Pelagia (Penélope Cruz) dialoga con su padre Iannis (John Hurt). Fotograma del film La mandolina del capitán Corelli (2001), de John Madden.
Los dos escritos de nuestro camarada Federico Mare que aquí reunimos, “Acerca del amor” y “Amor y destino. Una mirada atea”, los hemos extraído de sus libros Ensayos misceláneos (El Amante Universal, 2021) y Gođlauss. Ateísmo, librepensamiento y existencialismo (Grito Manso, 2022), respectivamente. Federico introdujo algunas ligeras modificaciones y adiciones.
ACERCA DEL AMOR
A Gabriela
El amor debe ser esencialmente
un acto de la voluntad.
Erich Fromm
Hay un pasaje de La mandolina del capitán Corelli –aquel film romántico de John Madden ambientado en una bucólica isla griega durante la nada bucólica Segunda Guerra Mundial– que siempre me ha cautivado por su belleza dramática y hondura filosófica, a la vez que por su emotividad, sencillez y concisión exquisitas. Se trata de un diálogo entre el viejo Iannis (John Hurt) y la joven Pelagia (Penélope Cruz) a propósito del amor, poco después de que el padre advirtiera que su hija se sentía intensamente atraída por el convaleciente huésped de la casa, el forastero Antonio Corelli (Nicolas Cage), un apuesto y simpático oficial de las tropas de ocupación italianas más preocupado por cultivar la música que por servir al Duce. He aquí el pasaje en cuestión:
“Enamorarse es una locura transitoria. Irrumpe como un terremoto, y luego desaparece. Y cuando desaparece, tienes que tomar una decisión. Tienes que averiguar si tus raíces y las de él se han o no entrelazado de tal forma que resulta inconcebible que alguna vez vayan a separarse. Porque en eso consiste precisamente el amor. El amor no es arrebato, no es excitación, no es el deseo de tener sexo a cada instante del día. No es quedarse en vela durante la noche imaginando que él está besando cada parte de tu cuerpo. No… no te sonrojes. Sólo te digo algunas verdades. Eso simplemente es estar enamorado, y cualquiera de nosotros podemos convencernos de estarlo. El amor en sí es lo que queda cuando la pasión se ha extinguido. No suena muy excitante, ¿no es cierto? Pero lo es.”
La película está basada en la homónima novela del escritor Louis de Bernières, donde la conversación, en su segunda parte, es un tanto diferente:
“…el amor no es arrebato, no es excitación, no es hacerse promesas de pasión eterna. Eso solamente es estar «enamorado», y cualquiera de nosotros podemos convencernos de estarlo. El amor en sí es lo que queda cuando la pasión se ha extinguido, y eso es tanto un arte como un golpe de fortuna. Tu madre y yo lo tuvimos, tuvimos raíces que crecieron bajo tierra unas hacia las otras, y cuando todas las flores bellas cayeron de nuestras ramas éramos un árbol y no dos. Pero a veces los pétalos se caen y las raíces no se han entrelazado. Imagina que abandonas tu hogar y a tu gente, solo para descubrir después de seis meses, un año, tres años, que los árboles no tienen raíces y se han caído. Imagina la desolación. Imagina el encarcelamiento.”
El amor de pareja, aunque implica eros, lo trasciende. Siempre. No está más acá de la pasión primigenia del enamoramiento sino más allá, como un desenlace posible pero jamás inexorable. Amar es habitar en las antípodas del egoísmo. Es un coexistir desinteresado, un coexistir cuyo fin es la coexistencia misma. No se ama «para». Simplemente se ama, o no se ama. El amor es praxis, no poiésis, pues su finalidad es intrínseca: el amor. Y al ser praxis, tampoco es pura abnegación. No se trata de un altruismo principista. No es inmolarse por un ideal abstracto. No es la mera satisfacción de cumplir con un deber autoimpuesto. Es la felicidad concreta de dar y darse, la dicha cotidiana de estar con otro/a, de vivir con otro/a y de ser-con-otro/a. Es, en suma, ágape.
La «panacea» del amor no radica en la capacidad de eternizar (¿embalsamar?) el momento fundacional del enamoramiento –quimera disparatada que está haciendo estragos en estos tiempos posmodernos– sino, todo lo contrario, en la capacidad de superarlo dialécticamente, es decir, de trascenderlo conservando aquello que puede y merece ser conservado, e incorporando aquello que puede y merece ser incorporado. Como en la vida misma, cuyo devenir también es «espiralado».
