Detalle de la ilustración de portada de Roy G. Krenkel, en técnica de gouache sobre madera, para la colección de relatos póstumos The Road of Azrael, del escritor pulp norteamericano Robert E. Howard (1906-1936), editada en Rhode Island (EE.UU.) por Donald M. Grant en 1979. Las cinco narraciones howardianas reunidas en El camino de Azrael (una de ellas da nombre al libro) son aventuras de ambientación histórica, orientalias medievales de aire fantastique, en su mayoría asociadas a la épica de las Cruzadas. Hay traducción castellana de todas estas prosas, cuatro de ellas en El Señor de Samarcanda y otros relatos históricos (Madrid, Biblioteca del Laberinto, 2009). Fuente de la imagen: https://reh.world
Scott, Balzac, Dumas, Conan Doyle, Stevenson, Howard, Eco, Galdós y muchos apellidos más de la narrativa contemporánea, entrelazados en una prosa que fusiona libremente, con maestría, las memorias nostálgicas de un lector precoz y las meditaciones sesudas de un crítico literario. Con este magnífico artículo del ensayista español José Miguel García de Fórmica-Corsi, el bloguero de La mano del extranjero y el autor de Edad Media soñada (2020), asiduo colaborador de Kalewche, damos fin –al menos por ahora– a nuestro periplo de exploración por el vasto océano de la novela histórica, que iniciamos en el número anterior con el dossier “La novela histórica: demarcaciones y controversias”. Agradecemos profundamente a José Miguel por esta nueva y tan valiosa contribución a nuestro acervo kalewchero de análisis y reflexiones en torno a la ficción.
En un relato poco conocido de Borges, Utopía de un hombre que está cansado, lindante con la ciencia ficción salvo por el hecho de que todos los cuentos del argentino pertenecen al género «borgiano» sin más, un personaje, ante la vanidosa afirmación de su interlocutor de que los viajes espaciales son la gran maravilla del tiempo del que procede, replica con ironía que “todo viaje es espacial”1. Y sin ironía se puede afirmar que toda novela es histórica. Se ha dicho en la primera parte de este dossier, lo saben bien los miembros del gremio de historiadores y también los lectores con alguna formación: cualquier obra literaria, aun la más ínfima, puede servir como fuente de primera magnitud para estudiar una época porque, con independencia de su trama, en ella quedan registradas las coordenadas fundamentales del tiempo en que se escribió. Honoré de Balzac no pensaba estar escribiendo novela histórica cuando concibió su vasto proyecto de La comedia humana, pero su propósito de registrar con minuciosidad la sociedad francesa de las décadas en las que él vivió, sobre todo tras el final de las guerras napoleónicas, hoy permite que los especialistas en el diecinueve utilicen con familiaridad su obra para documentar sus estudios. No en otro sentido afirmó famosamente que con su ciclo pretendía “hacer la competencia al registro civil”.
Ahora bien, es evidente que bajo esta etiqueta de novela histórica hoy nos referimos a la que pretende de manera consciente recrear el pasado más o menos remoto con el apoyo teóricamente inexcusable de una minuciosa reconstrucción de época. Sus cultivadores no pretenden, desde luego, erigirse en fuente de estudio (como no sea literario, supongo). ¿En qué medida confluyen adecuadamente la literatura y la Historia? Puntualizo antes de comenzar a exponer la visión que sobre esta cuestión he ido forjándome desde que empecé prácticamente a leer, que suelo escribir el término en mayúscula no por solemnidad grandilocuente sino para distinguirlo de la historia en minúscula: el relato, la narración, en suma. Porque aquí es donde, para mí, está la clave del placer que busco en la novela de Historia: justo el mismo que en cualquier tipo de historia.
