Francisco de Goya, ¿De qué mal morirá?


Nota.— José Ramón Loayssa es médico –recientemente jubilado– y reside en Navarra, España. Ha sido una de las principales voces críticas respecto a las políticas sanitarias adoptadas durante la pandemia de covid-19 en su país. Además de sus concienzudos estudios de publicaciones científicas referidas a todos los aspectos de la crisis sanitaria y las medidas adoptadas para su control, ha tenido una gran experiencia directa al desempeñarse durante todo 2020 como médico de urgencias. Ha publicado numerosos artículos sobre la pandemia desde una perspectiva crítica del autoritarismo catastrofista dominante (el primero de ellos en fecha tan temprano como el 27 de marzo de 2020). Algunos de sus escritos fueron dados a conocer por El Salto Diario, y pueden ser consultados aquí. Junto a Paz Francés y Ariel Petruccelli ha escrito Covid-19: La respuesta autoritaria y la estrategia del miedo (Ediciones El Salmón, 2021). Más recientemente, en compañía de Petruccelli, escribió Una pandemia sin ciencia ni ética (Ediciones El Salmón, 2022, con prólogo de Juan Gérvas), obra que reseñaremos en breve, y de la cual ya hemos reproducido un capítulo –el VIII, referido a la infancia y juventud, en nuestra edición del 11 de septiembre– redactado por Manuela Contreras García e Isabel Canales Arrasate.
En el artículo que abajo reproducimos, Loayssa lanza un llamado de alerta sobre las ruinosas consecuencias de la mercantilización e instrumentalización política de la medicina, la tecnologización y tecnocratización de la sanidad, la medicalización de la vida, la expansión del biologicismo, la fetichización de la salud y longevidad, y la transgresión del precepto hipocrático primum non nocere. ¿Vamos hacia el oxímoron de un salubrismo insalubre? ¿La medicina está retrocediendo a esa profesión de «matasanos» que Quevedo y Goya parodiaran con sarcasmo en sus versos y dibujos? Suena fuerte, pero Loayssa afirma, sin pelos en la lengua, que la profesión galénica –su vocación y praxis de toda la vida– se ha vuelto perversamente iatrogénica en el capitalismo tardío, sobre todo durante la reciente pandemia de covid-19. No más preámbulos: que el texto se encuentre con sus lectores.


En el mundo contemporáneo, ninguna institución, ninguna práctica social, cumple funciones exclusivas. Todas y cada una de ellas desempeñan diferentes papeles, aunque algunos sean más visibles, explícitos o evidentes, y otros permanezcan ocultos e incluso ocultados. Las escuelas no solo imparten conocimientos: son también vehículo fundamental de socialización, creadoras de mano de obra disciplinada, puntales de las identidades nacionales y, en muchos países, fuente privilegiada de la alimentación de los menores. ¿Qué sucede con la medicina? Como disciplina y, sobre todo, como institución, la medicina constituye un elemento esencial del funcionamiento social del capitalismo en nuestro tiempo, y realiza una contribución no despreciable para mantener a la población pasiva, dependiente y preparada para aceptar los dictámenes de la autoridad política y sus «expertos». Unos expertos, dicho sea de paso, que distan mucho de ser independientes del poder político y de las grandes corporaciones económicas, principalmente –aunque no exclusivamente– de la industria farmacéutica y de tecnología médica. Pero la medicina, para jugar ese papel, tiene que adulterar sus bases científicas y traicionar su responsabilidad ética. No se trata, con todo, de un destino inevitable, sino del resultado de su captura por el capitalismo, de su corrupción y manipulación por el sistema socioeconómico vigente, y de su conquista por el poder político.

