Ilustración de Gabriela Maturano
Nota.— Les traemos albricias desde alta mar. Nuestra revista en PDF Corsario Rojo, donde publicamos ensayos y otros textos de mayor profundidad o extensión que los de Kalewche, con mayor aparato erudito que los artículos de este semanario dominical, inicia una nueva etapa, su «segunda época», para decirlo en jerga hemerográfica. Por dificultades financieras y operativas (la estanflación reinante en la Argentina de Milei, la imposibilidad de sostener un ritmo de trabajo tan frenético para nuestro modesto colectivo editorial), nos vemos en la necesidad de espaciar nuestra periodicidad, pasando de la trimestralidad por temporadas a una semestralidad de plazos más flexibles, aunque –confiamos– sin demoras abusivas.
Pero a mal tiempo, buena cara: hemos aprovechado este ajuste no deseado –y que todavía nos apena un poco– para encarar una renovación en el diseño general, en la estética de la revista. Desde ahora, Corsario Rojo tendrá portadas –en color– y separadores de secciones –en blanco y negro– ilustrados por el genial artista argentino Andrés Casciani, a quien ya conocen por sus magníficos dibujos para Kalewche.
La segunda época de Corsario Rojo se iniciará con el número 6, en pocos días más. Confiamos en que el lanzamiento pueda ser en el transcurso de esta misma semana que hoy comienza. ¡Estén atentas y atentos, que el fruto maduro está por caer en cualquier momento! Entretanto, para calmar la ansiedad –quizás no tanto la de ustedes, pero sí la nuestra– compartimos a modo adelanto, como es nuestra usanza editorial, un «popurrí», una selección de pequeños fragmentos de todos los textos que conformarán CR6, ordenados por secciones.
Hacemos un nuevo llamamiento solidario a colaborar en el sostenimiento económico de nuestro doble proyecto a pulmón, los hermanos marineros Kalewche y Corsario Rojo. De veras necesitamos su ayuda fraternal, su «mecenazgo desde abajo», para que esta quijotada político-intelectual y artístico-literaria pueda hacer realidad la utopía subversiva del «ar-er-ir»: durar, crecer y cundir dentro del capitalismo y contra el capitalismo. Aportes nuevos o actualizados serán bienvenidos.
¡A bordo! ¡A navegar! Un barco fantasma y otro de piratas recorren el mundo, haciendo ondear las banderas rojas y negras del comunismo antiautoritario.
SECCIÓN BITÁCORA DE DERROTAS
En su origen etimológico, la palabra «crítica», al igual que la de «crisis», procede del verbo griego krinein que, en su riqueza polisémica, encierra tres acepciones distintas: separar, juzgar y decidir. Separar es la primera acción del pensamiento que quiere comprender los elementos básicos que conforman su objeto de estudio. Juzgar, por su lado, significa relacionar o vincular, por medio de la comparación, ideas o elementos que están separados. En la lógica aristotélica, el juicio de términos implica la unión de un sujeto y un predicado que posibilita la formación de enunciados. Estos enunciados pueden ser, por su extensión, universales o particulares, y por su cualidad, afirmativos o negativos. La dialéctica platónica, por su parte, distingue entre diáiresis y synagogé. La primera tiene la función de separar las ideas en géneros y especies, haciéndolo a la manera de un buen carnicero (como dice Platón en el Fedro), esto es, sabiendo cortar la carne finamente sin destrozarla, según sus articulaciones naturales. La synagogé, por el contrario, congrega las ideas en un todo lógico y les da una expresión de conjunto que unifica su sentido. La crítica consiste, así, en una primera aproximación formal, en dos labores contrapuestas, pero consecutivas: analizar y sintetizar.
