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El presente ensayo filosófico de Federico Mare, que hemos añadido a nuestra sección de teoría Kamal, proviene de su libro Goðlauss: ateísmo, librepensamiento y existencialismo (Mendoza, Grito Manso, 2022, págs. 51-57). Algunos meses después de que esta obra saliera de imprenta y fuera presentada, publicamos una reseña, a cargo del historiador argentino Pablo Scatizza, profesor en la Universidad Nacional del Comahue: “La levadura del hombre rebelde”. En la página web de Espai Marx (España) podrán leer también, si lo desean, el prólogo del libro, escrito por el intelectual marxista Salvador López Arnal desde Barcelona: “Con erudición, racionalismo temperado y sin sectarismo”.
La vida y el mundo a los que hemos sido traídos no tienen en sí ninguna significación. La realidad es lo que es, y no esconde ninguna axiología objetiva y predeterminada que haya que descubrir. No hay valores ni significados antes de la vida social, o por fuera de ella. No existe un homo symbolicus más allá de las contingencias históricas y sus arbitrarios culturales.
Valiéndonos de la ciencia, ciertamente podemos describir y explicar los fenómenos naturales y sociales con bastante fidelidad y rigor, o al menos, con una fidelidad y rigor muy superiores a los del sentido común: la estructura del átomo de carbono, el proceso de fotosíntesis, los factores de riesgo cardiovascular, las causas de la Segunda Guerra Mundial, las consecuencias del envejecimiento de la población, etc. Son conocimientos valiosos, y a menudo muy útiles.
Pero la verdad epistémica no nos alcanza. Necesitamos también un sentido, un andamiaje de ideas éticas, políticas, estéticas, etc., que guíen u orienten nuestra andadura vital. Y como escribió Tolstói –y luego citaría Weber– “la ciencia carece de sentido, puesto que no tiene respuestas para las únicas cuestiones que nos importan: qué debemos hacer y cómo debemos vivir”. Tolstói exageraba: no son las únicas cuestiones que nos importan. Existen muchas otras. Pero sí son, seguramente, las que más nos importan.
El divorcio insalvable que existe entre nuestra subjetividad racionante sedienta de sentido y el sinsentido ínsito del cosmos que habitamos, es lo que Camus llamó experiencia del absurdo. Dos son sus notas psicológicas distintivas: la incertidumbre y la angustia, sentimientos causados por la falta de certezas absolutas en el plano del deber ser.
El existencialismo ateo, lo mismo que la fe religiosa, es, en último término, una semiosis lenitiva contra el absurdo. El paralelismo existe, y negarlo sería necio.
Pero mientras que el creyente monoteísta, politeísta o panteísta busca zanjar la sinrazón irreductible del mundo postulando el misterio –totalmente ilusorio– de una providencia, hado o karma inescrutables, el escéptico existencialista reconoce dicha sinrazón en toda su crudeza, para, acto seguido, rebelarse numantinamente contra ella en nombre de la dignidad humana. La diferencia en este punto es abismal, y merece ser subrayada.
La fe religiosa basa así su semiosis en un acto de claudicación, sumisión y autoalienación: el mentado sacrificium intellectus (sacrificio del intelecto) preconizado por Ignacio de Loyola, el credo quia absurdum (creo porque es absurdo) de Tertuliano, el crede ut intelligas (cree para entender) de Agustín de Hipona… La persona creyente se evade del desasosiego y la congoja del absurdo con una falsa solución que compromete la integridad de su raciocinio, piedra angular de la condición humana. Todas las teologías caen en el fideísmo, dado que todas, incluso las más sofisticadas y sistemáticas, las más racionalizadas en su exposición, tarde o temprano se ven obligadas a deshacerse del intelecto y saltar al vacío de la creencia pura, sin coartadas lógicas ni empíricas: la llamada fe del carbonero.
El existencialismo ateo, por el contrario, basa su semiosis en el librepensamiento a ultranza, una racionalidad que, aun sabiendo y asumiendo sus limitaciones, persiste en su esfuerzo –épico y trágico a la vez– de producir sentido en un cosmos que per se no lo tiene, sin jamás traicionarse a sí misma con mistificaciones mitológicas o dogmáticas. El escéptico existencialista acepta convivir permanentemente con la sinrazón (y con la tensión psíquica que conlleva), mas no con resignación, sino con rebeldía, nunca viendo en el absurdo un amo al que se debe obedecer, sino un adversario contra el cual siempre se ha de luchar, se gane o se pierda.
Permítaseme ilustrar lo dicho con un ejemplo literario extraído de Qué verde era mi valle (1939), la célebre novela de Richard Llewellyn –llevada al cine por John Ford– sobre la familia Morgan y sus vicisitudes proletarias, vívido retrato de una aldea minera del sur de Gales en el tránsito del siglo XIX al XX. El capítulo 17 narra la tragedia de Dilys Pritchard, una niña inocente, dulce, bondadosa, encantadora, que es brutalmente violada y asesinada. A la vuelta del entierro, se produce este diálogo relevador entre el padre de la pequeña difunta y el pastor evangélico a cargo de la capilla del pueblo:
“—¿Por qué tenía que morir, Mr. Gruffydd? […]
—No se lo puedo decir, Mr. Pritchard, hijo mío […]. Nadie se lo puede decir. Yo diría que se la ha llevado como castigo, o como visita. Pero, ¿qué han hecho usted ni su buena mujer? ¿Y por qué habría de pagar su hija y no usted, si había de ser usted el castigado? No, Mr. Pritchard. No puedo contestarle, pues nada de lo que yo dijera sería la verdad. La verdad está más allá de nosotros, y no en nosotros. Sigamos teniendo fe. Eso es todo.