El amor no es sólo el fuego de la pasión, ni tampoco es sólo las brasas que quedan cuando las llamas se apagan. Es todo lo que se quiso hacer con ese fuego, y todo lo que se quiere hacer con estas brasas. A veces poco, otras mucho. Cuestión de voluntad –la propia y la de quien amamos–. El amor es una construcción, no una fatalidad. ¿La pasión? Apenas una oportunidad.
El ágape no es (no se reduce al) eros. Es, más bien, algo que se puede hacer con el eros y, a la vez, más allá del eros. Con el eros para no perderlo totalmente, y más allá del eros para superarlo integradamente. Como hacen la vida con el pasado y el pensamiento con los recuerdos.
* * *
Lo dije en otra ocasión, con palabras distintas pero idéntico sentido: el verdadero amor de pareja no es el arrobamiento pasajero de sentirse «locamente enamorado» –como ha pregonado Alejandro Dolina con fatalismo donjuanesco desde su programa de radio–, sino la serena felicidad cotidiana de haber construido y seguir construyendo, a partir de esa pasión primaria o física de índole accidental y no poco narcisista (eros), sin demonizarla como hacen los moralistas fariseos, pero tampoco elevándola a la categoría de razón suprema de la existencia como hacen los hedonistas posmodernos, un vínculo duradero y profundo de afinidad espiritual, de ternura recíproca y de compañerismo en todos los órdenes de la vida (ágape). Sin escalas hemos ido de un extremo al otro: de la condena del enamoramiento como «pecado carnal», a la idolatría del romance efímero; del oscurantismo medieval, al nihilismo burgués; de la fosilización opresiva del vínculo conyugal, a la precarización salvaje del sálvase quien pueda; del “sagrado matrimonio”, a lo que Zygmunt Bauman ha llamado con justeza “amor líquido”.
Entre la anacrónica censura del eros como una pulsión pecaminosa, alienante o patológica; y el culto casanoviano a la seducción instrumental y el recambio frenético de partenaires contingentes, resplandece, aunque el velo de la cultura contemporánea nos impida verlo con facilidad, el ágape que brota desde lo más profundo del alma, desde las entrañas mismas de nuestro corazón. Amor bonus al decir de los antiguos literatos y filósofos romanos. Buen amor –en nuestro idioma– al decir del inolvidable Juan Ruiz, Arcipreste de Hita. Eudemonía –bella palabra griega que podríamos, acaso, traducir como «felicidad»– de darse al otro/a con alegría, sin interés ni abnegación. No el ágape que se petrifica luchando contra la pasión, sino el que germina desde la pasión para florecer más allá de la pasión. Amor-virtud. Amor de veras.
AMOR Y DESTINO. UNA MIRADA ATEA
En las novelas y películas románticas, hombres y mujeres se encuentran y enamoran por designio del destino, una fuerza mágica y misteriosa, inteligente y bienhechora, que nuestro raciocinio no puede comprender, y que nuestra voluntad es incapaz de resistir. En el mundo real, sin embargo, los encuentros y enamoramientos son totalmente casuales, fortuitos. Ocurrieron, es cierto, pero bien podrían no haber ocurrido jamás. No hay una «media naranja» esperándonos en alguna parte, y no somos una «media naranja» a la espera de nadie.
Esta verdad incontrastable, que a primera vista podría parecer fría y desagradable, descarnada y desalentadora, resulta ser, en realidad, si se la examina bien, una bendición. Porque no hay nada más bello, nada más heroico y sublime, que hacer del azar, a fuerza de voluntad, una necesidad. Transformar a conciencia, con empeño y esmero, lo contingente en permanente; convertir lo arbitrario en esencial con ayuda del tiempo y la experiencia, representa un don muy superior a todos los milagros imaginarios del romanticismo novelesco o hollywoodesco.
No somos juguetes de ninguna fatalidad providencial. No existe ningún Cupido omnisciente y omnipotente operando en las sombras. Somos artífices de nuestras vidas, protagonistas activos de nuestra existencia. Seres libres, pensantes y voluntariosos. Y también, claro está, dotados de un gran corazón para sentir. Seres que, cuando tenemos la dicha de enamorarnos, podemos construir pacientemente, con los materiales que el eros depositó accidentalmente en nuestras manos, una morada dichosa y duradera de ágape.
Federico Mare