Fotografía: Tablero de TEG, por Gabriela Maturano


¿Nos hallamos ante el ocaso de la lectura?, se interroga Alfonso Berardinelli en un texto que reprodujéramos en Kalewche.1 Una respuesta taxativa es dificultosa, pero de lo que no hay ninguna duda es que las prácticas de la lectura y la escritura se están modificando. Leer un tweet y leer un libro son actividades que tienen un parecido de familia, pero poseen premisas y consecuencias muy diferentes. Nicholas Carr y Paula Sibila lo han explorado muy bien.2 La tendencia parece clara: cada vez más, la práctica de la lectoescritura se ve dominada cuantitativamente por una masa de ansiosos cazadores de datos en la red, que cuando escriben, escupen textos condenados a lo efímero, no sólo por el contexto de recepción, sino por su naturaleza intrínseca: escritos inmaduros, escasamente trabajados, mal informados, si no directamente desinformados. En la vorágine virtual, la criticidad se va desplomando. Y las instituciones que, se supone, deberían ser el baluarte del pensamiento crítico –las universidades y los centros de investigación–, lejos de resistir en masa a esta tendencia, más bien se ven arrastradas por la misma, e incluso, en no pocos casos, sus integrantes son entusiastas practicantes del surf intelectual al que invita la red. El buceo en las aguas profundas del saber ha quedado prácticamente fuera de juego, o lo cultivan personas que no tienen ninguna intención de participar del debate público: eruditos que escriben para eruditos, casi siempre incapaces de acercar su saber a las masas y que, en muchas ocasiones, sacados de su minúsculo ámbito de especialización (en el que pueden mostrar sutilezas y matices infinitos), suelen repetir de la manera más acrítica todo tipo de lugares comunes. Los pacientes cultivadores de textos refinados y de pensamiento crítico parecen una especie amenazada.

En medio de las acaloradas polémicas actuales sobre los riesgos y las posibilidades de la llamada –con algo de exageración– “inteligencia artificial” (IA), lo verdaderamente preocupante es la decadencia de la «inteligencia natural», proceso que puede ser favorecido por el desarrollo de la IA, pero que hunde sus raíces en dinámicas culturales más profundas, y que deben mucho más al desarrollo socioeconómico capitalista que a la tecnología.

En la euforia tecnologicista actual hay una gran ceguera. Quizá porque hemos creado poderosos lentes, nos vamos volviendo ciegos. Y no nos referimos a la ceguera sobre las consecuencias –previstas e imprevistas– de muchas tecnologías: que el automóvil haya contaminado el ambiente y sea ya en muchos sitios una forma totalmente ineficiente de transporte es algo, a esta altura del partido, casi obvio, aunque se haga poco por remediarlo. Nos referimos a supuestas ventajas que no son tales, pero no porque posean consecuencias colaterales negativas, sino porque son ineficientes en sí mismas, o menos eficaces de lo que solemos creer. Por ejemplo, la proliferación de videos en YouTube y TikTok –por lo general de pocos minutos o segundos– es vista por mucha gente como una forma fácil y rápida de informarse o de aprender algo. No negaremos su utilidad, especialmente en cuestiones prácticas, pero cuando hablamos de tareas intelectuales, los benditos videos pueden resultar, para un buen lector, una auténtica pérdida de tiempo. Lo que se ve en una hora se puede leer en menos de veinte minutos, a condición de saber leer. Y a esto debemos sumar que la oralidad de los videos no permite alcanzar las sutilezas y profundidades de la escritura, dificulta la localización de pasajes específicos y, en conjunto, tiene dificultades para el desarrollo real de un discurso conceptual. Pero el escándalo en el que casi nadie repara es que se lee mucho más rápido de lo que se visualiza videos. Quienes creen que viendo videos ahorran tiempo, muchas veces se equivocan. Nada de lo dicho debe tomarse como una condena fundamentalista o primitivista de YouTube. No renegamos de la utilidad de los videos, sino de la «videomanía», del fetichismo tecnológico audiovisual (herramienta sí, panacea no). Prueba de ello es que en esta misma edición de Kalewche hemos compartido el video de una conferencia publicado YouTube.

