Fotografía: el edificio Sangyo Shourei de la prefectura de Hiroshima tras el estallido devastador de Little Boy en agosto de 1945. Desde entonces se lo conoce como Genbaku Domu o «Cúpula de la Bomba Atómica». A pesar de los severos daños que sufrió, es el la única construcción que ha quedado en pie dentro de la zona cero. Se ha convertido en un símbolo de paz y esperanza, el más importante dentro del Parque Conmemorativo de la Paz de Hiroshima. Ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Fuente de la imagen: Associated Press (AP).

Nota.— Compartimos aquí, en nuestra sección histórica Clionautas, un dossier de conmemoración y debate sobre el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki. Son tres traducciones –dos del inglés, una del francés– que hemos realizado especialmente para este 78° aniversario de la tragedia, en medio de toda la podredumbre de frivolidad pochoclera y negacionismo histórico del “Barbenheimer”. La memoria, la criticidad, la parresía de izquierda y la fraternidad internacionalista son más necesarias que nunca. No debemos permanecer indiferentes ante el ninguneo de las víctimas de Hiroshima y Nagasaki. Debemos rescatarlas de tanta banalidad, de tanto olvido, de tanta mendacidad, plantando cara contra la arrogancia chovinista, imperialista y belicista del Tío Sam.
En primer lugar, reproducimos las crónicas del sitio web Hiroshima & Nagasaki Remembered, a cargo de los escritores estadounidenses Geoff Williams y Carrie Rossenfeld, con asesoramiento académico de Chris Griffith. No son textos de análisis histórico, y mucho menos de reflexión o valoración críticas. Pero son relatos bien tramados y sólidamente documentados de los sucesos, que ofrecen una síntesis divulgativa con muchos datos, detalles y testimonios de interés; sin ocultar el horror de los bombardeos, ni sus secuelas humanitarias y ambientales. Harina de otro costal es su interpretación general de la tragedia, y ciertas omisiones o énfasis –conscientes o inconscientes– ideológicamente motivados, que oscilan entre la justificación implícita y la indulgencia explícita, y donde a veces se respira cierto tufillo patriotero o anticomunista que resta puntos. La perspectiva de Williams y Rossenfeld es la típica del liberalismo yanqui «políticamente correcto», al estilo Obama: espantarse y lamentarse por el horror de Hiroshima y Nagasaki, pero asumiendo –igual que los halcones conservadores descaradamente chovinistas y militaristas, inmunes al remordimiento y la compasión– que «no había más remedio», pues de otro modo se hubieran perdido más vidas de soldados norteamericanos y civiles japoneses.
En segundo lugar, incluimos dentro de este dossier la traducción del artículo “The Bomb Didn’t Beat Japan. Stalin Did”, de Ward Wilson, publicado en Foreign Policy el 20 de mayo de 2013. El autor discute la tesis historiográfica tradicional –casi doctrina sagrada en EE.UU.– según la cual Japón se habría rendido en la Segunda Guerra Mundial por el shock que le provocó la destrucción total de dos de sus ciudades más importantes en un lapso de apenas tres días, por medio de un recurso tecnomilitar totalmente novedoso e inusitadamente violento, basado en los últimos descubrimientos de la ciencia. A su juicio, fue en realidad la declaración de guerra de la Unión Soviética –inmediatamente concretada en el avance del Ejército Rojo sobre Manchuria y Sajalín– lo que llevó al gobierno nipón a capitular el 15 de agosto de 1945. Tal declaración se produjo dos jornadas después de Hiroshima y una antes de Nagasaki. El investigador estadounidense Ward Wilson es uno de los mayores expertos en bombas atómicas a nivel mundial. Dirige el proyecto Repensando las Armas Nucleares del Consejo Angloamericano de Información en Seguridad (BASIC, por sus siglas en inglés), una ONG con sede en Washington y Londres que promueve el desarme nuclear. Wilson es autor del libro Five Myths about Nuclear Weapons (Boston/Nueva York, Houghton Mifflin Harcourt, 2013).
En tercer y último lugar, recuperamos y traducimos un viejo escrito del economista, historiador y ensayista francocanadiense Frédéric F. Clairmont para Le Monde Diplomatique: “Les véritables raisons de la destruction d’Hiroshima”, con fecha agosto de 1990, pág. 20. Los editores del Dipló, le añadieron al artículo de Clairmont un copete que dice así: “Hace exactamente cuarenta y cinco años, los días 6 y 9 de agosto de 1945, las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki fueron literalmente ‘devueltas a la Edad de Piedra’ por la explosión de las primeras –y únicas– bombas atómicas utilizadas en un conflicto. El uso de tan bárbaras armas había resultado esencial –se dijo oficialmente en aquel momento– para detener la guerra y salvar cientos de miles de vidas. Sin embargo, documentos recientes desmienten esta teoría y revelan que estas destrucciones, como la de Dresde el 13 de febrero de 1945, pretendían impresionar a los soviéticos, detener su avance, y de hecho marcaron el inicio de la Guerra Fría”. Clairmont da en el clavo: fue el intransigente anticomunismo de Truman y sus laderos, más que sus escrúpulos humanitarios, lo que llevó a EE.UU. a buscar contra reloj, perentoriamente, la rendición de Japón, descartando las estrategias de desgaste e invasión, que conllevaban compartir salomónicamente el protagonismo militar y geoestratégico con la URSS en el Asia oriental. La barbarie de Hiroshima y Nagasaki se explica mejor por el apuro de querer empezar la Guerra Fría que por el agobio de tener que terminar la Segunda Guerra Mundial. Claro que también aportaron lo suyo (Clairmont no se ocupa de esos factores, pero entendemos que fueron parte del cóctel) las apetencias lucrativas y prometeicas del emergente complejo militar-industrial-científico obsesionado con la bomba atómica, poderoso lobby entretejido en torno al proyecto Monhattan; lo mismo que el revanchismo antijaponés, la sed de venganza por Pearl Harbor, que hizo recrudecer todo ese viejo veneno de rencores racistas y xenófobos contra la inmigración japonesa –especialmente en la Costa Oeste– llamado «yellow peril» o «peligro amarillo», ponzoña de prejuicios, bulos y estereotipos propalada ad nauseam por los medios masivos de comunicación de la época: diarios y revistas, radio y cine, historietas y dibujos animados para niños, afiches callejeros con el Tío Sam dándole una buena tunda a unos «japs» de aspecto facineroso o casi monstruoso, etc.
Respecto al proyecto Manhattan, pueden leer en nuestra sección cultural Nocturlabio el estupendo ensayo de Eduardo Wolovelsky, pletórico de información erudita, observaciones críticas e inquietudes éticas; un escrito hondo y multifacético, a caballo entre la historia, la ciencia, la técnica, la política, el cine y la filosofía. Allí encontrarán toda la sensibilidad y reflexividad humanistas que se echan de menos en el análisis estratégico-militar de Wilson, no tanto en el de Clairmont; análisis necesario y valioso, sin lugar a dudas, pero claramente insuficiente, al menos desde nuestra perspectiva ideológica de izquierda radical, que busca amalgamar la ciencia con la utopía. Aunque claro: Wilson podría encogerse de hombros y contraargumentar, con bastante razón, que ningún artículo puede abarcarlo todo, y que su propósito como autor se circunscribía a explicar por qué Japón se rindió, de modo que no sería justo prejuzgar mal sus omisiones (falacia ex silentio) respecto a otros aspectos de un proceso histórico tan vasto y complejo, como la legitimidad moral o no de utilizar bombas atómicas contra poblaciones civiles, las motivaciones de EE.UU. para hacerlo o la magnitud exacta y concreta –desde datos cuantitativos generales hasta una descripción cualitativa densa– de la catástrofe humanitaria que hubo en Hiroshima y Nagasaki (mortandad, devastación material, daños al medio ambiente y la salud pública por la radiación, fenómeno de los hibakushas, etc.); máxime si se tiene en cuenta que él siempre ha militado a favor del desarme nuclear. Pero en nuestro dossier –¿no es esa, al fin y al cabo, la ventaja de todo dossier?– hemos procurado cubrir esos huecos. De modo que, lo que no está dicho en el artículo de Wilson, está dicho en los textos de Williams/Rossenfeld y Clairmont.
Por otra parte, hemos publicado hoy en paralelo, en nuestra sección de debates Naumaquia, la traducción del artículo crítico que John K. White escribió para Counterpounch sobre la hollywoodesca, patriotera y apologética Oppenheimer, la biopic dirigida por Christopher Nolan que es un éxito de taquilla en Estados Unidos y casi todo el mundo (aunque no en Japón, donde su estreno ha sido postergado, debido a las dolorosas efemérides de Hiroshima y Nagasaki). La lectura del texto de White también puede resultar un complemento útil al presente dossier.
Lo último: en relación a las presiones de los Aliados para que Japón desacralice a su emperador en el marco de su rendición, asunto que el dossier toca solo tangencialmente, puede leerse el ensayo de nuestro compañero Federico Mare “La ‘Declaración de Humanidad’ de Hirohito: un debate no cerrado”, sección histórica Clionautas. Se trata de una cuestión sumamente espinosa y controversial, que todavía sigue pendiente, aunque ya han pasado casi ochenta años desde la rendición de Japón.


LA HISTORIA DE HIROSHIMA Y NAGASAKI

El 6 de agosto de 1945, en el final de la Segunda Guerra Mundial, un bombardero estadounidense B-29 llamado Enola Gay partió de la isla de Tinián [Marianas del Norte, Micronesia, Pacífico Occidental] rumbo a la ciudad de Hiroshima, Japón. La bomba de uranio 235 de tipo cañón, llamada Little Boy, explotó a las 8:16 a.m. En un instante murieron entre 80 mil y 140 mil personas, y otras 100 mil resultaron gravemente heridas. La onda expansiva destrozó ventanas a una distancia de 16 kilómetros y se sintió a 37 kilómetros. Hiroshima había desaparecido bajo una espesa y agitada espuma de llamas y humo. El copiloto, el capitán Robert Lewis, comentó: “Dios mío, ¿qué hemos hecho?”.

El 9 de agosto de 1945, otro B-29, el Bock’s Car, partió también de Tinián transportando a Fat Man, una bomba de implosión de plutonio. El objetivo primario era el Arsenal de Kokura, pero al llegar a él se encontraron con que estaba cubierto por una densa niebla terrestre y humo, y no pudieron lanzar la bomba. El piloto, el mayor Charles Sweeney, se dirigió al objetivo secundario de la Planta de Torpedos Mitsubishi en Nagasaki. La bomba explotó a las 11:02 a.m. sobre el estrecho valle de Urakami, al noroeste del centro de Nagasaki. De las 286 mil personas que vivían en Nagasaki en el momento de la explosión, 74 mil murieron y otras 75 mil sufrieron heridas graves. Los daños fueron menores, ya que la explosión quedó encajonada por el valle del río, amén del hecho que la bomba había sido lanzada a unos 3 km del objetivo.


La historia de Hiroshima

A las 5:29:45 de la mañana del 16 de julio de 1945, un destello cegador y un calor increíble abrasaron el desierto de Nuevo México: la primera explosión nuclear del mundo. La prueba de la bomba de implosión de plutonio del proyecto Manhattan, bautizada con el nombre en clave de Trinity, fue un éxito asombroso. La explosión n casi igualó a 20.000 toneladas de TNT, muchas veces más de lo que algunos habían esperado. El general Groves y sus jefes del proyecto estaban exultantes y aliviados. Pero para algunos, el espectáculo también proyectó una sombra ominosa. El director científico de Los Álamos, el Dr. Robert Oppenheimer, dijo más tarde que pensó en las líneas de la escritura hindú, el Bhagavad Gita, “Me he convertido en la Muerte, Destructor de Mundos”.