Empezaré por el principio: yo mismo soy profesor de Historia. Esta circunstancia ha determinado (supongo que le habrá pasado a cualquiera de mi especialidad) que más de una vez un recién conocido, seguramente porque es una buena manera de romper el hielo, me haya preguntado por alguna novela, película o serie televisiva de ficción histórica de teórica actualidad, desde Los pilares de la Tierra hasta la serie Isabel. No sin cierto azoramiento, por lo general he tenido que responder que no conocía aquello por lo que me preguntaba (como soy tímido, acto seguido, aunque la mayor parte de las veces sabía que mentía, añadía que pensaba cubrir pronto esa laguna). Y es que la novela histórica per se nunca me ha merecido una devoción especial, ni desde luego influyó en mi elección de estudios.
¿O sí lo hizo? Desde edad muy temprana no recuerdo que nada me haya gustado más que una buena historia. Una buena historia, con minúscula, fuese una novela, un tebeo o una película. Pronto descubrí que algunas de ellas tenían algo así como dos versiones: después de concluir un capítulo de Yo, Claudio o de ver alguna película del tipo de Los vikingos, en casa había unos libros encuadernados en rojo donde podía ir en busca de más información, la de los episodios y personajes reales que allí se recreaban. Era la vieja enciclopedia en seis tomos que mi padre –el mayor responsable de mi vocación, él sí– leía una y otra vez con amor y que, al descubrir que a mí me empezaba a gustar la Historia, puso en mis manos desde muy pequeño. Mucho después de que esos libros desaparecieran de casa, seguramente porque sus lomos desportillados y sus páginas sueltas de tanta lectura los convirtieron en un trasto viejo del que deshacerse, he sabido que se trataba de la Nueva Enciclopedia Universal que la editorial Marín, de Bilbao, publicó en 1969: algo de melancolía me produce saber que vimos la luz el mismo año. Pasé muchas horas embebido en esos tomos: el que más frecuenté fue el primero, titulado “Los tiempos antiguos”, porque de niño la época que más me gustaba era la más remota, del Egipto de los faraones a la Roma imperial, pasando por la Grecia clásica y Alejandro Magno. De ahí pasé al tomo de la Edad Media, que me fascinó no menos (con el tiempo, esta sería la especialidad que cursaría en los años finales de mi carrera), y la Edad Moderna. No recuerdo, en cambio, que me llamara mucho la atención la Historia más reciente, aunque irónicamente ahora es la que leo con mayor pertinacia.
Si a mi padre le achaco mi amor a la Historia, a mi abuelo le debo que tuviera a mano el material con el que se construyen los sueños: las novelas. Mi abuelo era un abuelo con biblioteca. Y en ella abundaban libros que ahora podría llamar novelas históricas pero que entonces, como mucho, me parecían «de ambiente histórico». Esto es importante. Un niño no distingue géneros: como mucho, libros aburridos y libros emocionantes. La biblioteca de mi abuelo abundaba en libros emocionantes. Algunos de los mejores se agrupaban en dos colecciones. Una de ellas se titulaba Grandes novelas históricas y la editaba el Círculo de Amigos de la Historia. Era una colección de lomos encarnados, lo que de inmediato me hizo asociarla a la Nueva Historia Universal de casa. En ella leí Quo Vadis? (antes de ver la película, lo que es mérito), Historia de dos ciudades o El último mohicano. La otra era de edición mucho más modesta –sus hojas se desencuadernaban con facilidad– y se titulaba sin más Famosas novelas, de editorial Molino. En ella descubrí, por ejemplo, Príncipe y mendigo y La flecha negra.
Esta novelística hace tanto tiempo que está entre nosotros que más que novela histórica es ya, ante todo, historia de la literatura. A ella pertenecen todos aquellos textos que, por lo general, nos fueron presentados a varias generaciones de lectores como libros para la formación de la juventud: literatura juvenil, en suma, etiquetada muchas veces como aventura histórica. Sus nombres principales son los de Walter Scott, Alejandro Dumas, Arthur Conan Doyle, Robert Louis Stevenson, Henryk Sienkiewicz o Rafael Sabatini. Pero al lado de estos podíamos encontrar obras de novelistas conceptuados como más serios y, por tanto, importantes, algunas de las cuales también se situaban en época pretérita: Tolstói y Guerra y paz, Flaubert y Salambó o Gautier y La novela de una momia.