Existe, sin embargo, un tercer momento que normalmente se descuida y que está relacionado con la tercera acepción del verbo griego krinein: la decisión. ¿En qué sentido la crítica puede incluir una decisión, tomando en cuenta que, normalmente, se exige como resultado de la crítica un punto de vista «objetivo» e imparcial? Toda crítica se dirige a un objeto o a un tema determinado sobre el cual se pretende tomar posición, esto es, definir una postura determinada, sea teórica o práctica, para relacionarse con él. No hay crítica neutral. Criticar implica introducir un orden mental a situaciones o circunstancias que se presentan desarticuladas o confusas; que están en crisis. La crítica contribuye a organizar el pensamiento y a brindar un sentido a lo que, en la generalidad, nadie entiende porque resulta confuso o descoyuntado. Y ese orden sólo puede partir de un posicionamiento singular, de una reflexión que marque una ruta clara para resolver un problema o para superar sus contradicciones. Así, pues, esa posición implica un compromiso: un compromiso con el camino trazado y con la negación del confuso estado de cosas del que se procede. En este sentido, la crítica no es sólo negativa, sino que implica la capacidad de crear un orden positivo que, desde su singularidad, se opone al otro, revuelto y desarticulado.
Ahora bien, separar no significa sólo distinguir las partes de un todo, sino tomar distancia frente a aquello que se considera reflexivamente: separar significa también, en el contexto de la crítica, separarse. El que critica tiene que ejercitarse en una doble dirección. En primer lugar, tiene que distanciarse de la situación sobre la que cavila, puesto que ella es confusa y desordenada, y como toda situación confusa y desordenada genera emociones encontradas, posiciones e ideas igualmente revueltas que, sin embargo, dominan el ambiente de las consideraciones que se tienen acerca de ella. El punto de partida de toda reflexión crítica es siempre el de un estado de cosas pletórico de prejuicios y sobrentendidos, en el cual la mayoría se mueve como “pez en el agua”, sin detenerse a pensar por un momento sobre el asunto. El llamado “sentido común” es una amalgama enmarañada de convenciones, aprensiones, prejuicios, simpatías, repudios y tantas otras impresiones prerreflexivas que determinan la forma en la que se comprenden y explican las cosas. Por eso, lo primero que tiene que hacer el crítico, antes incluso de analizar las partes o los elementos de su objeto de estudio, es, como lo recomendaba Husserl, “suspender el juicio”, detener lo que hasta ese momento creía saber sobre el mundo, para así librarse de todo condicionamiento irracional del estado de cosas del que parte. Por decirlo así, el que critica debe primero descomprometerse de su punto de partida (del mundo del que arranca su reflexión), para luego organizar sus ideas y pensamientos, de tal manera que pueda re-comprometerse con otro estado de cosas racionalmente reestructurado. Así, toma posición y se separa críticamente del mundo del que partió, para religarse posteriormente con el mundo que ahora proyecta como alternativa.
Criticar, así, consiste en una compleja actividad intelectual que implica distanciamiento, suspensión del juicio (y las emociones), descompromiso con el estado vigente de cosas y su interpretación hegemónica, análisis pormenorizado y frío de los elementos que lo componen, reorganización, síntesis y posicionamiento comprometido con la concepción elaborada. Criticar, entonces, en una primera aproximación, debe entenderse como la actividad que consiste en separarse emocional y reflexivamente de una situación confusa y desordenada para descomponerla en sus partes, analizarla pausadamente, reorganizarla sintética y sintácticamente introduciendo un nuevo sentido a su articulación global, de tal manera que pueda derivarse de esa actividad un posicionamiento singular frente a la situación que se cuestiona, proponiendo una alternativa racional y reflexiva que sirva de guía al pensamiento y a la acción.
Carlos Herrera de la Fuente, “Crítica y dialéctica en la modernidad (el pensamiento crítico de Descartes a Marx)”.
