Ilustración: Francisco de Goya, Auto de fe de la Inquisición (óleo sobre tabla, 1812-19, RABASF, Madrid).


Nota.— Una mala noticia ha llegado desde España: El Viejo Topo, colectivo cultural de izquierdas donde participan camaradas con una dilatada y valiosa trayectoria de militancia anticapitalista, ha sido excluido de la Feria del libro Literal 2023 de Barcelona por razones ideológicas; concretamente, por haber cometido la «herejía», el «sacrilegio», la «blasfemia» de incluir en su catálogo algunas obras de un intelectual «rojipardo» que, al parecer, estaba en la «lista negra» o «Index» de la progresía catalana devenida Torquemada: el filósofo italiano Diego Fusaro. El hecho constituye un grave acto de intolerancia intelectual y política, una injustificable decisión de veto o censura, un atropello antidemocrático contra la libertad de expresión, una reacción autoritaria de lo más deleznable y repudiable.
 La noticia nos entristece e indigna, y también nos alarma y moviliza. Pero no nos sorprende. No nos sorprende porque da cuenta de una tendencia cultural ya muy arraigada y generalizada en este mundo posmoderno totalmente desquiciado. Vemos en esta noticia un síntoma más, entre tantos otros que se van acumulando, de un fenómeno global y epocal, una manifestación de nuestro Zeitgeist o «espíritu de los tiempos» (volveremos sobre este punto).
En señal de solidaridad con nuestros compañeros y compañeras de El Viejo Topo, republicamos aquí el artículo de denuncia escrito por el periodista barcelonés Miguel Riera, director de la revista y editorial homónimas. El texto de Riera vio la luz el miércoles 3 de mayo, bajo el contundente título de “Los nuevos inquisidores”. Más abajo, nuestro público podrá leer también una carta de repulsa que ha estado circulando durante estos días (“Vetar o censurar no son actitudes de izquierdas”), y adherir a ella enviando un mail a la dirección que allí se indica, gesto fraterno que apreciaríamos y agradeceríamos.
Nuestros desacuerdos parciales con Fusaro en materia de posiciones teóricas y políticas de ningún modo nos llevan a avalar –por acción u omisión– el autoritarismo y la censura. Las discrepancias en el seno del socialismo o las izquierdas deben dirimirse a través de la crítica y el debate, sin moralismo, sin puritanismo, sin «cancelaciones» en nombre de la «corrección política». Lo peor que puede pasarnos es naturalizar y reproducir la moda nefasta del punitivismo «progre» o woke (como le dicen en los países anglosajones). Un punitivismo que, al menos en un aspecto, resulta peor que la Inquisición y el fascismo: la hipocresía moral, el cinismo de una prohibición liberticida en nombre de la libertad, la insinceridad obscena de no asumir que se está actuando autoritariamente.
Los dos textos que ofrecemos a continuación se explican por sí mismos. Hablan por sí solos. Por nuestra parte, como colectivo editorial, nos permitimos modestamente compartir una serie de reflexiones generales sobre este preocupante fenómeno contemporáneo que aquí nos atañe.
Ahora le llaman “cancelación”. En una época enamorada de las palabras y las novedades, ¿cómo no crear un nuevo término para algo que es, en realidad, viejísimo? La “cultura de la cancelación” es lisa y llanamente censura abierta y descarada, caza de herejes, silenciamiento de opositores. Aunque tiene algunas peculiaridades respecto a fenómenos similares del pasado. La primera es un tinte moralista e individualista exacerbado, que proviene fuertemente de la tradición puritana de USA, aunque sus formas y sus modos tienden a globalizarse. La segunda es su carácter bufonesco, paródico. Cabe decir algo al respecto. Durante siglos, trabajosamente y con muchos mártires en el camino, las ideas de la Ilustración fueron, poco a poco, haciendo que la libertad de expresión fuera un derecho ampliamente aceptado en las sociedades democráticas. Hubo desvíos y recaídas, tropiezos y claudicaciones. En los fragores de las guerras mundiales, la crisis del treinta y las disputas entre proyectos ideológicos antagónicos, la libertad de expresión fue pisoteada por muchos liberales y por muchos socialistas (no hablemos de los fascistas, que en tanto que cerdos de la piara romántica más reaccionaria, no tenían ningún compromiso teórico con la libertad, ni de expresión ni de otro tipo). Sin embargo, luego de 1945 parecía que, en Europa occidental, Estados Unidos y los otros países capitalistas más «desarrollados», la libertad de expresión era ya una ciudadela conquistada y asegurada. América Latina demoró un poco más. Pero con las “transiciones a la democracia” de los años ochenta, la libertad de expresión pasó a formar parte de los derechos y garantías socialmente aceptados. En el presente, sin embargo, se observa un notorio retroceso. La censura implementada durante la pandemia y luego, más recientemente, con la guerra de Ucrania, se asemeja más al macartismo de los años 50 que a lo que fuera normal a finales del siglo XX. Pero si en el macartismo eran fuerzas conservadoras las activas perseguidoras, hoy la derecha censura tanto como el progresismo. A muchos «progres» se les nota demasiado cierta añoranza estalinista. Pero si la censura del estalinismo –con horrores mucho mayores– se dio en medio de una guerra civil, de intervenciones extranjeras, del combate con el nazismo y el intento –finalmente fallido– de erigir un modelo social alternativo, los modernos censores y censoras «progres» ni se proponen desafiar al capitalismo, ni hacer ninguna revolución, ni tampoco se hallan en medio de ninguna guerra civil. Muchos «progres» de hoy en día parecen empeñarse en desmentir a Fukuyama, pero no haciendo realidad una sociedad alternativa al capitalismo, sino creando las condiciones para un capitalismo que sigue siendo tan capitalista como siempre, pero ya no es liberal. La vía rápida de refutación del fin de la historia, podríamos decir. O una forma de progrefascismo.


