Imagen: fotograma del film Oppenheimer, de Christopher Nolan.



Nota.— Este año, el doble aniversario de la tragedia de Hiroshima y Nagasaki –6 y 9 de agosto– ha coincidido con la fiebre pochoclera de Oppenheimer, la apologética y autoexculpatoria superproducción de Hollywood acerca del físico neoyorkino judío que dirigió el proyecto Manhattan, científico apodado «el padre de la bomba atómica», y que sería tapa de revistas, toda una celebridad en los años de posguerra. La taquillera película de Christopher Nolan, 100% made in Yanquilandia, contiene omisiones y tergiversaciones históricas verdaderamente escandalosas, rayanas con la banalización y el negacionismo.
Para colmo, la biopic de Universal fue lanzada en paralelo con Barbie, el blockbuster de la Warner, y esta circunstancia generó una ola global de chistes y memes en las redes sociales en torno a una estúpida competencia de popularidad y unas no menos estúpidas chanzas de comparación; y algo más: la ocurrencia de que se «debe» ver ambos largometrajes en doble función, para «estar en onda». Hablamos, pues, del fenómeno cultural de masas que se ha dado en llamar jocosamente “Barbenheimer”, en el que sus hacedores, más o menos conscientes de la frivolidad de su humorada y de su consumismo, la festejan con filistea despreocupación, cinismo, condescendencia o supina ignorancia, viralizando la tendencia a través de del hashtag #Barbenheimer.
Mientras tanto, en Japón, la coincidencia entre el estreno mundial de la negacionista Oppenheimer –con su vulgar anexo cómico de Barbenheimer– y el aniversario de Hiroshima-Nagasaki, ha sido percibida como una cruel ironía, como un ultraje obsceno del Tío Sam a la memoria nacional, a tal punto que se decidió retrasar el lanzamiento del film de Nolan en los cines nipones hasta que las trágicas efemérides de agosto, tan dolorosas y traumáticas para la sociedad japonesa, hayan quedado atrás, al menos en la formalidad o superficialidad del calendario…
La película Oppenheimer hace de la invención de la bomba atómica una epopeya nacional; de su testeo, un entretenimiento visual estetizante (la prueba Trinity es retratada casi como una «traviesa» e «inocentona» exhibición de fuegos artificiales «extremos» en el cielo límpido del desierto); y del primer uso bélico real de la bomba atómica en la historia universal, tan solo una brevísima y desganada nota al pie de página, puramente verbal, cobardemente abstracta, sin un solo rostro o cuerpo japonés de Hiroshima o Nagasaki en tres horas de largometraje. Nota al pie de página que –no es preciso ser un psicoanalista avezado para darse cuenta– revela un sentimiento culposo del inconsciente, un conflicto irresuelto. Un oscuro remordimiento en el fondo del alma yanqui que, sin demasiado éxito, todavía hoy se intenta reprimir a través de la racionalización y la renegación.
La ficcionalización biográfica del personaje histórico de Oppenheimer que nos propone Nolan es un retorcido panegírico que oscila entre la mistificación épico-romántica del abnegado genio patriota y filántropo que soporta estoicamente sobre sus espaldas, en tiempos extraordinarios de guerra, la pesada carga del «mal necesario» o «mal menor» por el bien superior de su nación y de la humanidad; y el patetismo victimizante del prócer nacional caído en desgracia por culpa de la inquina de un burócrata mediocre y la ingratitud de una patria desmemoriada, en los tiempos conspiranoicos y confusos del macartismo. ¿La mortandad fratricida de Hiroshima y Nagasaki? ¿El sufrimiento de los hibakushas? Bien, gracias. El tiempo es tirano y el cine tiene la licencia de la elipsis…
Compartimos a continuación, en esta sección de polémicas del semanario Kalewche que hemos dado en llamar Naumaquia, nuestra traducción castellana de “Oppenheimer, the Hero? Selling America by the Trinitrotoluene Ton”, de John K. White, interesante artículo publicado por Counterpunch el 4 de agosto. Esto nos dice la revista de izquierda norteamericana acerca del autor: “John K. White, antiguo profesor de física y educación en el University College de Dublín y la Universidad de Oviedo. Es editor del servicio de noticias sobre energía E21NS y autor de Do The Math! On Growth, Greed, and Strategic Thinking (Sage, 2013)”.
Las notas al pie aclaratorias son nuestras, y tienen que ver, básicamente, con cuestiones de traslación. Las notas del autor, donde están las referencias bibliográficas de las citas, pueden ser recuperadas fácilmente accediendo aquí al texto original en inglés.
Quienes deseen profundizar en el saber y el debate historiográficos sobre Hiroshima y Nagasaki, pueden leer nuestro dossier, publicado simultáneamente con este ensayo de White, en nuestra sección de historia Clionautas. Hallarán allí tres textos de valía, que hemos traducido del inglés y el francés con motivo del 78° aniversario de la destrucción atómica de las dos ciudades japonesas.



