PH: Italian Notes. Ruinas griegas del segundo templo de Hera, también llamado templo de Neptuno o Poseidón. Paestum (Posidonia), costa amalfitana, sur de Italia.


Paestum

Soñé que preguntabas
si habría que pagar entrada
para viajar por la cuenca de los ríos
que dan al mar.

Vacío de góndolas y barcazas
austero como mi ejemplar
sobre los libros de Virgilio,
llegaría el recuerdo de tus ojos
con precisión ajenos
a la tristeza de los míos.

Para que te devolviera al mirar constante
sobre la tracería de la espuma
en pétalos variados
de las piedras de Posidonia:
sobre lápidas donde apenas se viera
la escritura de la ausencia
convertida en llanto para las islas…

Escribo sobre esos corredores
de agua en libretas de hojas amarillas
renovadas por el canto
de ámbar anillado:
hablo sobre la quietud desconocida
de la costa amalfitana
hasta olvidar los menesteres
del sufrimiento mortecino.

Rodeo con la cita de otras voces
la búsqueda de escasos tesoros:
un costurero con hebillas
hechas con fragmentos de ébano
y un peine tallado en hueso
por un preso que se consumía
en tierras de la Araucanía.

Traen la dulzura de frases
sujetas con hilos de colores
en una caja pequeña
donde caben almohaditas
con agujas ya enhebradas,
botones de nácar y susurros…


Carta a Ted Hughes

Pensaba escribir sobre las cuatro estaciones
para alabar tu precisión en el rechazo
tu mar rodeado de basura
y el ecologismo terrorífico
en el que fondean las palabras
cuando hacen vibrar
el sonido de golpes metálicos
con los que, según otro poeta también grande,
sueña el eco del inglés antiguo en tus poemas.
Como si se tratara del reverso visible
de un profundo silencio
que se prolongara al abrir las ventanas
entre caballos, pensamientos-zorros
y vacas ante las que Sylvia Plath
recitó a Chaucer
para que excavaras los modos de captura
de unos animales que aparentaban estar sueltos
pero vivían atrapados
entre árboles con aroma a azúcar y calaveras
donde no existiría nunca ninguna receta con que ejecutar
el deseo de pintar un nenúfar…
Después consideré que sería mejor cantarles
a las formas empecinadas
con que reverenciaste la belleza
para impedir que nos convirtiéramos
en larvas que anidan en la tropelía
de la delincuencia: la trinchera
que se nutre con la culpa
que la moral impone cada día.
Y vi lo que no hay que ver
para evitar desgarrarse:
tu inmensa inermidad
mientras imaginaba el discurso
que en una iglesia metodista
dijera Seamus Heaney para honrar tu ternura.
Y pensé en lo que tal vez fuera necesario pensar:
cuántas veces habías recorrido con la mente
el trayecto de la madre de tus hijos
hacia una cabina roja de teléfono
en una esquina de Londres
sin saber si pedir ayuda
o gozar con la destrucción americana
de la caja del sepulturero hasta el final.
Me dije que podía intuir las sendas
de tu poesía como si se tratara
de un estanque dividido
porque vaciado de pureza
donde las libélulas esconden
la invisible belicosidad del mal
mientras el fondo atesora
un camino tortuoso de lucios
mostrando mandíbulas por cabezas:
el ojo asesino del pez que nunca retrocede
como un vicio que permanece mojando el ojo
que no cede ante un halcón en la lluvia
y la asfixia rodea dos tazones
con leche y dos rodajas de pan
apenas untadas con manteca
en algún dormitorio
cuya puerta había sido precintada
para que no llegara el gas.
Ese gas que te cercaría tres veces con la muerte
los epitafios y las lápidas
como un residuo siempre emergente
de la inmunda guerra. Como la cifra trágica de la triangulación
que se abrió con la cantidad de hijos que tuviste entre abejas
para las que ningún rey del río reinaría jamás…


Tus pantuflas raídas Wystan Hugh Auden

Vienen de las anchas
avenidas del hielo, de tierras
de sideral blancura
de barrancas con visionarios interiores
que te llevaron a atesorar
la capacidad maldita
de amar hasta animarte
a enfrentar a la especie humana
sin que lo merecieras.