El Proyecto Manhattan produjo dos tipos diferentes de bombas atómicas, llamadas Fat Man y Little Boy. La Fat Man, lanzada sobre Nagasaki, era la más compleja de las dos. Era una bomba bulbosa de 3 metros que contenía una esfera de plutonio 239 y estaba rodeada de bloques de explosivos de gran potencia diseñados para producir una implosión simétrica de gran precisión. Esto comprimiría la esfera de plutonio hasta una densidad crítica y desencadenaría una reacción nuclear en cadena. Los científicos de Los Álamos no confiaban plenamente en el diseño de la bomba de plutonio, por lo que programaron la prueba Trinity.

El tipo de bomba Little Boy, que se lanzó sobre Hiroshima, tenía un diseño mucho más simple que el modelo Fat Man que se había probado en Trinity. La Little Boy desencadenó una explosión nuclear, en lugar de una implosión, disparando un trozo de uranio 235 dentro de otro. Cuando se junta suficiente U235, la reacción de fisión en cadena resultante puede producir una explosión nuclear. Pero la masa crítica debe reunirse muy rápidamente; de lo contrario, el calor liberado al comienzo de la reacción hará estallar el combustible antes de que se consuma la mayor parte. Para evitar esta pre-detonación ineficaz, la bomba de uranio utiliza un cañón que dispara un trozo de U235 contra otro. Se creía que la forma de cañón de la bomba era incuestionablemente fiable y nunca se había probado. De hecho, las pruebas estaban descartadas, ya que en la producción de Little Boy se había utilizado todo el U235 purificado producido hasta la fecha; por lo tanto, nunca se ha construido otra bomba igual. […]

Little Boy estaba lista para su entrega el 31 de julio. El 2 de agosto se especificó Hiroshima como objetivo principal, con Kokura y Nagasaki como objetivos alternativos. El ataque se fijó para el 6 de agosto.

Al mismo tiempo que avanzaban los planes para la invasión de Japón, se hacían preparativos para el uso de la bomba atómica. El Comité de Objetivos hizo recomendaciones sobre los objetivos. Una de sus principales preocupaciones era demostrar al máximo la potencia de la bomba. A finales de mayo de 1945, el Comité seleccionó, por orden de prioridad, Kioto, Hiroshima, Kokura y Niigata. Se ordenó a las Fuerzas Aéreas del Ejército que no bombardearan estas ciudades.

Se eligió Hiroshima como objetivo principal porque había permanecido prácticamente a salvo de los bombardeos y los efectos de la bomba podían medirse claramente. Aunque el presidente Truman esperaba un objetivo puramente militar, algunos asesores creían que bombardear una zona urbana podría quebrar la voluntad de lucha del pueblo japonés. Hiroshima era un puerto importante y un cuartel militar, y por tanto un objetivo estratégico. Además, se utilizaría el bombardeo visual, en lugar del radar, para poder tomar fotografías de los daños. Dado que Hiroshima no había sido gravemente dañada por los bombardeos, estas fotografías podrían presentar una imagen bastante clara de los daños causados por la bomba.

Cuando los militares japoneses ignoraron la amenaza de “destrucción inmediata y total” de la Declaración de Potsdam, Groves redactó las órdenes para utilizar la bomba y las envió al general Carl Spaatz, comandante de la fuerza aérea en el Pacífico. Tras la aprobación del jefe del Estado Mayor del Ejército, George C. Marshall; del secretario de Guerra, Stimson; y del presidente Truman, se dio oficialmente la orden de lanzar la Little Boy sobre Hiroshima.

Antes de que la Little Boy fuera lanzada sobre Hiroshima, Leo Szilard, del Met Lab de Chicago, intentó impedir su uso. Irónicamente, Szilard había dirigido la investigación de la bomba atómica en 1939, pero como la amenaza de una bomba alemana había terminado, presentó una petición al presidente Truman contra el bombardeo de Japón. Con 88 firmas en la petición, Szilard distribuyó copias en Chicago y Oak Ridge, sólo para que la petición fuera anulada en Los Álamos por el físico teórico J. Robert Oppenheimer.

Cuando el general Leslie Groves se enteró de la petición, hizo una encuesta entre los científicos del Met Lab y se enteró de que sólo el 15 por ciento quería que la bomba se utilizara “de la manera militar más eficaz”. Mientras que el 46 por ciento votó a favor de “una demostración militar en Japón a la que seguiría una nueva oportunidad de rendición antes de emplear plenamente el arma”, de alguna manera se manipularon las cifras para sugerir que el 87 por ciento de los científicos del Met Lab estaban a favor de algún tipo de uso militar. Al final, Groves guardó la petición de Szilard y la encuesta hasta el 1° de agosto, y luego las archivó. El presidente Truman nunca las vio.

Aproximadamente a las 2:00 a.m. del 6 de agosto de 1945, un bombardero estadounidense B-29 Superfortress modificado llamado Enola Gay partió de la isla de Tinián rumbo a Hiroshima, Japón. Esta misión fue pilotada por el coronel Paul Tibbets, oficial al mando del 509º Grupo Compuesto, que bautizó al bombardero con el nombre de su madre. El avión cuatrimotor, seguido por dos aviones de observación que transportaban cámaras e instrumentos científicos, era uno de los siete que hacían el viaje a Hiroshima, pero sólo el Enola Gay llevaba una bomba, una bomba que se esperaba que destruyera casi todo en un área de 5 kilómetros. Medía más de 10 pies (3 metros) de largo y casi 30 pulgadas (75 centímetros) de ancho, pesaba cerca de 5 toneladas (4,5 toneladas) y tenía la fuerza explosiva de 20.000 toneladas (18.000 toneladas) de TNT.

El armero del Enola Gay, el capitán de la Armada Deak Parsons, estaba preocupado por despegar con la Little Boy completamente ensamblada y lista. Algunos B-29 muy cargados se habían estrellado al despegar de Tinián. Si eso le ocurría al Enola Gay, la bomba podría explotar y arrasar media isla. Así pues, Parsons, asistido por el teniente Morris Jeppson, terminó el montaje y armó la bomba en el hangar después del despegue.

Luego de las 6:00, la bomba estaba completamente armada a bordo del Enola Gay. Tibbets anunció a la tripulación que el avión transportaba la primera bomba atómica del mundo. A las 7:00, la red de radares japonesa detectó aviones que se dirigían hacia Japón, y la alerta se transmitió por toda la zona de Hiroshima. Poco después, un avión meteorológico sobrevoló la ciudad, pero no había señales de bombarderos. La gente comenzó su trabajo diario y pensó que el peligro había pasado.

A las 7:25, el Enola Gay sobrevolaba Hiroshima a 26.000 pies (7.900 metros). A las 8:00, el radar japonés volvió a detectar B-29 que se dirigían hacia la ciudad. Las emisoras de radio emitieron otro aviso para que la gente se refugiara, pero muchos hicieron caso omiso. A las 8:09, la tripulación del Enola Gay pudo ver la ciudad aparecer por debajo y recibió un mensaje indicando que el tiempo era bueno sobre Hiroshima.

El objetivo era un puente en forma de «T» situado en la confluencia de los ríos Honkawa y Motoyasu, cerca del centro de Hiroshima. A las 8:15 a.m., Little Boy explotó, matando instantáneamente entre 80 mil y 140 mil personas, e hiriendo gravemente a 100 mil más. La bomba estalló a unos 1.900 pies (casi 600 metros) por encima del centro de la ciudad, sobre el Hospital Quirúrgico de Shima, a unos 70 metros al sureste de la Sala de Promoción Industrial (ahora conocida como Genbaku Domu o «Cúpula de la Bomba Atómica»). Los tripulantes del Enola Gay vieron elevarse rápidamente una columna de humo y desatarse intensos incendios. Se estima que la temperatura del estallido alcanzó más de un millón de grados Celsius, lo que incendió el aire circundante, formando una bola de fuego de unos 840 pies (250 metros) de diámetro. Testigos oculares a más de 8 kilómetros de distancia afirmaron que su brillo superaba diez veces el del sol.

En menos de un segundo, la bola de fuego se había expandido hasta 900 pies (270 metros). La onda expansiva rompió ventanas a una distancia de 16 kilómetros y se sintió a 37 kilómetros. Más de dos tercios de los edificios de Hiroshima fueron demolidos. Los cientos de incendios provocados por el pulso térmico se combinaron para producir una tormenta de fuego que incineró todo lo que había en un radio de 6,5 km de la zona cero.

Para la tripulación del Enola Gay, Hiroshima había desaparecido bajo una espesa y agitada espuma de llamas y humo. El copiloto, el capitán Robert Lewis, comentó: “Dios mío, ¿qué hemos hecho?”.

Unos 30 minutos después de la explosión, comenzó a caer una fuerte lluvia en las zonas al noroeste de la ciudad. Esta «lluvia negra» [kuroi ame] estaba llena de suciedad, polvo, hollín y partículas altamente radiactivas que fueron aspiradas por el aire en el momento de la explosión y durante el incendio. Causó contaminación incluso en zonas alejadas de la explosión.

Las emisoras de radio dejaron de emitir y la línea principal de telégrafo dejó de funcionar al norte de Hiroshima. Desde varias paradas de ferrocarril cercanas a la ciudad llegaron informes caóticos de una explosión espantosa que se transmitieron al cuartel general del Estado Mayor japonés. El personal del cuartel general intentó ponerse en contacto con la Estación de Control del Ejército en Hiroshima y se encontró con un silencio absoluto. Los japoneses estaban desconcertados. Sabían que no podía haberse producido ninguna gran incursión enemiga, y que no había ningún almacén considerable de explosivos en Hiroshima en ese momento, y sin embargo empezaban a correr terribles rumores.

Un joven oficial del Estado Mayor japonés recibió instrucciones de volar inmediatamente a Hiroshima, aterrizar, inspeccionar los daños y regresar a Tokio con información fiable para el Estado Mayor. El cuartel general dudaba de que hubiera ocurrido nada grave, pero los rumores iban en aumento. Cuando el oficial de Estado Mayor se encontraba en su avión a casi 160 km de Hiroshima, él y su piloto observaron una enorme nube de humo procedente de la bomba. En la brillante tarde, los restos de Hiroshima ardían.

El avión no tardó en llegar a la ciudad y la rodeó. Una gran cicatriz en la tierra seguía ardiendo, cubierta por una densa nube de humo. Aterrizaron al sur de Hiroshima, y el oficial de Estado Mayor comenzó inmediatamente a organizar las medidas de socorro, tras informar a Tokio.

Como las comunicaciones entre el cuartel general de Hiroshima y los cuarteles militares y navales superiores se habían cortado, las primeras noticias de que algo espantoso había ocurrido en Hiroshima llegaron a Tokio desde los pueblos cercanos. La gente informó al cuartel general subterráneo de la Marina en Tokio de una “nube siniestra”, una “enorme explosión”, un “terrible destello”, un “fuerte estruendo”. Los informes eran vagos y creaban más perplejidad que alarma. Finalmente, a partir de las descripciones de la destrucción de la ciudad, los militares japoneses empezaron a darse cuenta de que lo ocurrido podía haber sido el resultado de una bomba atómica (un shock para ellos, ya que la mayoría pensaba que los avances de los estadounidenses en el desarrollo de bombas nucleares se encontraban todavía en la fase de “investigación científica”).

El anuncio público de Truman en Washington D.C., 16 horas después del ataque, fue la primera noticia que tuvo Tokio de lo que realmente había ocurrido en Hiroshima:

«Hace dieciséis horas un avión estadounidense lanzó una bomba sobre Hiroshima. Es una bomba atómica. Ahora estamos preparados para destruir más rápida y completamente toda empresa productiva que los japoneses tengan sobre el suelo en cualquier ciudad. Si no aceptan ahora nuestras condiciones, pueden esperar una lluvia de ruinas desde el aire como nunca se ha visto en esta tierra».

