Albert Camus cuando era niño (sentado en el centro, vestido de negro) en la carnicería de su tío Acault, 1920 (Rue des Archives/PVDE)
Presentamos un adelanto del ensayo que nuestro compañero Nicolás Torre Giménez está redactando para el próximo número de Corsario Rojo, nuestra revista semestral en PDF. El texto en cuestión aborda la representación de la pobreza en El primer hombre, la novela póstuma –fue publicada recién en 1994– e inconclusa de Albert Camus, en la que éste recuerda su infancia en su Argelia natal. En sus últimos años de existencia, el autor de El mito de Sísifo –libro cuyo epílogo homónimo Nicolás tradujo y presentó para Kalewche– estaba pasando por un momento muy díficil de su vida, signado por la depresión y una serie de crisis respiratorias causadas por su tuberculosis. Fue un período de bloqueo literario, compensado en parte por una frenética actividad teatral. Su estado de ánimo depresivo se debía en gran parte a que había quedado aislado de la izquierda francesa y argelina por sus posicionamientos políticos –había asumido una postura claramente anticomunista al denunciar el totalitarismo de los llamdos “socialismos reales“ y mantener un silencio ambiguo y timorato frente al imperialismo estadounidense–, situación agravada por su negativa a declararse a favor de la independencia argelina en sus últimos años. La publicación de su libro El hombre rebelde en 1951, y la ruptura pública con Jean-Paul Sartre desencadenada por la reseña negativa que le dedicó Francis Jeanson en Les Temps modernes, había sido el punto de no retorno de su seclusión política. En estos años de soledad e introspección, Camus emprendió la rememoración literaria de su infancia pobre en Argel. En Le Premier Homme, el novelista-filósofo se propone rescatar a su familia del olvido, al mismo tiempo que explicar(se) su propia génesis y su propio devenir, proyectando los hilos que unen al Camus maduro con aquel muchacho pobre al que su abuela no dejaba jugar al fútbol –una de sus grandes pasiones, junto con la literatura y el teatro– para que no gastara la suela de su único par de zapatos.
En este anticipo del próximo ensayo de Nicolás, se tematiza la búsqueda simbólica del padre –muerto cuando Camus tenía un par de meses de vida–, las reflexiones que suscita en el escritor la vida enajenada –en sentido marxista– de su progenitor y las relaciones filosóficas –esto ya corre por cuenta del autor del artículo– que pueden establecerse con las ideas contenidas en “El mito de Sísifo“.
Albert Camus encontró la muerte el 4 de enero de 1960 a bordo del lujoso Facel Vega HK500 que conducía su propietario, Michel Gallimard. En el auto iban también la esposa de éste último, Janine, y su hija, Anne, además del perro de la familia. Los amigos venían de pasar el Año Nuevo en la residencia de Camus en Lourmarin, en la Provenza francesa, que acababa de comprar con el dinero del Premio Nobel. El 2 de enero, la esposa de Camus y sus tres hijos habían tomado el tren para París, mientras que Albert Camus decidió viajar al día siguiente junto con los Gallimard. El plan era recorrer los 755 kilómetros que separaban el pueblo provenzal de la capital francesa en auto, parando en distintos pueblos y fondas, en una suerte de viaje gastronómico.
La excursión estuvo, desde el principio, signada por la muerte. El primer biógrafo del escritor, Herbert R. Lottman, cuenta que Michel había sugerido que ambos –los dos eran tuberculosos en una época en la que no existía una cura para la enfermedad– deberían contratar un seguro de vida. Sabemos que Camus había coqueteado con el suicidio en los últimos años, mientras que su amigo pensaba mucho en la muerte, y acababa de redactar un generoso testamento en favor de su mujer. Definitivamente era un tema que acongojaba a ambos. Lottman cuenta que, en una conversación con la viuda de Gallimard, esta le dijo que, durante el viaje, “Michel afirmó que quería morirse antes que Janine porque no podría vivir sin ella; a lo que esta contestó que deseaba seguir viviendo con o sin Michel”. Y los tres bromearon sobre el asunto.