La intensidad de los surcos
de tu rostro también ejecutó
la música profética
porque repitió la partitura
en otro lugar,
como cuando gritaste
solemnemente tu poesía
contra todas
y cada una de las convenciones.
Mientras tu calzado gastado
le recordaba a Inglaterra
en un programa de la BBC
que sería necesario cantar
un blues en tu funeral
y atar “una cinta negra en cada paloma”…

La tibieza que late
en la ternura terrible de tu mirada
ha sido la prueba fehaciente
de tu desacuerdo
con el mundo, Wystan Auden:
tu camino infatigable
hacia las fuerzas arcaicas
que están en los nombres
de inmemorial energía
con la que contrarrestar
el torrente de crímenes
y acciones verbales
con que la vida es insistentemente herida.

La hímnica libertad
que aparecía por instantes
y se empecinaba
en hacerte escapar
hacia la Canción de amor
por Alfred Prufrock de Thomas Eliot
hasta que fueras
una escalera breve
de madera sobre el fieltro raído
de tu calzado con cuadrados negros y blancos
como los del tablero de ajedrez.

Porque tus pies rozaron el pasto
para modular amorosamente
la materia después,
cuando te sustrajeras a las miradas
de quienes no escribirían
ninguna plegaria encendida:
tu coloquio empuñado
con esquirlas de tierra humillada
donde acariciarías
el dolor de la voz
a contracorriente de la violencia
que locamente se acuna
en los mares empastados por la brea
que arrojan las máquinas
de una multitud de barcos
portadores del desperdicio sobre la espuma
el ruido brutal y la guerra,
portadores de la codicia
que hay en las aguas impuras
de la fe….

Disípanos
en el aliento preciso
de tus imágenes
Wystan Auden.

Baja para nosotros
de nuevo los ojos
hacia los lados
solitario y perplejo;
llora por nosotros
compadécete de nuevo
como el excelso presbítero
ateo que supiste ser…

Desnúdate ante las formas
de nuestro coraje escaso
ahora, cuando apenas sabemos
pulir el cubo
en que se transforma
el cielo de belleza
que hay en tus poemas, cada vez…


Los fumaderos de opio

Como se apreciará, no cabe decir
que el opio me incitase a buscar la soledad
ni mucho menos la inactividad
o ese lánguido volverse sobre sí mismo
que se atribuye a los turcos.
Thomas de Quincey

Irse camino abajo, empujada por el aire que circula en el boulevard
y hace añorar un movimiento sin violencia
emitiendo grititos como los de los viejos cuando se dan aliento.
Mientras la fragilidad se enreda con la música
que suena hacia adentro entre estertores cortos y apagados.
Tan poco elocuentes como el cuerpo del cabello
anudándose en los rincones, sobre las sábanas, en la espalda
o avanzando por los pasillos como una red loca e invisible de arañas,
con el atuendo débil de llantos del pasado
que esperan algún caudal de palabras dispuestas a nombrar
los «ensoñaderos» sin maestros,
porque las lágrimas han aprendido a irrumpir
sin pedir permiso y día a día se llevan el saber de quien
ya no mirará los restos de la vajilla. Entonces salta a veces
la merecedora del agasajo,
y otras, la que se ha derrumbado en tantos rincones
hacia recintos lejanos
forrados con bambú y pisos cubiertos con esteras.
Literas del Oriente que aparecen
cuando el deseo vuelve a sembrar
el hábito de yacer de costado y solo dormir, solo dormir
hasta imaginar el rostro gastado con su ojo pesado
que mira al sesgo, en un autorretrato de Spilimbergo,
la fuga momentánea que alcanzan todos los acorralados.
Humillo la vanidad, sí, para que pasen densas fumarolas de humo;
varas capaces de escandir hacia arriba el peso brutal de la vida,
salidas del corazón a pura brazada,
cuando se ha abandonado el ideal
para seguir con ánimo de ser fiel a sí mismo
más allá de las simulaciones. Ese corazón caerá de costado
y alcanzará a abrazar a Morfeo
para disfrutar sin límites de los umbrales del sueño,
sus tejidos absurdos y bárbaros,
con las manos abiertas al enigma de unos jeroglíficos
pintando ecos de canciones pobladas
por la dulzura que involuntariamente hemos dejado de cantarnos,
pero todavía late donde florece la felicidad
de la amapola de la adormidera
cuya belleza, ajena a la eternidad,
transforma los recuerdos en delirio extendido:
en vacío que van abriendo los sucesivos vapores…
Fumar, entonces fumar en pipas
con el cuerpo sosegado y ligeramente contraído,
los ojos apenas entrecerrados
y la voluntad de tomar por asalto
aquello que jamás tendremos ni tuvimos…