No cabe duda: todas esas obras condicionaron mi primera visión de la Historia. Como Fernando Savater, yo puedo decir que mi Nerón siempre será el de Quo Vadis? y mi Richelieu el de Los tres mosqueteros: su fuerza poderosa como seres de ficción ha suplantado para siempre a los reales en el imaginario colectivo, de tal modo que si hoy nos asomamos a una biografía rigurosa de ambos, seguramente nos hará pensar que no pueden ser los mismos. Yo añado que mi Revolución Francesa estará marcada siempre por el Terror, tal como nos lo contó Charles Dickens en Historia de dos ciudades (o la baronesa de Orczy en las aventuras de la Pimpinela Escarlata). Mi Ricardo III no es ese soberano inglés que descubrí después que había reinado muy pocos años, tres, para tener tanto renombre, sino el avieso jorobado imaginado por Shakespeare (con la considerable ayuda de la creación que de él hizo Laurence Olivier) o el que Stevenson hizo aparecer en su deliciosa novela La flecha negra, todavía un muchacho lejos de ser rey pero que sin duda ya ha decidido que lo será y que exhibe una carismática seguridad en sí mismo a la vez que un aire siniestro, que lo hacen tan atractivo como temible. Mi Napoleón es el que apenas vislumbra una o dos veces, pero al que reverencia como un dios, ese inolvidable soldado de la Grande Armée, el brigadier Gerard, que, después de Sherlock Holmes, es la más alta invención que creó Arthur Conan Doyle, cuya aspiración era escribir novelas históricas serias, pero cuyo mayor logro en este campo fueron las aventuras de este valiente bravucón. Y mi rey Ricardo Corazón de León es el del mito literario, luego trasplantado al cine, tal como lo fabuló el inevitable y entrañable Walter Scott en dos de sus mejores novelas, Ivanhoe y El talismán. En mayor grado aún que Nerón y Richelieu, posiblemente no haya menos correspondencia entre una figura histórica real y su contrapartida literaria que en este caso, como nos indica cualquier repaso a los estudios históricos sobre el personaje, que no lo hacen especialmente simpático. Pero ¿a quién le importa esta infidelidad al sustrato real? A Robin Hood y a sir Wilfred de Ivanhoe, desde luego que no. Aunque tal vez se deba a que ellos también son entes de ficción.
Para mí, por tanto, no pueden ser lo mismo estos autores y estas obras que las de aquellos que muestran las suyas en los estantes y en las mesas de novedades de las librerías. Una primera diferencia es que, seguramente, los primeros no pretendían hacer Historia en sentido estricto; y si alguno así lo quería, su talento narrativo impidió que la mera reconstrucción histórica colmatara su esfuerzo en una única dimensión. Por eso prefiero decir que no escribieron novela histórica, aunque lo hicieran, sino novela de ambiente histórico. Por otra parte, a ninguno de ellos se les puede calificar de «especialista» en el género, pues se abrieron a muchos otros, a diferencia de los actuales. La información que dan las solapas de los segundos sobre sus carreras no indica en casi ningún caso otra inquietud que no sea la de novelar la Historia, asegurando por lo común un minucioso proceso de documentación. Esto, evidentemente, es necesario, más no suficiente. Estoy de acuerdo con la afirmación del profesor Óscar González Camaño recogida en la primera parte del dossier2: la novela histórica debe ser “verosímil, más que veraz, acorde con la mentalidad de la época”. William Shakespeare utilizó sobradamente la Historia en sus obras –de Roma al pasado medieval, para él no tan lejano, de su tierra natal, de Italia o de Escandinavia–, pero en ellas ese contexto histórico (que utilizó sin pensar en ningún momento en el posible rigor) es tan solo el medio necesario para el fin dramático que perseguía. Y aun cuando el autor de Macbeth no sea un novelista, no imagino mejor manera que la suya de ficcionalizar la Historia.