En las afueras de Villeblevin, a unos 100 kilómetros de París, tuvo lugar el accidente en el que falleció Albert Camus. Michel Gallimard murió cinco días más tarde en el hospital. Su hija de 18 años y su esposa, que viajaban en los asientos traseros, se salvaron. Al parecer, el amigo y editor del francoargelino perdió el control del vehículo –quizás a causa de una falla mecánica–, que fue a estrellarse contra un árbol. Camus, quien llevaba consigo los manuscritos de la que sería su última novela, póstuma e inconclusa, en la que ficcionaliza –sólo en parte– su infancia pobre y el retorno del adulto a su tierra natal, murió en el acto al golpear su cabeza contra el parabrisas del vehículo de alta gama. Ironías del destino que el lujo fuera su tumba, y la evocación de la pobreza familiar, los últimos trazos de su pluma.
En busca del padre perdido
El primer hombre narra la historia de Jacques Cormery, alter ego de Albert Camus, que regresa a su Argelia natal en busca de sus orígenes en Mondovi (hoy Dréan) y el miserable barrio de Belcourt (hoy Belouizdad), de la periferia de Argel, pero que necesariamente fracasará –los pobres no tienen historia–, por lo menos en lo que respecta a la recuperación biográfica del padre, porque nada queda del recuerdo de ese postulado primer hombre, más que vestigios de aquel humilde y sacrificado pied-noir1, aquel obrero agrícola devenido soldado en 1914, usado y descartado por la Historia, con mayúscula –triste destino de los condenados de la tierra–,
“(…) después de una vida enteramente involuntaria, desde el orfanato hasta el hospital, pasando por el casamiento inevitable, una vida que se había construido a su alrededor, a pesar suyo, hasta que la guerra lo mató y lo enterró, en adelante y para siempre desconocido para su familia y para su hijo, devuelto él también al vasto olvido que era la patria definitiva de los hombres de su raza, el lugar final de una vida que había empezado sin raíces”.2
Para los parias de la tierra, la vida es –en buena medida– algo que les ocurre. Los individuos de las clases acomodadas, por ejemplo la burguesía y la alta burguesía, también son depositarios de mandatos sociales desde la infancia, pero, en general, disponen de un mayor capital material y simbólico –en términos de Bourdieu– que los primeros para superar tales imposiciones, en el caso de que las vivan como tales y que se propongan actuar en su contra. Pero el carácter de los preceptos sociales varía notablemente si pasamos de clases dominantes a clases subalternas: el mandato de obediencia, sacrificio y abnegación destinado a los miembros de estas últimas no puede ponerse en pie de igualdad junto a un deber-ser caracterizado en gran medida por valores como el liderazgo, el éxito, el enriquecimiento, etc., pensado para los individuos de las primeras. El grado de unificación y homogeneización culturales que supone el posmodernismo –como lógica cultural de la fase actual del capitalismo–, vehiculizada en gran medida por los medios masivos de comunicación, era algo desconocido a fines del siglo XIX y principios del XX –sobre todo en la Argelia colonial que retrata Camus–, donde, más allá de los contenidos educativos unificados que recibían individuos de distintas clases sociales por medio de la escolarización, existían esferas culturales con un relativo grado de autonomía y especificidad: era común, por ejemplo, que los miembros del proletariado leyeran la prensa obrera y participaran de la vida sindical, que tenía un alcance social que excedía por mucho al ámbito laboral. Quizás la lógica de las redes sociales, administrada por algoritmos que posibilitan la segmentación de diversos grupos de destino según comportamientos de consumo –en sentido amplio– para la visualización de determinados contenidos, esté encubando, en cierta medida, una nueva heterogeneidad cultural, mucho más segmentada, dirigida y controlada por intereses económicos concentrados que en ninguna época pasada3. Los criterios de segmentación –actualmente en manos de la inteligencia artificial, pero bajo la orden de algoritmos que responden a intereses coorporativos– dan forma a nuevas esferas culturales organizadas de manera clasista que mantienen la especificidad que tenían antes del posmodernismo –en el sentido de Jameson–, pero han perdido gran parte de la autonomía de la que gozaban otrora. Lo que no hay que perder de vista es que la heterogeneidad cultural de la que hablo tiene lugar en el seno de una homogeneidad mayor: la de la lógica del capital, que parece haber conquistado todos y cada uno de los espacios sociales, hasta volverse el marco incuestionable de toda experiencia humana.