—Sí –replicó Mr. Pritchard–. Así será, pero se hace muy duro.
—Nadie puede decir por qué tuvo que morir el Hijo del Hombre –dijo Mr. Gruffydd–. Era el Príncipe de la Luz. Pudo haber gobernado el mundo. Pero fue crucificado […]. ¿Estaba ordenado así? ¿Podemos atrevernos a decir que estaba ordenado que Dilys muriera como ha muerto?
—¿Por qué no había de ser yo quien muriera? –preguntó Mr. Pritchard–. He vivido ya bastante. No he sido bueno, pero he hecho lo posible por serlo. Estaba dispuesto a ir en su lugar.
—No tengo contestación, hijo mío –replicó Mr. Gruffydd […]–. Se la han llevado, y son inútiles todos los argumentos. Lo único que podemos hacer es tener fe en Dios y resolvernos a que desaparezcan pronto las cosas que han hecho posible esa muerte.
—Gracias, Mr. Gruffydd –replicó Mr. Pritchard–. Eso es un consuelo, aunque no muy grande.”
Por muy injusto y aberrante que parezca, debe haber –sugiere el pastor– una razón legítima para el crimen de la pequeña Dilys. Pero esa razón escapa a la comprensión de la inteligencia humana, tan limitada e imperfecta. Solo Dios conoce el porqué, y por algún motivo prefiere callarlo, mantenerlo en secreto. En esto consiste, esencialmente, el sacrificio del intelecto inherente a la fe religiosa: evadirse del absurdo –de la impotencia, indignación, rabia, angustia, desesperación que conlleva– idealizando el sinsentido del mundo como justicia divina inescrutable.
El existencialismo ateo, en cambio, asume la absurdidad por completo. La asume sin derrotismos, es cierto. La asume con ánimo beligerante, con espíritu indómito. Pero la asume. Es decir, no la ignora. Y una vez que la asume de manera realista, se declara en rebeldía. Se empeña en sostener contra ella una lucha desigual, titánica. Es una lucha imposible de ganar, y lo sabe. Mas no por eso la rehuye. Prefiere una derrota digna, honorable, que un simulacro de triunfo consistente en traicionar y humillar a la razón humana.
Ante el infortunio ininteligible o injustificable (la violación y muerte violenta de una niña «libre de «pecado»), la persona creyente se consuela pensando: debe haber, sin embargo, una razón, aunque ahora no la conozca, y quizás nunca logre conocerla. Los designios del Señor son, a veces, un misterio insondable. La persona atea, por el contrario, concluye convencida: no hay una razón, no puede haberla. Si existiese una divinidad omnisciente, todopoderosa e infinitamente buena, jamás hubiese pergeñado o permitido una calamidad tan injusta y cruel.
“El hombre rebelde –expresó Camus en su ensayo L’Homme révolté– es el hombre situado antes o después de lo sagrado, y dedicado a reivindicar un orden humano en el cual todas las respuestas sean humanas, es decir, razonablemente formuladas. Desde ese momento toda interrogación, toda palabra es rebelión, en tanto que en el mundo de lo sagrado toda palabra es acción de gracias. Sería posible mostrar así que no puede haber para un espíritu humano sino dos universos posibles, el de lo sagrado (o de la gracia, para hablar el lenguaje cristiano) y el de la rebelión. La desaparición del uno equivale a la aparición del otro…”. Pocas veces se ha planteado esta antítesis con igual elocuencia.
“El ser humano es medida de todas las cosas, de las que son, puesto que son, de las que no son, puesto que no son”, sentenció Protágoras de Abdera hace casi veinticinco siglos. El suyo era ya un cosmos secularizado y relativizado, sin hierofanías de ninguna índole. Un cosmos depurado de supersticiones atávicas, desprovisto de deidades y milagros.
Ese cosmos protagórico desacralizado, radicalmente humanizado (el universo de la rebelión, el orden humano situado antes o después de lo sagrado, en palabras de Camus) exige un precio considerable por la libertad radical que nos brinda: la ausencia de certezas absolutas, la relatividad última de todos nuestros valores. Convivir con esa incertidumbre no es nada fácil, de ahí que haya tan pocas personas ateas, y tantas creyentes. La inmensa mayoría prefiere la seguridad en cautiverio de la fe teísta, que la libertad a la intemperie del existencialismo irreligioso.
El absurdo es un nudo gordiano. Las religiones simulan desatarlo reificando el sinsentido del mundo en los moldes de una racionalidad trascendente y mistérica –un ente divino en la mayoría de los casos– que resulta inaccesible al conocimiento y la comprensión del ser humano. El existencialismo ateo, en cambio, consciente de que es imposible desprender el nudo gordiano del absurdo, opta sin más por cortarlo: si el mundo y la vida no tienen sentido en sí mismos, entonces deberemos dárselo nosotros mismos, desde nuestras propias entrañas, urdiendo con los hilos de la filosofía, el arte, la política, el amor, la memoria, etc., un entramado simbólico acorde a lo que cabalmente somos, a nuestra humana conditio. Y si los valores en ningún caso pueden ser verdades definitivas e inapelables, entonces deberemos aprender a vivir y convivir en la desnudez (lucidez) de una axiología profana sin absolutos metafísicos.
He aquí nuestro desafío y quehacer, nuestro drama y epopeya. He aquí nuestra gran aventura. Porque no se acaba la vida cuando nos damos cuenta de que es absurda. Lo que se acaba es un simulacro de vida basado en las quimeras de la fe (la píldora azul en Matrix). Y cuando eso ocurre, la vida auténtica, rebelde, apenas si comienza… Una conciencia lúcida y libre, una subjetividad despabilada y emancipada por la píldora roja, también puede arrebatarle a este mundo mezquino un poco de felicidad.
Federico Mare