Fotografía: Hirohito en su coronación (1928)
El jueves pasado, 23 de febrero, el emperador del Japón cumplió 63 años. La prensa nipona e internacional se hizo eco del natalicio y las celebraciones, toda una tradición nacional. Había una expectativa inusualmente grande en torno al evento, el primero que se le pudo organizar a Naruhito desde que ascendiera al Trono de Crisantemo a mediados de 2019 (en 2020, 2021 y 2022 no pudo hacerlo debido a la pandemia). En Tokio, la capital, ante una inmensa multitud de súbditos exultantes que agitaban banderitas japonesas, Reiwa –así también se le llama– pronunció un discurso desde el balcón de la Sala de Recepciones de Chōwaden del Palacio Imperial, en compañía de la familia real. Agradeció las salutaciones y expresó su “profundo pesar” por las dificultades que ha atravesado su milenario reino debido a la pandemia y la inflación en un invierno excepcionalmente frío. También expresó su preocupación por la mortandad y el sufrimiento en el mundo a causa de las guerras, e hizo un llamamiento por “un mundo pacífico”.
Naruhito es el primer Tennō o emperador del Japón nacido después de la Segunda Guerra Mundial, una conflagración –la más cruenta de la historia universal– que tuvo como una de sus principales desencadenantes el agresivo expansionismo de su nación. Reiwa es nieto del famoso Hirohito o Showa, nada menos: el longevo dinasta Yamato que reinó en el Sol Naciente durante la mayor parte del siglo XX (1926-1989), incluyendo la tenebrosa época fascista –o fascistoide, cuanto menos– que desembocó en la guerra del Pacífico (1937-1945) y que terminó con el desastre nuclear de Hiroshima y Nagasaki, la rendición incondicional de Japón ante los Aliados y la ocupación estadounidense (1945-1952). El padre de Naruhito, Akihito, futuro Heisei, tenía once años cuando la potencia nipona capituló. El año pasado, Reiwa y su consorte viajaron en avión hacia el sur, a la isla de Okinawa, donde Japón librara su batalla final –y más sangrienta– en la Segunda Guerra Mundial, para rendir homenaje, en el cementerio de Itoman, a los más de 180 mil compatriotas caídos en combate contra los expedicionarios norteamericanos.
En su discurso del jueves, Naruhito dijo estar “rezando por la salud y la felicidad de todos”. Sabe que sus plegarias, para el pueblo japonés, valen mucho más que las de cualquier súbdito de a pie. La realeza Yamato es sagrada en tierras niponas. Esa sacralidad está asociada al sintoísmo, la religión ancestral del Japón. Según la leyenda sintoísta, los dinastas de la Casa Yamato descienden de Jinmu, el primer emperador, que rigió entre los años 660 y 585 a.C. Siempre de acuerdo a la tradición (crónicas clásicas Kojiki y Nihonshoki), Jinmu sería tataranieto de Amaterasu, la diosa o kami del sol. Por ende, Naruhito –el emperador n° 126 en un orden sucesorio que se supone ininterrumpido desde hace casi 27 centurias– sería un descendiente de Amaterasu, un monarca con sangre divina en las venas. Pero, ¿qué tan sagrado es considerado hoy el Tennō del Sol Naciente, tras un siglo y medio de modernización occidentalizante y varias décadas de posmodernidad cosmopolita?
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El 1º de enero de 1946, a cuatro meses de la rendición de Japón y del inicio de la ocupación militar, el emperador japonés Hirohito, a requerimiento de la Suprema Comandancia de las Fuerzas Aliadas (SCAP, por sus siglas en inglés), anunció lo siguiente en su discurso de Año Nuevo: “Los lazos entre Nosotros y Nuestro pueblo siempre se basaron en la confianza y el afecto recíprocos. No dependen de meras leyendas y mitos. No se derivan de la falsa concepción según la cual el Emperador es un akitsumikami [dios manifiesto o encarnado], y de que el pueblo japonés es superior a otras razas y está destinado a regir el mundo”.
Este solemne anuncio, informalmente conocido como Declaración de Humanidad (Ningen-sengen), no fue tan sólo oratoria. Tuvo también entidad jurídica, ya que horas antes Showa había firmado una cédula real, un rescripto, con las mismas palabras del mensaje radiofónico; y ese documento fue anexado al Juramento de los Cinco Artículos (Gokajō no Goseimon), la carta constitucional del Japón moderno, sancionada en 1868 por el emperador Meiji.