En su lejano origen, los tribunales eclesiásticos inquisitoriales empezaron a dictar sentencias ya en el siglo XII, preferentemente contra herejes albigenses en el sur de Francia. Un siglo después la Inquisición se implantaba en el reino de Aragón, y posteriormente en todo el reino cristiano. Durante siglos, la Inquisición fue más inmisericorde en las Españas que en ningún otro lugar, acudiendo a la tortura para obtener las declaraciones de culpabilidad del reo, habitualmente hecho preso al ser objeto de denuncias cuya verosimilitud no siempre era contrastada. El temor a la Santa Inquisición estaba extendido y resultaba útil para el poder cuando este lo requería, actuando a menudo como un verdadero organismo judicial.

La Inquisición atemorizó España durante varios siglos. El último ejecutado fue un maestro de escuela catalán, Cayetano Ripoll, acusado de no llevar a sus alumnos a misa y no salir a la calle al paso de las procesiones. Actos como esos demostraban que no creía en Dios. Fue ahorcado en Valencia tan tarde como 1826.

No sería extraño que una presencia tan prolongada de la Inquisición en nuestros lares acabara por introducir alguna modificación epigenética en nuestros conciudadanos. A eso hay que agregar hoy la implantación de nuevas modas culturales provenientes del otro lado del Atlántico. Eso explicaría, quizás, el desparpajo con que hoy se denuncian, se cancelan, se descalifican, se vetan personas, situaciones, conductas, instituciones, con frecuencia de forma caprichosa y sin fundamento. Descalifica, que algo queda, parece ser la consigna. Hoy, los nuevos inquisidores campan a sus anchas por las redes y los medios.

Viene esto último a cuento porque El Viejo Topo ha sufrido en sus carnes la ira de estos nuevos inquisidores. En efecto, los organizadores de Literal, la Feria del libro político (radical la denominan ahora sus organizadores) que se celebra anualmente en Barcelona con apoyo del consistorio municipal, ha comunicado a El Viejo Topo que su presencia en la Feria, en la que ha participado desde su fundación, ya no es bienvenida. Vamos, que no se le permite participar ni exhibir sus libros ni ejemplares de la revista.

¿El motivo? Los organizadores arguyen que no comparten determinadas líneas ideológicas contempladas en su catálogo editorial. Así de claro. Censura, como en los viejos tiempos del franquismo. Los organizadores se declaran firmes antifascistas, y les parece que El Viejo Topo no cumple con los requisitos necesarios para ser declarado antifascista.

Sí, querido lector, asómbrate tú también. El Viejo Topo, según estos antifascistas de parvulario, coquetea con el fascismo.

De modo que la cosa es sencilla: si lo que dice alguno de los autores que publicas no le gusta a alguno de estos ayatolás del antifascismo, se le cancela y santas pascuas. Aquello del debate, de la crítica argumentada, de la discusión de ideas, es cosa del pasado. Ahora toca el redoble de tambor, el rostro al viento, la denuncia de cualquier cosa que no se alinee con su forma de ver el mundo. Toca cerrar filas ante la amenaza del fascismo, que, al parecer de forma inminente, va a ocupar las instituciones. Eso excluye el debate, el intercambio de ideas. Ante la magnitud del peligro, parecen creer estos nuevos defensores de la fe que no hay sitio para la inteligencia, solo cabe la acción. ¿A qué les recuerda esto?

