Nota.— Diego Alexander Olivera es licenciado en Historia y doctor en Ciencias Sociales, docente de la Universidad Autónoma de Entre Ríos. Habiéndose enterado de la existencia de Kalewche por intermedio de nuestro camarada Fernando Lizárraga, tuvo la deferencia de enviarnos este valioso artículo hace unos días, que no dudamos en publicar dentro de nuestra sección cultural Nocturlabio. Aunque la especialidad académica de Olivera es la Antigüedad clásica, la civilización grecolatina, sus inquietudes intelectuales son mucho más vastas, algo que se ha visto reflejado en su prolífica producción divulgativa o ensayística para la revista Zoom y otros medios digitales, donde los tópicos de historia y humanidades comparten generosamente espacio con el análisis político de coyuntura (por ej., la guerra de Ucrania) y la sociología de la cultura (por caso, el fenómeno del identitarismo woke en EE.UU.). Es en este último rubro –la sociología de la cultura– donde se inscribe el texto suyo que aquí publicamos.
En “La Cosa Nostra, el Lejano Oeste y la norteamericanidad”, Olivera pone bajo la lupa –y en contexto– una de las ficciones audiovisuales más populares de este último tiempo: la serie Tulsa King, creada por Taylor Sheridan y producida por Terence Winter. Sus disquisiciones –muy bien informadas, argumentadas y escritas– arrojan mucha luz sobre el trasfondo sociológico-cultural e histórico-ideológico de dicha ficción de masas. Nuestro autor nos propone un recorrido de menor a mayor, que empieza por la descripción, continúa con análisis de tipo explicativo o comprensivo, y desemboca en reflexiones críticas donde no faltan valoraciones ético-políticas que remiten al anticapitalismo y el cristianismo. Aunque disentimos con esta última ideología religiosa (véase la tesis XIII de nuestro Manifiesto, donde bosquejamos a vuelo de pájaro nuestra cosmovisión atea), no dudamos ni un instante en publicar el ensayo de Olivera, en atención a sus méritos, que no son pocos, y que ya hemos indicado.
Esperamos contar con nuevas colaboraciones de Diego en el futuro. No solo en temas de actualidad, sino también en tópicos de su experticia historiográfica: los estudios clásicos.

Paramount Plus, el servicio de streaming del mítico estudio cinematográfico, ha estrenado en los últimos días del pasado año la serie Tulsa King, protagonizada por Sylvester Stallone. Es el primer protagónico para Sly en una serie, y la primera vez que interpreta a un capo de la mafia. El argumento es bien simple: Dwight “The General” Manfredi es un mafioso neoyorquino que, tras veinticinco años, sale de prisión. Descubre que la «familia» no tiene lugar para él en Nueva York y le proponen ser «el hombre» de la mafia en Tulsa, una ciudad de Oklahoma. Allí, el General se hará de un equipo con prontitud: un joven afroamericano, Tyson, que se convierte en su chofer; Bodhi, un vendedor de marihuana; Mitch, el propietario de un bar; y Armand, un ex mafioso que vive de incógnito en Tulsa. A todos ellos hay que agregarles a Stacy, una agente de la ATF (Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos) con problemas de adicción al alcohol, que inicia una compleja relación con el gánster.

A lo largo de la temporada, Dwight debe lidiar con dos problemas, además del FBI: una banda de motoqueros que trafica armas y entiende que Tulsa es su territorio; y su propia familia mafiosa, pues “Chickie”, el underboss que en el séptimo capítulo deviene boss, no ve con agrado su tendencia a manejarse como si no tuviera superiores. La actitud del General responde a una serie de descubrimientos que irá haciendo, conforme pasan los capítulos, que lo llevan a replantearse su lealtad. Primero, Armand le confiesa que Pete –el boss y padre de Chickie– trató de matarlo en prisión, pues dudaba de su capacidad para resistir cooperar con los federales. Segundo, la revelación de que Nico, un capo de la familia, abusó de su hija mientras Dwight cumplía la condena.

Nueva York y Tulsa son, en efecto, los dos escenarios en que transcurre la trama. De la primera no es mucho lo que vemos. De Tulsa, en cambio, podemos advertir que tiene un aeropuerto con conexión directa a Nueva York que le permite a Dwight viajar al funeral de su hermano y volver más tarde. También tiene una estación de trenes con arquitectura art déco, según informa Armand; un hotel cuatro o cinco estrellas, el Mayo, donde se hospeda Dwight; bares y restaurantes; y también altos y modernos edificios. Sin embargo, esa ciudad, que sería la envidia de cualquier país en vías de desarrollo, es descrita por los protagonistas de manera diferente a lo que vemos en pantalla. Stacey dice que Tulsa es el equivalente a Siberia para la ATF, y Dwight se queja por hallarse “en medio de la nada”. Ambos ven su estadía en Tulsa como un destierro, y eso tal vez explique por qué describen la ciudad como un desierto, un lugar inhóspito, deshabitado y desconectado del mundo. Pero no es suficiente. “Hay bancos en Tulsa”, le dice Tina Manfredi a su esposo, cuando le propone mudarse. “No –contesta éste– hay sucursales de bancos”. Tema no menor para un banquero que trabaja en Wall Street.