Los grandes clásicos tuvieron unos dignísimos herederos en un conjunto de escritores que para mí forman, y lo digo con admiración, el proletariado de la literatura: autores que en su día carecieron de cualquier respeto crítico (otra cosa es que algunos hayan recibido con el tiempo una justa reivindicación, por mucho que diste de ser universal), que se fajaron escribiendo cuanto pudieron porque no publicar era no vivir y que, al menos, tuvieron el enorme mérito de colmar horas de lecturas de la gente más sencilla, esa que acababa de alfabetizarse por fin en masa y a la que (tomo prestado una inolvidable frase puesta en boca de John Wayne –en otro contexto, claro– en la gran película El hombre que mató a Liberty Valance) después de enseñarle a leer, debía dársele algo que leer. Me refiero a la generación bregada en las entrañables revistas pulp, de cuyos nombres destaco sobre todos a Robert E. Howard, el hoy famoso creador de Conan, que fue un gran amante del relato histórico. De hecho, cualquier buen conocedor de la saga de su personaje más importante sabe que la Edad Hiboria en que transcurren sus aventuras es una audaz reformulación de épocas y civilizaciones reales, que él combinó de modo tan desprejuiciado como sugestivo.
En mi libro Edad Media soñada: la imagen del Medievo en la ficción, concluí mi repaso por lo mejor que para mí ha dado la ficción medieval con un excelente relato, El camino de Azrael, que me parece un inmejorable ejemplo de la capacidad de esos clásicos para hacer que la Historia y la literatura se mejoren mutuamente. Está situado en las Cruzadas, y sus dos protagonistas, tras una emocionante caza sin cuartel, son salvados en el último momento, a orillas del golfo Pérsico, por una banda errante de vikingos liderada por un anciano tuerto que se revela nada menos que como Harold Godwinson, el rey sajón que perdió Inglaterra a manos de los normandos en la batalla de Hastings (1066). En teoría, uno de los grandes losers de la Historia, tanto más por cuanto acababa de revelar sus buenas dotes impidiendo otra invasión por el norte (la del rey noruego Harald III Haardrade, en Stamford Bridge) una semana atrás: Guillermo el Conquistador, duque de Normandía, se benefició de su agotamiento. Howard, por tanto, cambia la Historia haciendo que Harold no muera en el momento en que lo hizo –Heine refirió en un famoso poema cómo su amada Edith Cuello de Cisne reconoció su cuerpo en el campo de la batalla, pese a las deformaciones que presentaba, por las huellas del amor– y no importa porque, insisto, es verosímil antes que veraz. Es decir, en el contexto extremadamente viril del relato, en que todo se mide por la fuerza y la resistencia, la aparición de este hombre que durante muchos años ha tenido ocasión de rumiar su derrota introduce una bella nota de melancolía que baña retrospectivamente todo el relato.
Y en la sencilla emoción que me despierta, importa mucho saber que Howard, sin saberlo, presagia la admiración que le demostrará, con posterioridad a este relato, nada menos que nuestro ya mencionado Borges, quien reivindicará el nombre de este rey gracias a la sensacional sentencia que el historiador islandés Snorri Sturlusson (y ahora voy a un escritor muy anterior a estos dos, que además era descendiente de quienes fueron derrotados por Harold) puso en sus labios al referir, precisamente, el encuentro del rey con los invasores que le impidieron llegar con todas sus fuerzas intactas al encuentro con el Conquistador.3 De estas sabrosas retroalimentaciones está henchida la buena literatura.