Los problemas de la sociedad capitalista son de una magnitud enorme. En 1989, Francis Fukuyama pudo ofrecer con entusiasmo en un artículo célebre –luego ampliado en forma de libro– una nueva filosofía de la historia con el capitalismo liberal como estadio irrebasable. Desde su óptica, ninguna sociedad podría ser, a la vez, distinta y mejor que el capitalismo liberal que se había alcanzado y consolidado en el mundo occidental. Fuera de él podían existir sociedades “atrapadas en la historia”. Pero cabía esperar que, tarde o temprano, se plegaran al orden capitalista liberal, y que la humanidad como un todo se sumergiera en un pacífico sopor de abundancia material y libertades individuales. Como es evidente, el optimismo de Fukuyama se asentaba en el colapso del “socialismo real”. Transcurridas tres décadas y media desde que su texto viera la luz, una alternativa “distinta y mejor” sigue estando ausente como realidad tangible (siendo marginal y minoritaria como expectativa utópica). Sin embargo, la hegemonía capitalista liberal dista de haber generado una situación de tranquilidad y satisfacción generalizadas. El futuro se presenta funesto, y aquí y allá proliferan visiones apocalípticas. Antes que un pacífico crecimiento económico que lleve prosperidad a todas partes, lo que tenemos ante nuestros ojos es la conjunción inestable de una crisis de la hegemonía geopolítica que está dando lugar a guerras devastadoras; escasas perspectivas de empleo seguro y bien pago para las grandes mayorías (la precarización laboral es el signo de los tiempos); destrucción paulatina de los mecanismos de seguridad social; menguadas posibilidades de “ascenso social”; desigualdades sociales crecientes que desatan todo tipo de conflictos; perspectiva de escasez de recursos energéticos; y lo que aquí nos concierne: una crisis ecológica calamitosa.
La suma de todos estos problemas genera un cóctel explosivo que ha tornado frecuente, en los últimos lustros, pensar en una “crisis civilizatoria”, e incluso en la posibilidad de un “colapso ecosocial”. Esta perspectiva, por lo demás, no es patrimonio exclusivo de los críticos del sistema capitalista. Entre sus partidarios más fervientes, al igual que entre la élite de multimillonarios, no son pocos quienes se hallan a la espera de una catástrofe. Cuando Douglas Rushkoff tuvo la oportunidad de hablar ante cinco súper-ricos que lo contrataron para que expusiera sobre el futuro de la tecnología, se halló ante personas que no sólo daban por sentado un inminente colapso (lo llamaban “el acontecimiento”), sino que no tenían ningún interés en evitarlo: su objetivo era acumular todo el dinero y toda la tecnología posible para salvarse ellos. Esto no debería provocar ninguna sorpresa. Se trata, de hecho, de un estado de ánimo subyacente altamente extendido en Silicon Valley, una de cuyas manifestaciones más notorias son las pretensiones de Elon Musk de colonizar Marte cuando la Tierra se vuelva inhabitable. La idea tampoco es nueva. Fue expuesta a principios de los años setenta por Adrian Berry. La sensación de marchar hacia una catástrofe –sin descartar nuestra propia extinción como especie– ya no es patrimonio exclusivo de minúsculos círculos ecologistas: se halla lo suficientemente generalizada como para hacer posible un éxito de Netflix: ahí está el film No mires arriba para atestiguarlo. Esa perspectiva apocalíptica contrasta de la manera más notoria con la incapacidad –e incluso escasa voluntad– de las élites económicas y de las autoridades políticas para establecer acuerdos de sustentabilidad significativos, y con la pasividad que muestra el conjunto de la población. Con excepción de minorías eco-militantes, la inmensa mayoría sigue su vida como si nada. Sin embargo, todo lleva a prever que, en las próximas décadas, la clase dominante y la casta gobernante tomarán cada vez más drásticas medidas que tendrán consecuencias inocultables –y mayormente negativas– para la gran mayoría de la población. Los debates ecológicos estarán cada vez más presentes en la arena pública. La crisis ecosocial y el cambio climático serán a la vez motivo y excusa para un conjunto de políticas previsiblemente impopulares. Hay que prepararse para un escenario político, ideológico y cultural increíblemente confuso y entreverado.