Los japoneses formaron inmediatamente el “Comité de Contramedidas de la Bomba Atómica”, que estaba compuesto por miembros de los ministerios de Guerra, Marina e Interior, e incluía a representantes de la Junta Técnica. La primera reunión del comité se celebró el 7 de agosto, momento en el que este último grupo “insistió enérgicamente en que la bomba no era una bomba atómica”. Sostuvieron que incluso si los estadounidenses hubieran llegado a desarrollar una bomba atómica, no habrían traído “armas tan inestables como dispositivos atómicos a Japón, a través del Pacífico”. Y añadieron: “No sabemos lo que ocurrirá en el futuro, pero hasta la fecha la técnica norteamericana no está tan desarrollada”. Más bien, afirmaron, la explosión fue el resultado de un “nuevo tipo de bomba con equipo especial, pero se desconoce su contenido”. El anuncio público inicial de Japón sobre la bomba no incluía la palabra «atómica».

Mientras tanto, se había enviado personal del Ejército y la Marina a investigar Hiroshima. Al principio, no se creía que la destrucción hubiera sido causada por una bomba atómica, pero tras ver el grado y la naturaleza de la devastación, y comprobar que era diferente de la causada por bombas convencionales, supieron que los Estados Unidos habían perfeccionado y utilizado efectivamente la bomba atómica. Japón llevaba bastante retraso en el desarrollo de su propia bomba nuclear.

Hiroshima estaba en ruinas. Las barreras del puente en «T» habían sido derribadas, los postes de electricidad estaban en ángulos extraños y los puntos de referencia familiares habían desaparecido o estaban irreconocibles. Los edificios, incluso los más modernos, habían sufrido daños considerables: algunos habían sido arrancados de sus cimientos, otros habían sido arrasados por el fuego y otros habían quedado totalmente destruidos. Muchos edificios de acero y hormigón parecían intactos a primera vista, pero sus muros exteriores ocultaban daños internos, debidos a la presión descendente del estallido de aire. Los cementerios fueron arrancados de raíz y las iglesias se convirtieron en escombros.

Los sobrevivientes, conocidos como hibakushas, buscaban alivio para sus heridas. Sin embargo, el 90% del personal médico había muerto o estaba incapacitado, y los suministros médicos restantes se agotaron rápidamente. Muchos sobrevivientes empezaron a notar los efectos de la exposición a la radiación de la bomba. Los síntomas iban desde náuseas, hemorragias y caída del cabello, hasta la muerte. Otros efectos fueron quemaduras repentinas, propensión a la leucemia, cataratas y tumores malignos.

Los relatos de primera mano de los supervivientes son los que mejor transmiten el impacto de la bomba en la población de Hiroshima. Los siguientes relatos de testigos presenciales del bombardeo de Hiroshima pertenecen al programa Hiroshima Witness, producido por el Centro Cultural para la Paz de Hiroshima y la NHK, la emisora pública de Japón.

Akihiro Takahashi tenía 14 años cuando se lanzó la bomba. Estaba haciendo cola con otros alumnos de su instituto, esperando para la reunión matinal a 1,4 km del centro. Estuvo bajo tratamiento médico durante año y medio. Aún hoy [2023] le crece una uña negra en la punta del dedo, donde tenía clavado un trozo de cristal.

“El calor era tremendo. Sentía que me ardía todo el cuerpo. Para mi cuerpo ardiente, el agua fría del río era tan preciosa como el tesoro. Luego salí del río y caminé por las vías del tren en dirección a mi casa. Por el camino, me encontré con otro amigo mío, Tokujiro Hatta. Me pregunté por qué tenía las plantas de los pies tan quemadas. Era impensable quemarse allí. Pero era innegable que las plantas estaban peladas y el músculo rojo estaba al descubierto. Incluso yo mismo estaba terriblemente quemado, no podía ir a casa ignorándolo. Le hice arrastrarse con los brazos y las rodillas. A continuación, le hice ponerse de pie sobre los talones y lo sostuve. Caminamos en dirección a mi casa repitiendo los dos métodos. Cuando descansábamos porque estábamos agotadísimos, me encontré con que el hermano de mi abuelo y su mujer, es decir, mi tío abuelo y mi tía abuela, venían hacia nosotros. Fue toda una coincidencia. Como sabes, tenemos un proverbio sobre encontrarse con Buda en el infierno. Mi encuentro con mis parientes en aquel momento fue exactamente así. Ellos me parecieron Buda vagando por el infierno”.

Eiko Taoka, que entonces tenía 21 años, era una de los casi cien pasajeros que, según se dice, iban a bordo de un tranvía que había salido de la estación de Hiroshima poco después de las 8:00 a.m. y se encontraba en la zona de Hatchobori, a 750 m de la zona cero, cuando cayó la bomba. Taoka se dirigía a Funairi con su hijo de un año, para asegurarse un lugar dentro del vagón en preparación que habría de trasladarlos fuera del edificio que iba a ser evacuado. A las 8:15, cuando el tranvía se acercaba a la estación de Hatchobori, un intenso destello y una explosión envolvieron el vagón, incendiándolo instantáneamente. El hijo de Taoka murió de radiación el 28 de agosto. Hasta la fecha solo se ha confirmado la supervivencia de diez personas que viajaban en el tranvía.

“Cuando estábamos cerca de Hatchobori, y como yo llevaba a mi hijo en brazos, la joven que iba delante me dijo: ‘Voy a bajarme aquí’. Estábamos cambiando de sitio cuando se oyó un olor y un sonido extraños. De repente se hizo de noche y, antes de darme cuenta, había saltado al exterior …. Lo sujeté con fuerza y lo miré. Estaba junto a la ventana y creo que fragmentos de cristal le habían atravesado la cabeza. Tenía la cara hecha un desastre por la sangre que le salía de la cabeza. Pero me miró a la cara y sonrió. Su sonrisa se ha quedado grabada en mi memoria. No comprendía lo que había pasado. Me miró y sonrió al verme la cara ensangrentada. Tenía mucha leche, que tomó durante todo el día. Creo que mi hijo chupó el veneno de mi cuerpo. Y poco después murió. Sí, creo que murió por mí”.

La Sra. Akiko Takakura tenía 20 años cuando cayó la bomba. Ella estaba en el Banco de Hiroshima, a 300 metros del hipocentro. La Sra. Takakura escapó milagrosamente de la muerte, a pesar de tener más de cien heridas lacerantes en la espalda. Es una de las pocas sobrevivientes que estuvo a menos de 300 metros del hipocentro. Ahora dirige una guardería y cuenta su experiencia del bombardeo atómico a los niños.

“Muchas personas que estaban en la calle murieron casi instantáneamente. Las yemas de los dedos de esos cadáveres se incendiaron y el fuego se extendió poco a poco por todo su cuerpo desde los dedos. Un líquido gris claro goteaba por sus manos, chamuscándoles los dedos. Yo, yo estaba tan sorprendida de saber que los dedos y los cuerpos podían ser quemados y deformados de esa manera… No podía creerlo. Era horrible. Y mirándolo, era más que doloroso para mí pensar cómo se quemaron los dedos. Las manos y los dedos que sostendrían a los bebés o pasarían páginas, simplemente se quemaron. Durante algunos años después de que la bomba atómica fuera lanzada, tuve un miedo terrible al fuego. Ni siquiera era capaz de acercarme al fuego porque todos mis sentidos recordaban lo temible y horrible que era el fuego, lo calientes que eran las llamas y lo difícil que era respirar el aire caliente. Era realmente difícil respirar. Quizá porque el fuego quemaba todo el oxígeno, no lo sé. No podía abrir los ojos lo suficiente a causa del humo, que estaba por todas partes. No sólo yo, sino todo el mundo sentía lo mismo. Y mis partes estaban cubiertas de agujeros”.

En 1958, la población de Hiroshima alcanzó los 410.000 habitantes, superando por fin la que tenía antes de la guerra. Actualmente, es un importante centro urbano con 1,12 millones de habitantes. Las principales industrias de Hiroshima en la actualidad son la maquinaria, la automoción (Mazda) y el procesado de alimentos. Curiosamente, una cuarta parte de la electricidad de Hiroshima procede de la energía nuclear.

Los esfuerzos de reconstrucción a lo largo de las décadas han sido fructíferos. Ya en 1979, la diferencia entre la Hiroshima inmediatamente posterior y aquella en lo que se había convertido era notable:

“En la Hiroshima de hoy, bulliciosos centros comerciales se alinean en pasajes peatonales cubiertos y los principales grandes almacenes ofrecen una gama de productos casi tan amplia como sus homólogos de Tokio”, escribió John Spragens Jr., redactor del Corsicana (Texas) Daily Sun, en un artículo publicado el 29 de agosto de 1979.

Las calles del centro de Hiroshima están ahora flanqueadas por rascacielos, y el parque vuelve a ser verde. Todos los años, el 6 de agosto, día en que se lanzó la bomba, Hiroshima celebra una ceremonia en el Parque Memorial de la Paz, donde el alcalde lee su declaración de paz anual. Decidida a cumplir su misión como ciudad internacional de la cultura de la paz, Hiroshima se esfuerza por librar al mundo de las armas nucleares.

Los hibakushas que aún viven son cada vez más ancianos, con una media de más de 70 años. Lamentablemente, algunos están confinados en hospitales debido a las secuelas, y muchos viven con miedo, preguntándose cuándo podría volver a golpear la radiación. Aunque les resulta doloroso contar sus historias, muchos hibakushas están dispuestos a hacerlo para ayudar a la próxima generación a comprender la importancia de la paz.


La historia de Nagasaki

En mayo de 1945, una Alemania exhausta e invadida se había rendido. La guerra en Europa había terminado. Los Estados Unidos, ayudados por Gran Bretaña, se acercaban cada vez más a Japón. Los masivos ataques suicidas de los japoneses causaron grandes pérdidas a la Flota del Pacífico, pero la no disuadieron de su avance.

Japón, pensando que la Unión Soviética era una potencia neutral amistosa en la guerra del Pacífico, hizo tanteos de paz no oficiales a Estados Unidos a través de ella. La Unión Soviética, que deseaba secretamente unirse a la guerra contra Japón, eliminó las propuestas. Irónicamente, los militares japoneses hicieron imposible buscar la paz directamente, ya que arrestaron o mataron a cualquiera que intentara hacer ofertas oficiales de paz. Así las cosas, estos tanteos no oficiales eran completamente inaceptables para Estados Unidos, ya que se limitaban a hacer vagas ofertas de devolver los territorios conquistados a cambio de la paz.

La gran cuestión estratégica era cómo forzar la rendición de Japón.

Las principales ciudades japonesas habían sido bombardeadas casi todas las noches. Las islas estaban bloqueadas y la Armada japonesa había sido destruida. Se estaba planeando una invasión masiva por parte de las fuerzas aliadas. Pero, ¿era esa la mejor respuesta? El coste en vidas tanto para las fuerzas aliadas como para los civiles japoneses sería elevado.

Harry S. Truman acababa de llegar a la presidencia de Estados Unidos tras la muerte de Franklin Roosevelt. Los EE.UU. querían que la Unión Soviética entrara en la guerra, pero les preocupaba que dominara demasiado el Asia Oriental si la guerra se prolongaba. Había dos bombas atómicas disponibles. Truman tomó una decisión rápida: lanzar ambas bombas lo antes posible, dejando un breve espacio de tiempo entre las misiones para la rendición japonesa.

Little Boy era una bomba relativamente simple, basada en uranio 235, y nunca fue probada antes de ser explosionada sobre Hiroshima.

Fat Man, la bomba de Nagasaki, era una bomba de plutonio más compleja y los científicos del proyecto Manhattan consideraron que era necesario probarla. Un prototipo, cuyo nombre en clave era Gadget, explotó en Alamogordo, Nuevo México, a 110 millas (casi 180 km) al suroeste de Albuquerque, el 16 de julio de 1945, en la ahora famosa prueba Trinity.

Desde el principio, la misión que dio lugar al bombardeo atómico de Hiroshima eclipsó a la de Nagasaki.

El Comité de Objetivos de Los Álamos seleccionó Hiroshima como uno de los cinco posibles objetivos de la primera misión, junto con Yokohama, Kokura, Niigata y la ciudad de los templos, Kioto (que posteriormente fue eliminada por insistencia del secretario de Guerra Henry L. Stimson en contra del consejo del general Groves, jefe militar del proyecto Manhattan).

