Fotografía de Mala Iryna (Shutterstock).

Se me ha invitado a reflexionar sobre la infancia y adolescencia en estos «tiempos turbulentos»… Y lo primero que se me ocurría es lo que he puesto en el título. A la infancia y adolescencia se las ha maltratado, y se las sigue maltratando, con la excusa de un virus que a ellos apenas les afecta.

Como en las peores pesadillas, en las peores sociedades, hemos sometido a los más débiles y les hemos arrebatado la alegría y la sensación de seguridad. No lo hemos conseguido del todo: los niños y niñas son esencialmente resilientes, pero no será porque no nos hemos empeñado.

 ¿Les parece que mis palabras son muy duras? Hablo como madre, por supuesto, pero también como médica de familia que ha trabajado durante muchos años en pediatría. Porque lo que hemos hecho con la infancia y adolescencia no tiene detrás ninguna ciencia ni ética, sólo miedo y prejuicio. Y a lo largo de esta exposición, creo poder demostrarlo.

Lo he dividido en tres actos para intentar sistematizar un poco toda la rabia y el dolor que como madre llevo dentro. Espero poder expresarme adecuadamente, para que se me entienda y para que se comprenda desde dónde escribo, que es desde el amor a mi hijo y a todos los niños y niñas del mundo.


El confinamiento

Creo que ya ha sido más que evidente, y que hay suficientes estudios serios que demuestran que el confinamiento no consiguió lo que se deseaba. Peor: ha provocado más daño que bien, a todas las personas, de todas las edades.

Pero en el caso de la infancia es más crudo, porque desde el inicio sabíamos que la infección, a menor edad, menos grave era. Y también desde el inicio sabíamos que cuanto menores eran los enfermos, menor era también su capacidad de contagio. Basándose en estas dos premisas, se mantuvieron abiertas las escuelas de Suecia. Basándose en estas dos premisas, se abrieron las escuelas desde mayo en Dinamarca y otros países.

También sabíamos que al aire libre la transmisión era escasa. Basándose en ello, en la mayoría de los países se permitió a las personas pasear por los parques, manteniendo las distancias y no más de una hora al día, pero se permitió.

En España no. En España tuvimos a las criaturas encerradas durante meses, algunas de ellas sin apenas ver la luz del sol. Como siempre, las más vulnerables, las que vivían en pisos sin patios ni terrazas, las que vivían hacinadas. Como me decía un padre, desesperado ante la situación, “nunca pensé que vería el día en que mi mascota tiene más derechos que mi hija”.

Porque, como denunciamos muchas personas, las criaturas tuvieron en esos meses menos derechos que los perros, a los que se permitía salir, correr, y hacer sus necesidades fuera. Lo peor fue ver surgir a los llamados «policías de balcón», que avisaban rápidamente a la policía si veían algún padre o madre «transgresor», que pasaba por la calle con su hijo o hija.

Lo más curioso de todo este asunto, es que en España tenemos fama de incívicos, poco solidarios, poco amigos de acatar normas… Y a mí me pasa lo mismo que dice la famosa canción: “Pero yo sólo he visto gente muy obediente, hasta en la cama”.

La mayoría de esos padres y madres «transgresores» eran personas obedientes, que sacaban a los niños y niñas con trastornos severos de conducta (con TEA, o con otros diagnósticos), porque necesitaban salir, y tenían el informe médico que justificaba dichas salidas.

¿He dicho necesitaban? Pues sí, tanto los niños y niñas con trastornos severos, como aquellos que no los padecen, necesitan moverse, necesitan sol, necesitan contacto con la naturaleza… Vamos, igual que los adultos.

El confinamiento no ha tenido detrás ninguna ciencia ni ética. No las tuvo con las personas adultas, pero aún menos con los niños y niñas, quienes, como personas en desarrollo que son, necesitan todavía más del contacto con sus iguales.

Como se pudo ver en Suecia, y luego con las aperturas tempranas en Dinamarca y otros países, el número de niños y niñas que murieron a causa del coronavirus se mantuvo estable. Ínfimo. El número de niños y niñas que vivieron un infierno en sus casas fue, desgraciadamente, mucho mayor.

Decía que quienes más sufrieron fueron los menores vulnerables. En Madrid, sufrieron especialmente ese maltrato institucional. Mientras otras comunidades autónomas implementaban cheques para las familias vulnerables, para que aquellos menores que comían en comedores escolares pudieran hacerlo en su casa, la Comunidad de Madrid decidió que era mucho mejor enviarles «comida saludable» de una conocida marca de pizzas fast food. Huelga aclarar que, entre la imposiblidad de moverse y la «dieta fast food» durante varios meses, las tasas de obesidad entre niños y niñas vulnerables de la Comunidad de Madrid se han disparado.

