este sectarismo suní apoya explícitamente la posición de Estados Unidos, la OTAN y Arabia Saudita. Fue utilizado sin piedad en las comunidades musulmanas británicas contra los candidatos del Partido Laborista en todo Reino Unido, sobre la base de que el laborismo es “asadista”. Esa afirmación se basa en algunos supuestos comentarios de alabanza a al-Ásad por parte de George Galloway, que nunca he visto en fuentes adecuadas.
Tal posición fue bien expresada por Dilly Hussain de 5pillars en un diálogo con Sheikh Asrar Rashid celebrado en Blackburn durante la campaña electoral.
En ese debate fascinante, Dilly Hussain expone la opinión predominante de la comunidad sunita británica, y Sheikh Rashid responde con reflexivas observaciones, con las cuales estoy de acuerdo en gran medida.
Como breve antecedente, las fuerzas rebeldes sirias (Estado Islámico, Al-Nusra y en gran medida el Ejército Libre Sirio) son en su mayoría específicamente suníes, mientras que el régimen de al-Ásad ha sido ampliamente protector de las importantes minorías de Siria: musulmanes chiitas (alauitas fundamentalmente), cristianos, judíos y otros grupos [como drusos, alevíes y yazidíes].
Pero eso es una simplificación extrema, ya que muchos sirios sunitas apoyan a al-Ásad, y el movimiento democrático sirio contaba originalmente con un vasto apoyo intercomunitario.
El punto clave, sin embargo, es que las posiciones planteadas por Dilly Hussain –apoyar el derrocamiento de Gadafi por la OTAN y apoyar la alianza de los grupos rebeldes sirios con los EE.UU. contra Assad– son idénticas a las que fueron presentadas contra mí en Blackburn por el bando de Adnan Hussain, donde se me describió sistemática y erróneamente como “asadista”.
La primera vez que me encontré con Adnan Hussain, en una manifestación pro-Gaza en Blackburn hacia abril, incluyó en su discurso el apoyo a la política británica en Ucrania contra Rusia. Esto me dejó perplejo. Hasta la campaña electoral, no entendí de dónde venía.
Este aspecto otanista del sectarismo sunita, sobre la base de la guerra civil siria, resulta difícil de reconciliar intelectualmente, para una mente liberal, con lo que es la oposición genuina y sentida de estos mismos sectarios suníes a la política occidental en Palestina. Fue un verdadero problema para la alianza izquierda/musulmanes en estos comicios generales.
En tercer término, el lugar de la religión en la política es, en sí mismo, un problema para una alianza entre la izquierda y los musulmanes.
En Blackburn, la propaganda a través del establishment religioso fue el eje central de la campaña de Adnan Hussain, planificada y organizada desde el principio. Hubo “encuentros especiales” con ulemas e imanes. Ulemas son los eruditos de la religión islámica, un grupo específico y altamente formado. Los imanes son clérigos. Se puede considerar que los ulemas y los imanes conforman el establishment religioso.
Adnan Hussain afirmaba con frecuencia que contaba con el respaldo de los ulemas e imanes de Blackburn, y, de hecho, esa era la base sobre la cual se presentaba a elecciones. Reforzó esta afirmación en las redes sociales, a menudo filmado o fotografiado dentro de mezquitas o madrazas, enfatizando continuamente la idea de que su campaña contaba con el respaldo del establishment religioso. Incluso en sus escasas reuniones «políticas» siempre se preocupaba de contar con el apoyo de imanes y ulemas.
En un mitin publicitado por su campaña, realizado dentro de un edificio religioso, Adnan Hussain declara: “Con las duas [plegarias] de [nombre del clérigo de mayor rango presente], con las duas de los ulemas, adopto esta postura Insha’Allah [si Dios quiere]. Con vuestro apoyo, espero que tengamos éxito, Insha’Allah”.
Confieso que me siento incómodo con esta base religiosa de la campaña. Además, es definitivamente ilegal.
Utilizar la influencia espiritual en una campaña electoral va contra la ley y es motivo de descalificación. Se utilizó contra Luftur Rahman en su descalificación como alcalde de Tower Hamlets en 2015.