Cuando se aprobó una segunda misión, Kokura fue el objetivo principal y Nagasaki el secundario.

La misión de Hiroshima se desarrolló sin contratiempos. El 6 de agosto de 1945, el Enola Gay despegó de la isla de Tinián, en las Marianas del Norte, a las dos de la madrugada. El vuelo transcurrió sin incidentes, el tiempo acompañó y, a las 8:15 de la mañana, el bombardero, mayor Thomas W. Ferebee, soltó a Little Boy. El Enola Gay aterrizó sin novedad en Tinián. La tripulación fue recibida por una multitud entusiasmada. Los generales Carl A. «Tooey» Spaatz y Curtis E. LeMay habían volado desde Guam. El piloto Paul W. Tibbets (Jr.) fue condecorado con la Cruz de Servicios Distinguidos por el general Spaatz. Tras la ceremonia, los pilotos fueron agasajados en una sesión informativa repleta de estrellas en la que el general LeMay dijo a los hombres: “Chicos, vayan a comer, dense una buena ducha y duerman todo lo que quieran”.

La misión de Nagasaki no podría haber sido más diferente.

Originalmente programada para el 11 de agosto de 1945, la misión se adelantó al 9 de agosto debido a problemas meteorológicos. Ese día, cuando cabía esperar que toda la atención se centrara en el ataque a Nagasaki, tuvo lugar otra ceremonia en honor de Tibbets y la tripulación del Enola Gay.

Hubo cierta confusión al comienzo de la misión de Nagasaki. El comandante Charles W. Sweeny iba a comandar la misión en su avión The Great Artiste. Pero el Great Artiste todavía tenía el equipo científico de cuando había sido el avión de apoyo para la misión de Hiroshima, y no hubo tiempo de equiparlo para llevar la bomba Fat Man. Así que Sweeney y su tripulación se hicieron cargo del avión del capitán Frederick C. Bock ( Jr.), el Bock’s Car, mientras que la tripulación de Bock se cambió al Great Artiste.

Un tifón amenazaba Iwo Jima, el punto de encuentro de la misión. Yakushima, frente a la costa de Kyushu, se convirtió en el nuevo punto de encuentro y se desplegaron cuatro B-29 como aviones de rescate en caso de que las tripulaciones tuvieran que amarizar.

Justo antes de despegar de Tinián, el ingeniero de vuelo, el sargento mayor John D. Kuharek, descubrió que una de las bombas de combustible no funcionaba, lo que reducía el suministro de combustible del Bock’s Car en 640 galones. Esto podía poner en peligro un regreso seguro y, en otras circunstancias, habría significado la cancelación de la misión. Pero, para convencer a los japoneses de que Hiroshima no era un hecho aislado, se decidió seguir adelante.

La bomba Fat Man fue bautizada así con acierto. El Bock’s Car estaba sobrecargado por la pesada bomba. El avión se tambaleó por la pista. Todos en Tinián habían visto B-29 sobrecargados con minas y explosivos estrellarse y explotar al final de la pista cuando fallaba un solo motor. La tripulación debe haber tenido eso en sus mentes. Finalmente, a la 1:56 de la madrugada del 9 de agosto de 1945, cuando quedaban escasos metros de pista, el Bock’s Car despegó.

El Dr. Robert Serber, físico de Los Álamos y mano derecha de J. Robert Oppenheimer (Serber informó a los físicos del proyecto Manhattan sobre cómo construir una bomba atómica), fue asignado como especialista en cámaras de alta velocidad de la misión. Debía ir en el avión de apoyo del comandante James T. Hopkins, The Big Stink, pero fue excluido de la misión porque había olvidado su paracaídas. Hubo que romper el silencio de radio para instruir a Hopkins sobre el manejo de la cámara.

Mientras los dos aviones meteorológicos, Up an’ Atom y Laggin’ Dragon, informaban de condiciones favorables tanto sobre Kokura como sobre Nagasaki, el Bock’s Car fue escenario de un descubrimiento de infarto: la luz roja de armado de la caja negra conectada a la bomba Fat Man estaba encendida, lo que indicaba que el circuito de disparo se había cerrado. Media hora más tarde, el capitán Frederick L. Ashworth, encargado del armamento, y su ayudante, el teniente segundo Phillip M. Barnes, habían aislado el interruptor defectuoso que había causado la avería y corregido el problema.

El Bock’s Car y el Great Artiste se reunieron en Yakushima y esperaron al avión de Hopkins. Bock, a bordo del Great Artiste, llegó a verlo, pero Sweeney no llegó a ver el avión y estuvo dando vueltas por la zona durante cuarenta minutos, gastando aún más valioso combustible, antes de despegar finalmente hacia Kokura.

Sweeney y su tripulación tenían órdenes de bombardear sólo si veían con sus propios ojos el objetivo. Cuando llegaron a Kokura se encontraron con la neblina y el humo que ocultaban la ciudad, así como el gran arsenal de municiones que era la razón para apuntar a la ciudad. Hicieron tres pasadas infructuosas, gastando más combustible, mientras el fuego antiaéreo se concentraba en ellos y los cazas japoneses comenzaban a ascender hacia ellos. Los B-29 se separaron y se dirigieron a Nagasaki. La expresión “la suerte de Kokura” se acuñó en Japón para describir el hecho de escapar de un suceso terrible sin ser consciente del peligro.

Nagasaki era una ciudad situada en la costa occidental de Kyushu, en la pintoresca bahía de Nagasaki. Fue famosa por ser el escenario de la bella ópera de Puccini Madame Butterfly. También albergaba dos enormes plantas bélicas de Mitsubishi en el río Urakami. Este complejo era el objetivo principal, pero como la ciudad estaba construida en un terreno accidentado, casi montañoso, era un objetivo mucho más difícil que Hiroshima.

Las nubes cubrían Nagasaki cuando llegó el Bock’s Car. En contra de las órdenes, el armero Ashworth decidió realizar el lanzamiento por radar si era necesario, debido a la escasez de combustible. En el último momento, se abrió una pequeña ventana entre las nubes; y el bombardero, el capitán Kermit K. Beehan, realizó el lanzamiento a las 10:58 de la mañana, hora de Nagasaki.

Fat Man explotó a 1.840 pies (560 metros) sobre Nagasaki y aproximadamente a 500 pies (150 metros) al sur de las acerías y fábricas armamentísticas de Mitsubishi, con una fuerza estimada de 22.000 toneladas de TNT.

A diferencia de Hiroshima, en Nagasaki no hubo tormenta de fuego. A pesar de ello, la explosión fue más destructiva para la zona inmediata, debido a la topografía y la mayor potencia de Fat Man. Sin embargo, la topografía accidentada limitó el área total de destrucción en comparación con Hiroshima, y la pérdida de vidas resultante, aunque espantosamente alta, también fue menor. El número exacto de víctimas fue imposible de determinar. Los japoneses sólo enumeraron las que pudieron verificar y fijaron la estimación oficial en 23.753 muertos, 1.927 desaparecidos y 23.345 heridos. Las cifras del US Strategic Bombing Survey fueron mucho más altas, pero, aun así, inferiores a las de Hiroshima.

Un minuto después de la explosión de Fat Man, una brillante bola de fuego se elevó hacia el cielo. Sweeney giró bruscamente para evitarla. Los dos B-29 fueron golpeados por cinco ondas de choque sucesivas y la nube radiactiva se dirigió hacia ellos. Ambos aviones dieron media vuelta y regresaron a la base.

La tripulación del Bock’s Car debió haber sentido cierta distensión, pero sólo les quedaban 300 galones de combustible, insuficientes para regresar a Tinián, y tal vez ni siquiera a Okinawa. Sweeney pidió a su operador de radio, el sargento Abe M. Spitzer, que se pusiera en contacto con los equipos de rescate aeronaval para alertarlos de la posibilidad de un amaraje forzoso. No hubo respuesta. Los equipos de rescate se habían retirado, aparentemente considerando que el Bock’s Car hacía tiempo que debía ya estar en Tinián.

Cuando llegaron a Okinawa, los repetidos intentos de llamar a la torre para recibir instrucciones de aterrizaje quedaron sin respuesta. Sweeney observó a otros aviones despegar y aterrizar, pero sabía que no tenía suficiente combustible para dar vueltas durante mucho tiempo. Encendió bengalas y finalmente alguien en tierra se dio cuenta. El Bock’s Car aterrizó a las dos de la tarde, hora local. El motor número dos se quedó sin combustible mientras estaban en la pista. Les quedaba un total de siete galones de combustible.

Repostaron, despegaron hacia Tinián y aterrizaron sin más incidentes a las 23:39 hora local.

No había nadie para recibirlos. No hubo ninguna ceremonia. Nadie había pensado en preparar comida para la famélica tripulación que no había comido en casi veinticuatro horas.

A pesar del horror de Hiroshima, había muchos en el gobierno japonés que no creían que Estados Unidos tuviera la capacidad técnica para desarrollar, y mucho menos transportar y lanzar, una bomba atómica.

Los acontecimientos del 9 de agosto cambiaron todo eso.

El ministro japonés de Asuntos Exteriores, Shigenori Togo, calificó el 9 de agosto como “un mal día”. La Unión Soviética declaró la guerra a Japón, arrollando al Ejército de Kwantung en Manchuria. Sumihisa Ikeda, director de la Junta de Planificación del Gabinete Imperial, describió al otrora invencible ejército como “nada más que un cascarón vacío”.

Cuando las noticias del bombardeo de Nagasaki llegaron a Tokio, Togo propuso la aceptación de la declaración de Potsdam, que establecía los términos de la rendición de Japón, y fue firmada por Estados Unidos, Gran Bretaña y China (el gobernante de la URSS, Joseph Stalin, fue uno de los principales participantes en Potsdam, pero no firmó la declaración). El Consejo Supremo de Dirección de Guerra del Japón estaba estancado en su decisión.

El debate continuó durante todo el día y la noche. Finalmente, a las 2 de la madrugada del 10 de agosto de 1945, el primer ministro, almirante Barón Kantaro Suzuki, rogó respetuosamente a Su Majestad Imperial Hirohito que tomara una decisión. Hirohito no dudó: “…No deseo más destrucción de culturas, ni más desgracias para los pueblos del mundo. En esta ocasión, tenemos que soportar lo insoportable”. El emperador había hablado.

Desgraciadamente, el sentimiento contrario a la rendición y las objeciones de gran parte del Ejército japonés eran algo generalizado. El vicealmirante Takijiro Onishi, fundador de los kamikazes, argumentó que los japoneses “nunca serían derrotados si estamos dispuestos a sacrificar 20 millones de vidas japonesas en un esfuerzo de ataque especial”. Más tarde se suicidó para no rendirse.

Hirohito estaba decidido. Contra todo precedente, el propio emperador convocó una conferencia imperial, y al mediodía del 15 de agosto de 1945 anunció la rendición de Japón. La guerra había terminado.

Al igual que Hiroshima, las consecuencias inmediatas en Nagasaki fueron una pesadilla. Más del 40 por ciento de la ciudad quedó destruida. Los principales hospitales habían quedado totalmente arrasados y era imposible atender a los heridos. Escuelas, iglesias y hogares simplemente habían desaparecido. El transporte era imposible.

Muchos de los supervivientes hibakushas han dejado constancia de sus recuerdos de aquellos días.

Fujie Urata Matsumoto, relata esta escena: “El campo de calabazas frente a la casa voló por los aires. No quedaba nada de toda la abundante cosecha, excepto que en lugar de las calabazas había una cabeza de mujer. Miré la cara para ver si la conocía. Era una mujer de unos cuarenta años. Debía de ser de otra parte de la ciudad; nunca la había visto por aquí. En la boca abierta brillaba un diente de oro. Un mechón de pelo chamuscado le caía de la sien izquierda por encima de la mejilla, colgando de la boca. Tenía los párpados levantados, mostrando agujeros negros donde se le habían quemado los ojos… Probablemente había mirado fijamente al flash y se le habían quemado los globos oculares”.