Claro que todos estos valores –tanto los destinados a quienes obedecerán, como a los obedecidos– pertenecen, ciertamente, a un mismo corpus ideológico hegemónico, el de la clase dominante: lo que ha vuelto a denominarse “meritocracia”, y que no es más que otra forma de nombrar al ideologema del self-made man, el hombre que se hace a sí mismo, y que no le debe nada a la sociedad de la que surge, que sirve tanto para justificar el triunfo como el fracaso, la pertenencia a una clase como a otra. Cada quien sería responsable de su destino y las jerarquías serían conquistadas por el mérito, independientemente del origen social de los individuos. Ese gran mito se sustenta en un tipo de falacia, la de la causalidad inversa, en la que se pretende explicar el movimiento de los caballos por el carro que es tirado por estos, podríamos decir. Y es que, si uno recurre a la casuística y a la estadística, pareciera que, salvo excepciones (veremos que, en parte, es el caso de Camus), el “éxito” social estuviera destinado más bien a aquellos individuos provientes de las clases más acomodadas. Como vemos, se trata de una “competencia” en la que algunos corren con ventaja. Pero la existencia de esas pocas excepciones, que responden en gran medida al azar, y que resultan más raras cuanto menos proclives a la movilidad social sean las sociedades en las que se presentan, son en cierto sentido el sostén de todo el edificio ideológico. Si no existieran en absoluto, la triquiñuela se develaría en un chasquir de dedos como un gran engaño. En palabras de Gonzalo Puente Ojea, la fascinación del “horizonte utópico” se desvanecería, quedando al desnudo la “temática concreta”, es decir, la cruda apología del statu quo.
A quienes no consiguen su lugar entre los primeros, les corresponde entonces la autoinmolación. ¡Pero a no desesperarse, que las excepciones existen! ¡La esperanza es lo último que se pierde! –exclama la ideología–. Ya se habrá advertido que estamos aludiendo aquí a la libertad –o a la falta de ella–, pero no una libertad abstracta, formal, potencial –como la que enuncian los marcos jurídicos burgueses–, sino a la verdadera, la concreta y efectiva, la que no se agota en un mero desiderátum, sino que tiene poder para actualizarse y transformar realidades, la Libertad –así con mayúscula– ligada a condiciones materiales que posibilitan su realización, su efectivización en fenómenos concretos, como el cumplimiento de deseos y proyectos más allá de la inmediatez de la supervivencia diaria. Porque, seamos sinceros, ¿qué grado de libertad puede verdaderamente realizarse en un contexto de miseria?
En el caso del padre del protagonista de esta novela autobiográfica, su fugaz y abnegado paso por la tierra estará destinado al olvido, a pesar de los esfuerzos de recuperación de sus raíces por parte de su hijo: “encuentra la infancia pero no al padre. Comprende que es el primer hombre”, garabatea Camus en las notas al texto. Pero el padre de Camus tendrá su lugar, muy menor, es cierto, en la historia de la literatura. ¿Recuperación simbólica desde la contingencia de la historia? No parece ser un gran consuelo o una compensación muy atractiva frente –para no mencionar la contingencia que da origen a la existencia humana y la finitud que la corona, temas que Camus siempre tenía en mente– a la gran cuota de heternomía que rige la vida enajenada –en gran medida “robada”, cabría decir– de los condenados de la tierra. Pero es lo que se propone Camus, que en las notas a su novela escribe esta frase a modo de plan de obra: “A esa familia pobre, arrancarla al destino de los pobres, que es desaparecer de la historia sin dejar huellas. Los Mudos”. Y agrega: “Eran y son más grandes que yo”.