Pero si se lee más rápido de lo que se escucha, parece evidente que se habla a más velocidad de la que se escribe. En general es cierto, aunque un buen escritor puede escribir casi tan rápido como habla, y es indudable (hay que insistir en esto) que la escritura permite profundidades analíticas inalcanzables para la oralidad. Aunque desde hace décadas poseemos tecnologías que vuelven infinitamente más simple las operaciones de escritura (cortando y pegando párrafos, por ejemplo) y más rápida la búsqueda de textos e información, es curioso lo poco que reflexionamos sobre la escasa o nula mejora cualitativa (e incluso cuantitativa) que estas posibilidades han acarreado en la producción intelectual contemporánea. ¿En serio podemos comparar a Byung-Chul Han con Hegel o Kant? ¿A Yuval Harari con Hobsbawm? Žižek podría ser colocado a la par de Sartre, ¿pero es mejor? Los escritos de Michael Mann son impresionantes, ¿pero son mejores que los de Weber o Platón? Judith Butler es exquisitamente exasperante, pero no más que Nietzsche. Ante los escritos de Nancy Fraser nos sacamos el sombrero, pero no sabríamos cuáles elegir en comparación con los de Rosa Luxemburgo. ¿Qué autor contemporáneo ha escrito más páginas que Marx? Si comparamos a Anthony Fauci con Pasteur dan ganas de llorar. John Ioannidis podría estar a la par, pero ¿quién diría que es indudablemente superior? Quizá un youtuber.

La prosaica realidad es que, fuera de los ámbitos más estrechamente instrumentales y mecánicos, las tecnologías nos aportan poco. Cuando se trata de la inteligencia totalizadora (no parcializante), de la discusión sobre fines (no sobre meros medios), de la creación sutil (no de la producción en masa), no estamos mucho mejor que antaño. Y muchos dirían que estamos peor. Si las máquinas nos fascinan y la «inteligencia artificial» nos aterra (o nos hace saltar de alegría y salir corriendo a preguntarle algo al ChatGPT), es simplemente porque estamos demasiado imbuidos de una cultura que nos enseñó algo de racionalidad instrumental pero poco de racionalidad valorativa; que diferencia mal entre datos e información, y entre información y conocimiento; que no comprende bien la diferencia entre repetir y pensar; que aprecia en exceso lo cuantitativo (a pesar de que la mayoría de las personas no saben leer una estadística luego de no menos de 12 años de escolarización, verdadero escándalo civilizatorio sobre el que rara vez reflexionamos) y valora demasiado poco lo cualitativo. No es que el ChatGPT sea inteligente. Es que la sociedad contemporánea que lo consume se ha idiotizado demasiado. En el país filisteo de las masas ciegas, la tuerta IA parece una reina digna de admiración y pleitesía, pero no lo es. La pregunta que, en medio de la histeria digital, casi nadie se hace es: ¿y todo esto para qué? No es casual: en el capitalismo todo tiene sentido, en la medida que no nos preguntemos por el sentido. ¿En serio una sociedad en la que sus miembros tienen por objetivo principal acumular ganancias monetarias es el culmen de la inteligencia?

El ocaso de la lectura (vale decir: de la lectura paciente, detenida, reflexiva, crítica) lleva a que nuestras facultades intelectuales declinen, por muy rodeados que estemos de brillantes computadoras, por muy sencillo que sea buscar algo en Google y por seductor que parezca preguntar alguna tontería al ChatGPT. Si nuestras capacidades intelectuales se hallan atrofiadas o han sido mutiladas, entonces podemos estar fascinados o aterrados por la inteligencia artificial. Y no porque no haya razones para estar aterrados ante el futuro, sino porque lo aterrador no son las balas sino las armas que las disparan. Lo aterrador es el capitalismo, no sus subproductos. Cuando los firmantes de la reciente declaración por una moratoria de seis meses en el desarrollo de la IA declaran que corremos el riesgo de perder el control de nuestra civilización, se revela la ingenuidad astronómica de esta gente: creían tener un control que nunca tuvieron. Si hubieran leído a Marx, lo sabrían bien. Recientemente, Eduardo Wolovelsky ha dado unas buenas estocadas críticas a estas presunciones despistadas.3 El problema, sin embargo, es que, cuando esta gente siente que pierde el control, hace tonterías descomunales: ahí está la gestión de la pandemia para atestiguarlo. En realidad, más allá de sus ilusiones, no controlan el desarrollo de la civilización, pero tienen recursos y capacidades descomunales que influyen de manera desmesurada, y desmesuradamente negativa, en la vida de miles de millones de personas. El capitalismo es una mega-máquina a la que ninguna voluntad humana puede controlar. Y es absolutamente hipócrita la preocupación por el futuro de la democracia en boca de quienes han hecho todo lo posible por degradarla.