Como físico y baby boomer cuyos padres sirvieron en la Segunda Guerra Mundial, tenía que ver la creación cinematográfica de Christopher Nolan sobre una de las figuras más enigmáticas del siglo XX, J. Robert Oppenheimer, el autodenominado Destructor de Mundos, conocido como Oppie por la mayoría. Después de haber visto la miniserie de la BBC de 1980 sobre el Proyecto Manhattan con Sam Waterston, de haber leído numerosos libros sobre los misteriosos trabajos de Los Álamos y de haber sido profesor de mecánica cuántica (la misma asignatura que Oppie impartió por primera vez), conocía un poco su historia, pero estaba ansioso por ver cómo Hollywood representaba lo que algunos consideran el momento decisivo de la historia moderna, del que Oppie fue el principal artífice. Debería haberlo sabido. Al menos la física es correcta.

Las cifras de Hiroshima y Nagasaki son bien conocidas en todo su horror estadístico: 34 kilotones de TNT, 68 mil edificios destruidos, 170 mil personas muertas (3.861 por kilómetro cuadrado) a causa de dos «explosiones aéreas» a 549 metros. Algunos de los cientos de miles de hibakushas sobrevivientes quedaron tan gravemente desfigurados que nunca más se mostrarían en público ni tendrían hijos por miedo a los defectos congénitos. En la película Oppenheimer no se muestra tal horror, ya que las consecuencias humanas de la detonación de una bomba atómica quedan extrañamente neutralizadas.

Oppenheimer no trata de una bomba ni de la destrucción de dos ciudades al final de una guerra. Trata del ascenso, caída y resurgimiento de su creador, siempre atormentado a manos de una clase política estadounidense dividida. ¿Es un rojo? ¿Un riesgo para la seguridad? ¿Es un militante antibelicista reformado? Nadie lo sabe: la dicotomía de su persona presentada a la par que la dualidad de la energía y la materia, el espectáculo y la realidad, la vida y la muerte. La película destaca por convertir la destrucción en victoria, la victoria de Oppie, mientras que la bomba se convierte esencialmente en un McGuffin1 de 2.000 millones de dólares que explota a los dos tercios.

Y así, durante dos horas, tenemos una biopic del hombre que supervisó la construcción de una bomba, seguido de un drama judicial entre Lewis Strauss, el jefe de la Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos, la pronunciación de cuyo nombre se dramatiza caprichosamente. Strauss orquestó la caída de Oppie al denegársele la renovación de su autorización de seguridad en 1954, en medio de una creciente Guerra Fría de missile gaps2 y red scares3. Todo porque Oppie estaba en contra del desarrollo de la “Súper”, que podría develar aún más destrucción de los misterios invisibles de la materia (una bomba H de fusión más potente, detonada por una bomba A de fisión ya bien desarrollada). La perdición de Oppie puede haber comenzado en una reunión del Comité Consultivo General en 1949, después de que declarara que el poder destructivo de la bomba H es ilimitado y que tal “arma de genocidio… nunca debería producirse”. ¿Podría prevalecer la cordura después de la locura, la destrucción masiva y los horrores de la guerra mundial? Tal vez las maldiciones podrían volver a la caja de Pandora. Tal vez Prometeo podría ser liberado. Por desgracia, la posibilidad de un mundo no nuclear no tiene buen aspecto en detalle digital.