 ¿Cómo se entiende la brecha entre la ciudad que vemos y la que nos es descrita? La serie no oculta su intención de combinar dos géneros, el de gánsteres ítalo-americanos y el moderno western, pero creo que debe más al último que al primero. Es decir, en la descripción de Tulsa como un desierto está operando el mito del Oeste norteamericano y la frontera como espacio de desenvolvimiento del mito. La oposición entre Nueva York, sede de la civilización, y Tulsa, espacio fronterizo donde van los desterrados (Dwight y Stacey, pero también Armand y Mitch), es clara. La ciudad es, además, una frontera entre la vieja vida de Dwight y la nueva que podría tener. Todo esto, insisto, responde a la más pura tradición mítica del Oeste.


«Ve al Oeste, viejo»

Tal es el nombre del primer capítulo de la serie. De entrada, señala un movimiento espacial, inocente al parecer, a partir del cual se desenvuelve la trama. En el imaginario norteamericano, advierte Fabio Nigra, el concepto de frontera señala la línea divisoria entre lo que se es y lo que se podrá ser. A partir de esa observación, podemos vaticinar que Dwight es una persona al comenzar, pero será otra cuando la serie termine. Esa transformación, ese autodescubrimiento si se quiere, no sería trascendente si no fuera porque en el mito del Oeste está estrechamente asociado a la idea misma de norteamericanidad.

A fines del siglo XIX, en la inauguración de la Chicago World’s Columbian Exposition, un historiador llamado Frederick Jackson Turner pronunció una conferencia llamada a tener una gran influencia sobre el imaginario estadounidense. Su exposición, bajo el título El significado de la frontera en la historia norteamericana, procuraba encontrar una respuesta al origen de la democracia estadounidense como fenómeno autóctono. Para él, fue el avance sobre la frontera del Oeste lo que consolidó las instituciones democráticas del país. La tesis se completa con una serie de tópicos como: 1) en el Oeste abundaba la tierra libre que podía ser tomada por cualquiera, 2) la expansión permitió la adaptación de las instituciones, y 3) la hostilidad del ambiente y la confluencia de individuos de orígenes disímiles generaron un igualitarismo que está en la base de la democracia norteamericana.

El antagonismo civilización-barbarie tenía para Turner una particularidad en suelo norteamericano. La frontera puso en relación la civilización europea con la barbarie, o más bien lo salvaje, obligando al individuo a despojarse de aquella para forjar una nueva civilización, más igualitaria y superior, domesticando el Oeste. Turner lo expone así:

“El desarrollo social americano ha estado recomenzando continuamente en la frontera. Este renacimiento perenne, esa fluidez de la vida americana, esa expansión hacia el Oeste con sus nuevas oportunidades y su contacto continuo con la simplicidad de la vida primitiva, proporcionan la fuerza que domina el carácter americano […] La tierra virgen domina al colono. Éste llega vestido a la europea, viaja a la europea y europeos son sus maneras de pensar y las herramientas que utiliza. La tierra virgen le saca del coche del ferrocarril y le mete en la canoa de abedul. Le quita los vestidos de la civilización y le hace ponerse la zamarra del cazador y los mocasines […] El hecho es que surge un nuevo producto que es americano”.

Tal es el mito del Oeste como lugar de origen de la nacionalidad estadounidense. Tulsa King recupera ese mito, por eso la moderna ciudad del siglo XXI es (re)presentada como tierra virgen. El equipo de Dwight encarna el melting pot o «crisol de razas» que hizo posible la civilización americana: italianos, negros y anglosajones, además de nativos americanos. Estos últimos son los propietarios de la plantación donde Bodhi consigue la marihuana, y los que van a ayudar a Dwigth con la apertura de un casino. Incluso el bar de Mitch se emplaza en territorio cherokee.

Sin embargo, las tensiones raciales están presentes. El padre de Tyson quiere que su hijo estudie, pero choca con la negativa de éste. Para un afroamericano no hay expectativa de una vida mejor en Tulsa. Una escena lo tipifica: cuando Dwight envía a Tyson a comprar un auto, la agencia se lo niega porque juzga, sin más evidencia que el color de piel, que el dinero proviene del narcotráfico. Manfredi se apersona en la agencia y adquiere el auto. El dinero, en efecto, era sucio. Pero lo importante resulta ser el color de piel del comprador. En otras palabras, la noción del crisol de razas ha pasado antes por el tamiz de la ideología liberal-progresista. El equipo de Dwight encarna el ideal de una América multicultural donde los hombres son juzgados por su valía y no por su color de piel o estrato socioeconómico.