La SCAP, encabezada por el general estadounidense Douglas McArthur, quedó conforme con la declaración, pues entendió que con ella el emperador Showa había efectivamente renunciado a su estatus sagrado de kami o deidad, a su condición sobrehumana de encarnación de Amaterasu (la diosa shinto del sol), que era lo solicitado y esperado en el marco de la política en curso de democratización del Japón. Los sectores más liberales de la sociedad nipona de posguerra también vieron con buenos ojos el anuncio imperial, pues lo interpretaron en los mismos términos en que lo hicieron las autoridades occidentales.
Por lo demás, la nueva Constitución de Japón, promulgada el 3 de mayo de 1947, parecía confirmar ese optimismo hermenéutico. No contiene ninguna cláusula de divinidad o sacralidad a favor de la dinastía Yamato, y su reformista art. 1 estipula: “El Tennō [Emperador] es el símbolo del Estado y de la unidad del pueblo, derivando su posición de la voluntad del pueblo, en quien reside el poder soberano”.
Una digresión: hubo entonces un debate en el seno de la SCAP, respecto a si Hirohito tenía o no responsabilidad penal –o cuanto menos política– en los crímenes de guerra y lesa humanidad perpetrados por el Ejército y la Armada imperiales durante la guerra del Pacífico, que eran muchos y masivos, incluyendo la tristemente célebre Masacre de Nankín en el sur de China. Recuérdese que, así como Alemania tuvo sus juicios de Núremberg contra los nazis, Japón tuvo sus juicios de Tokio poco después, hacia 1946, donde muchos políticos y militares del régimen depuesto fueron condenados a muerte o prisión (puede verse al respecto la miniserie nipona de cuatro episodios Tokyo Trial, de Pieter Verhoeff y Rob W. King, estrenada por la NHK en 2016). Pero McArthur, no queriendo malquistarse en demasía con el pueblo japonés –al que debía gobernar por años– y condicionado por la lógica pragmática de la guerra fría (Washington esperaba que Japón se recuperara pronto y se volviera un bastión anticomunista en el Lejano Oriente, frente a la doble amenaza de Stalin y Mao, y la crisis coreana in crescendo), consideró prudente que Showa no fuera juzgado, cuando no faltaban pruebas de su connivencia, o –de mínima– indicios de un sinuoso proceder que merecía ser investigado seriamente, como algunos asesores de la SCAP habían propuesto.1 Podemos decir, en este sentido, que a Hirohito los EE.UU. le hicieron precio; de hecho, un excelente precio. No se proclamó la república, la dinastía Yamato mantuvo el Trono del Crisantemo y su titular recibió un blindaje político-penal absoluto: sería inimputable en los juicios de Tokio. Así, un manto de piedad se extendió sobre su turbio pasado. Se evitaría recordar sus flirteos con la ultraderecha fascista o fascistoide que gobernó el país desde la década del 30, y que lo hundió en la barbarie y el desastre.2
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Pero volvamos a Declaración de Humanidad del 45. Desde entonces, mucho se ha debatido (tanto en Japón como en Occidente) si la mentada Ningen-sengen tuvo realmente el sentido y alcance tan rupturistas que la SCAP le atribuyó. ¿Por qué? Porque la expresión akitsumikami, la utilizada en la declaración, no era nada habitual en la sociedad japonesa de aquel entonces. Se trataba de un arcaísmo culterano que sólo tenía cierta vigencia dentro de la corte imperial. La palabra de uso corriente, para referirse al Tennō como integrante del panteón sintoísta, era arahitogami, que literalmente significa «deidad con forma humana».
Para los japoneses más aggiornados, tales términos son prácticamente sinónimos. Pero para los más conservadores, su semántica difiere un poco. Conforme a la interpretación más tradicionalista y purista, la palabra arahitogami expresaría la idea de una entidad antropomórfica que, sin ser propiamente hablando una deidad (en sentido occidental), tiene ascendencia divina directa, y como tal, un estatus sobrehumano de fortísima sacralidad. Mientras que un akitsumikami es un dios encarnado, un kami plenamente divino, un arahitogami sería algo así como un semidiós. De ser cierta esta sutil diferenciación, el renunciamiento de Hirohito a su divinidad resultaría bastante relativo. El emperador habría negado ser un akitsumikami, una deidad manifiesta, pero seguiría siendo un arahitogami, un descendiente semidivino de Amatarasu.
Fuera de Japón, esta tesis revisionista también ha tenido sus defensores. Entre ellos, cabe destacar a los historiadores estadounidenses Herbert Bix, John Dower y Peter Wetzler, y también al prominente orientalista francés Jean Herbert. Todos ellos han sido sumamente cautos en relación a la Ningen-sengen y sus efectos desacralizadores, entendiendo que la interpretación occidental clásica fue demasiado triunfalista, apresurada y simplista. Herbert, por caso, aseveró sin ambages que no se puede tomar en serio un renunciamiento de Hihohito que consistió, básicamente, en una “declaración firmada a la fuerza de que su madre [la diosa Amaterasu] no es su madre”.
