Ahora creo que me hubieses dicho que, si la interpretación de un sueño no puede ser lineal, menos podrían leerse los sueños de dos desde una perspectiva que los haga dialogar; algo naturalmente imposible, hubieras asegurado.

Pregunté por el señor de Guatemala, si aún se escribían, si se contaban cómo estaba el clima, allá o acá, un día cualquiera. Si leía mejor que yo a Felisberto. Te reías, me tirabas un beso desde el otro lado de la cama, nos vestíamos. No sabíamos que era la última vez de eso.

Nunca te dije que soñé con un Chevy al que le habían robado todo, la noche que vos soñaste volar a Guatemala. Me lo contaste apenas nos despertamos; iba decirte del mío, pero algo hizo que me lo reservara. Supe enseguida a qué aludía el Chevy saqueado, por qué ese auto y no otro; conozco mi simbología onírica. No me habías hablado del viaje que hiciste a Guatemala con alguien que casi no conocías. Que durmieron en habitaciones separadas, mencionaste al pasar. Yo no había preguntado nada, digo, pero, no pensarás que te creí; es irrelevante. No se enrareció la mañana por la intrusión del extranjero, sino por tu sueño y el mío, los dos en simultáneo sobre la misma cama. Lo que entre ambos señalan los sentidos diferentes; la partida que marcan. Partir es dividir, una parte se va, otra parte se queda; entre medio resta el hueco de lo que ya no, una resonancia, un eco apagándose, un fantasma que también se irá. Se va, se va, se fue, en un sueño de avión a Guatemala.

Al Chevy, montado sobre tacos de madera, le habían robado las ruedas y las puertas, el capot, el baúl. Desmantelado, sin otro color que el de la herrumbre, se veía al fondo de un amplio garaje, confundido por el tono contra un muro de ladrillos sin revocar. A juzgar por la sensación de afectación que en el sueño experimentaba, parecía pertenecerme.

Vos dormías a mi izquierda, apoyada sobre tu lado izquierdo; yo también sobre mi lado izquierdo. Te abracé y giraste con los ojos cerrados, cruzaste los brazos por detrás de mí cuello y me besaste como si hubieras estado esperándome. Te besé del mismo modo; yo sí esperaba despierto desde hacía unos instantes. El amor suave, breve, nos dejó imprecisos. Me contaste tu sueño con Guatemala. Casi sin darte cuenta empezaste a relatar cómo es que en cierta oportunidad habías viajado a ese país con alguien que acababas de conocer. En un café se vieron y no por casualidad, sino habiéndose puesto de acuerdo dos horas antes, en una librería, frente a un libro de Felisberto, donde habían coincidido en un diálogo que se vería cortado por el retorno de cada uno a sus actividades. Felisberto era su autor preferido, justamente Felisberto, mi predilecto; o así dijiste que se había presentado él, admirador y estudioso de su obra, cosa que me permito dudar, puesto que vos no sabías nada acerca de Felisberto, pero te atraía su figura de autor, fetiche que el guatemalteco supo apreciar, granjeándose allí un terreno para su pavoneo. Lo usual, convengamos. Vuelvo, repito, no importa eso. No importa el lugar, si vienes o si vas… Importan los sueños. Importa que dos años después soñaras que tomabas un vuelo a Guatemala; y yo, que me desmantelaban un Chevy. La misma noche, en la misma cama. Enseguida pensé la diferencia, el designio, la paradoja de la simultaneidad. Temí que, si te lo dijera, interpretaras lo mismo que yo: la partida. Callé. Y así sería. No me equivocaba.

Me dijo que está escribiendo una novela de la que lleva seis capítulos. No sale nada por el lado de la poesía, agrega en tres mensajes, tres mensajes que yo inicio cada vez. Tres, que cada seis o siete días suenan en su teléfono. Yo no le cuento que ni siquiera pude continuar el poema de los dos sueños, poema que tampoco le mencioné anteriormente. Un poema no escrito, debo decir. Antes de que le pregunte, se adelanta y resume en dos líneas el argumento central de su novela. Después te paso algo, dice, y manda un beso.

La novela trata sobre una ciudad que sufre una tormenta de viento y arena que termina sepultándola. La tierra la tapa. Todo lo que dijo. Toda la información. Después te paso algo, y se cerró. Un después que no tiene borde donde agarrarse para suceder. Suceden, sí, los días y el envío no llega. Quizás no quiera hacerlo, pero si es así, ¿por qué me dijo que estaba escribiéndola, previendo que la respuesta iba a ser querer leerla? Por algún motivo que desconozco, aunque no me resultaría difícil establecer, no va a enviármela, así lo empiezo a creer. Instancias de un dramático proceder, naturalmente dotado para ello cuando no hay sustancia/ficción a la que agarrarse, ni la sombra de una liana, en la impresencia de un silencio, una palabra en el agua, y entre los verbos flotando en su deriva de proyecto de novela, seis capítulos que no llegan. Seis capítulos que dijo estar sosteniendo (¿sosteniendo de dónde?), capítulos fantasmas, capitulaciones que no llegan y, mientras tanto, yo no consigo dar con un solo poema. ¿Para qué cuernos dice después te paso algo si después no lo va a hacer? Y pienso, tal vez, luego de que yo le preguntara si estaba escribiendo, pensando ella que habría esperado yo que estuviera escribiendo poesía en caso de efectivamente estar haciéndolo, me especificó que andaba con una novela y había logrado sostener seis capítulos hasta ese momento. No está saliendo nada por el lado de la poesía, agregaba al final. Seis capítulos. ¿Cuándo empezó a escribirla? Puede que la esté revisando antes de mandármela, no lo sé, no me dijo nada más, después te paso algo. Pero yo no creo que lo haga. Y no tiene por qué hacerlo, no solamente porque yo se lo haya pedido, pero ¿para qué me dijo, entonces? Ahí está el asunto, asunto mío, no suyo, ella ni se entera. O sí, lo que es peor, porque ella sabe cuándo dejar picando algo. Sabe. Como también sabe que sé de la procedencia de ese argumento de la ciudad inundada de tierra y el joven protagonista; por eso que me haya dicho que la está escribiendo, que luego me mostraría y finalmente que no lo haga, es un gesto todavía más literario que cualquiera de los que con su prosa pueda visitar.