Podríamos seguir hablando del confinamiento, pero voy a terminar con un apunte mínimo: cuando hacía ya dos meses que los bares y restaurantes (recintos cerrados, muchos con mala ventilación) estaban abiertos, los parques infantiles continuaban clausurados a cal y canto.

Me rompía el alma ver a las personas adultas tomando sus cervezas en el interior de los bares, y las caritas de pena de niños y niñas cuando veían que el parque seguía precintado. Una vez más, ni ciencia, ni ética, dado que el contagio al aire libre es mínimo, mientras el contagio en lugares cerrados y mal ventilados es mucho más frecuente… Pero ya sabemos, los menores no votan y pueden ser ninguneados por las autoridades. Quizá es hora de que los padres y madres, que sí votamos, tomemos cartas en el asunto y no permitamos estas aberraciones nunca más.


Las mascarillas

El uso y la utilidad de las mascarillas son, como mínimo, controvertidos en adultos. Ahí tenemos los metaanálisis de la Cochrane, que apenas encuentran significación estadística que justifique el uso de mascarillas en la población general, aunque se recomendaron por «principio de precaución».

En menores de 12 años nunca se recomendaron, precisamente por falta de evidencias. La OMS instaba a obedecer las normas de los distintos territorios (anda que no hemos sido obedientes…), aunque también instaba a evitar en lo posible las mascarillas en menores, ya que no había evidencias de sus beneficios, y había numerosas sospechas de posibles riesgos (dificultades en la adquisición del lenguaje, dificultades para interpretar la expresión facial, dificultades en el desarrollo general de las criaturas). Riesgos tanto mayores cuanto menor fuese la edad, evidentemente.

En muchos países se evitaron las mascarillas en menores de doce años; en España, no. Aquí el gobierno decidió que serían obligatorias a partir de los seis: de nuevo “el principio de precaución”… que curiosamente sólo se aplica para «poner cosas», no para quitarlas o evitarlas, o simplemente para esperar.

Por supuesto, aunque eran obligatorias a partir de los seis, rápidamente se «recomendaron» a partir de los tres. En diciembre de 2020, mi hijo de cinco años era el único de su colegio que no llevaba mascarilla (no de su clase, de todo el colegio). Lo más «suave» que le dijeron fue que mataría a sus abuelos por no llevar la mascarilla. De ahí para arriba.

Como médica, he hecho exenciones de mascarilla a niños y niñas que han sido perseguidos como si fueran delincuentes por el simple hecho de no soportar llevarla (algunos tenían un asma grave, otros hipertrofia de adenoides, otros alteraciones sensoriales que simplemente les hacían insoportable el uso de mascarilla…). El acoso que han sufrido esos niños y niñas por parte de sus pares, e incluso de sus docentes, es para escribirlo en varias novelas.

De nuevo, sin ciencia ni ética, porque sabíamos que esos niños y niñas probablemente nunca contagiarían a sus docentes, y muy raramente a sus compañeros y compañeras. Y lo sabíamos porque había estudios que así lo atestiguaban.

Pero por la tele decían que los niños y niñas eran «grandes contagiadores»…

Lo curioso es que, atendiendo a los datos, yo a los tres meses de iniciarse el «enmascaramiento», ya tenía datos comparativos entre los países que habían impuesto la mascarilla como obligatoria y los que no. Mis datos decían claramente que la mascarilla en menores no servía para nada. Así lo expresé en mi blog. Así se lo expresé en cartas al ministro de Sanidad y a la ministra de Educación. Como yo, muchos otros padres y madres.

Por razones que desconozco, no se inició un estudio serio hasta 2021. Estudio que concluyó –¡oh sorpresa!– que efectivamente el uso de mascarillas no se asociaba con un menor contagio del coronavirus en las escuelas.

Incluso después de que este estudio fuera publicado, de que sus conclusiones fueran públicas, de que los datos salieran en todos los medios de comunicación, las criaturas siguieron llevando mascarilla en España, incluso en el patio de recreo, al aire libre, al menos cuatro meses más.

Siguieron las «sorpresas». Resulta que las consultas al logopeda por retrasos o errores en el lenguaje habían aumentado en un orden del 400%… Pero no hay ningún estudio que demuestre que se debe a la mascarilla, como ha apuntado el Colegio de Logopedas.

Resulta que los adolescentes empezaron a tener ansiedad a la hora de quitarse la mascarilla… Otra «sorpresa», si no fuera porque muchos psicólogos habían avisado precisamente de este posible efecto «secundario» del uso de mascarillas.