Entre los autores coetáneos y los clásicos existe una generación intermedia, que tiene a su favor que su obra está ya cerrada y, por tanto, sus méritos pueden juzgarse en su totalidad. Con excepciones, además, tampoco se consagraron solo a nuestro género –el que frecuentó el mismo con mayor profusión de los que voy a citar, Robert Graves, demostró una pluralidad de inquietudes con sus cuentos– pero le dieron alguna obra de la máxima relevancia. Sus novelas históricas son ambiciosas: pretenden recrear con la mayor verosimilitud las épocas que abordan, pero su objetivo es utilizar al hombre del pasado para hablar del hombre de hoy, algo que, por otro lado, me parece no ya deseable sino inevitable (sucede lo mismo con la mejor ciencia ficción, por ejemplo, la de Stanislaw Lem, pero marchando en sentido cronológico contrario). Hablo de Mika Waltari, Howard Fast, Gore Vidal, Marguerite Yourcenar o el señalado Graves, por supuesto. Ahora bien, debo confesar que la mayor parte de esas obras las conozco, en los casos en que existen, a través del cine y la televisión. Figuran, eso sí, en mi cuantiosa biblioteca del futuro (todos los bibliófagos incurables tenemos una) formada por todos aquellos libros que sé que acabaré leyendo tarde o temprano.
De esta etapa del género, y aun cuando sea un escritor que, por edad, puede considerarse como un epígono de aquellos, debo destacar con especial reverencia a Umberto Eco y su excelente El nombre de la rosa. Buen estudioso de las claves de la narrativa popular, en su debut en el campo de la ficción este ya reputado ensayista tuvo la intuición de los grandes de antaño y construyó su novela histórica a partir de un subterfugio puramente argumental: la investigación que realiza fray Guillermo de Baskerville (uno de los personajes mejor construidos que ha dado el género) de los asesinatos que se están produciendo en el sugestivo espacio de una abadía benedictina permite al escritor efectuar una admirable fusión entre la esencia propia de la novela criminal y su análisis del tortuoso conflicto ideológico que se vive en esos turbulentos tiempos de la Cristiandad, lo que presta a la intriga su espléndida atmósfera metafísica.
En cuanto al boom actual, mi conocimiento es tan escaso que no voy (no debo) emitir ningún juicio acerca de su calidad. Una de las razones que me retrae es la inevitable hipertrofia de su volumen: sus ejemplares superan por término medio las quinientas páginas, sin que sean pocas las que se alarguen mucho más allá. ¿Se debe a que sus autores consideran que el esfuerzo de documentación –en las entrevistas, todos alegan haber pasado incluso años consultando todo tipo de obras para que la reconstrucción sea, ay, veraz– merece que todos los lectores lo constaten por extenso? ¿O, como sucedía antes con las grandes superproducciones de Hollywood cuando abordaban un tema «importante», y la Historia parece serlo sobradamente, esta circunstancia obliga a despreciar toda síntesis? En cualquier caso, por pura razón estadística, estoy convencido de que tiene que haber más de una novela encomiable, incluso excelente, que se me haya escapado por el momento, pero que alguna vez acabará cayendo en mi red.
Si en algo influye mi formación, debo reconocer que es en el grado de exigencia que le pido a una obra histórica. Esta exigencia, repito, no es cuestión de verismo documental: recuerdo el infinito sopor que me provocó en mi adolescencia mi primer acercamiento a una novela histórica actual, en este caso El médico, de Noah Gordon, que, por recomendación de un familiar que hasta entonces no se había equivocado, aguanté hasta el final, pese a que no me dejó más huella que el recuerdo de dos sugestivos topónimos de la geografía persa, el Dasht-e-Kavir o Desierto de Sal,y el Dasht e-Lut o Desierto del Vacío. Lo que pido es habilidad narrativa, sentido de la atmósfera, personajes recordables, pinceladas que nos sitúen en el ambiente histórico sin necesidad de que se note el esfuerzo de rigor. Y también pido, desde luego, elaboración estilística: no al estilo de un Faulkner, un Benet o un Proust (aunque, ¿por qué no?); pero sí que los libros no parezcan novelizaciones de alguna serie de televisión.