Ariel Petruccelli, “Los dilemas del ecologismo: la perspectiva de un topo”
Esencialmente, lo que propone el autor [Erik Olin Wright] es que las estructuras de clases configuran el control de recursos que son la base del poder social, y como veremos, esa configuración articula diferentes formas del poder. La estructura de clases establece unos límites de posibilidad a las formaciones de clases, a la consciencia de clase y la lucha de clases. Pero por sí sola, una estructura de clases no determina aquellas dimensiones asociadas a la clase. Hay también mecanismos ligados a diferencias de género, etnia o a instituciones legales, que operan dentro de aquellos límites y podrían tener un peso muy significativo en las maneras concretas que asume la consciencia de clase y las formaciones de clase e incluso la lucha de clases. Aún más, para el autor, las relaciones de género constituyen un mecanismo que permite explicar la desigual distribución de bienes de producción entre las personas. El acceso de las mujeres a bienes de explotación (o medios de producción) varía de una sociedad a otra: en algunas está vedado, en otras está habilitado legalmente, pero las relaciones de género levantan obstáculos como sistemas de herencia, procesos de cualificación que las excluye, segregación sexual en algunos trabajos, etc. “El resultado, de la intervención de estos mecanismos es que la distribución de clase de las mujeres será muy diferente a la que se da entre los hombres.” Es sencillo ver aquí una parcial coincidencia con lo que Young denomina el “carácter secundario y marginalizado” de la fuerza de trabajo de las mujeres como rasgo esencial del capitalismo.
Otros dos interrogantes que Wright aborda muy brevemente son: qué lugar ocupan las amas de casa en la estructura de clases capitalista, y si las mujeres son una clase.
Como respuesta a la primera, sostiene que las amas de casa de clase obrera se ubican en dos relaciones de producción: en una relación de la producción de subsistencia (con sus maridos) en el trabajo doméstico, y como familia en una relación con el capital. Su argumento es que no está estrictamente probado que las mujeres hagan una transferencia neta de plustrabajo a sus maridos en el espacio doméstico, ni le parece claro que los maridos exploten en forma universal a las amas de casa. Vale aclarar que su punto de partida es una específica definición de explotación, que no debe confundirse con opresión. Pero en todo caso, la evaluación de la situación concreta dependerá de la específica relación de la familia sobre bienes, ingresos y tiempo de trabajo.
Como respuesta a la segunda pregunta, afirma que, bajo unas particulares condiciones históricas, las mujeres pueden ser consideradas como clase; ello dependerá de la ubicación específica respecto de los medios de producción, posición que se les asignaría por el solo hecho de ser mujer, en sociedades fuertemente patriarcales. Pero esa no es la situación universal de la mujer, y desde su perspectiva, lo relevante es que, en la sociedad capitalista contemporánea, las mujeres acceden al control de bienes de producción. Aunque este último enunciado merece muchos matices, y debería ser contrastado empíricamente, cosa que el autor sólo hace con dos sociedades de Occidente.
Mauricio Suraci, “Marxismo y feminismo. Una aproximación a sus intercambios”
SECCIÓN MAR DE LOS SARGAZOS
El capítulo 3 [de Edad Media soñada. La imagen del Medievo en la ficción] se denomina “Los mitos primordiales” (págs. 85-116). Tiene tres núcleos temáticos asociados a la mitología germánica y sus frondosas ramificaciones legendarias: los nibelungos, Thor y los dragones.