En el prefacio del libro de 2005 en el que se basa la película, American Prometheus: The Triumph and Tragedy of J. Robert Oppenheimer, de Kai Bird y Martin J. Sherwin, la respuesta de Oppie a la aniquilación nuclear es eliminar por completo las armas nucleares. Sin embargo, la película está más interesada en el castigo político de Oppie que en explorar cualquier pacto fáustico. Enrico Fermi no dice nada, mientras que Niels Bohr tiene una frase memorable: “Nuevo mundo. Nuevas armas”, y poco más. Tanto en la película como en el libro, el maltrato a Oppie es el único argumento de venta. El excepcionalismo estadounidense se transmite a través de la superioridad técnica y las luchas políticas internas, sin representación de matanzas masivas ni víctimas reales.

En realidad, muchos científicos se oponían al uso de armas atómicas. A menudo llamado el “Padre de la Bomba” por su famosa ecuación energía-materia y su carta de 1939 a Roosevelt, Einstein dijo: “Si hubiera sabido que los alemanes no conseguirían producir una bomba atómica, nunca habría movido un dedo”. También envió una segunda carta a [Franklin D.] Roosevelt, fechada el 25 de marzo de 1945, sobre la falta de contacto entre los científicos y el gobierno, pero FDR murió antes de que pudiera leerla. Einstein pasaría el resto de su vida haciendo campaña a favor del control de armamentos, la reducción de los ejércitos y una autoridad de seguridad “supranacional”.

Fermi quería que después de la guerra se pasara de la fabricación de armas a objetivos pacíficos, con la esperanza de “dedicar cada vez más actividad a fines pacíficos y cada vez menos a la producción de armas”. Bohr incluso se reunió con FDR para hablar de “diplomacia atómica” con los soviéticos y limitar la escalada de un próximo nuevo conflicto en una impía carrera armamentística, archivada por Winston Churchill. Y así comenzó la carrera de fabricación de bombas, estimada en 5.000 millones de dólares para EEUU y probablemente tanto o más para los soviéticos en las décadas de locura que siguieron. ¿Imaginas 10.000 millones de dólares gastados en otras encarnaciones de Shiva?

Bien, de eso no trataba Oppenheimer. ¿Entonces de qué trataba? Las tres horas pasaron rápido, así que me entretuve a pesar de una partitura musical a menudo molesta. En parte, la batalla entre los cerebritos y los mandamases. ¿Podía el jefe militar, el general Leslie Groves, controlar a los supuestos científicos de izquierdas librepensadores como Oppie, Enrico Fermi y Leo Szilard para que entregaran la bomba antes que los nazis? ¿Y podía controlarlos después, cuando les volviera la conciencia en tiempos de paz? Una cosa es construir una máquina del día del juicio final para disuadir de futuras agresiones que nunca se puede utilizar, y otra muy distinta es utilizarla. ¿Podrían Oppie y compañía ser controlados una vez terminada la fabricación de armamento nuclear?

En parte, la observación de las estrellas. Matt Damon era adecuadamente rudo en el papel del pragmático Groves, más torpe en sociabilidad que el afable Oppenheimer interpretado por Cillian Murphy, aunque el rudo Groves extrañamente se limitó a mascullar en 1956 acerca del horror de la zona cero, incluyendo los efectos de la radiación persistente y el dolor de vivir con genes mutados. El Groves real, sin embargo, declaró con desgano que una explosión atómica era “una forma muy agradable de morir”. De acuerdo, los éxitos de taquilla no pueden ser feos, así que en su lugar tenemos a Groves intimidando a un científico recalcitrante que expresaba sus dudas sobre el proyecto: “¿Y qué te parece si te digo que es la puta cosa más importante que ha pasado en la historia del mundo?”. Arrogante, brusco y de ficción cinematográfica. Licencia artística.