Kayano Nagai recuerda: “Vi la bomba atómica. Entonces tenía cuatro años. Recuerdo el canto de las cigarras. La bomba atómica fue lo último que ocurrió en la guerra y desde entonces no han pasado más cosas malas, pero ya no tengo a mi mamá. Así que, aunque la situación ya no sea mala, no estoy contenta”.

Dos años después del bombardeo, las plantas que crecían en la zona cero presagiaban las aterradoras aberraciones genéticas que se producirían en los seres humanos: los tallos de sésamo producían un 33% más de semillas, pero el 90% de ellas eran estériles. Durante décadas, cantidades anormalmente altas de cáncer, malformaciones de nacimiento y tumores persiguieron a las víctimas.

Tanto Hiroshima como Nagasaki han conmemorado los acontecimientos de agosto de 1945 con museos, esculturas, ceremonias de paz y parques. Quieren que nadie olvide.

El Museo de la Bomba Atómica de Nagasaki afirma: “La cuestión de cómo informar a los jóvenes sobre el horror de la guerra, la amenaza de las armas nucleares y la importancia de la paz es, por tanto, un asunto de actualidad. Los ciudadanos de Nagasaki rezamos para que esta miserable experiencia nunca se repita en la Tierra. También consideramos nuestro deber garantizar que la experiencia no se olvide, sino que se transmita intacta a las generaciones futuras. Es imperativo que unamos nuestras manos a las de todas las personas amantes de la paz en el planeta y luchemos juntos por la consecución de una paz mundial duradera”.

En la actualidad, Nagasaki es una bulliciosa ciudad industrial de casi 500 mil habitantes. La planta de Mitsubishi, tan completamente destruida por la bomba Fat Man, fabrica ahora turbinas y centrales eléctricas utilizadas en todo el mundo.

El Enola Gay se convirtió en un objeto de exposición estrella en la Feria Aérea Nacional de Chicago el 3 de julio de 1949, y en 1952 MGM estrenó la película Above and Beyond sobre Tibbets y el Enola Gay, protagonizada por Robert Taylor y Eleanor Parker. El Enola Gay está expuesto en el Steven F. Udvar-Hazy Center del Museo Nacional del Aire y del Espacio, cerca de Washington DC.

Durante años, Sweeney y el Bock’s Car cayeron prácticamente en el olvido. El Bock’s Car permaneció oculto en el desierto, en el campo de Davis-Monthan, cerca de Tucson (Arizona). Luego, en septiembre de 1961, realizó un vuelo más, al Museo de la Fuerza Aérea de EE.UU. en la base Wright-Patterson, cerca de Dayton, Ohio.

Carrie Rossenfeld
Geoff Williams



LA BOMBA NO DERROTÓ A JAPÓN. STALIN SÍ

El uso de armas nucleares por parte de Estados Unidos contra Japón durante la Segunda Guerra Mundial ha sido durante mucho tiempo objeto de un apasionado debate. Al principio, pocos cuestionaron la decisión del presidente Truman de lanzar dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Pero, en 1965, el historiador Gar Alperovitz argumentó que, aunque las bombas forzaron el fin inmediato de la guerra, los líderes japoneses habían querido rendirse de todos modos, y probablemente lo habrían hecho antes de la invasión estadounidense prevista para el 1° de noviembre. Su uso fue, por tanto, innecesario. Obviamente, si los bombardeos no eran necesarios para ganar la guerra, entonces bombardear Hiroshima y Nagasaki fue un error. En los 48 años transcurridos desde entonces, muchos otros se han unido a la contienda: algunos haciéndose eco de Alperovitz y denunciando los bombardeos, otros reafirmando acaloradamente que los bombardeos fueron morales, necesarios y salvaron vidas.

Ambas escuelas de pensamiento, sin embargo, asumen que el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki con armas novedosas y más potentes obligó a Japón a rendirse el 9 de agosto. En primer lugar, no cuestionan la utilidad del bombardeo y se preguntan, en esencia, si funcionó. La opinión ortodoxa es que sí, claro que funcionó. Los Estados Unidos bombardearon Hiroshima el 6 de agosto y Nagasaki el 9 de agosto, cuando los japoneses finalmente sucumbieron a la amenaza de más bombardeos nucleares y se rindieron. El apoyo a esta narrativa es profundo. Pero hay tres grandes problemas con ella y, en conjunto, socavan significativamente la interpretación tradicional de la rendición japonesa.


Calendario

El primer problema de la interpretación tradicional es el tiempo. Y es un problema grave. La interpretación tradicional tiene una cronología simple: las Fuerzas Aéreas del Ejército de EE.UU. bombardean Hiroshima con un arma nuclear el 6 de agosto, tres días después bombardea Nagasaki con otra, y al día siguiente los japoneses manifiestan su intención de rendirse: “Paz en el Pacífico: nuestra bomba lo logró”.

Cuando se cuenta la historia de Hiroshima en la mayoría de las historias estadounidenses, el día del bombardeo –el 6 de agosto– sirve de clímax narrativo. Todos los elementos de la historia apuntan hacia ese momento: la decisión de construir una bomba [Proyecto Manhattan], la investigación secreta en Los Álamos, la primera prueba impresionante [Trinity] y la culminación final en Hiroshima. Se cuenta, en otras palabras, como una historia sobre la Bomba. Pero no se puede analizar objetivamente la decisión de Japón de rendirse en el contexto de la historia de la Bomba. Contarla como «la historia de la bomba» ya presupone que el papel de la bomba es fundamental.

Visto desde la perspectiva japonesa, el día más importante de esa segunda semana de agosto no fue el 6, sino el 9 de agosto. Ese fue el día en que el Consejo Supremo se reunió –por primera vez en la guerra– para discutir la rendición incondicional. El Consejo Supremo era un grupo de seis altos funcionarios del gobierno –una especie de gabinete interno– que gobernaba Japón en 1945. Los líderes japoneses no habían considerado seriamente la rendición antes de ese día. La rendición incondicional (lo que exigían los Aliados) era un trago amargo. Estados Unidos y Gran Bretaña ya estaban convocando juicios por crímenes de guerra en Europa. ¿Y si decidían juzgar al emperador, que se creía divino? ¿Y si se deshacían del emperador y cambiaban por completo la forma de gobierno? Aunque la situación era mala en el verano de 1945, los líderes de Japón no estaban dispuestos a considerar la posibilidad de renunciar a sus tradiciones, sus creencias o su forma de vida. Hasta el 9 de agosto. ¿Qué pudo ocurrir para que cambiaran de opinión tan repentina y decisivamente? ¿Qué les hizo sentarse a discutir seriamente la rendición por primera vez tras 14 años de guerra?

No pudo ser Nagasaki. El bombardeo de Nagasaki se produjo a última hora de la mañana del 9 de agosto, después de que el Consejo Supremo ya hubiera empezado a reunirse para discutir la rendición, y la noticia del bombardeo no llegó a los líderes japoneses hasta primera hora de la tarde, después de que la reunión del Consejo Supremo se hubiera suspendido por estancamiento y se hubiera convocado al gabinete en pleno para retomar el debate. Basándose sólo en el momento, Nagasaki no puede haber sido lo que les motivó.

Hiroshima tampoco es un buen candidato. Ocurrió 74 horas –más de tres días– antes. ¿Qué tipo de crisis tarda tres días en desarrollarse? El sello distintivo de una crisis es la sensación de desastre inminente y el deseo abrumador de actuar ya. ¿Cómo es posible que los dirigentes japoneses tuvieran la sensación de que Hiroshima había desencadenado una crisis y, sin embargo, no se reunieran para hablar del problema durante tres días?

El presidente John F. Kennedy estaba sentado en la cama leyendo los periódicos de la mañana sobre las 8:45 del 16 de octubre de 1962, cuando McGeorge Bundy, su asesor de seguridad nacional, entró para informarle que la Unión Soviética estaba colocando en secreto misiles nucleares en Cuba. En dos horas y cuarenta y cinco minutos se había creado un comité especial, se había seleccionado a sus miembros, se había contactado con ellos, se les había llevado a la Casa Blanca y estaban sentados alrededor de la mesa del gabinete para discutir qué se debía hacer.

El presidente Harry Truman estaba de vacaciones en Independence, Misuri, el 25 de junio de 1950, cuando Corea del Norte envió sus tropas a través del paralelo 38, invadiendo Corea del Sur. El secretario de Estado, Acheson, llamó a Truman ese sábado por la mañana para darle la noticia. En 24 horas, Truman había volado por medio Estados Unidos y estaba sentado en Blair House (la Casa Blanca estaba en reformas) con sus principales asesores militares y políticos hablando sobre qué hacer.

Incluso el general George Brinton McClellan –el comandante de la Unión al frente del Ejército del Potomac en 1863, durante la guerra de Secesión, de quien el presidente Lincoln dijo tristemente “Tiene la lentitud”– sólo tardó 12 horas cuando recibió una copia capturada de las órdenes del general Robert E. Lee para la invasión de Maryland.

Estos líderes respondieron –como lo harían los líderes de cualquier país– a la llamada imperativa que crea una crisis. Cada uno de ellos tomó medidas decisivas en un breve periodo de tiempo. ¿Cómo podemos conciliar este tipo de comportamiento con las acciones de los líderes japoneses? Si Hiroshima realmente desencadenó una crisis que finalmente obligó a los japoneses a rendirse después de luchar durante 14 años, ¿por qué tardaron tres días en sentarse a discutirlo?

Se podría argumentar que el retraso es perfectamente lógico. Quizá se dieron cuenta poco a poco de la importancia del bombardeo. Tal vez no sabían que se trataba de un arma nuclear, y cuando se dieron cuenta y comprendieron los terribles efectos que podía tener un arma de ese tipo, concluyeron naturalmente que tenían que rendirse. Por desgracia, esta explicación no cuadra con las pruebas.

En primer lugar, el gobernador de Hiroshima informó a Tokio, el mismo día en que Hiroshima fue bombardeada, que aproximadamente un tercio de la población había muerto en el ataque y que dos tercios de la ciudad habían sido destruidos. Esta información no cambió en los días siguientes. Así que el resultado –el resultado final del bombardeo– estaba claro desde el principio. Los dirigentes japoneses conocían aproximadamente el resultado del ataque desde el primer día, y aun así no actuaron.

En segundo lugar, el informe preliminar elaborado por el equipo del Ejército que investigó el bombardeo de Hiroshima, el que daba detalles sobre lo que había ocurrido allí, no se entregó hasta el 10 de agosto. No llegó a Tokio, en otras palabras, hasta después de que ya se hubiera tomado la decisión de rendirse. Aunque su informe verbal fue entregado (a los militares) el 8 de agosto, los detalles del bombardeo no estuvieron disponibles hasta dos días después. Por tanto, la decisión de rendirse no se basó en una profunda apreciación del horror de Hiroshima.

En tercer lugar, los militares japoneses entendían, al menos a grandes rasgos, lo que eran las armas nucleares. Japón tenía un programa de armas nucleares. Varios militares mencionan en sus diarios el hecho de que fue un arma nuclear la que destruyó Hiroshima. El general Anami Korechika, ministro de Guerra, incluso fue a consultar al jefe del programa japonés de armas nucleares la noche del 7 de agosto. La idea de que los líderes japoneses no conocían las armas nucleares no se sostiene.

Por último, otro hecho sobre el calendario crea un problema sorprendente. El 8 de agosto, el ministro de Asuntos Exteriores, Togo Shigenori, se dirigió al primer ministro Suzuki Kantaro y le pidió que convocara al Consejo Supremo para discutir el bombardeo de Hiroshima, pero sus miembros se negaron. Así que la crisis no hizo más que crecer día a día hasta que finalmente estalló el 9 de agosto. Cualquier explicación de las acciones de los líderes japoneses que se base en el «shock» del bombardeo de Hiroshima tiene que explicar el hecho de que consideraran una reunión para discutir el bombardeo el 8 de agosto, decidieran que era demasiado poco importante y, de repente, decidieran reunirse para discutir la rendición al día siguiente. O sucumbieron a algún tipo de esquizofrenia grupal, o algún otro acontecimiento fue la verdadera motivación para discutir la rendición.