En el apartado de los nibelungos, el autor [José Miguel García de Fórmica-Corsi] comienza por puntualizar los elementos históricos de la leyenda, situados en el tránsito del siglo V al VI (vale decir, en la transición de la Antigüedad al Medioevo): “la muerte de Gundahario, fundador del reino burgundio, en la orilla izquierda del Rin (con capital en la ciudad de Worms), en la batalla contra Atila, en 436” y “el final de Atila (…), que murió en 453 (después de interrumpir de modo famosamente enigmático su campaña en Italia, tras la entrevista con el papa León I) durante la noche de sus esponsales con la joven goda Ildico, completamente embriagado y ahogado en su propia sangre, pues padecía de hemorragias nasales”. Luego, dirige la atención a la Edda Mayor, “primera cristalización de esta historia”, pues en esta colección poética anónima de la Alta Edad Media, que resulta tan esencial para conocer la mitología nórdica –y germánica en general–, hay varios cantos épicos consagrados a la leyenda de Sigurd o Sigfrido, material un tanto disperso e inconexo. Dichos cantos serían la musa inspiradora de la Saga de los volsungos, compuesta en la Noruega cristiana de la segunda mitad del siglo XIII –presumiblemente para el rey Hakon el Viejo y su corte– por un rapsoda no identificado, que ordena y unifica el magma de la tradición éddica, pero que también le añade lo suyo, estilizando el relato y enriqueciendo la trama, incluso con nuevas incoherencias no exentas de belleza (aunque preservando bastante, por fortuna, su ethos y pathos paganos). Tras resumir y comentar la Saga de los volsungos, Fórmica-Corsi se zambulle en el famoso Cantar de los nibelungos, cronológicamente anterior (data de 1204) pero ideológicamente más tardío (la influencia cristiana es grande y manifiesta). Fue redactado en alemán medio hacia 1204, en el corazón del Sacro Imperio Romano Germánico, al parecer por un juglar bávaro de la corte del arzobispo de Passau, artista cuyo nombre se desconoce. Por mucho tiempo perdido, fue redescubierto recién a mediados del siglo XVIII, y se convertiría –romanticismo y nacionalismo mediante– en el “poema nacional germano”, algo así como “la Ilíada del norte” para la Alemania decimonónica en vías de unificación y ya unificada, desde las guerras napoleónicas hasta la era bismarckiana y el segundo Reich (y también, ni hablar, para la Alemania nazi de la centuria pasada, que llevó la pulsión etnonacionalista hasta abismos de chovinismo y racismo inimaginables). El Cantar de los nibelungos supuso una nuevo hito en el proceso de estilización y enriquecimiento del legendarium, que alcanzaría otro jalón fundamental en la modernidad, con el compositor romántico Richard Wagner y su monumental tetralogía El anillo del nibelungo, que consta de las óperas El oro del Rin (prólogo), La valquiria (parte I), Sigfrido (II) y El crepúsculo de los dioses (III); compuestas a lo largo de veintiséis años y estrenadas maratónicamente –cuatro jornadas consecutivas, una ópera por velada– en el Festival de Bayreuth, allá por agosto de 1876, con un libreto del propio músico que abrevaba libremente no solo en el Cantar de los nibelungos y la Saga de los volsungos, sino también en otras sagas y las Eddas. La tetralogía wagneriana no solo vale como música, por su excelencia sinfónica y lírica, sino también como drama, por la gran calidad y originalidad del argumento, por su sublime belleza épica y trágica, y por todo el plus que le aporta la puesta en escena, el despliegue y esmero escenográficos, algo sumamente innovador para la época, y que marcaría un antes y un después en la historia de la ópera: decorados, vestuarios, utilería, iluminación e incluso un teatro diseñado y construido especialmente (el célebre Festspielhaus de Bayreuth). Todo eso que Wagner –artista muy reflexivo, amén de creativo– resumió con el concepto de “obra de arte total”, y que él dirigía de punta a punta, en sus múltiples facetas, con asombrosa meticulosidad, haciendo gala de un talento y una visión de conjunto verdaderamente envidiables, y que probablemente nadie haya superado ni igualado desde entonces.