En la comunicación telefónica mediante la que se nos comunicó el veto solo se citó el nombre de un pecador, Diego Fusaro, aunque tengo la certeza de que en la trastienda figuraban otros igualmente perversos.

Diego Fusaro es un joven y brillante filósofo italiano, todavía poco leído en nuestro país, del que El Viejo Topo ha publicado ya siete libros. Conservador en cuanto a costumbres y radicalmente anticapitalista en lo político y lo económico, se declara sin tapujos marxista. Su pensamiento encaja en una línea que empieza en Fichte y Hegel, transita por Marx y Croce, y desemboca finalmente en Gramsci. En Italia es una figura popular, es invitado frecuentemente a programas de televisión y radio, y tiene una fuerte presencia en internet. Le gusta hacerle guiños a la política, y afirma que escribe y charla allí donde lo invitan siempre y cuando pueda decir sin limitaciones lo que piensa. No mide las consecuencias que representa aceptar ciertas invitaciones, aunque en eso no es una excepción, y no tiene empacho en hacer públicas sus convicciones, completamente alejadas de la religión woke. Sus detractores, que los tiene también en España, en general no lo han leído. Steven Forti le dedica un capítulo en su último libro, en el que lo califica de rojipardo. Una calificación que dice muy poco, pues se aplica también a personajes tan dispares como Manolo Monereo, Ana Iris Simón o Santiago Armesilla.

¿Es, pues, Diego Fusaro el personaje terriblemente peligroso al que los nuevos inquisidores temen? ¿Al que hay que negar el uso de la palabra? Tal vez en el catálogo de El Viejo Topo hay más autores execrables. Tal vez, a los nuevos inquisidores les gustaría silenciar a unos cuantos. Quién sabe.

Pero más allá del contenido de cualquier libro, ¿quién otorga a estos poseedores de la «verdad» del antifascismo la facultad de aceptar o negar? (y con dinero público por en medio, por cierto). ¡Cuánta arrogancia! ¿Dónde se funda el derecho que les permite prohibir? ¿Quién les autoriza a ello? ¿Piensan tal vez que Literal es su jardín? ¿Propiedad privada? ¿Para cuándo la quema pública de libros?

En fin, retiremos el dedo de la llaga. En el Topo no estamos enfadados con esa decisión. Simplemente, nos causa tristeza.

Amigos de Literal, os deseamos suerte. Con decisiones como esta, seguro que en el futuro la necesitaréis.

Miguel Riera



VETAR O CENSURAR NO SON ACTITUDES DE IZQUIERDAS

Los responsables de la Feria de libros Literal han vetado en el encuentro de este año la presencia de la editorial marxista y antifascista El Viejo Topo, una editorial que lo largo de casi 50 años ha sido esencial para la cultura y la defensa de las clases trabajadoras de Cataluña y del conjunto de España.

La (sin)razón dada por la coordinadora de la feria, Laura Arau, es la publicación por la editorial de un determinado autor que no es del gusto de Literal 2023. Sin embargo, El Viejo Topo hace años que lo edita sin que hasta ahora se haya impedido su participación en la Feria. Más aún: otra editorial, que también participa en la Feria, ha editado al mismo autor sin que ello haya conllevado en su caso veto alguno.

La decisión de Literal 2023 constituye una censura, inquisitorial, no solo contra El Viejo Topo, sino también contra quienes seguimos apoyando y aprendiendo de esta editorial imprescindible y contra los autores que publican en ella, que se cuentan por decenas, sino por alguna centena.

Sean cuales sean, insistimos, las sinrazones de fondo (todo apunta a otras sinrazones complementarias), nada que tenga que ver con la censura y el veto puede ser defendido desde posiciones democráticas de izquierda, y menos aún si se habla de radicalidad, esto es, de ir al fondo de las situaciones y de las cosas.

Por todo ello, los abajo firmantes solicitamos la inmediata rectificación pública y concreta de los responsables de Literal 2023. En caso de no producirse, sugerimos que este acto de censura sea valorado y rechazado por las editoriales que participan en la Feria, así como por el gobierno municipal de Barcelona, que apoya el encuentro con financiación pública e instalaciones.

La ciudadanía debe mostrar su posición crítica (izquierda y censura son términos contradictorios) de manera también concreta. Un encuentro del libro alternativo no puede quedar manchado por una decisión inaceptable, en absoluto de izquierdas, de sus organizadores.

¡Todos debemos tener derecho a la voz y a la palabra!


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