El mejor ejemplo que se me ocurre de una obra cuyo autor la concibió con el propósito declarado de novelizar la Historia, pero cuya calidad literaria la ha convertido en una de las obras más perdurables que ha dado el género, se escribió en España y es coetánea de los grandes de los clásicos señalados. Nunca se ha difundido, por desgracia, como lectura para jóvenes, y si lo lamento es porque, en mi opinión, nos ha impedido a los lectores españoles haber podido disfrutar a la edad adecuada de una obra capaz –como las de Stevenson, Dumas o Walter Scott– de unir la emoción y la aventura con la exposición histórica, y por tanto de alimentar vocaciones en un sentido y en otro en nuestra propia lengua (y de habernos librado así del complejo de inferioridad que por entonces sentíamos hacia nuestras propias letras, en cuanto a la literatura de «acción»). Es la mayor acusación que yo hago a los responsables de los libros de texto de mi etapa escolar y a los críticos que prolongaron el error: habernos hecho creer que los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós eran literatura «seria» y por tanto «aburrida», cuando en realidad es una de estas obras que se dejan leer a todas las edades, justo como las de aquellos maestros.
Si supone un ejemplo inmejorable, es porque reúne todas las virtudes que he ido defendiendo. Su autor la concibió con el propósito declarado de narrar la historia del siglo XIX español a través de la literatura y se guio con el rigor exigido. Nacido en 1843, conocedor directo o cercano sólo de una parte de lo que quería narrar, recurrió por ejemplo a testigos con los que pudo hablar personalmente, desde cronistas notables de la primera mitad del siglo –como Mesonero Romanos– hasta un ancianísimo superviviente de la mismísima batalla de Trafalgar con la que se inicia el ciclo. Los Episodios se dividen en cinco series, cada una de las cuales consta de diez libros (salvo la última que, abortada por su fallecimiento, se quedó en seis) a modo de sucesivos capítulos: cada serie, por ello, es un enorme novelón dividido en asequibles entregas. Las dos primeras, aquellas que conozco de primera mano, las escribió en la década de los setenta; las siguientes, al final de su vida. Esas dos series iniciales las realizó antes de empezar la etapa de su obra que lo consagró definitivamente con títulos del calibre de Fortunata y Jacinta, Tormento, Miau, etc., por lo que se puede decir que con ellas Galdós fue forjándose como escritor de raza, y lo hizo en apenas siete años. La primera abarca la lucha contra los franceses y la segunda el tormentoso reinado de Fernando VII: ambas, por tanto, historian la difícil llegada del liberalismo y, por ende, el final del Antiguo Régimen.
Para vertebrar la trama, Galdós creó dos personajes de ficción: el mozalbete Gabriel Araceli en la primera serie y el joven liberal Salvador Monsalud en la segunda. Sin embargo, no dudó en dar voz a auténticos personajes históricos en cometidos secundarios o episódicos de gran sabor: los reyes, los diputados de las Cortes de Cádiz, el guerrillero llamado el Empecinado (en uno de los mejores títulos), el duque de Wellington y múltiples políticos de la época fernandina. En ambas series, sus protagonistas no dejan de vivir prácticamente ni uno solo de los fundamentales acontecimientos de ese tiempo. Más notable es en el caso de Gabriel, pues, como único protagonista, después de participar en la batalla de Trafalgar siendo apenas un pillete, se verá sorprendido nada menos que por la conjura de El Escorial, el motín de Aranjuez, el Dos de Mayo, la batalla de Bailén, la entrada de Napoleón en Madrid, el sitio de Zaragoza, la reunión de las Cortes de Cádiz, la guerra de guerrillas y el triunfo final del ejército anglo-hispano-luso mandado por Wellington contra los franceses. En la segunda serie tampoco faltan los momentos cenitales del reinado del Deseado, del Trienio Liberal a la Década Ominosa, finalizando con el estallido de la primera guerra carlista, pero en este caso Monsalud comparte sus andanzas con más personajes, a cuál más interesante por cierto, incluyendo a una dama absolutista, intrigante de vocación, unida a aquel primero por un odio acérrimo y después por la pasión desatada, intensamente humana en su delicioso egoísmo, que es una de las mejores creaciones de toda la obra galdosiana.