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Quizá hoy no se lea menos que antes, pero se leen otras cosas y de otra manera. Lo que se halla en claro declive es la lectura pausada, serena y reflexiva; la lectura crítica. Se acumulan estudios que muestran que, en la web, lo habitual es que la gente pase de un vínculo a otro tras pocos segundos. Pocos textos son leídos íntegramente. Y yendo tras la captura de una atención crecientemente dispersa y elusiva, quienes escriben se ven tentados a achicar más y más los escritos y a expandir los detalles escandalosos, por poco relevantes que sean. El resultado es una verdadera bola de nieve que arrasa la capacidad de intelección. El pavor ante las fake news está mal enfocado. El problema no es tanto que ahora haya más noticias falsas que antes o que sean difundidas con mayor facilidad: el verdadero problema es que hay más gente dispuesta a creerlas. Y más aún, lo dramático es que tantas personas crean que una foto, un breve video o una crónica deshilachada –aunque sean verdaderos– puedan ser un buen vehículo para comprender algún aspecto de la realidad.

¿Qué hacer ante esta avalancha que arrasa la criticidad? Como mínimo, no sumarse a ella y colocarse fuera de su camino.

Algunas características de Kalewche se deben a un intento deliberado para contrarrestar la vorágine digital, o cuanto menos para no sucumbir a ella, incluso cuando seamos un medio digital. Son estrategias que buscan al menos limitar las tendencias instantaneístas, deshistorizadoras, descontextualizadoras, fragmentarias, particularistas y unilaterales que corroen la vida intelectual contemporánea. Cada vez que reproducimos un texto publicado en otro sitio, o fruto de alguien que no es colaborador habitual, solemos incluir detalladas notas introductorias que reponen el contexto, informan sobre la autoría o dicen algo respecto a las razones por las que lo incluimos en nuestro espacio intelectual. No pocas veces establecemos un diálogo (señalando a veces diferencias o reparos) con los escritos que reproducimos. Nuestras notas introductorias suelen hacer referencia a textos nuestros anteriores, y también anticipar textos futuros. Es una forma de ampliar el contexto intelectual y de establecer cierta intertextualidad con la finalidad de hacer menos fragmentaria y «descolgada» la lectura. Las presentaciones pueden incluir hipervínculos, pero los mismos están rigurosamente excluidos de los textos en sí: esa información, cuando es necesaria, es colocada en notas al final del escrito. La razón es simple y clara: queremos evitar la interrupción de la lectura y la «tentación» de «saltar» a otro texto. Nuestros artículos no habilitan la posibilidad de comentarios al pie. Es adrede: la experiencia nos dice que, en la inmensa mayoría de los casos, tales comentarios son, o bien diatribas e insultos que clausuran cualquier diálogo fructífero, o comentarios elogiosos pero que poco aportan más allá de alagar la vanidad de quien escribe: “Excelente”, “Muy buen texto”. En ambos casos, brilla por su ausencia la argumentación, la fundamentación de la opinión enunciada, que es lo principal. Aunque los comentarios al final de los artículos suelen ser presentados y defendidos como una saludable práctica democratizadora, tenemos la impresión de que su generalización, lejos de democratizar nada, ha contribuido a enturbiar el debate público, favoreciendo los simplismos analíticos, las polarizaciones maniqueas y los alineamientos tribales (fans vs. haters, seguidores vs. trolls). En cualquier caso, invitamos al público lector a que nos escriba cartas y/o nos envíe artículos, que pueden ser críticos de otros textos publicados. Propiciamos, pues, un retorno a la escritura argumentada y al diálogo profundo (epistolar y/o polémico).

Cada domingo subimos cuatro textos –solo cuatro, no más– que abordan temáticas diversas: van de lo político a lo literario, de lo cultural a lo médico, de lo histórico a lo filosófico, de la ciencia a la poesía, de lo internacional a lo local. Aunque en muchas culturas el cuatro es un número sagrado, elegimos publicar cuatro textos por semana por razones mucho más prosaicas. Una es que las limitaciones técnicas del sitio no nos permiten más que un mosaico de cuatro entradas. Pero la razón fundamental es que, al crear el proyecto, nuestro sueño era que la mayoría de nuestro público estuviera conformada por lectores fieles que leyeran –en lo posible– todas las notas o escritos que publicamos, o cuanto menos la mayoría. Nos parece que la sobreabundancia de artículos en una revista digital predispone a una lectura «a la carta», ocasional o casual: la visita touch-and-go de internautas «picaflores» que, una vez consumida la información o el análisis que buscaban, se van para siempre o por mucho tiempo. Nos rebelamos contra esa precarización de la lectura del capitalismo digital. Apuntamos a cimentar una comunidad lectoescritora sin apuros, de alta intensidad, donde haya un vínculo trilateral estable o duradero entre autores, editores y público (de ahí, por ejemplo, que les hablemos a nuestros lectores en segunda persona del plural, aunque a muchos les parezca extravagante). Por otra parte, publicar pocos escritos es también una manera de intentar salir de los nichos de especialización y zonas de confort, una modesta vía que permite acercar los mundos de la política, el arte, la ciencia, la filosofía. Cuatro textos no es mucho para una semana… ¡No sean vagos, no sean vagas!