Fórmica-Corsi no olvida hablarnos del díptico de Fritz Lang: Los nibelungos, “una de las mayores superproducciones del cine mudo alemán” y una de las obras cumbre del expresionismo en el séptimo arte. A causa de “su larguísimo metraje”, debió ser “distribuida en dos partes, cada una de las cuales se alarga por encima de las dos horas, La muerte de Sigfrido y La venganza de Krimilda, estrenadas con dos meses de margen entre ellas, en febrero y abril de 1924”, en el contexto de “la convulsa Alemania de la República de Weimar”, antesala del nazismo, circunstancia histórica que sin dudas influyó en la realización de Los nibelungos (y que también ha condicionado su ulterior interpretación y valoración, a veces con sólidas razones y otras con ciertos excesos de simplificación retrospectiva que pueden llegar al anacronismo más obtuso). “Esto ya otorgaría un interés, cuando menos sociológico, a la película, pero es que no lo necesita. Por encima de cualquier disquisición, Los nibelungos es una obra de enorme poder de sugestión, entre cuyos grandes atractivos, por supuesto, está su profunda ambigüedad en todos los terrenos, del místico al iconográfico, del narrativo al simbólico”. Cabe destacar que “La línea argumental de la película sigue, en líneas generales, el cantar medieval, pero Lang y [Thea von] Harbou [coguionista y pareja del director], como antes Wagner, ‘corrigen’ sus puntos más débiles con soluciones propuestas por las otras versiones, si son mejores”.
Federico Mare, “Catálogo de ficciones medievales, o lo nostálgico no quita lo lúcido. Acerca del libro Edad Media soñada, de José M. García de Fórmica-Corsi”.
Se suele repetir la anécdota de que a partir del triunfo en Octubre de 1917, Lenin iba contando los días que se mantenía el poder revolucionario. A los 37 días, salió de su oficina en el Instituto Smolny (Petrogrado) y fue a bailar en la nieve. Estaba celebrando el hecho de que el experimento soviético había sobrepasado la duración de la Comuna de París. Cinco días más tarde, Lenin habló frente al Tercer Congreso de Sóviets de Todas las Rusias, donde dijo que su comuna había durado más que la de 1871 en París debido a “circunstancias más favorables”, en las cuales “soldados, trabajadores y campesinos lograron crear un gobierno soviético”.
Hasta ese momento, efectivamente, la experiencia de la Comuna de París constituía el ejemplo más reciente de revolución europea sobre la que reflexionar y teorizar, pero también era objeto de homenaje y fuente de inspiración para los artistas revolucionarios.
El cine tal como lo conocemos se inició apenas veinticinco años después de los hechos de la Comuna, y cuando esta empezó a aparecer en las pantallas, todavía había viejos communards que participaron en alguna de ellas. Porque, como resulta lógico, será en Francia donde más películas se realizarán sobre estos sucesos históricos. El segundo país, ya unos años más tarde, donde más títulos se filmarán acerca de la Commune será la Unión Soviética. Y esta situación seguirá hasta prácticamente la actualidad. Pero ya fundamentalmente solo en Francia, me temo…
Podríamos hablar de dos especies de «olas» en el interés cinematográfico sobre la Comuna de París. La primera se producirá durante el periodo del cine mudo: serán exclusivamente películas francesas y soviéticas (aunque también una dirigida por un español, como veremos). Podríamos considerar que esta ola se alarga hasta 1936, apenas en los inicios del sonoro soviético, con la película de Roshal.
La segunda oleada se produce en los 60-70. A partir de entonces, solo esporádicamente aparece la Comuna en las pantallas, en ocasiones de forma marginal, como en El festín de Babette, y, cada vez más, en proyectos para la televisión. Será uno de estos, por cierto, una de las mejores películas realizadas sobre el tema: la monumental –aunque solo sea por su extensión– La Commune (Paris, 1871) del británico Peter Watkins, aunque para la cadena francoalemana Arte, en 2000. Desde entonces, lo único quizá reseñable es la película sobre la vida de la communarde Louise Michel, ya en 2010.
Carlos Valmaseda, “El tiempo de las cerezas en el cine: la Comuna de París y el séptimo arte”.
SECCIÓN AL ABORDAJE
Propuse una descripción generacional de los intelectuales estadounidenses nacidos en torno a 1900, los años 1920 y los años 1940. Para los primeros intelectuales estadounidenses, la universidad seguía siendo periférica porque era pequeña, estaba subfinanciada y muy alejada de la vida cultural. Los Edmund Wilson y Lewis Mumford de principios del siglo XX, y más tarde las Jane Jacobs y Betty Friedan, se veían a sí mismos como escritores y periodistas, no como profesores.