Claudia Caisso


Nota.— Claudia Caisso fue una poetisa y docente que pasó gran parte de su vida encerrada en una biblioteca de Rosario. Una ciudad que, posiblemente, nunca haya llegado a conocer y que habitó en los destiempos de la escritura. Parte de una generación de intelectuales que sobrevivió a la dictadura, dedicó su vida a celebrar la diferencia, a hurgar en los restos de una Latinoamérica escarnecida, encriptada en una literatura marginal, intraducible. Su obra es la expresión de esa forma de intimidad que organizó su relación con la escritura. Las voces de los condenados de la tierra, la alucinación que enmienda la fatalidad con el destello de la magia, de la fiesta, le dieron la oportunidad de soportar la vida. Su poesía intentó seguir los pasos excéntricos de esas búsquedas: una iguana cruzando la calle, una mujer planchando la ropa, un verso de Gorostiza, donde la imposibilidad del amor es el destino de las barcas, hilaron las excusas de su propia existencia, su palabra. Murió en diciembre del 2021, antes de que se desatara uno de esos veranos que detestaba. Publicó los libros de poemas Fiel de lides (2004), El tímpano de la epifanía (2009) y Cuaderno del asombro (2021).
Compartimos a continuación un texto tributo-despedida escrito por Mariano Acosta (Rosario, 1973), quien es profesor en Lengua y Literatura, doctor en Letras por la UNR y autor de los siguientes libros: Trayectos del Este (2001); Trilogía de Agua (2014) y Un cielo para Andrei Rubliev (2014).


Consagración de los fantasmas

Estoy sentado en casa, es domingo, anochece, y comienzo a escribir algunas líneas para este encuentro. Por la tarde, estuve escuchando a Claudia en las grabaciones que Adolfo Corts me facilitó para compartir durante esta presentación. Ahora, vuelvo a leer el libro, tratando de abrir un diálogo, tal vez el último, con una persona con la cual nos acompañamos, a los tumbos, durante más de veinte años. Creo que el registro de la voz, escucharla, me vuelve a hacer reflexionar sobre el archivo, y la irreductible sensación de que, más allá de una memoria que parece actualizada por el registro, el diálogo se va perdiendo, cada vez más, en una especulación que es ideativa, una especulación que precipita al abismo de la interpretación, es decir, a la consagración de los fantasmas.

Habiendo sido dos personas con graves dificultades para escucharnos, trato de comenzar escuchándola. Repaso las grabaciones de los poemas, pertenecientes a este libro, que leyó en el festival de poesía en el año 2019: “Tus pantuflas raídas Wystan Hugh Auden”, “Cadenaje” y “Búhos de campanario”. Si bien es difícil escribir poesía, hablar de poesía me resulta inabarcable. Creo que aún no existe el refugio de la teoría para consolar del desamparo al que nos mueve el encontrar al poeta en ese hogar de la palabra cuando intenta ampararse del mundo destruido, como supo decirlo Yves Bonnefoy. En el caso de Claudia, estimo que esos caprichos de la memoria, ese trabajo por conservar un registro de las experiencias más valiosas, aquellas que tienen que ver con la política, es decir, con el amor, construyeron ese recorrido de fragmentos en diálogo donde, ciertas modulaciones poéticas diseñaban las marcas formales que le permitían un anclaje con su propio pasado. Puntualizar algunos lugares de los grandes poetas le brindaba, en definitiva, esa posibilidad de decir que, siendo anterior a la teoría, era posterior al poema. La poesía de Claudia se nutrió de esas intuiciones. Es poesía y es lectura, aunque se resguarda de caer en las tentaciones de la teoría que suele dar ese tono pretencioso a la escritura.