Camus nos muestra que el absurdo que caracteriza a la existencia humana no impide que la vida pueda ser dotada de sentido, sino que es más bien su condición de posibilidad. Si la existencia estuviera dotada de una necesidad inmanente, si llevara inscripta en su seno una férrea razón a priori, deberíamos resignarnos a aceptarla (es así porque Dios lo quiso, dirán algunos creyentes). Pero la ausencia en ella de todo sentido dado de antemano constituye la posibilidad de dotarla de un sentido verdaderamente humano, a la medida de los mejores deseos humanos, y ligado al ejercicio efectivo de la libertad. La rebelión camusiana frente a lo absurdo, que supone, por un lado, asumir la precariedad de la condición humana hasta las últimas consecuencias, pero por el otro, dotar de un sentido racional a la existencia, “da su precio a la vida” y “extendida a lo largo de una existencia, le restituye su grandeza”4. Pero en condiciones de miseria y sumisión al yugo embrutecedor del trabajo enajenante, ¿qué posibilidades materiales de dar un sentido humano a la vida existen?
En un pasaje de esta novela inconclusa, Jacques/Albert interroga a su madre sobre su padre, muerto en la Primera Guerra Mundial cuando aquél era tan sólo un bebé. La madre responde con imprecisiones:
“Decía sí, tal vez fuera no, había que remontar el tiempo a través de una memoria en sombras, nada era seguro. La memoria de los pobres está menos alimentada que la de los ricos, tiene menos puntos de referencia en el espacio, puesto que rara vez dejan el lugar donde viven, y también menos puntos de referencia en el tiempo de una vida uniforme y gris. Tienen, claro está, la memoria del corazón, que es la más segura, dicen, pero el corazón se gasta con la pena y el trabajo, olvida más rápido bajo el peso de la fatiga. El tiempo perdido sólo lo recuperan los ricos. Para los pobres, el tiempo sólo marca los vagos rastros del camino de la muerte. Y además, para poder soportar, no hay que recordar demasiado, hay que estar pegado a los días, hora tras hora, como lo hacía su madre, un poco a la fuerza, sin duda, puesto que aquella enfermedad juvenil (en realidad, según la abuela, era una tifoidea; aunque una tifoidea no deja semejantes secuelas. Un tifus quizás. ¿O qué? También allí reinaba la noche), aquella enfermedad juvenil la había dejado sorda y con dificultad en el habla, le impidió aprender lo que se enseña hasta a los más desheredados, y la forzó a la resignación muda, pero era también la única manera que había encontrado de afrontar su vida, ¿y qué otra cosa podía hacer?, ¿quién en su lugar hubiera encontrado otra cosa? Él hubiese querido que se apasionara describiéndole a un hombre muerto cuarenta años atrás cuya vida había compartido durante cinco años (¿la había compartido, verdaderamente?). Pero ella no podía, Jacques no estaba siquiera seguro de que hubiera amado apasionadamente a aquel hombre, y en todo caso era incapaz de preguntárselo, él también era mudo delante de ella e inválido a su manera, no quería saber siquiera, en el fondo, lo que hubiera habido entre ellos, y tenía que renunciar a saber algo por boca de ella.”