Lo que he denominado la “generación de transición” estaba formada por intelectuales neoyorquinos predominantemente judíos que terminaron sus carreras como profesores, pero que, por lo general, carecían de formación académica. Cuando Daniel Bell fue nombrado profesor de la Universidad de Columbia en 1960, descubrieron que no tenía un doctorado y se lo concedieron por su colección de ensayos The End of Ideology (El fin de la ideología). Este incidente indica algo del compromiso de estos hombres, pues eran hombres; escribían ensayos lúcidos para un público, no monografías o artículos de investigación para sus colegas.
La historia cambia para la generación siguiente, la mía, la de los años sesenta. En términos de postura, éramos mucho más radicales que los intelectuales estadounidenses anteriores. Éramos izquierdistas, maoístas, marxistas, tercermundistas y anarquistas. Y como manifestantes bloqueábamos regularmente las facultades contra la guerra de Vietnam o por la libertad de expresión y la igualdad racial. Sin embargo, a pesar de todo el desprecio que recibimos de la universidad, y a diferencia de los intelectuales de generaciones anteriores, nunca abandonamos el campus. Nos instalamos. Nos convertimos en estudiantes de posgrado, profesores ayudantes y –algunos de nosotros– en figuras destacadas de las disciplinas académicas. A diferencia de los intelectuales anteriores, nos convertimos en especialistas estrechos de miras, no en intelectuales públicos.
La ironía es que, aunque éramos más de izquierdas que la generación anterior, nos dedicábamos más a triunfar en instituciones establecidas como la universidad. Construimos nuestras redes, asistimos a conferencias, cultivamos la buena voluntad de colegas que podían ayudarnos en nuestras carreras. Una filosofía anarquista había impregnado el movimiento durante la década del 60, pero ese espíritu ha desaparecido.
Los primeros escritores de izquierdas estadounidenses eran intelectuales públicos, no sólo profesores. Pensemos en un libro como Monopoly Capital (El capital monopolista) de 1966, de Paul Sweezy y Paul Baran, que tuvo una enorme influencia y fue escrito para ser leído. Y miremos a los principales marxistas o izquierdistas estadounidenses de hoy. Son conocidos esencialmente por los estudiantes, gente como Homi Bhabha en Harvard, Frederic Jameson en Duke, Gayatri Spivak en Columbia o Judith Butler en Berkeley: no pueden o no quieren escribir una frase clara. Sus trabajos son leídos por colegas y estudiantes.
Al mismo tiempo, ha surgido un desprecio por el periodismo. Uno de los comentarios más dañinos sobre el trabajo de alguien en la universidad es que es “periodístico”. Esto significa que es legible y superficial. Se supone que la jerga y la oscuridad indican un pensamiento profundo y subversivo. Por supuesto, esto es mentira. Lean a Marx, a Nietzsche o a Freud; lo mejor de su obra reside en su claridad expositiva, en su lucidez.
Debo señalar que, en un principio, pretendía que Los últimos intelectuales fuera un estudio comparativo; en otras palabras, pretendía analizar a los intelectuales estadounidenses, franceses, alemanes e ingleses al mismo tiempo. Pretendía argumentar del mismo modo sobre la evolución de la vida intelectual en cada país. A pesar de todas las diferencias entre Francia y Estados Unidos, vemos algunos desarrollos similares. Consideremos la transición de –digamos– Sartre y Camus a Althusser, Lacan, Foucault y Derrida. Obviamente, estos autores eran muy conocidos, pero eran mucho más especializados y profesionales que Sartre y Camus; eran mucho más insulares y oscuros. De hecho, tenían fama de crípticos, lo que no era el caso de Sartre o Camus. A diferencia de la generación anterior, no eran intelectuales públicos. Renuncié el aspecto comparativo del libro por considerarlo demasiado engorroso, y me centré simplemente en EE.UU.
Russell Jacoby, entrevista con Fabien Delmotte para Le Comptoir, “¿Claustro o tribuna? ¿Diversidad o criticidad? Intelectuales, izquierdas y posmodernidad” (traducción de Nicolás Torre Giménez).