Pienso, y esto es interpretación, que la derrota de los sueños que diseñaron el mundo del futuro suele retrotraerse a las credulidades de la infancia, hasta ahí, Eliseo Diego, ese mundo de supérstites que atolondra las calzadas de Jesús del Monte. Pero si, en esa resonancia, se encuentra el resto de una memoria de lo sucedido que atraviesa, con el susurro de las traiciones y los fracasos, el descampado que subyace en las imágenes donde se atosigan las cosas perdidas con olores de nardo, algo de lo incomprensible se suscita, cobrando las perturbadas deformaciones de la locura o del opio. Ahí Walckott. En esa reverberación del pasado, que sin embargo se sabe incumplido, está el aliento de una memoria que, al devolvernos los sueños, también nos habla de nuestras soledades. Esa brutal dualidad que sostiene la latencia de la voluntad en nuestras vidas.

Uno de los poemas de Omeros, creo que llevaba el número 53, pero no recuerdo ahora de cuál de los libros, se construye en torno a una visita que él realiza a su madre en un hogar de ancianos. Él la describe como una sala que va, paulatinamente, vaciándose por la muerte de las amigas, con una perspicacia que resulta luminosa. No era el temor a la muerte, sino el asombro ante la duración, dice. Recuerdo a Claudia leyéndome ese poema, acá el diálogo. Y tal vez, el atrevimiento de construir una intertextualidad que presumo fundacional de este libro, o al menos, del título y de algunos pasajes de “Búhos de campanario”.

¿qué era la brótola?…
y, los alces… ¿los alces, qué eran?
Entonces giro sobre la deformidad
de lo perdido
sentada en el borde de un asiento gastado
como los recuerdos,
como el olvido del significado
que hay detrás de cada palabra,
los datos puntuales de la vida
y el deseo de mayor longevidad.

Seguramente, y esto es interpretación, hubiésemos coincidido en que construir historia y construir memoria son dos formas de habitar la dignidad del presente. Pero ese ejercicio de conservar la memoria, muchas veces deviene en metáforas de la derrota, en sordinas de campanario movidos por el viento, páramo, y de nuevo la soledad. Los nombres no solo se dividen con la separación de los cuerpos. Después está la desintegración de los significantes en las aliteraciones de la poesía, su ulterior desgranamiento en el vacío que los años producen. Por fin, el absurdo de pronunciarlos. Y, por último, la pérdida de sentido que, sin embargo, vuelve como eco de una comunión, a la que ya no pertenecemos, antes de comenzar a habitar nuestro propio vacío.

Corte de un montaje, diría Ángel Oliva para superponer dos imágenes en aparente disonancia. Ahora, Walckott mira sentado, en las montañas de Santa Lucía, la aparente indiferencia ante la historia que supone la irrupción carnavalesca de la fiesta entre los pobres. Este es motivo de otro diálogo. Esa gigantesca operación, ya no de armonizar, sino de participar de esa máscara identitaria que da sustancia a La voz del crepúsculo, sea acaso otro de los hallazgos que, a Claudia, le tornaban sorprendente la palabra poética.

¿Verán los búhos la belleza
girando en lo incierto? Tardíos alumbran
los ecos de lo perdido, dividen
algunos nombres, designan el amor
por el mar donde no se cosecha nada,
solo jardines de distancia
entre la herida y la niebla
poblada por fantasmas.

En esos recorridos de largo aliento, que tal vez me gustaban más a mí que a ella –esto es interpretación–, no dejo de pensar en Simón Rodríguez como el ejercicio inaugural de una escritura en la cual, el trauma de la modernidad fue enunciado en las metáforas del mar. Es posible que ese mar donde no se cosecha nada, esa epifanía de la desilusión, que fue también la fuerza tremenda que el desencanto proyecta en las violencias de la historia, formen también parte de esta, de esas búsquedas. Vuelvo a leer este fragmento, y la palabra «tardíos» me detiene. ¿Será una alusión al crepúsculo que es, también, el atardecer de Walckott?, ¿será la vejez que, a su manera, también es la indiferencia con que el relato se sustrae a los desamparos de un olvido que se proyecta en la vida doméstica? ¿O será un intento final y fallido por salvar a la ternura como un testimonio último del paso por el mundo que, sin prescindir de las palabras, comienza a hablar de la ineludible distancia que las separa del presente, arrinconándolas en el cuerpo, en los cuerpos del pasado? Sin embargo, y volviendo a esta idea inaugural de la deformidad de lo perdido, la posibilidad de la ternura sería el reaseguro de que esta deformidad, lejos de asumir el devenir de lo monstruoso, irrumpa con la forma hímnica del poema.