Recordemos ahora la piedra que el Sísifo de Camus estaba obligado a empujar hasta la cima de la montaña. Recordemos también que, una vez alcanzada la cumbre, la roca volvía a caer por su propio peso. Pero recordemos, sobre todo, que al momento del descenso, mientras volvía a buscar la piedra para reiniciar su absurda condena, Camus lo llamaba ”la hora de la conciencia”, en la que ”Sísifo es superior a su destino, es más fuerte que su roca”, en la que el destino se supera por el desprecio. El absurdo de cargar una y otra vez con todo el peso de la condición humana, con la finitud, el sufrimiento, el sinsentido del mundo y disponerse a alcanzar la cima sin claudicar, a sabiendas de que habrá que reemprender la tarea una y cien veces, sólo puede cobrar un sentido relativo –”victoria absurda” la denomina Camus– mediante la lucidez que únicamente puede acontecer durante el descenso, cuando ha cesado el esfuerzo físico y la mente puede ocuparse en otra cosa. Es también en ese momento, pero también gracias a él, que la libertad puede ejercerse de una manera plena, sin constricciones externas (tanto directas, sobre la voluntad del agente, como indirectas, sobre las condiciones materiales para que pueda ejercer su libertad). Ahora bien, en situación de pobreza o de miseria extrema, parece plantearse aquí Camus, ¿qué posibilidades concretas tiene el hombre absurdo de poder cargar con su piedra –cuyo peso aumenta en razón de su penuria– y no perecer, en cambio, aplastado por ella?
Nicolás Torre Giménez
NOTAS
1 Pied-noir (literalmente, “pie negro”) es el término con que se designa a los colonos europeos –en su mayoría franceses– residentes en Argelia durante el período colonial (1830–1962). El origen exacto del nombre es incierto: algunas versiones lo atribuyen al color negro de las botas militares francesas usadas durante la colonización, otras al hecho de que los colonos se ensuciaban los pies con el barro oscuro del suelo argelino, en contraste con los habitantes locales. Tras la independencia de Argelia en 1962, el término pasó a designar también a quienes regresaron a Francia como repatriados.
2 Albert Camus, El primer hombre, Bs. As., Tusquets, 2009.
3 Otro fenómeno que intensifica la diversificación de los valores culturales según clases sociales, sobre todo en países con mayor desigualdad en la distribución de ingreso –y esto es algo que se puede observar en Latinoamérica, por ejemplo en la Argentina desde la que escribo–, es la creciente «guetización» –si se me permite el uso irónico del neologismo– de los individuos de los sectores medios, medios-altos o altos (según cada país) que cada vez más se recluyen en barrios privados, escuelas, clubes deportivos y sociales privados, y reducen al mínimo el contacto con individuos de otras clases sociales. La existencia de esos «guetos» con valores exclusivos, sumada a la segmentación de contenidos en las redes sociales según comportamientos de consumo, en sentido amplio, fomenta la heterogeneidad cultural en un sentido clasista. Eso no implica el abandono de una misma lógica cultural dominante y subyacente, la del posmodernismo –en el sentido de Fredric Jameson–, sino su diversificación extendida mediante contenidos específicos que, gracias a la utilización de los algoritmos informáticos, pueden alcanzar a distintas clases sociales e individuos determinados con una oferta diversificada pero con la misma finalidad mercantil de fondo. De esta manera, se exacerba una tendencia sobre la que el mismo Jameson llama la atención: la desaparición de lo que en otra época podía llamarse la “semiautonomía de la esfera cultural“. Su subsunción a la lógica del capital es hoy casi absoluta. Es sintomática de esta tendencia la generalización del término “consumo“ para toda clase de prácticas sociales: hoy se “consume“ arte (por ejemplo, música, literatura), canales de streaming, podcasts, pero incluso también personas: artistas, streamers, youtubers… Personalmente no he registrado la aplicación del término para hablar de amistades, relaciones amorosas o sexuales, pero no resultaría nada sorprendente su extensión a estos ámbitos. Ver Fredric Jameson, “La lógica cultural del capitalismo tardío“ en: Teoría de la Posmodernidad, Madrid, Trotta, 2016, p. 66.
4 Albert Camus, “El mito de Sísifo”, en: El mito de Sísifo, Bs. As., Losada, 2006, pp. 141-147. Puede consultarse una traducción propia del texto, junto con nuestra presentación, aquí.