Centrémonos en la dialéctica de lo universal y lo particular, sin colapsar, como hace Robinson, del universalismo sui generis al universalismo burgués. Lo universal se manifiesta siempre y únicamente en lo particular. Queremos centrarnos en cómo la interminable acumulación de capital se desarrolló –y aún se desarrolla– en un mundo de diferenciación concreta. En este primer caso, la diferencia es objetivamente histórica, basada en el desarrollo material y cultural desigual de las sociedades y civilizaciones humanas en todo el mundo y en sus historias particulares. Sin embargo, la idea de que estas sociedades estuvieron aisladas unas de otras durante la mayor parte de la historia mundial es un mito. La diferencia –es decir, los procesos particulares de desarrollo histórico– es siempre, en el panorama más amplio, el resultado de procesos históricos de diferenciación material y social dentro de una matriz de interconexiones con un todo mayor. Pero la clave del debate sobre la creación de la «raza» y el racismo moderno es la diferenciación como un acto, una intencionalidad del capitalismo: los agentes del capitalismo que operan desde su núcleo europeo se apropiaron de la diferenciación y, de hecho, la produjeron en función de la acumulación y el control; en este caso, produjeron «razas» para diferenciar a las masas trabajadoras. La «raza» y la supremacía blanca fueron dos de las producciones histórico-mundiales del capitalismo, ambas vitales para la organización de sus circuitos mundiales de explotación y acumulación.
Mientras Robinson afirma que los europeos desarrollaron una “conciencia racial” ya en la Antigüedad, Linebaugh y Rediker cuentan una historia diferente. Africanos y europeos conspiraron juntos en numerosos complots y levantamientos. La multitud multinacional y multirracial de marineros y sus hermanos de tierra no tenían conciencia racial; tal conciencia tuvo que ser creada, no por una voluntad de poder (racial) nietzscheana europea, sino como un proyecto de clase de los esclavistas y la burguesía. La rebelión continua en toda la cuenca del Gran Caribe por parte de africanos y europeos que habían sido obligados a trabajar llevó a los plantadores y a los estados coloniales a crear distinciones jurídicas que diferenciaran legal y socialmente al esclavo del siervo por contrato, asignando a cada cual una inserción distinta en la división del trabajo. De este modo, los grupos dominantes respondieron a la lucha de clases desde abajo de los grupos explotados multiétnicos con una recomposición racialista de las relaciones de clase globales. Es decir, la constitución de la «raza» tuvo lugar a través del proceso histórico mundial de formación de la clase capitalista. La «raza» se convirtió ahora, como dijo Stuart Hall, en “la modalidad en la que se vive la clase”.
Las relaciones de clase racializadas y la supremacía blanca se convertirían desde entonces en una pieza central del colonialismo capitalista y del imperialismo, un mecanismo para producir un control más intensivo y represivo sobre el trabajo racializado, una apropiación de la riqueza más completa que el trabajo ha producido en la historia del sistema capitalista mundial. El racismo, como ha demostrado Allen en su exhaustivo estudio La invención de la raza blanca, tendría una doble función: como mecanismo de control social sobre el conjunto de las clases trabajadoras y como mecanismo asegurador de la superexplotación y el supercontrol (incluso jurídico y extralegal) sobre las porciones racializadas de las masas trabajadoras. Además, esta división racial de las masas trabajadoras implicaba generar y reproducir una conciencia racial y un «salario psicológico» entre la masa de blancos explotados, una conciencia que tenía que ser recreada constantemente por los grupos dominantes cada vez que las masas trabajadoras se unían en luchas multirraciales. El muelle de Nueva York, según muestran Linebaugh y Rediker, se convirtió en el escenario de continuos levantamientos multirraciales entre trabajadores blancos y negros, esclavizados y libres, a lo largo del siglo XVIII.
S. Rangel, W. I. Robinson y H. A. Watson, “El culto al Marxismo negro de Cedric Robinson: una crítica proletaria” (reseña)