El revisionismo ha puesto sobre la mesa varios argumentos de peso. Uno de ellos es que Hirohito, en vísperas de su célebre anuncio, le manifestó a uno de sus chambelanes que si bien era “admisible decir que la idea según la cual los japoneses eran descendientes de los dioses era una falsa concepción”, resultaba “absolutamente inadmisible tildar de quimérica la idea según la cual el emperador es un descendiente de los dioses”. Otro argumento relevante es que el rescripto del 1º de enero del 46 fue publicado con un comentario adjunto del primer ministro Kijūrō Shidehara en el que este no hace ninguna mención al supuesto «repudio» de la divinidad del monarca, limitándose a señalar que la democracia ya existía en Japón desde los tiempos de la Restauración Meiji (1868), y que, por ende, no era cierto que acabara de ser instaurada por la SCAP (interpretación que estaría respaldada por unas tardías declaraciones del emperador Showa a la prensa realizadas en 1977).
Hay una muy interesante película sobre Hirohito, la rendición de Japón y la Ningen-sengen: el drama histórico-biográfico Soltntse (2005), del cineasta ruso Alexander Sokurov. Con Issey Ogata en el papel de Showa. Su estreno en tierras niponas generó no poco revuelo, pues el público japonés no estaba nada acostumbrado a ver a su sagrado Tennō en celuloide, reflejado como un hombre de carne y hueso, inmerso en su cotidianeidad e intimidad. Una biopic que vale la pena mirar.
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Hirohito falleció a comienzos de 1989, algunos meses antes de la caída del Muro de Berlín. Fue sucedido por su hijo Akihito, Heisei, quien abdicó treinta años después. Desde 2019 impera Naruhito, el vástago primogénito de Akihito, nieto del difunto Showa. Pero a pesar de todo el tiempo transcurrido, la controversia sobre el significado y alcance precisos de la Ningen-sengen permanece abierta. Y de tanto en tanto, al socaire de alguna noticia, vuelve a instalarse en la agenda pública.
En esta coyuntura mundial donde tanto se habla de «choque de civilizaciones», por la conflictiva relación de Occidente con Rusia y China, no está mal conocer y comprender un poco más la historia y la cultura de los pueblos orientales, lejos de los prejuicios eurocéntricos y la propaganda otanista. Japón, por peso propio, no debe faltar en esa exploración. Con más de 125 millones de habitantes, tercera economía nacional en el ranking global de PBI, primer país no occidental de la historia en convertirse en una potencia industrial, el Sol Naciente merece nuestra atención, independientemente que –siendo como somos, en Kalewche, comunistas y antiimperialistas– su firme adhesión al capitalismo neoliberal, y su no menos firme alianza estratégica con el Tío Sam y la OTAN, no resulten de nuestra simpatía. Como tampoco resultan de nuestra simpatía su tradicionalismo monárquico, incompatible con el ideario democrático bien entendido. Un tradicionalismo monárquico que, si bien ya no va de la mano con el absolutismo (Japón es hoy una monarquía constitucional y parlamentaria), conserva resabios teocráticos dudosamente conciliables con la laicidad, más allá de que el art. 20 de la constitución japonesa de posguerra –por exigencia de EE.UU.–prescriba tanto la libertad religiosa y de conciencia como la aconfesionalidad de la enseñanza pública y las instituciones estatales en general.
Federico Mare
NOTAS
1 La lógica de la guerra fría llevó también a EE.UU., ulteriormente, a dar marcha atrás con las reformas antioligopólicas contra los zaibatsu, conglomerados de empresas industriales, comerciales y bancarias a los que se consideraba corresponsables –con razón– del militarismo japonés.
2 Huelga aclarar, por lo demás, que las destrucciones con bombas atómicas de las ciudades de Hiroshima y Nagasaki –donde murieron más de 100 mil civiles inocentes, y quizás el doble, contando a los hibakusha– quedaron estrictamente excluidas de los juicios de Tokio como «males necesarios», una impunidad que los EE.UU. todavía disfrutan sin despeinarse ni avergonzarse en lo más mínimo. De hecho, ni siquiera se han tomado el trabajo de pedir disculpas. Es cierto que Obama visitó el Memorial de Hiroshima cuando era presidente, pero se limitó a «lamentarse» de lo ocurrido.