Sin embargo, es una ley extremadamente difícil de aplicar. Ni el funcionario electoral ni la Comisión Electoral tienen poder para intervenir contra el uso de la influencia espiritual. Y aunque es un delito, la Comisión Electoral que avisa a la policía sólo puede actuar cuando se ejerce una presión espiritual indebida sobre una persona determinada.
Según dicha Comisión, la ley electoral más amplia contra la influencia espiritual sólo puede activarse mediante una petición presentada contra el resultado por un candidato derrotado, que deberá ser oída por un tribunal electoral.
Para evitar dudas, no voy a hacerlo.
En primer lugar, hay que pagar 5.000 libras para presentar la petición, además de contar con abogados que probablemente cuesten mucho más.
Pero lo más importante es que no estoy seguro de que sea correcto presentar una petición. Los votantes de Blackburn han decidido que prefieren a Adnan Hussain antes que a mí. ¿Quién soy yo para cuestionar sus motivos?
Aunque he dicho que no me parece bien que se utilice la religión como plataforma de campaña, eso no quiere decir que esté de acuerdo con que sea ilegal hacerlo. Tengo dos opiniones al respecto. Siempre he pensado que la descalificación de Rahman fue injusta.
La ley contra la influencia espiritual en las elecciones se introdujo en el siglo XIX, específicamente para impedir que la jerarquía eclesiástica católica de Irlanda instruyera a la gente para que votara a los nacionalistas irlandeses.
Aunque estoy a favor de la separación entre estado y religión, y me preocupa la capacidad de las jerarquías religiosas para ejercer un control sobre sus seguidores que en algunos casos puede ser malsano, no estoy seguro de estar de acuerdo en que el estado pueda prescribirle a la gente los criterios por los cuales debe votar.
En resumen, si los musulmanes desean votar a alguien porque es musulmán, o incluso porque su jerarquía religiosa les dice que lo hagan, ¿no tienen derecho a votar como deseen?
Sin embargo, hay un aspecto de toda esta experiencia que sí me preocupa. Blackburn sigue siendo una ciudad extremadamente segregada, hasta un punto que es difícil de creer si no se lo ha experimentado. Hay barrios enteros con más del 95% de musulmanes, o de no musulmanes. Existen escuelas públicas con un 98% de musulmanes, y otras con un 98% de no musulmanes.
Celebré cinco reuniones públicas durante mi campaña electoral, y la asistencia a todas ellas fue de musulmanes y no musulmanes en partes aproximadamente iguales.
Contrasta con la asistencia a las reuniones de Adnan Hussain. Celebró dos mítines, que yo sepa, y la composición del segundo es idéntica a la del primero, es decir, espantosamente homogénea desde el punto de vista étnico.
Por supuesto, es natural que una campaña muy sustentada en la religión no atraiga a los que no son de esa religión. La campaña de Hussain trató de afirmar que contaba con un apoyo significativo en zonas no musulmanas, destacando en particular su amistad personal con un popular luchador de artes marciales mixtas, pero puedo asegurarles que esto es flatus vocis.
En el escrutinio, se pueden ver las urnas de diferentes colegios electorales contadas, y no me cabe la menor duda de que el total de 10.518 votos de Hussain contenía un máximo absoluto de 500 votos no musulmanes, y probablemente mucho menos que eso.
En una comunidad tan trágicamente dividida como Blackburn, los efectos de que un diputado sea elegido sólo por un sector, a través de una división que para algunos individuos es tristemente amarga, sólo pueden resultar inútiles.
Caigo en la cuenta de que esto sea, probablemente, más información de la que querías saber sobre Blackburn y su política. Pero creo que esas ideas pueden aplicarse más ampliamente al destino electoral de la alianza izquierda/musulmanes sobre Gaza.
También creo que un relato de lo sucedido se lo debía a los lectores de mi blog, que después de todo, financiaron mi campaña a través del crowdfunding. Por lo que, como siempre, les estoy enormemente agradecido.
Craig Murray