Y es que hay una diferencia entre ambas series. La primera avanza a modo de relato iniciático de Gabriel, único protagonista de la misma, que por ende la narra en primera persona; mientras que en la segunda, el escritor, al que se nota un mayor dominio de sus recursos, hace gala de una notable sofisticación estructural, repartiendo la conducción de la serie entre varios personajes, cada uno de los cuales aporta un tono diferente al relato. Del mismo modo, el optimismo de la primera, que se corresponde con el protagonismo de un muchacho que crece en vigor y es consciente de su progreso constante, se ve contrapesado por el pesimismo de la segunda, un pesimismo ciertamente entreverado de melancolía, el propio de unos seres que envejecen más que maduran a lo largo de ese tiempo aciago, y que asisten al triste destino (o desatino) de ese país que durante la guerra luchó como un solo hombre contra los franceses, pero que después se deja arrastrar por el cainismo más feroz.
Las dos series suponen un fantástico acercamiento a las tres primeras décadas del siglo XIX español, y nuestros mismos historiadores así lo reconocen con su mención constante. Ahora bien, Galdós lo hizo mediante una increíble lección de literatura, demostrando en primer lugar una ligereza narrativa admirable, un dibujo excepcional de tipos, un sensacional dominio de los diálogos (creo que en nuestras letras nadie ha hecho hablar a sus personajes mejor que el escritor canario) y una riqueza de registros que fue a más a medida que avanzaba la serie (paseándose así de la épica a la sátira, de lo patético a lo sublime, del conflicto sentimental a la tragedia descarnada, entreverando puntos opuestos como la mejor expresión de lo humano). Como Dumas y el mismo Balzac (su principal influencia, por supuesto), Galdós en realidad lo que hizo fue escribir dos sensacionales folletines en los que resulta fundamental ese suspense con que acaba cada uno de los episodios. Y como buen heredero de los románticos –casi no existe un gran narrador decimonónico que no lo fuera de un modo u otro–, mezcló la peripecia colectiva con la individual a través de los contratiempos sentimentales de sus personajes, una fórmula que, es evidente, siempre ha sido infalible para atraer la lección del público.
Historia, folletín, aventura, sentimiento, reflexión: las dos primeras series de los Episodios Nacionales constituyen por tanto para mí la mejor novela histórica posible. Y aunque yo tardé casi medio siglo en enterarme, no puedo sino agradecer a este descubrimiento tardío la recuperación de los viejos placeres de mi formación como lector: ese cosquilleo que sentía al leer La flecha negra o Ivanhoe o Historia de dos ciudades, la sensación de que los hechos que hemos protagonizado las infinitas generaciones de hombres en el curso del tiempo en ocasiones merecen haber sido la mejor de las ficciones. Literatura, en suma. Y buena literatura.
José Miguel García de Fórmica-Corsi
NOTAS
1 Relato contenido en El libro de arena (1975).
2 La cita procede de “La novela histórica: entre la realidad y la ficción”, de Enric Ros. Artículo originalmente publicado en Qué leer, 1° de marzo de 2018.
3 Puede leerse con detalle en su bello libro Literaturas germánicas medievales, escrito en colaboración con María Esther Vázquez (Alianza/Emecé, 1980, pp. 122-123).