Escala

Históricamente, el uso de la Bomba puede parecer el evento discreto más importante de la guerra. Desde la perspectiva japonesa contemporánea, sin embargo, podría no haber sido tan fácil distinguir la Bomba de otros acontecimientos. Después de todo, es difícil distinguir una sola gota de lluvia en medio de un huracán.

En el verano de 1945, las Fuerzas Aéreas del Ejército de Estados Unidos llevaron a cabo una de las campañas de destrucción de ciudades más intensas de la historia del mundo. Sesenta y ocho ciudades japonesas fueron atacadas, y todas ellas fueron parcial o totalmente destruidas. Se calcula que 1,7 millones de personas se quedaron sin hogar, 300.000 murieron y 750.000 resultaron heridas. Sesenta y seis de estos ataques se llevaron a cabo con bombas convencionales y dos con bombas atómicas. La destrucción causada por los ataques convencionales fue enorme. Noche tras noche, durante todo el verano, las ciudades se convertían en humo. En medio de esta cascada de destrucción, no sería sorprendente que uno u otro ataque individual no causara gran impresión, aunque se llevara a cabo con un nuevo tipo de arma.

Un bombardero B-29 que volara desde las islas Marianas podía transportar –dependiendo de la ubicación del objetivo y de la altitud del ataque– entre 16.000 y 20.000 libras de bombas. Una incursión típica constaba de 500 bombarderos. Esto significa que la incursión convencional típica lanzaba de 4 a 5 kilotones de bombas sobre cada ciudad (un kilotón equivale a mil toneladas y es la medida estándar de la potencia explosiva de un arma nuclear. La bomba de Hiroshima medía 16,5 kilotones; la de Nagasaki, 20 kilotones). Dado que muchas bombas distribuyen la destrucción uniformemente (y por lo tanto, con mayor eficacia), mientras que una sola bomba más potente desperdicia gran parte de su potencia en el centro de la explosión –haciendo rebotar los escombros, por así decirlo–, se podría argumentar que algunas de las incursiones convencionales se aproximaron a la destrucción de los dos bombardeos atómicos.

La primera de las incursiones convencionales, un ataque nocturno sobre Tokio el 9 y 10 de marzo de 1945, sigue siendo el ataque más destructivo sobre una ciudad en la historia de la guerra. Se quemaron unos 16 km² de la ciudad. Se estima que 120 mil japoneses perdieron la vida, el mayor número de víctimas de cualquier bombardeo sobre una ciudad.

A menudo imaginamos, por la forma en que se cuenta la historia, que el bombardeo de Hiroshima fue mucho peor. Imaginamos que el número de muertos se disparó. Pero si se hace un gráfico del número de personas muertas en las 68 ciudades bombardeadas en el verano de 1945, se descubre que Hiroshima fue la segunda en términos de muertes de civiles. Si se calcula el número de kilómetros cuadrados destruidos, Hiroshima ocupa el cuarto lugar. Si graficas el porcentaje de la ciudad destruida, Hiroshima fue la 17ª. Hiroshima estaba claramente dentro de los parámetros de los ataques convencionales llevados a cabo ese verano.

Desde nuestra perspectiva, Hiroshima parece singular, extraordinaria. Pero si uno se pone en la piel de los dirigentes japoneses en las tres semanas previas al ataque a Hiroshima, el panorama es considerablemente distinto. Si fueras uno de los miembros clave del gobierno de Japón a finales de julio y principios de agosto, tu experiencia del bombardeo de la ciudad habría sido algo parecido a esto: en la mañana del 17 de julio, te habrían llegado informes de que durante la noche habían sido atacadas cuatro ciudades: Oita, Hiratsuka, Numazu y Kuwana. De ellas, Oita e Hiratsuka fueron destruidas en más de un 50%. Kuwana fue destruida en más de un 75% y Numazu fue golpeada aún más severamente, con algo así como el 90% de la ciudad quemada hasta los cimientos.

Tres días después te despertaste y descubriste que otras tres ciudades habían sido atacadas. Fukui estaba destruida en más de un 80%. Una semana más tarde, y tres ciudades más han sido atacadas durante la noche. Dos días más tarde, y seis ciudades más fueron atacadas en una noche, incluyendo Ichinomiya, que fue destruida en un 75 por ciento. El 2 de agosto, habrías llegado a la oficina con informes de que cuatro ciudades más han sido atacadas. Y los informes habrían incluido la información de que Toyama (aproximadamente del tamaño de Chattanooga, Tennessee, en 1945), había sido destruida en un 99,5 por ciento. Prácticamente toda la ciudad había sido arrasada. Cuatro días después, otras cuatro ciudades han sido atacadas. El 6 de agosto sólo se atacó una ciudad, Hiroshima, pero los informes dicen que los daños fueron grandes y que se utilizó un nuevo tipo de bomba. ¿Hasta qué punto habría sobresalido este nuevo ataque sobre el trasfondo de destrucción de ciudades que se venía produciendo desde hacía semanas?

En las tres semanas anteriores a Hiroshima, 26 ciudades fueron atacadas por las Fuerzas Aéreas del Ejército de Estados Unidos. De ellas, ocho –casi un tercio– fueron tan o más completamente destruidas que Hiroshima (en términos de porcentaje de la ciudad destruida). El hecho de que Japón tuviera 68 ciudades destruidas en el verano de 1945 plantea un serio desafío a las personas que quieren hacer del bombardeo de Hiroshima la causa de la rendición de Japón. La pregunta es: si se rindieron porque una ciudad fue destruida, ¿por qué no se rindieron cuando esas otras 66 ciudades fueron destruidas?

Si los dirigentes japoneses se iban a rendir por Hiroshima y Nagasaki, cabría esperar que les preocupara el bombardeo de ciudades en general, que los ataques a ciudades les presionaran para rendirse. Pero esto no parece ser así. Dos días después del bombardeo de Tokio, el ministro de Asuntos Exteriores retirado Shidehara Kijuro expresó un sentimiento que, al parecer, era generalizado entre los altos funcionarios japoneses de la época. Shidehara opinó que “la gente se acostumbraría gradualmente a ser bombardeada a diario. Con el tiempo, su unidad y determinación se harían más fuertes”. En una carta a un amigo, decía que era importante que los ciudadanos soportaran el sufrimiento porque “aunque cientos de miles de no combatientes murieran, resultaran heridos o murieran de hambre, aunque millones de edificios fueran destruidos o incendiados”, se necesitaba más tiempo para la diplomacia. Conviene recordar que Shidehara era un moderado.

En los niveles más altos del gobierno –en el Consejo Supremo– las actitudes eran aparentemente las mismas. Aunque el Consejo Supremo discutió la importancia de que la Unión Soviética se mantuviera neutral, no tuvieron una discusión a fondo sobre el impacto de los bombardeos urbanos. En los registros que se han conservado, el bombardeo de ciudades ni siquiera se menciona durante las discusiones del Consejo Supremo, excepto en dos ocasiones: una de pasada en mayo de 1945, y otra durante la amplia discusión de la noche del 9 de agosto. Basándonos en las pruebas, es difícil argumentar que los líderes japoneses pensaran que los bombardeos urbanos –en comparación con otros asuntos urgentes de la gestión de una guerra– tuvieran mucha importancia.

El general Anami comentó el 13 de agosto que los bombardeos atómicos no eran más amenazadores que los bombardeos incendiarios que Japón había soportado durante meses. Si Hiroshima y Nagasaki no fueron peores que los bombardeos incendiarios, y si los dirigentes japoneses no los consideraron lo suficientemente importantes como para discutirlos en profundidad, ¿cómo es posible que Hiroshima y Nagasaki les obligaran a rendirse?


Importancia estratégica

Si a los japoneses no les preocupaban los bombardeos urbanos en general, ni el bombardeo atómico de Hiroshima en particular, ¿qué les preocupaba? La respuesta es simple: la Unión Soviética.

Los japoneses se encontraban en una situación estratégica relativamente difícil. Se acercaban al final de una guerra que estaban perdiendo. Las condiciones eran malas. El ejército, sin embargo, era todavía fuerte y estaba bien abastecido. Casi 4 millones de hombres se hallaban movilizados y 1,2 millones de ellos custodiaban las cuatro islas principales del Japón [Honshu, Kyushu, Hokkaido y Shikoku, en orden de importancia].

Incluso los líderes más duros del gobierno japonés sabían que la guerra no podía continuar. La cuestión no era si continuar o no, sino cómo poner fin a la guerra en las mejores condiciones posibles. Los Aliados (Estados Unidos, Gran Bretaña y otros, aunque no la Unión Soviética, que, recordemos, seguía siendo neutral) exigían la “rendición incondicional”. Los líderes japoneses esperaban poder encontrar una forma de evitar los juicios por crímenes de guerra, mantener su forma de gobierno y conservar algunos de los territorios que habían conquistado: Corea, Vietnam, Birmania, partes de Malasia e Indonesia, gran parte del este de China y numerosas islas del Pacífico.

Tenían dos planes para conseguir mejores condiciones de rendición. En otras palabras, contaban con dos opciones estratégicas. La primera era diplomática. Japón había firmado un pacto de neutralidad de cinco años con los soviéticos en abril de 1941, que expiraría en 1946. Un grupo formado en su mayoría por dirigentes civiles, dirigido por el ministro de Asuntos Exteriores Togo Shigenori, esperaba poder convencer a Stalin para que mediara en un acuerdo entre Estados Unidos y sus aliados, por un lado, y Japón, por otro. Aunque este plan era una posibilidad remota, reflejaba un sólido pensamiento estratégico. Después de todo, a la Unión Soviética le interesaría asegurarse de que los términos del acuerdo no fueran demasiado favorables para Estados Unidos: cualquier aumento de la influencia y el poder de Estados Unidos en Asia significaría una disminución del poder y la influencia rusos.

El segundo plan era militar, y la mayoría de sus defensores, encabezados por el ministro de Guerra, Anami Korechika, eran militares. Esperaban utilizar las tropas terrestres del Ejército Imperial para infligir un gran número de bajas a las fuerzas estadounidenses cuando invadieran. Si tenían éxito, pensaban, podrían conseguir que los Estados Unidos ofrecieran mejores condiciones. Esta estrategia también era una posibilidad remota. Los Estados Unidos parecían profundamente comprometidos con la rendición incondicional. Pero como en los círculos militares estadounidenses existía, de hecho, la preocupación de que las bajas en una invasión serían inaceptables, la estrategia del alto mando japonés no estaba del todo desencaminada.

Una forma de calibrar si fue el bombardeo de Hiroshima, o la invasión y declaración de guerra de la Unión Soviética, lo que provocó la rendición de Japón, es comparar la forma en que estos dos acontecimientos afectaron la situación estratégica. Tras el bombardeo de Hiroshima el 6 de agosto, ambas opciones seguían vivas. Todavía habría sido posible pedir a Stalin que mediara (y las anotaciones del diario de Takagi del 8 de agosto muestran que al menos algunos de los líderes japoneses seguían pensando en el esfuerzo de involucrar a Stalin). También habría sido posible intentar librar una última batalla decisiva e infligir grandes bajas. La destrucción de Hiroshima no había hecho nada para reducir la preparación de las tropas atrincheradas en las playas de las cuatro islas principales del Japón. Ahora tenían una ciudad menos a sus espaldas, pero continuaban atrincherados, seguían teniendo munición y su fuerza militar no había disminuido en ningún aspecto importante. El bombardeo de Hiroshima no cerró ninguna de las opciones estratégicas de Japón.