En nuestra sociedad la medicina juega un papel central. Su ascendiente social inicialmente deriva de su capacidad para incidir sobre los procesos mórbidos que sufrimos. Pero este poder de «cura» está en gran medida idealizado y sobredimensionado. No solo porque se acompaña de daños iatrogénicos crecientes, sino porque las enfermedades predominantes –crónicas y degenerativas– dependen de determinantes socioeconómicos y culturales, del medio ambiente y del «estilo» de vida. Frente a ellas, las intervenciones clínicas tienen poca eficiencia. Sin embargo, se sigue confiando en la medicina, atribuyéndole una capacidad «sanadora» exagerada a pesar de los fracasos cotidianos. Unos fracasos que se disimulan tras los éxitos de la medicina de las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando fue capaz de revolucionar el diagnóstico y tratamiento de muchas enfermedades (y antes de que fuera capturada por megacorporaciones farmacéuticas). A esto se añade el aura que le proporciona el despliegue tecnológico del que hace gala, con sus reanimaciones, sus UCIS que resucitan, sus trasplantes, sus niños probeta, los «cambios de sexo» y las promesas siempre pospuestas de manipulación genética, etc. Pero si la curva de beneficios, medida por ejemplo en aumento de la esperanza de vida y disminución de la mortalidad infantil, fue positiva hasta casi finales del siglo XX, en los últimos cuarenta o cincuenta años se ha revertido: las intervenciones médicas erradas o excesivas se han convertido en una de las principales causas de muerte en los países del capitalismo avanzado.

La contribución central de la medicina es revertir, parcial y limitadamente, determinados procesos patológicos, sin olvidar su función de apoyo y cuidado. Aunque esto constituye un requisito esencial para ejercer otras funciones más amplias. Pero la medicina sirve también para dar forma a la ideología social y actúa como elemento de cohesión colectiva. Proporciona explicaciones y da seguridades ante las incertidumbres y los temores en los que nuestra sociedad se desenvuelve. Contribuye a dar sentido, de manera medicalizante, al sufrimiento y la muerte. La medicina está profundamente enraizada en nuestra cultura, participando en prácticamente todos los procesos de reproducción de la vida y de la sociedad. Define lo que es «sano» y «enfermo», diferencia lo «normal» de lo «anormal», repartiendo culpas y absoluciones morales. El personal médico y la medicina deciden quién es un enfermo mental y quien es un asesino, y sancionan cuándo termina la vida. Intervienen en esas situaciones significativas, pero también en el día a día. Ocupan un lugar en ámbitos cotidianos, estableciendo y colaborando en reglamentaciones y procedimientos sociales, como la obtención de permisos para conducir, la certificación de las condiciones para trabajo y deporte, la exención para actividades determinadas, etc.1 Por otra parte, el diagnóstico médico desresponsabiliza al paciente de sus padecimientos. Cuando estos quedan categorizados como enfermedades, aquel se convierte en subsidiario de tratamiento. Legitima de este modo el «rol de enfermo»: portador de síntomas.

Las advertencias sobre el potencial de la medicina como instrumento al servicio del control social no son nuevas. Michael Foucault, uno de los primeros filósofos en rebelarse contra el poder médico, afirmó que en los últimos siglos los brazos de la medicina no han dejado de extender su alcance de manera progresiva: hoy día poco escapa a su influencia.2 Poco tiempo después, Iván Ilich –en Némesis Medica– alertaba de la invasión de todas las esferas de la vida por la medicina, de su inmensa iatrogenia física y psicológica, de su capacidad de crear una intensa dependencia, expropiando las capacidades de autocuidado y afrontamiento de personas, patologizando los problemas y encomendándolos a la responsabilidad de los expertos.3

La creación de dependencia y la medicalización de la vida no es un fenómeno nuevo, pero si creciente. En nuestros días, el más mínimo sufrimiento o ansiedad son percibidos como enfermedades que requieren ser atendidas por el sistema médico.4 La medicalización es un proceso que se apoya en la disminución del nivel de tolerancia al distrés y en la perdida de la facultad de resolver problemas, una incapacidad que a la vez estimula. Las expectativas irrealistas sobre el poder de la medicina para sanar y evitar la muerte también colaboran. En la práctica, la medicalización representa una colonización ideológica a través de un ideario alienante y la promoción de una moderna mitología que vino a sustituir las que antiguamente habían gobernado el imaginario social. Las vivencias sociales de la salud como algo totalmente dependiente de la medicina y sus prestaciones nos exponen a la iatrogenia, porque la salud se asocia al consumo de fármacos y las intervenciones médicas. No percibimos la salud como un equilibrio alcanzable por medio de una vida equilibrada y equilibrante, una meta que sea compatible con nuestras otras metas en la vida y con nuestro desarrollo como personas. No se puede renunciar a la vida para conservarla. No podemos dejar que el miedo a la enfermedad –y no tanto la propia enfermedad– nos haga renunciar a vivir. Hacernos llevar una vida hipocondríaca forma parte de los propósitos de un capitalismo que ve la medicina como una fuente altamente lucrativa de negocio.