El General valora a sus camaradas según ese criterio: de Tyson, la voluntad de progresar materialmente; de Mitch, sus códigos y principios; de los cherokees, la habilidad y prontitud para hacer negocios; de Bodhi, incapaz de pelear, admira su audacia e inteligencia puestas en su propio beneficio. Se trata de una nueva sociedad nacida en la frontera. El contraste con Nueva York se percibe en la cena que Dwight organiza para su familia de sangre –no su «familia» criminal– tras el funeral de su hermano. Allí le reprochan el haber escogido un restaurante de lujo, de exhibir su éxito. Si la gran ciudad le resulta hostil es porque la idea de un hombre que se vale a sí mismo para progresar ya no es bien recibida.


Un nuevo Eisenhower

En el capítulo octavo, la joven marihuanera que acompaña a Bodhi se revela como una experta tiradora manipulando un arma de fuego. En ese momento le dice a Dwight “eres nuestro líder, eres un tipo listo. Sácanos de esto y no subestimes nuestra pequeña e insignificante vida”. Más tarde, el jefe de los motoqueros, tratando de asesinar a Dwight, hiere gravemente a Stacy. Esas escenas marcan un punto de ruptura para el protagonista: la frontera comienza a realizar su obra. Lo que es, un gánster, comienza a dar lugar a lo que puede ser: un líder, alguien capaz de guiar a una banda de marginales a un próspero futuro. Puede hacerlo porque Dwight sintetiza el espíritu americano: la capacidad de construir algo nuevo en una tierra virgen, inhóspita y hostil.

La norteamericanidad está incorporada también en el nombre del protagonista. “Mi padre, que era un patriota –les dice a Bodhi y Tyson–, me llamó Dwight en honor al mejor general del siglo XX”. No es otro que Dwight Eisenhower, comandante en jefe de las Fuerzas Aliadas en el Frente Occidental durante la Segunda Guerra Mundial, y trigésimo cuarto presidente de los Estados Unidos. El simbolismo se refuerza cuando se observa que Dwight Manfredi posee también las cualidades de líder que caracterizan, en el imaginario popular, a Eisenhower: estrategia y valor. Un conquistador, que ha hecho de Tulsa su ciudad; y un libertador, que la emancipa de la banda de criminales en moto y se libera a sí mismo de su «familia» mafiosa.

Goodie, el consiglieri de la «familia», en charla telefónica con Pete y Chickie, advierte que Dwight “es su propio hombre” y no sabe cuánto más lo podrán controlar. El rompimiento con los antiguos lazos sociales, fraguados desde su juventud en Brooklyn, es parte del “producto americano” forjado en la frontera. Abandonar la civilización implica renunciar a formas previas de vida comunitaria en que el individuo asumía compromisos con la comunidad, y viceversa. En la frontera, por el contrario, el individuo está solo, emancipado de esos deberes u obligaciones. Es su propio hombre. Es uno de esos pioneros a los que cantó Walt Whitman, el poeta de la Nación:

“Venid, hijos míos de rostro curtido, seguidme en orden, preparad las armas, ¿lleváis las pistolas?, ¿y las hachas bien afiladas?, ¡pioneros! ¡Oh, pioneros! No nos podemos quedar aquí: hemos de seguir, queridos míos, hemos de arrostrar los embates del peligro, nosotros, las razas jóvenes y vigorosas: los demás dependen de nosotros, ¡pioneros! ¡Oh, pioneros! Oh, jóvenes, jóvenes del Oeste, tan impacientes, tan llenos de acción, tan llenos de orgullo y amistad viril, os veo, jóvenes del Oeste, os veo, con claridad, marchar con los adelantados, ¡pioneros! ¡Oh, pioneros! […]
“Enviamos destacamentos sin pausa por los precipicios, por los desfiladeros, por las montañas escarpadas, y conquistamos, defendemos, nos arriesgamos, nos aventuramos por caminos desconocidos, ¡pioneros! ¡Oh, pioneros! Talamos bosques muy antiguos, detenemos el curso de los ríos, excavamos minas profundas –las ofendemos–, exploramos la superficie, vastísima, solevantamos el suelo virgen, ¡pioneros! ¡Oh, pioneros!”.