¿Era Oppenheimer una película antibelicista? Esa interpretación es problemática cuando se dedica tanto tiempo de pantalla a la construcción de la bomba, mientras que no se muestran escenas de personas reales muriendo, la realidad última de la mayor arma de destrucción masiva de la historia. Tampoco hay escenas de conversaciones sobre armamento, marchas de protesta o el tictac del Reloj del Apocalipsis4… Millones de personas estaban y están en contra de las armas nucleares, no sólo el mudo maestro creador.

¿Hablaba en serio Oppenheimer de la reducción de armamento, como sugieren los saltos temporales del blanco y negro al color para construir, derribar y reconstruir las supuestas credenciales activistas de Oppie? Esa posibilidad se pierde en el espectáculo confuso de la redención personal dentro de una cultura política odiosa, Oppie «despegado del tiempo» como el pobre Billy Pilgrim en Matadero cinco de Kurt Vonnegut.5 El libro de Vonnegut se basó en el bombardeo real de Dresde, seis meses antes de Hiroshima y Nagasaki, al que Vonnegut sobrevivió como prisionero de guerra. Antibelicismo en cada página. En Oppenheimer, sin embargo, vemos el dolor de Oppie al ser atormentado una y otra vez. Casi se puede ver cómo le arrancan el hígado a picotazos [como a Prometeo].

Oppenheimer es una película sobre venganzas y ajustes de cuentas. Oppie contra Strauss, Oppie contra Groves (en cierto modo), Oppie contra Truman (y el complejo militar-industrial), y Estados Unidos contra Alemania, Japón y Rusia. Japón pagó por Pearl Harbor. Siempre iban a pagar, incluso si el objetivo del Proyecto Manhattan era conseguir la bomba antes que Alemania. Exonerado y humillado al mismo tiempo, Oppie es reducido a la mínima expresión por el Harry Truman de Gary Oldman, que le dice en el Despacho Oval: “¿Crees que a alguien, en Hiroshima y Nagasaki, le importa una mierda quién construyó la bomba? Les importa quién la lanzó. Yo lo hice”. Es decir, los Estados Unidos, justos o injustos.

Olvídate del asunto del profeta inadaptado contra el establishment, como en el genio Mozart contra el celoso Salieri. Olvídate de la superación de las dudas personales sobre el daño causado en vida y muerte. No así del suicidio de una antiguo amante se hace pasar como algo más importante que los cientos de miles de personas muertas los días 6 y 9 de agosto.

¿Redención de una reputación? ¿Cómo puede redimirse la reputación de un Destructor de Mundos? En From Faust to Strangelove, Roslynn Haynes señalaba que los físicos ya no podían ser considerados inocentes después de Hiroshima y Nagasaki, que su superioridad moral quedaba en entredicho al igual que “su capacidad para iniciar una nueva sociedad pacífica”. De hecho, seguimos teniendo guerras a pesar de las armas (unas 12.500 armas nucleares, según el último recuento). Puede que la culpa la tenga la física y su obsesión por buscar y rebuscar, ayudada por un gasto público ilimitado.

¿Debemos vernos en una vida defectuosa de Destructor de Mundos? ¿En los defectos de Estados Unidos? Ahora todos somos niños tecnológicos de la posguerra, controlados por un montón de material militar y comercial: transistores, microondas, internet (pronto llegarán los drones-robots de delivery con IA). Gran parte de la ciencia y la ingeniería actuales proceden del desarrollo militar. Somos hijos de la bomba, pero ¿cómo se nos puede culpar si no es por algún pecado producido artificialmente?

Por desgracia, las herramientas siempre se utilizan. Y así, 12.500 ojivas destructoras del mundo, teóricamente impotentes pero reales, esperan su uso final. Como señaló un antiguo operador de ICBM6 de la fuerza aérea estadounidense, “un buen día en las operaciones de misiles nucleares es un día tranquilo”, que afortunadamente para él y para nosotros fueron la mayoría de los días. ¿Era ese el mensaje de Nolan? ¿Que la aniquilación nuclear es inevitable, a menos que hagamos algo? ¿Incluso en un espectáculo aséptico que niega el dolor real?