En cuanto al contenido, y salvando las enormes distancias, nosotros hacemos propias las palabras de Perry Anderson en relación a la New Left Review: “la prueba de la capacidad (…) para dar con un tono político particular debería radicar en la frecuencia con la que sea capaz de sobresaltar a sus lectores, llamando al pan, pan, y al vino, vino, en vez de caer en una gazmoñería bienintencionada o engañarse a sí misma acerca de la izquierda”4.

Quizá la vieja república de las letras –con sus aspiraciones universales, su curiosidad ilimitada, su erudición multidimensional (no estrechamente disciplinar), su aprecio por lo estético tanto como por lo político y lo científico o intelectual– sea hoy irreproducible. Pero fue una bella realidad, y sigue siendo un bello sueño y un legítimo anhelo. Aunque claro: no debemos olvidar que aquella clásica república de las letras que dio cuerpo a la Ilustración dieciochesca era muy elitista, demasiado aristocrática (aunque luego, en el siglo XIX, surgió otra más plebeya, asociada a la tradición socialista). A falta de una república internacional de las letras, cabe hoy la posibilidad de construir o apuntalar pequeños espacios de resistencia imbuidos de su espíritu, pero en clave revolucionaria y democrática. Ciudadelas disidentes. Aldeas que resisten la ocupación del espacio público por la barbarie publicitaria, la histeria consumista, el inmediatismo obtuso, la especialización castrada y los espejitos de colores del capitalismo digital. Comunas o soviets de autores y lectores que, a contracorriente de la marea beocia posmoderna, perseveran en defender los mejores valores humanistas que la cultura moderna nos ha legado: la racionalidad crítica, el rigor empírico y lógico, la polimatía y totalización del saber, el cultivo de la lectoescritura con conciencia literaria o goce estético, el debate profundo y respetuoso de ideas, la parresía sin concesiones de corrección política, la utopía de una transformación radical de la sociedad que nos haga fraternalmente libres e iguales.5

Tal vez, a algunos, república de las letras les suene un tanto elitista, pretencioso o anacrónico, por la fuerte asociación de ese término con el Siglo de las Luces. Quizás, entonces, sea mejor hablar de republiqueta letrada. Republiqueta, sí, pero no en el sentido despectivo de «república bananera», sino de república muy pequeña y subversiva, como aquellos territorios autónomos de la insurgencia guerrillera altoperuana empeñados en una lucha sin cuartel –cual David frente a Goliat– contra la tiranía reaccionaria del imperio español. De todos modos, lo que esencialmente nos importa es el concepto, la idea, más allá de las palabras o metáforas elegidas según una preferencia retórica. ¿República de las letras? ¿Republiqueta letrada? Como a cada quien le plazca.

Kalewche es nuestra Kamchatka, nuestro lugar para resistir.

Colectivo Kalewche


NOTAS

1 Alfonso Berardinelli, “El ocaso de la lectura”, en Kalewche, 18 de septiembre de 2022, https://kalewche.com/el-ocaso-de-la-lectura.
2 Nicholas Carr, Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes?, Bogotá, Taurus, 2011; Paula Sibila, La intimidad como espectáculo, México, FCE, 2008. De Nicholas Carr hemos reproducido “¿Nos vuelve Google estúpidos?”, en Kalewche, 4 de diciembre de 2022, https://kalewche.com/nos-vuelve-google-estupidos.
3 Eduardo Wolovelsky, “Los riesgos de la inteligencia artificial”, en Kalewche, 7 de mayo de 2023, https://kalewche.com/los-riesgos-de-la-inteligencia-artificial.
4 Perry Anderson, “Renovaciones”, NLR, n° 2, mayo/junio 2000, p. 13, disponible en https://newleftreview.es/issues/2/articles/perry-anderson-renovaciones.pdf.
5 Nuestra reivindicación de la república de las letras tiene muchos vasos comunicantes con la apología del ensayismo como género literario –y como experiencia intelectual, estética y política– que hiciera nuestro compañero Federico Mare en su “Centauromaquia. Reflexiones sobre el ensayo y la ensayística”. Corsario Rojo, n° 1, primavera austral 2022, sección Mar de los Sargazos, disponible en http://kalewche.com/wp-content/uploads/2022/11/6-Centauromaquia.pdf.