Naturaleza es sinónimo de lo salvaje. Por ende, civilizar es siempre domesticarla, transformarla y modificarla si es necesario. En Tulsa King, al «Salvaje Oeste» apenas lo vemos. Las verdes praderas y los caballos se limitan al rancho donde trabaja Armand, cuya propietaria muestra un interés romántico por Dwight. Pero aquí también actúa el simbolismo, pues esa naturaleza domesticada presenta un elemento que elude su control. Un corcel blanco se escapa del rancho en ciertas ocasiones y va a la ciudad donde Dwight lo espera sentado en un café. Una tarde no llega y nuestro protagonista descubre que van a sacrificarlo porque no pueden manejarlo. Entonces decide comprarlo. El General reconoce la similitud entre el caballo y él. La norteamericanidad domestica lo salvaje pero no lo elimina. Pervive en el nuevo ser que la frontera ha engendrado.

El capítulo final nos muestra a Dwight cumpliendo su destino, el que lleva desde la cuna. “Como saben –dice– me llaman el General, y ahora iremos a la guerra”. El fuego es el gran protagonista. Todo comienza con un incendio en Brooklyn en 1997, que obligó a nuestro personaje principal a matar a uno de los suyos (hecho por el cual fue condenado), y termina con la batalla en el bar de Mitch contra los motoqueros. El General ha tenido su «Día D» y ha triunfado. Sus soldados han peleado no por obligación, sino por lealtad. El capítulo ahonda en ello en tres escenas clave: 1) cuando Dwight trata de convencer a Tyson de no participar, y éste le explica cuánto cambió su vida el día que lo conoció y los valores que le enseñó; 2) la charla de Mitch con su padre, en que el dueño del bar reconoce que la noche en que Dwight por vez primera entró al local algo le dijo que le transformaría la vida para bien; y 3) la confesión de Armand, ante el propio Dwight, cuando admite que está cansado de huir y que fue gracias a su encuentro con él que se dio cuenta que ya no quiere hacerlo más.

En síntesis, se trata del paso de una estructura jerárquica y autoritaria, la Cosa Nostra, que oprime al individuo y aplaca el espíritu emprendedor que hay en él; a otra, la nueva «familia» de Dwight en Tulsa, que es una organización abierta, plural e igualitaria, capaz de transformar el entorno virgen en que se encuentra. Invitado a elegir por una u otra, Goodie escoge, sin dudar, esta última. En el contexto actual, no es un mensaje inocente.


Tras el velo del romanticismo

No es inocente, en primer lugar, porque la reelaboración del mito del Oeste tal como lo plantea la serie busca reconciliar los principios del progresismo liberal con una serie de imaginarios culturales propios del conservadurismo nacionalista. Segundo, el romanticismo en torno al Far West oculta deliberadamente todo lo que tuvo de negativa la conquista del Oeste. Desde los daños medioambientales acaecidos en pos del progreso industrial y la civilización capitalista, la estigmatización y segregación de los pueblos originarios, y la esclavitud y discriminación hacia la población afrodescendiente, hasta la codicia desatada por la fiebre del oro, metáfora perfecta de una utopía capitalista que, como siempre ocurre en el capitalismo, solo disfrutaron unos pocos, los grandes monopolios del ferrocarril o los bancos de la Costa Este.

Si hay un producto que se asocia sin reservas al Lejano Oeste es la dinamita, inventada por Alfred Nobel en 1866 a partir de la invención previa de la nitroglicerina. No es casualidad que así sea, porque la expansión del capitalismo industrial hacia el Pacífico dinamitó a su paso todo lo que encontró, no solo montañas y minas, sino también estructuras y organizaciones sociales previas e incluso la herencia colonial hispana. La unidad territorial del estado mexicano voló por los aires a causa de la voracidad colonial del capitalismo norteamericano. La destrucción como forma de progreso es la tónica del sistema, y lo vemos hoy día en la crisis medioambiental o en las expectativas puestas en la reconstrucción de Ucrania. La dinamita condensa y representa cabalmente la dinámica capitalista.

Morir para renacer, destruir para construir, es la premisa sobre la que se fundó el capital, y que opera eficazmente en el mito del Oeste. Es siempre sobre cadáveres –el de los modos tradicionales de producción, los pueblos originarios, el bisonte americano, etc.– donde florece la sociedad capitalista. La muerte como acto fundante debe mucho a la tradición cristiana, lo mismo que esa idea de progreso como tierra prometida. Solo que en el capitalismo está desprovista de una noción colectiva de salvación. El cristianismo es la victoria sobre la muerte, como expresa la teología paulina en la tesis del triunfo de Cristo sobre thanatos que hace a los creyentes victoriosos también. El capitalismo, en cambio, es la victoria de la muerte, el triunfo del Hades. Algo siempre debe morir para que el capitalismo exista.

Diego Alexander Olivera