Oppenheimer no se atrevió a explorar las razones de lanzar bombas atómicas sobre dos ciudades en un país donde la guerra había esencialmente terminado: venganza, arrogancia y superioridad. Esa película se llamaría Lluvia negra,7 que muestra cómo se puede estar más que intelectualmente en contra de matar. El Oppie de Lluvia negra tenía algo más que sangre figurada en sus manos. Se empleó el mito griego equivocado. El guion equivocado.

De hecho, Oppenheimer merece la misma crítica que le hace la mujer antibelicista de un colega de Kurt Vonnegut en Matadero cinco, que luego convierte en el tema de su libro. Nolan necesitaba una Mary O’Hare que le dijera que la guerra no es gloria. Nunca lo es. Que la reputación de nadie puede redimirse con la destrucción masiva. Como Mary le recrimina en la introducción: “Fingen que son hombres en lugar de bebés, y los interpretarán en las películas Frank Sinatra y John Wayne, o alguno de esos otros glamorosos viejos verdes amantes de la guerra. Y la guerra será maravillosa, así que habrá muchas más. Y las librarán bebés como los del escalón de arriba”.

Qué desperdicio racionalizar los horrores de la era nuclear en el ascenso y caída y ascenso de un hombre. O glorificar el hacer enemigos de los amigos. O medir el progreso humano y la seguridad en megatones de TNT inutilizable. ¿Oppie el héroe? Lo único que faltaba era la capa. “Así son las cosas”.

John K. White


NOTAS

1 El cineasta Alfred Hitchcock usaba ese neologismo para referirse a una excusa argumental en sí misma irrelevante que sirve para crear y mantener el suspenso en el desarrollo de una trama.
2 Durante la Guerra Fría, especialmente en los años 50 y 60, existía en los Estados Unidos la creencia alarmista –equivocada– de que el arsenal no convencional –de destrucción masiva– de la Unión Soviética era superior al propio, tanto en cantidad como en potencia destructiva. Esa disparidad en las ojivas nucleares recibía el nombre de missile gap o «brecha de los misiles».
3 En el siglo XX norteamericano, hubo dos grandes brotes de histeria colectiva anticomunista y persecución ideológica contra los sectores de izquierda: luego de la Revolución Rusa, entre 1917 y 1920, recordado en la memoria popular por el caso Sacco y Vanzetti; y el de los primeros –y más crudos– años de la Guerra Fría, entre 1947-1957, asociados a la caza de brujas del macartismo. A estos brotes se los denomina red scares o «pánicos rojos». El autor del artículo se refiere obviamente al segundo pánico rojo.
4 Doomsday Clock, en inglés. Aquí la definición de la Wikipedia: “Es un reloj simbólico, mantenido desde 1947 por la junta directiva del Bulletin of the Atomic Scientists (Boletín de Científicos Atómicos) de la Universidad de Chicago, Estados Unidos, que usa la analogía de la especie humana estando siempre ‘a minutos de la medianoche’, donde la medianoche representa la ‘destrucción total y catastrófica’ de la Humanidad. Originalmente, la analogía representaba la amenaza de guerra nuclear global, pero desde hace algún tiempo incluye cambios climáticos, y todo nuevo desarrollo en las ciencias y nanotecnología que pudiera infligir algún daño irreparable”.
5 “Despegado del tiempo” es la traducción de unstuck in time, expresión inglesa que el escritor norteamericano Kurt Vonnegut inventó para su novela satírica Matadero cinco (1969). El protagonista, Billy Pilgrim, se encuentra saltando impredeciblemente a diferentes épocas del pasado o del futuro. No está «pegado» (stuck) al tiempo como todos los demás, moviéndose linealmente desde el pasado hacia el futuro. Está «despegado», disociado de la temporalidad convencional.
6 «Misiles balísticos intercontinentales», por sus siglas en inglés.
7 Kuroi ame (1989), de Shōhei Imamura. No confundir con el film Black Rain («Lluvia negra», en inglés) del mismo año, dirigido por Ridley Scott. Kuroi ame narra la historia de una familia hibakusha de la prefectura de Hiroshima. Está basada en la novela homónima de Ibuse Masuji, publicada en 1966.