Sin embargo, el impacto de la declaración de guerra soviética y la invasión de Manchuria y la isla de Sajalín fue muy diferente. Una vez que la Unión Soviética declaró la guerra, Stalin ya no podía actuar como mediador; ahora era un beligerante. Así que la opción diplomática quedó aniquilada por el movimiento soviético. El efecto sobre la situación militar fue igualmente dramático. La mayoría de las mejores tropas japonesas se habían trasladado al sur de las islas. Los militares japoneses habían adivinado correctamente que el primer objetivo probable de una invasión estadounidense sería la isla más meridional, Kyushu. El antaño orgulloso Ejército de Kwangtung en Manchuria, por ejemplo, era un cascarón de lo que había sido porque sus mejores unidades habían sido desplazadas para defender al propio Japón. Cuando los rusos invadieron Manchuria, rebanaron lo que antes había sido un ejército de élite y muchas unidades rusas sólo se detuvieron cuando se les acabó la gasolina. El 16º Ejército soviético –100.000 efectivos– lanzó una invasión a la mitad sur de la isla de Sajalín. Sus órdenes eran acabar con la resistencia japonesa allí, y luego, en un plazo de 10 a 14 días, prepararse para invadir Hokkaido, la más septentrional de las cuatro islas principales del Japón. La fuerza japonesa encargada de defender Hokkaido, el 5º Ejército de Área, contaba con dos divisiones y dos brigadas, y se encontraba en posiciones fortificadas en el lado este de la isla. El plan de ataque soviético preveía una invasión de Hokkaido desde el oeste.

No hacía falta ser un genio militar para darse cuenta que, si bien sería posible librar una batalla decisiva contra una gran potencia que invadiera desde una dirección, no sería posible luchar contra dos grandes potencias que atacaran desde dos direcciones diferentes. La invasión soviética invalidó la estrategia militar de la batalla decisiva, al igual que invalidó la estrategia diplomática. De un plumazo, todas las opciones de Japón se evaporaron. La invasión soviética fue decisiva desde el punto de vista estratégico –cerró las dos opciones de Japón–, mientras que el bombardeo de Hiroshima (que no cerró ninguna de ellas) no lo fue.

La declaración de guerra soviética también cambió el cálculo de cuánto tiempo quedaba para maniobrar. Los servicios de inteligencia japoneses preveían que las fuerzas estadounidenses no invadirían la zona hasta pasados varios meses. Las fuerzas soviéticas, por otro lado, podrían estar en Japón propiamente dicho en tan sólo diez días. La invasión soviética hizo que la decisión de poner fin a la guerra fuera extremadamente sensible al tiempo.

Y los líderes japoneses habían llegado a esta conclusión unos meses antes. En una reunión del Consejo Supremo hacia junio de 1945, dijeron que la entrada soviética en la guerra “determinaría el destino del Imperio”. El subjefe del Estado Mayor del Ejército, Kawabe, dijo en esa misma reunión: “El mantenimiento absoluto de la paz en nuestras relaciones con la Unión Soviética es algo imperativo para la continuación de la guerra”.

Los líderes japoneses mostraron constantemente desinterés por los bombardeos que estaban destrozando sus ciudades. Y aunque esto pudo haber sido erróneo cuando comenzaron los bombardeos en marzo de 1945, para cuando Hiroshima fue alcanzada, sin duda tenían razón al ver los bombardeos urbanos como un espectáculo secundario sin importancia, en términos de impacto estratégico. Cuando Truman amenazó con lanzar una “lluvia de ruinas” sobre las ciudades japonesas si Japón no se rendía, poca gente en Estados Unidos se dio cuenta de que quedaba muy poco por destruir. El 7 de agosto, cuando Truman lanzó su amenaza, sólo quedaban diez ciudades de más de 100 mil habitantes que no hubieran sido bombardeadas. Una vez que Nagasaki fue atacada el 9 de agosto, sólo quedaban nueve ciudades. Cuatro de ellas se encontraban en la isla más septentrional, Hokkaido, difícil de bombardear debido a la distancia que la separaba de la isla de Tinian, donde tenían su base los aviones estadounidenses. Kioto, la antigua capital de Japón, había sido eliminada de la lista de objetivos por el secretario de Guerra Henry Stimson debido a su importancia religiosa y simbólica. Así que, a pesar del temible eco de la amenaza de Truman, tras el bombardeo de Nagasaki sólo quedaban cuatro ciudades importantes que podrían haber sido alcanzadas fácilmente con armas atómicas.

La minuciosidad y el alcance de la campaña de bombardeo de ciudades por parte de las Fuerzas Aéreas del Ejército de EE.UU. puede medirse por el hecho de que había abarcado tantas ciudades de Japón, que se vio reducida a bombardear «ciudades» de 30 mil habitantes o menos. En el mundo moderno, 30 mil ya no es más una ciudad grande.

Por supuesto, siempre habría sido posible volver a bombardear ciudades que ya habían sido bombardeadas con bombas incendiarias. Pero estas ciudades ya estaban, por término medio, destruidas en un 50%. O los Estados Unidos podrían haber bombardeado ciudades más pequeñas con armas atómicas. Sin embargo, sólo había seis ciudades más pequeñas (con poblaciones de entre 30 mil y 100 mil habitantes) que no hubieran sido ya bombardeadas. Teniendo en cuenta que Japón ya había sufrido importantes daños en 68 ciudades y que, en su mayor parte, se había encogido de hombros, quizá no sorprenda que los dirigentes japoneses no se sintieran impresionados por la amenaza de nuevos bombardeos. No era estratégicamente convincente.


Una historia conveniente

A pesar de la existencia de estas tres poderosas objeciones, la interpretación tradicional sigue teniendo un fuerte arraigo en el pensamiento de muchas personas, sobre todo en Estados Unidos. Existe una verdadera resistencia a examinar los hechos. Pero quizás esto no deba sorprendernos. Merece la pena recordar lo emocionalmente conveniente que resulta la explicación tradicional de Hiroshima, tanto para Japón como para Estados Unidos. Las ideas pueden persistir porque son ciertas, pero, por desgracia, también pueden persistir porque son emocionalmente satisfactorias: Cubren una importante necesidad psíquica. Por ejemplo, al final de la guerra, la interpretación tradicional de Hiroshima ayudó a los dirigentes japoneses a alcanzar una serie de importantes objetivos políticos, tanto nacionales como internacionales.

Ponte en la piel del emperador. Acabas de conducir a tu país por una guerra desastrosa. La economía está destrozada. El 80% de tus ciudades han sido bombardeadas e incendiadas. El ejército ha sido golpeado en una cadena de derrotas. La Marina ha sido diezmada y confinada a puerto. El hambre acecha. La guerra, en resumen, ha sido una catástrofe y, lo peor de todo, has estado mintiendo a tu pueblo sobre lo mala que es realmente la situación. Se sorprenderán con la noticia de la rendición. ¿Qué prefieres hacer? ¿Admitir que has fracasado estrepitosamente? ¿Emitir una declaración que diga que calculaste espectacularmente mal, que cometiste errores reiterados y que causaste un enorme daño a la nación? ¿O preferirías culpar de la derrota a un asombroso avance científico que nadie podría haber predicho? De un plumazo, culpar de la derrota bélica a la bomba atómica barrió bajo la alfombra todos los errores y equivocaciones de la guerra. La bomba era la excusa perfecta para haber perdido la guerra. No hubo necesidad de repartir culpas; no fue necesario celebrar un tribunal de investigación. Los dirigentes japoneses pudieron afirmar que habían hecho todo lo posible. De modo que, en un nivel más general, la bomba sirvió para desviar la culpa de los líderes japoneses.

Pero atribuir la derrota de Japón a la Bomba también sirvió para otros tres fines políticos específicos. En primer lugar, ayudó a preservar la legitimidad del emperador. Si la guerra se perdía no por errores, sino por la inesperada arma milagrosa del enemigo, entonces la institución del emperador podría seguir encontrando apoyo dentro de Japón.

En segundo lugar, apelaba a la simpatía internacional. Japón había librado una guerra agresiva, y con especial brutalidad hacia los pueblos conquistados. Era probable que su comportamiento fuera condenado por otras naciones. Ser capaz de reconstruir Japón como una nación victimizada –una que había sido injustamente bombardeada con un cruel y horrible instrumento de guerra– ayudaría a compensar algunas de las cosas moralmente repugnantes que el ejército japonés había hecho. Llamar la atención sobre los bombardeos atómicos ayudó a pintar a Japón bajo una luz más compasiva y a desviar el apoyo a un castigo severo.

Por último, decir que la bomba ganó la guerra complacería a los vencedores estadounidenses de Japón. La ocupación estadounidense no terminó oficialmente en Japón hasta 1952, y durante ese tiempo los Estados Unidos tuvieron el poder de cambiar o rehacer la sociedad japonesa a su antojo. Durante los primeros días de la ocupación, muchos funcionarios japoneses temían que los estadounidenses pretendieran abolir la institución del emperador. Y tenían otra preocupación. Muchos de los altos cargos del gobierno japonés sabían que podrían enfrentarse a juicios por crímenes de guerra (los juicios por crímenes de guerra contra los líderes alemanes ya estaban en marcha en Europa cuando Japón se rindió). El historiador japonés Asada Sadao ha dicho que en muchas de las entrevistas de posguerra “los funcionarios japoneses… estaban obviamente ansiosos por complacer a sus interrogadores estadounidenses”. Si los estadounidenses querían creer que la bomba ganó la guerra, ¿por qué decepcionarlos?

Atribuir el final de la guerra a la bomba atómica sirvió a los intereses de Japón de múltiples maneras. Pero también sirvió a los intereses estadounidenses. Si la bomba ganaba la guerra, mejoraría la percepción del poder militar de Estados Unidos, aumentaría su influencia diplomática en Asia y en todo el mundo y se reforzaría su seguridad. Los 2.000 millones de dólares gastados en su construcción no se habrían malgastado. Si, por el contrario, la entrada soviética en la guerra fue lo que provocó la rendición de Japón, entonces los soviéticos podrían afirmar que fueron capaces de hacer en cuatro días lo que EE.UU. fueron incapaces de hacer en cuatro años, y la percepción del poder militar soviético y de la influencia diplomática soviética se vería reforzada. Y una vez iniciada la guerra fría, afirmar que la entrada soviética había sido el factor decisivo habría equivalido a prestar ayuda y consuelo al enemigo.

Resulta inquietante considerar, dadas las cuestiones que aquí se plantean, que la evidencia de Hiroshima y Nagasaki está en el centro de todo lo que pensamos sobre las armas nucleares. Este acontecimiento es el fundamento de la importancia de las armas nucleares. Es crucial para su estatus único, la noción de que las reglas normales no se aplican a las armas nucleares. Es una medida importante de las amenazas nucleares: La amenaza de Truman de lanzar una “lluvia de ruinas” sobre Japón fue la primera amenaza nuclear explícita. Es clave para el aura de enorme poder que rodea a las armas, y las hace tan importantes en las relaciones internacionales.

Pero, ¿qué podemos pensar de todas estas conclusiones si se pone en duda la historia tradicional de Hiroshima? Hiroshima es el centro, el punto desde el que irradian todas las demás afirmaciones. Sin embargo, la historia que nos hemos estado contando a nosotros mismos parece bastante alejada de los hechos. ¿Qué vamos a pensar de las armas nucleares si este enorme primer logro –el milagro de la rendición repentina de Japón– resulta ser un mito?

Ward Wilson



LAS VERDADERAS RAZONES DE LA DESTRUCCIÓN DE HIROSHIMA

El 7 de mayo de 1945, cuando el mariscal de campo Jodl firmó el acta de rendición de la Alemania nazi, su aliado, el Japón imperial, ya era una sombra de lo que había sido: su otrora fuerza de élite, la aviación, sólo contaba con un pequeño número de adolescentes desesperados, pero prodigiosamente valientes, la mayoría de los cuales fueron asignados a misiones kamikaze; de la marina mercante y la marina de guerra no quedaba prácticamente nada. Las defensas antiaéreas se habían derrumbado: entre el 9 de marzo y el 15 de junio, los bombarderos estadounidenses B-29 habían realizado más de siete mil salidas, sufriendo sólo pérdidas mínimas.