La idealización del poder de la medicina se entrelaza con actitudes sociales como la negación de la muerte y el cientificismo tecnocrático: la creencia incondicional en el progreso y la fe en la capacidad de la tecnología de solucionar todos los problemas. Para esta ingenua y simplista visión, difundida de manera interesada por las grandes compañías, no importa los inconvenientes que enfrentemos (o causemos), siempre tendremos a disposición una panacea que vendrá de la mano de la ciencia y técnica que pueden producir esas mismas compañías. Son ideas consoladoras frente a la angustia que genera percibir la sociedad y la naturaleza como hostiles, como peligrosas. Todas esas creencias facilitan la difusión de unas actitudes sociales que resultan útiles, en primerísimo lugar, para acrecentar las ganancias y la influencia de las grandes corporaciones farmacéuticas, pero que también benefician a los propios médicos, que ven incrementado su poder social. La cuestión del poder está presente en la medicina incluso a nivel vocacional. Es la posición de poder del médico, su prestigio social, la que atrae a muchos estudiantes universitarios hacia la carrera de medicina.

Pero quienes ejercen la profesión médica son, a su vez, marionetas de otros poderes.5 El poder de las grandes corporaciones es decisivo en la promoción de una cultura social medicalizada, que categoriza fenómenos como enfermedades y, por ende, como anormalidades tratables con productos farmacológicos. Esto es especialmente llamativo en el caso de la conducta humana: casi cualquiera de sus expresiones se puede psiquiatrizar. La medicalización de casi todas las facetas de la vida, la categorización de cualquier distrés o problema de padecimiento como enfermedad, posibilita que se conviertan en objeto de tratamiento. Todo lo cual redunda en beneficio de los negocios de la Big Pharma y de las grandes empresas de tecnología médica.

La pandemia ha puesto de manifiesto el poder de la medicina y la ciencia, y también cuán predispuestas están las élites políticas y económicas de sacarles jugo, utilizándolas intensivamente. No hay que olvidar que las castas políticas muestran una creciente deshonestidad. Son rehenes de una cultura centrada en mantener sus privilegios a toda costa. Por supuesto que los poderes económicos –por su parte– buscan la rentabilidad y el beneficio económico a cualquier precio. No existen consideraciones éticas que sirvan de freno efectivo a estas tendencias. Además, la casta política y las élites económicas se encuentran sólidamente entrelazadas por intereses comunes. Ambas instancias comparten un profundo sentido de la oportunidad (oportunismo), pero están limitadas por su escasa credibilidad y la poca confianza que generan en la sociedad. La ciencia y la medicina les proporcionan un barniz de credibilidad. La consecuencia más probable del abuso político y económico de la ciencia y la medicina no serán mejores políticas (o empresas más responsables, si tal cosa fuera posible), sino la corrupción y la decadencia de la ciencia y la medicina, convertidas en dogmas religiosos. Existe, asimismo, una burocracia en instituciones gubernamentales y paragubernamentales que les sirve de puente, ya que sus miembros tienen la discrecionalidad que les da no depender directamente de ninguna elección popular y no estar obligados a aparecer públicamente como representantes del pueblo. Los políticos al uso son mayormente deshonestos, pero cobardes: prefieren resguardarse detrás de burocracias anónimas e instrumentalizar el prestigio de la ciencia, la medicina y el progreso técnico.