Visito la bandeja de entradas varias veces al día, por motivos laborales, sí, pero también para confirmar que la casilla sigue vacía. Los seis capítulos no llegan, no van a llegar. Qué inocente. Qué iluso que fui y cómo olvidarme, ¡qué importa su novela! Hoy tengo sus penas y un tango tan gris,¿realmente me interesa?! No,y hasta puedo arriesgar una trama, una línea en el argumento. Y un título de taquilla:

No ve la veloz

Dos protagonistas, un joven y una mujer algunos años mayor que él. Una alerta meteorológica obliga a la población a permanecer en sus hogares. La tormenta de viento y arena empieza a las tres de la tarde y va a durar tres días. La gente acata las indicaciones. Las fuertes ráfagas hacen estragos, vuelan objetos, se parten postes de luz y hay fogonazos en un equipo a metros de una casa. La casa se prende fuego. Adentro hay una mujer que acaba de accidentarse y está inconsciente en el piso. Un joven que pasa, las manos en los bolsillos, mezcla rara de penúltimo linyera, apenas inclinado contra el viento, hoja enloquecida en el turbión, se da cuenta de la situación (por una especie de sexto sentido, o simplemente por olfato, por ese palpitar), rompe una ventana y se mete en la casa. La mujer está desparramada junto a un sillón, tiene un corte en la parte de atrás de la cabeza, pero el charco de sangre en las baldosas no se expande, no parece ser para tanto. El joven alza en brazos a la mujer y la recuesta. Toma una silla y la arroja contra otra ventana (no sabemos por qué simplemente no la abre). Sale con la mujer en brazos. A salvo en el jardín delantero de la casa, la mujer recupera el conocimiento; y, entre el viento y la arena y el calor de las bardas, detrás del enrulado pelo, ve las venas del cuello sudado del joven que acaba de rescatarla. Se abraza a él estrechándolo contra su pecho, extasiada en una inédita emoción y le susurra al oído: un remolino mezclaaa… y el joven completa: los besos y la ausenciaaa…, en una perfecta imitación de Moura. Y en ese breve pero profundo intercambio, nace aquello que los volverá fuertes para afrontar las adversidades a las que se verán expuestos.

Una historia de amor y pasión, dolor y rencor, en un escenario apocalíptico; un ventarrón de drama humano. *** Tres estrellas (digerible).

Pienso ahora que hice bien en comprar un sofá convertible a principios de año. Me ha sido muy útil cuando la cama se llenó de ropas, luego de aquel último contacto, después de aquel después te mando algo.

Al cabo de un mes, separé y doblé las remeras, camisas, pantalones y metí de a una todas las prendas en el placard; cambié las sábanas, tendí con un liso perfecto la superficie y volví a dormir en mi cama.

Hernán Lasque
(fragmento de un libro perdido en construcción)


Hernán Lasque, por él mismo

Nací en Concordia, en la provincia de Entre Ríos, en septiembre 1977. Desde 2005 vivo en la ciudad de Neuquén. Estudié el profesorado de Letras en la Universidad Nacional del Comahue, carrera que ya había iniciado anteriormente en Córdoba y Buenos Aires, con deserción temprana en ambas oportunidades. Acá, en la barda, aparecería un poco más avanzada la carrera.

Viviendo en CABA, tenía veinte años cuando me anoté en el taller de narrativa de Alberto Laiseca, escritor maestro al que aún no conocía ni de nombre, debido a mi ignorancia, por supuesto. Él ya era él, aunque todavía no I.Sat. Casi dos años de taller, todos los viernes a las tres de la tarde en el Centro Cultural Rojas. Ese fue mi acercamiento formal a la cosa, a ese lado de la mecha. Pasaron siete años, y algunos de los cuentos escritos para esos encuentros salieron publicados en mi primer libro, Ratón Blanco. Luego vendrían más, dos novelas, tres poemarios, otro de cuentos, todo escrito en Neuquén.

Desde hace algún tiempo coordino El Caudal, un taller de lectura y escritura narrativa por el que han pasado y siguen aún pasando, narradoras y narradores maravillosxs que trabajan diariamente su escritura y su lectura, que producen textos incansablemente, que leemos y conversamos, analizamos en extensos encuentros que siempre nos quedan cortos. Neuquén cuenta con reservas literarias para rato, experiencias escriturarias que, sin duda, tendrán lectoras y lectores cuando salgan a la luz, a su manera y a su tiempo, su propio brote, natural e indefectible.