En el poema “Las pantuflas raídas de Wystan Hugh Auden” leo:

Tu camino infatigable
hacia las fuerzas arcaicas
que están en los nombres
de inmemorial energía
con la que contrarrestar
el torrente de crímenes
y acciones verbales
con que la vida es insistentemente herida.

Lo inmemorial y lo memorable forman otro par de sinónimos irreverentes, irreductibles uno al otro. Sin embargo, resultan confusos en eso de proponer las claves de un relato que perdura. Simiente de lo fantasmático, prefiguran el espacio ominoso del origen. Y otra vez, esto es diálogo, la concatenación de significantes que se abisman entre los condenados de la tierra. Auden y Walckott leídos en un mismo movimiento, en una misma búsqueda. Esos hombres heráldicos de los que habló el santalucense –los que cuentan con una voluntad engendrante como única referencia, en la memoria esquiva, a los mitos que sobreviven en el desaguadero de la historia– son los que inscriben el grito en las aparentes quietudes de la letra.

Qué oponer al capitalismo, sino esa energía inmemorial, esa potencia que, siendo una intuición modulada en el dolor de los pueblos, arrasa en la escritura con furia luminosa. Operación masacre, España aparta de mí ese cáliz, Historia de la soledad y mi vida en el tercer mundo, Cuadernos del retorno al país natal. De alguna manera había que construir esa unidad submarina de la que hablaba Ana Pizarro, y no estaba en las disquisiciones lingüísticas del creole ni en los fastos americanos del espanglish, sino en el movimiento diaspórico inaugurado por la masacre que cobra las resonancias del tambor o del fusil cuando coagula en la letra.

Porque tus pies rozaron el pasto
para modular amorosamente
la materia después,
cuando te sustrajeras a las miradas
de quienes no escribirían
ninguna plegaria encendida:
tu coloquio empuñado
con esquirlas de tierra humillada
donde acariciarías
el dolor de la voz.

Tal vez, y esto es especulación, encontró en Auden una forma de pensar el amor, una narrativa que debía, ¿cómo podría ser de otra forma?, ser solidaria a una compresión del mundo, a un reconocimiento entre humillados. El trabajo de habitar el cuerpo en las diversas variables de la humillación y de la tortura, el trabajo de habitar la historia en las diferentes variables de la opresión y el colonialismo, debían construir un diálogo, que fuera también un exorcismo, donde las caricias fuesen la apoteosis de ese reconocimiento, de esa unidad.

En el poema “Carenaje” escribe:

su sed extinta
entre mástiles que perfilan
el acantilado que va desde el Paraná
hasta los arrecifes de coral
en Trinidad donde habrá de nacer
la música del rocío
entre garzas blancas
que sobrevuelan la ribera.

La garza y la ribera de árboles sean acaso el cierre para un ciclo de lecturas en que ese río que esmeró el poema –un tanto fitogeográfico según Martínez Estrada– de Lavardén, retumba desde sus cenizas de sauce en contrapunto con los corales de Trinidad. Las mismas garzas en las riberas y la esperanza sostenida cada vez que nos encontramos con esas voces que amamos en la biblioteca. Pero no es el rocío que endulza los lotos del Aqueronte lo que nutre el poema. Esas gotas tal vez sean la advertencia ritual de que la muerte no existe, el camuflaje de una propagación en música que, desde Caicedo hasta las entrañas de las islas, prologa y prolonga el infinito relato de las intemperies. En estas, aquellas riberas donde vuelan las garzas, Macandal une su sombra de animal montaraz al vuelo de las transformaciones, a la erótica de una poética que pendula en verso, entre el sudor de los cuerpos y las insistentes generaciones.

Había decidido hablar sobre los tres poemas recitados en el festival de poesía. Había decidido dedicarme a escucharla por última vez, a entablar un diálogo de especulaciones antes de que todo se nublara con las certezas que portan los fantasmas. Pero como a veces está muy bien dejar de escuchar a Claudia y nada más leerla, quiero compartir los últimos versos del libro:

Fumar, entonces, fumar en pipas
con el cuerpo sosegado y ligeramente contraído,
los ojos apenas entrecerrados
y la voluntad de tomar por asalto
aquello que jamás tendremos, ni tuvimos.

Entonces, vamos, una vez más, mi amiga, a contar nuestro Moncada. Pero esto, y tal vez para siempre, ya sea interpretación, fantasma.

Mariano Acosta