La falta de credibilidad de las élites políticas y económicas les obliga a recurrir a otros personajes: los expertos científicos y técnicos. Durante toda la gestión de la pandemia hemos visto cómo las medidas se presentaban como indiscutibles y cómo se cancelaba cualquier debate social, mientras se controlaba estrechamente toda la información que llegaba a la población. Se implementaron medidas de estricta observancia que eran presentadas como decisiones de los «expertos»: como si en la salud no hubiera diferencias políticas, ideológicas, valorativas; como si toda la población fuera uniforme en términos de clase, edad, riesgo relativo y situación personal; y como si alguien pudiera ser automáticamente experto en una pandemia causada por un virus nuevo. Hemos visto cómo, desde el primer día, hubo «expertos» que se prestaron al juego de «bufones de la corte». Pero también hubo otros que guardaron un silencio atronador. Los hubo, también, desgraciadamente pocos, que levantaron su voz crítica y pagaron su osadía con un acoso sin precedentes en el ámbito científico. La censura, las difamaciones y las represalias –generalmente sutiles pero reales–, demuestran que ni la ciencia ni la medicina son aliados naturales del despotismo: tienen que ser forzadas a cumplir ese papel de respaldo acrítico a gobiernos y corporaciones, tienen que ser «capturadas» o cooptadas, deben ser corrompidas. Por lo tanto, no solo la medicina sino la propia ciencia está siendo adulterada. El capitalismo tiene una relación ambivalente con la ciencia: le interesa su contribución al desarrollo de tecnologías redituables, pero desconfía de su potencial crítico. No podemos olvidar que la ciencia es un cuestionamiento permanente de la realidad, y que el sistema social vigente necesita tenerla bajo control, reduciéndola al rol de proveedora de instrumentos tecnológicos aplicables en los procesos de extracción de beneficios.

La pandemia ha puesto de relieve, también, la posibilidad que tienen los poderes fácticos de utilizar resortes proporcionados por la psicología para manipular la conciencia y los sentimientos de la ciudadanía, con la colaboración de los medios masivos de comunicación. El objetivo era y es crear miedo, pero también confusión: sumir a las personas en un estado que les incapacitara para pensar, para analizar hechos y sucesos (psicosis confusional). Durante la pandemia no ha habido falta de información, sino, más bien, lo contrario. Hemos asistido a una plétora de datos e imágenes dentro de un discurso claramente sesgado para exagerar las dimensiones de la covid-19. Han prodigado ejemplos y casos –a ser posible con iconografía tremendista– que consiguieron sustituir casi totalmente la experiencia real por la realidad virtual. Ha sido una pandemia televisada: una ingente información sesgada junto con la escualidez de la experiencia, han hecho que las imágenes de TV y los relatos de la prensa hayan anulado la experiencia vivida directamente por la mayoría de las personas. Provocar zozobra y miedo era la forma de conseguir que los ciudadanos miraran a las autoridades como una tabla de salvación. Se trataba de lograr respaldo de una población asustada y confundida, dispuesta a pedir una autoridad paternalista fuerte que pudiera afrontar una situación percibida como crítica. Se aplicó así –casi sin protestas– un estado de excepción que tiende a hacerse permanente, como advirtiera Agamben.6

El exceso de información fue en detrimento de una información apropiada y adaptada a la situación y riesgo de cada persona, una información que la capacitara para autocuidarse. Pero una ciudadanía autónoma para defender su salud no entra en los planes de los poderes políticos y económicos, ya que sería un precedente peligroso. La medicina institucional y la mayoría del personal médico se plegaron a este despliegue de desinformación. También aceptaron el uso del miedo como instrumento de gestión, a pesar de que se sabe que el miedo y el estrés crónico son emociones muy dañinas para la salud, que afectan al sistema inmunitario y tienen un impacto cardiovascular negativo. Tales emociones fueron generadas a raudales durante la pandemia.