El 10 de marzo anterior, más de 125 mil personas habían muerto o resultado heridas en un bombardeo sobre Tokio. Un acontecimiento sólo superado en horror por las tres incursiones de las fuerzas aéreas anglocanadiense y estadounidense sobre Dresde en la noche del 13 al 14 de febrero de 1945. Para el jefe de las Fuerzas Aéreas estadounidenses, el general Curtis Le May, se trataba de “devolver a Japón a la Edad de Piedra”, una metáfora que utilizaría una y otra vez en los años siguientes para describir la liquidación física de decenas de miles de coreanos por parte de sus comandantes de escuadrón.

Japón había comprendido perfectamente lo que significaba la denuncia por parte de la URSS del pacto de no agresión entre ambos países, y no había olvidado la derrota que el mariscal Zhúkov había infligido a sus ejércitos en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Entonces, ¿por qué lanzar un ataque nuclear contra Hiroshima el 6 de agosto de 1945? Y, aun aceptando la validez de la «solución final» impuesta en esa ciudad, ¿cómo justificar la segunda demostración de la capacidad de exterminio llevada a cabo tres días después en Nagasaki?

Durante toda su presidencia, Harry Truman afirmó que la destrucción de Hiroshima y Nagasaki había salvado un cuarto de millón de vidas humanas, pero tras el final de su mandato empezó a hacer malabarismos con las cifras. Los periodistas que escribieron las Memorias del presidente citaron primero la cifra de medio millón de bajas (estadounidenses y aliadas), incluyendo al menos 300 mil muertos. Cuando el libro salió a la luz en 1955, el total había aumentado a medio millón de vidas estadounidenses salvadas y, en algunas ocasiones, Harry Truman llegó a decir incluso un millón.

La mítica cifra de medio millón bien pudo tranquilizar la conciencia de Truman, pero otros jugadores, no directamente implicados en el juego, iban a utilizarla con fines mucho más explícitos. Winston Churchill tenía sus propias razones, vinculadas a las perspectivas de la Guerra Fría, para la escalada: Hiroshima y Nagasaki, según él, habían salvado a un millón doscientos mil. El homólogo británico de Curtis Le May, el mariscal de campo Sir Arthur Harris, apodado el Bombardero, confidente de Churchill y el hombre que llevó a cabo la destrucción de Dresde, llegó incluso a hablar de tres a seis millones de bajas evitadas.


Las dudas del general Eisenhower

Todos los investigadores serios sabían que las cifras de Truman eran fantasiosas, pero un estudio de los servicios secretos estadounidenses, descubierto en 1988 en los archivos nacionales de Estados Unidos, las confirma. Este documento es sin duda uno de los balances más sorprendentes aparecidos tras el final de la guerra. Revela que la invasión de la isla principal del archipiélago japonés, Honshu, se había considerado superflua. El emperador, señala el informe, había decidido cesar las hostilidades ya el 20 de junio de 1945. A partir del 11 de julio, se intentó negociar la paz mediante mensajes a Sato, embajador japonés en la Unión Soviética. El 12 de julio, el príncipe Konoye fue nombrado emisario para pedir a Moscú que interpusiera sus buenos oficios para poner fin a la guerra.

El informe secreto concluye explícitamente que fue la decisión de la Unión Soviética, el 8 de agosto, de invadir la Manchuria ocupada por Japón, y no los bombardeos de Hiroshima (6 de agosto) y Nagasaki (9 de agosto), el factor decisivo que condujo al fin de las hostilidades: “Las investigaciones muestran que [dentro del gabinete japonés] apenas se habló del uso de la bomba atómica por parte de Estados Unidos durante las discusiones que condujeron a la decisión de detener la lucha [el 15 de agosto de 1945]. El lanzamiento de la bomba fue el pretexto invocado por todos los dirigentes, pero la cadena de acontecimientos antes mencionada sugiere casi con certeza que los japoneses se habrían rendido tras la entrada de la URSS en la guerra”. Por lo tanto, los acontecimientos del 6 y 9 de agosto no deben interpretarse tanto como el fin de las hostilidades en Asia y el Pacífico, sino como el comienzo de la Guerra Fría.

El secretario de Estado James Byrnes –que, en el Senado, había sido el mentor de Truman antes de que éste se convirtiera en presidente tras la muerte de Roosevelt el 12 de abril de 1945– no ocultó el hecho. Leo Szilard, que se reunió con él el 28 de mayo, informa que “Byrnes no afirmaba que fuera necesario utilizar la bomba contra ciudades japonesas para ganar la guerra. Su idea era que la posesión y el uso de la bomba harían a Rusia más controlable”. La palabra clave no es «compromiso» o «negociación» sino “controlable”. El propio Truman lo confirmó: “Byrnes ya me había dicho [en abril de 1945] que, en su opinión, la bomba nos permitiría dictar nuestras condiciones al final de la guerra”.

La solución final de Hiroshima y Nagasaki sirvió así de preludio y pretexto para un despliegue mundial del poder económico y diplomático estadounidense. Tras la exitosa explosión de la primera bomba atómica el 16 de julio de 1945 en las arenas desérticas de Nuevo México [la prueba Trinity], Truman decidió excluir a la URSS de cualquier papel significativo en la ocupación y el control de Japón. La misma persona, entonces senador, respondiendo a la petición de Roosevelt de un préstamo a una URSS sumida en las peores dificultades, exclamó: “Si vemos que Alemania está ganando la guerra, debemos ayudar a Rusia; y si Rusia está a punto de ganar, debemos ayudar a Alemania, para que se maten entre ellos tanto como sea posible”.

El arma de exterminio masivo no contó con la aprobación unánime del pequeño núcleo de responsables de la toma de decisiones. A su favor, el general Dwight Eisenhower señaló en sus Memorias, cuando fue informado de su inminente uso por el secretario de Guerra, Henry Stimson: “Le comuniqué la seriedad de mis dudas. En primer lugar, porque estaba convencido de que Japón ya estaba derrotado y, por tanto, el uso de la bomba era completamente innecesario. En segundo lugar, porque pensaba que nuestro país debía evitar escandalizar a la opinión mundial utilizando un arma que, en mi opinión, ya no era esencial para salvar vidas estadounidenses” Del mismo modo, el jefe del Estado Mayor, almirante William Leahy, partidario del New Deal, escribió: “Los japoneses ya estaban derrotados y listos para rendirse. El uso de esta arma bárbara en Hiroshima y Nagasaki no supuso ninguna contribución material a nuestra lucha contra Japón”. Los Estados Unidos, continuó, “como primer país en utilizar esta bomba, adoptó normas éticas similares a las de los bárbaros de la Alta Edad Media”. Por el contrario, cuando fue informado del holocausto de Nagasaki a su regreso de la conferencia de Potsdam a bordo del crucero Augusta, Truman expresó su júbilo al comandante del barco: “Esto es lo más grande de la historia”.

La afirmación y justificación de este holocausto por parte del trío Byrnes-Truman-Stimson, de la que informaron los medios de comunicación en las horas y semanas siguientes, dio sus frutos. Una pequeña mentira había sido metamorfoseada con éxito en una gran mentira, la cual sería aceptada casi universalmente y hecha moralmente aceptable para el público estadounidense y de otros países. Esto sigue siendo así en gran medida.

Sin embargo, incluso en los peores momentos de la Guerra Fría, a finales de la década de 1940, hubo voces que la pusieron en tela de juicio. Una de las primeras contribuciones importantes fue la del físico británico Patrick M. Blackett, de la Universidad de Londres, quien escribió que “la bomba fue la primera gran operación diplomática de la Guerra Fría”. Este trabajo, y la publicación en los años 50 y 60 de documentos privados y archivos estadounidenses desclasificados, constituyeron la base de la monografía fundamental de Gar Alperowitz [Atomic Diplomacy: Hiroshima and Potsdam. The Use of the Atomic Bomb and the American Confrontation with the Soviet Power, Secker & Warburg, Londres, 1965].

Churchill recibió la noticia de la destrucción de las dos ciudades japonesas con alegría, pero con falsas justificaciones. Había que decir que fue él mismo –y no Sir Arthur Harris, jefe del Bomber Command (la flota británica de bombardeo aéreo), convertido más tarde en chivo expiatorio– quien dio la orden de destruir Dresde, una ciudad indefensa y sin objetivos militares. Citando a Harris: “El ataque a Dresde fue considerado en su momento una necesidad militar por personas más importantes que yo. Murieron más de 120 mil personas. Esta incursión exterminadora no tenía nada que ver con ayudar a “nuestros valientes aliados soviéticos” –por utilizar la conocida frase de tiempos de guerra–, sobre todo porque ese día sus tropas se encontraban a sólo 130 kilómetros de la antigua capital de los reyes sajones. Se trataba más bien de una demostración de fuerza hacia este aliado.

A primera vista, las fotografías aéreas tomadas por los Mosquitos de la RAF mostraban que la destrucción de Dresde no tenía justificación militar. Las tripulaciones de los bombarderos no se dieron cuenta hasta después de la incursión. En la gran visión de Churchill, Dresde e Hiroshima sólo formaban parte de la estrategia más global de la emergente Guerra Fría. Podemos hacernos una idea del estado de ánimo del primer ministro británico leyendo el diario de Lord Alanbrooke del 22 de julio de 1945: según Churchill, “ahora teníamos en nuestras manos algo que restablecería el equilibrio con los rusos”. El secreto de este explosivo y la capacidad de utilizarlo alterarían por completo el equilibrio diplomático que había estado a la deriva desde la derrota de Alemania”. Y Lord Alanbrooke añadió lacónicamente: “Churchill ya se veía en condiciones de eliminar todos los centros industriales soviéticos y las zonas densamente pobladas. Inmediatamente se había pintado una magnífica imagen de sí mismo como único poseedor de esas bombas, capaz de lanzarlas donde quisiera, convirtiéndose así en todopoderoso y capaz de dictar sus deseos a Stalin”.

Los años de guerra no habían cambiado la perspectiva de Churchill, sólo sus tácticas y su retórica. En lo más profundo de su mente permanecía la idea de que “el bolchevismo no es una política, sino una enfermedad”. Por eso no podía haber mejor pareja que Truman y Churchill para el desarrollo estratégico de la Guerra Fría. La noche del 10 de febrero de 1946, se reunieron en la Casa Blanca para discutir el discurso que el hombre del puro iba a pronunciar el 5 de mayo en Fulton, Misuri, en el que acuñaría la frase “el Telón de Acero”. El manifiesto de Fulton, que formalizó el inicio de la Guerra Fría, no sólo fue objeto de elogios por parte de Truman y su entorno –especialmente en sus pasajes antisoviéticos que abogaban por la supremacía atómica estadounidense–, sino que sus ingredientes fueron posiblemente una creación angloamericana. Churchill discutió en detalle el contenido de su discurso con Truman el 10 de febrero, y con Byrnes y el financista Bernard Baruch el día 17.

La diplomacia atómica de Truman, unida ahora a la enorme base económica del poder estadounidense, cristalizó no sólo en la Doctrina Truman, sino también en la incontrolable carrera armamentística que fue su secuela, así como en las guerras coloniales contra pueblos que luchaban por su independencia.

No es necesario santificar los exterminios de Hiroshima-Nagasaki (o, para el caso, Dresde) y elevarlos al nivel de acontecimientos místicos. Fueron la síntesis de una situación en la que las decisiones vitales son tomadas por un grupo muy reducido de individuos con enorme poder, que actúan sobre la base de premisas erróneas. Pero hay lecciones que aprender de estas tragedias, lecciones que siguen siendo tan pertinentes como siempre, 45 años después [recuérdese que el texto fue escrito en 1990]: dada la formidable complejidad de las relaciones internacionales y la capacidad aniquiladora de las armas nucleares, no tenemos más remedio que ser flexibles, transigir y negociar.

Frédéric Clairmont