Todavía nadie le ha pedido perdón a mi hijo, ni sé que nadie se lo haya pedido a los niños y niñas que fueron acosados igual que el mío. A mí, por supuesto, por abogar a favor del «desenmascaramiento» de menores también me han llamado negacionista y hasta «asesina»… Pero yo no necesito que nadie me pida perdón. Sé de dónde vienen esos insultos: vienen del miedo vertido por los medios de desinformación. Y con ese miedo metido en el cuerpo seguimos…


Las vacunas

Cuando se empezaron a poner las vacunas en adultos, ya los datos eran controvertidos. Parecía que provocaban muchos más efectos secundarios que cualquier otra vacuna que se hubiera puesto nunca. Y también parecía que esos efectos secundarios eran de menor gravedad que los que provocaba la infección, al menos en mayores de 65 años. Conforme se fue bajando la edad de inoculación, el balance beneficio/riesgo cada vez estaba menos claro. La epidemia de miocarditis en adultos jóvenes que siguió a la vacunación en menores de 30 años llevó a países como Finlandia, Suecia, Noruega, Dinamarca o Reino Unido a desaconsejar segundas o terceras dosis en este grupo de edad, pues el número de miocarditis posvacunal era mayor que el número de miocarditis poscoronavirus. Cuando se aprobó la vacuna en niños y niñas de 5 a 11 años, muchos de estos países ni siquiera la recomendaron para la población general, reservándola a menores de riesgo, con enfermedades crónicas severas, en ningún caso para niños y niñas sanos. Y es lógico, porque hablamos de una vacuna que, según los datos que tenemos hasta el momento actual, puede provocar efectos secundarios tan graves que lleven a la hospitalización de hasta una persona por cada 500 vacunadas. Y por supuesto, también produce muertes.

Dado que el coronavirus puede matar más o menos a uno de cada millón de niños y niñas infectados, parece bastante claro que usar una vacuna que puede enfermar gravemente a uno de cada quinientos vacunados, para salvar a uno de cada millón, es algo poco inteligente.

En España y otros países, estas cifras no parecen importar, y se ha recomendado alegremente la vacunación. Incluso se ha coaccionado a niños y niñas, especialmente si estaban federados en alguna actividad deportiva, amenazándoles con no permitir sus entrenamientos si no estaban vacunados.

Todo con la «excusa» de que la vacuna protegía del contagio y podría producir «inmunidad de rebaño» si conseguíamos un número suficiente de vacunados.

Cualquier científico que se hubiera leído los estudios de Pfizer sabía, como yo, que la vacuna no se había probado para disminuir la transmisión, con lo cual era bastante improbable que pudiera proteger del contagio (especialmente porque no producía defensas en mucosas), y mucho menos probable que produjera «inmunidad de rebaño».

Una vez más (y van…) , ni ciencia ni ética, ni valoración del riesgo/beneficio, ni nada parecido. Las criaturas fueron inoculadas con una sustancia que ni les ha protegido de la enfermedad, ni tampoco ha frenado los contagios. Y a pesar de ello, desde la Asociación Española de Pediatría, se sigue recomendando.


Conclusión

Así pues, a infantes y adolescentes le hemos encerrado, enmascarado, inyectado con una sustancia potencialmente peligrosa… Pero todo lo hemos hecho «por su bien». Desgraciadamente, todas estas «buenas acciones» no sólo no han conseguido frenar al dichoso virus, sino que han provocado la mayor epidemia de depresión, ansiedad y suicidios en menores que hayamos conocido, al menos yo, en los veinte años que llevo ejerciendo como médica.

Creo que, como madre, he conseguido proteger bastante bien a mi hijo, que es un feliz niño de siete años, que se divierte en su colegio y con sus actividades extraescolares, al que le encanta hablar y compartir con sus compañeros y compañeras, y que ha soportado estupendamente la presión de grupo (algo que me alegra, pensando en la adolescencia). Como médica, me avergüenza lo poco que hemos protegido los profesionales de la salud y las sociedades científicas a las criaturas… Y también a los adultos.

Como ciudadana, sigo en shock por el autoritarismo con que se ha conducido mi gobierno, y tantos otros en esta crisis.

Necesitamos reflexionar mucho y acompañar a esas criaturas a las que hemos maltratado. Porque eso es lo que hemos hecho, que no se nos olvide.

Teresa Escudero Ozores


Para saber más

https://rojoynegro.info/articulo/entrevista-sobre-el-libro-covid-19-la-respuesta-autoritaria-y-la-estrategia-del-miedo
https://covid19siap.wordpress.com/el-confinamiento-de-los-ninos
https://covid19siap.wordpress.com/la-infancia-y-la-adolescencia-tienen-voz
https://saludmentalperinatal.es/2020/11/14/no-los-ninos-no-se-estan-adaptando-bien
https://covid19siap.wordpress.com/por-su-bien
https://escuelaycovid.es
https://covid19siap.wordpress.com/vacunas-covid19-en-infancia-adolescencia
https://pediatriaconapego.com/pequenas-mentiras-grandes-mentiras-y-estadistica