He dicho que la vocación natural de la medicina no es la de colaborar con proyectos totalitarios, sobre todo si hablamos de las tendencias modernas y progresistas de salud: perspectivas que ponen el acento en la promoción de la salud y en su abordaje multifactorial, y critican el intervencionismo biologicista-tecnocrático. Los proyectos autoritarios pueden encontrarse más cómodos con la medicina biotécnica, con el tecnocratismo biologicista: una medicina que opera desde parámetros simplificadores de la complejidad del fenómeno salud; que prodiga intervenciones externas sobre el organismo biológico y los ecosistemas, mientras olvida que cualquier intervención en estos va a generar consecuencias en gran medida impredecibles. Olvida la necesidad de optar por intervenciones limitadas y que no trastornen los equilibrios globales de los organismos biológicos y los ecosistemas. La medicina tecnocrática asume con una ignorancia y superficialidad inauditas que su papel es «reparar las averías» del organismo, una reparación a cargo de expertos que desplazan las capacidades de autocuidado que las personas poseen. Proliferan, así, expertos que asumen el control de la vida y la salud de las personas y las comunidades, en lugar de limitarse a servir de asesores competentes. El poder de la medicina se apoya en la percepción de la salud humana como algo extremadamente frágil, en permanente amenaza. Se ignora la fortaleza y resistencia de la humanidad a las enfermedades forjadas a lo largo de centenares de miles de años. Los seres humanos han podido sobrevivir en distintos períodos y lugares, y en variadas condiciones meteorológicas. Se han extendido por toda la superficie del planeta y han entrado en contacto con innumerables ambientes. Fruto de ese devenir histórico ha sido, por ejemplo, un sistema inmunitario muy perfeccionado y eficaz, que nos ha permitido afrontar todo tipo de microrganismos potencialmente dañinos. Esa fortaleza potencial requiere una alimentación sana, unas condiciones de vida apropiadas y –en lo posible– evitar factores de riesgo, de forma tal que se la preserve y no que se la destruya, como ocurre hoy día. Lamentablemente, se ha promovido una conciencia social que ve la salud no como el resultado de una potenciación de nuestras capacidades naturales, sino como una variable dependiente de la tecnología médica y sus expertos. No se trata de negar que la ciencia puede ayudar a esa capacidad natural de superar la enfermedad. Se trata de oponerse a una perspectiva que la menosprecia, que la sustituye por medicación y otras intervenciones técnicas externas.

Los rasgos que hemos descrito de la medicina moderna (su tendencia a crear medicalización y dependencia, su propensión a colonizar todas las dimensiones de la vida y penetrar en todos los poros de la sociedad, su papel estimulante en la renuencia a aceptar la vida y la muerte como indisociables, su corrupción masiva al servicio de las corporaciones y los gobiernos), la hacen un instrumento de alienación y dominación. La medicina dominante está presta a colaborar en la generación de conductas de sumisión entre la población, dispuesta a favorecer la servidumbre voluntaria al sistema económico vigente, pronta a robustecer el sometimiento sin resistencia al poder político. Esto la convierte en un peligro enorme, en una aliada potencial de proyectos totalitarios de dominio absoluto de todos los ámbitos de la vida, de todos los procesos de reproducción social. La medicina –en esa vertiente de instrumento coadyuvante de la sumisión y servidumbre de la ciudadanía– podría tener un lugar cada vez más destacado en los tiempos que se avecinan.

José Loayssa


NOTAS

1 Álvaro Díaz Berenguer, “Medicalización de la sociedad y desmedicalización del arte médico”. En Archivos de Medicina Interna, vol. 36, n° 3, 2014, pp. 123-126.

2 Michel Foucault, “Historia de la Medicalización”. En Educación Médica y Salud, vol. 11, n° 1, 1977, pp. 3-25.

3 Iván Ilich, Némesis médica. La expropiación de la salud. Barcelona, Barral, 1975.

4 Ramón Orueta Sánchez et al., “Medicalización de la vida (I)”. En Revista Clínica, Médica y Farmacológica, vol. 4, n° 2, jun. 2011.

5 Seamus O´Mahony, Can Medicine Be Cured? The Corruption of a Profession. Londres, Head of Zeus, 2019.

6 Giorgio Agamben, “Estado de Excepción”. En Homo sacer II. Bs. As., Adriana Hidalgo Editora, 2000.