Ilustración original de Andrés Casciani
Esperamos poder lanzar en mayo –diosa Fortuna mediante– el octavo número de Corsario Rojo, nuestra revista semestral en PDF. En su sección Bitácora de Derrotas, incluiremos “Protesta y represión, memoria y negación”, el ensayo que nuestro compañero argentino Federico Mare viene escribiendo desde mediados de marzo, y que habíamos anunciado que editaríamos en Kalewche hoy. Como Federico lleva mucho texto redactado y aún le resta bastante para concluirlo, decidimos reservar su escrito para el próximo Corsario Rojo, ya que en CR priorizamos los artículos de mayor extensión (total o parcialmente inéditos), mientras que en Kalewche preferimos difundir prosas más breves, donde no faltan las republicaciones (republicaciones que, si bien en general tienden a ser cortas, de tanto en tanto pueden alcanzar otra magnitud, como los dossiers coyunturales o conmemorativos, o bien, el autorreportaje de Vida y Socialismo que engrosa el presente número de nuestro quincenario dominical).
Pero las promesas son promesas, y para no defraudar a nuestros lectores y lectoras, editamos ahora la primera parte de “Protesta y rebelión, memoria y negación”, a modo de anticipo, como siempre ha sido nuestra usanza en las semanas anteriores a la salida de Corsario Rojo. Seguramente hagamos otro tanto con la extensa entrevista sobre educación, vía e-mail, que estamos desarrollando con Alexis Capobianco Vieyto, nuestro camarada uruguayo, y que será ilustrada por el genial artista visual Andrés Casciani. La entrevista, les aseguramos, no tiene desperdicio… ¡Estén alertas al adelanto!
La primera parte del ensayo de Federico Mare que aquí publicamos abarca toda la introducción y el segmento inicial del apartado “Protesta y rebelión”. El resto del artículo, cuyo núcleo es el apartado “Memoria y represión”, referido al debate histórico sobre la efeméride del 24 de marzo y la interpretación/valoración de los convulsionados años setenta en Argentina (el tercer gobierno peronista y la Triple A, la última dictadura y el terrorismo de Estado, la lucha armada de Montoneros y el ERP, las desapariciones forzadas en masa y la cifra de 30.000), controversia reavivada por varios integrantes y voceros del gobierno de Milei desembozadamente negacionistas o apologistas del horror (el propio presidente, pero más aun la vicepresidenta Victoria Villarroel y el intelectual Agustín Laje), verá la luz el próximo mes en Corsario Rojo VIII, con la edición íntegra del escrito.
Javier Milei, verborrágico como todo demagogo ultraderechista y mesías autopercibido, se ufana de ser muy liberal, e incluso “libertario”. Ha bautizado a su coalición “La Libertad Avanza” (LLA) y no se cansa de citar con tono declamatorio, lleno de fatuidad, la definición de liberalismo pontificada por su gurú vernáculo Alberto Benegas Lynch: “…es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión y en defensa del derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad”. Pero si dejamos de lado las palabras melifluas –el viento se las lleva como hojarasca– y vamos a los crudos hechos de la realidad –la roca inamovible de la política, lo que verdaderamente queda y vale en medio de tanta volatilidad eólica, de tantos discursos rimbombantes y declaraciones de intenciones pour la galerie–, el presunto libertarismo del presidente argentino desaparece por arte de magia. Se trata sólo de liberalismo económico extremo, de fundamentalismo de mercado. Neoliberalismo puro y duro, en una variante exacerbada, a la que podemos calificar de rabiosamente propietarista y minarquista, y que está inspirada –a confesión de parte, relevo de pruebas– en el dogma fanático de la Escuela Austríaca. Por lo demás, el liberalismo económico de Milei y sus secuaces –su compromiso con el mentado laissez faire, laissez passer en la práctica– no es tan inmaculado y coherente como ellos dicen (y muchos creen, incluso en las filas del progresismo y la izquierda).
A casi un año y medio de iniciado el gobierno de LLA, convendría rectificar un poco la valoración que tenemos de esta nueva etapa. Aquello que, en última instancia, da coherencia a la política económica de Milei no es tanto su adhesión a la doctrina ultraliberal de la Escuela Austríaca (eso que Milei ha resumido bien o mal como “minarquismo de corto plazo, anarcocapitalismo de largo plazo”), sino su subordinación a los intereses de la clase capitalista más concentrada. De ahí que sus medidas de austeridad y desregulación sean tan inconstantes y selectivas. Bajar el impuesto a los bienes personales (para satisfacción de algunos potentados), pero restablecer la cuarta categoría del impuesto a las ganancias (para desgracia de casi un millón de trabajadores asalariados que, aún, no se han caído de la clase media). Liberalizar el mercado de bienes esenciales (alimentos, medicamentos, etc.), pero intervenir fuertemente en el mercado laboral a favor de la patronal (no homologación de paritarias «demasiado favorables» para los sindicatos, pese a ser libremente acordadas entre partes privadas). Impulsar la flexibilización laboral y la apertura indiscriminada de las importaciones (que tanto perjudican al pueblo y las pymes), pero apañar la especulación financiera a través de un Banco Central más intervencionista que nunca en lo monetario y cambiario. El ultraliberalismo de Milei es demasiado arbitrario y errático. Algunas veces, reina el laissez faire. Otras veces, se intensifican los controles y las intervenciones (piénsese en el cepo al dólar y la emisión encubierta a través del BOPREAL, por ejemplo), y se aumentan o mantienen los impuestos (el regresivo IVA por caso, que tanto esquilma a los sectores más pobres de la sociedad con su alícuota leonina del 21% al consumo). ¿Milei es incoherente, inconstante? Sí y no. Es incoherente, inconstante, si reducimos el análisis a la formalidad doctrinaria. Pero si nos focalizamos en lo más relevante, que es su orientación ideológica general, comprendemos que el suyo es un gobierno muy coherente y constante en su defensa y promoción de los intereses de clase del gran capital. Ese es el hilo invisible que une sus medidas económicas, aparentemente tan contradictorias y erráticas. Si dejamos de lado la retórica y nos concentramos en los datos duros de la realidad, constatamos lo siguiente: la concepción que el mandatario argentino tiene del mercado es más tendenciosamente plutocrática u oligárquica que «salomónicamente» ultraliberal o tecnocrática. Cuando Milei, en campaña electoral, prometía que “antes de subir un impuesto, me corto un brazo”, o sermoneaba que “los impuestos son un robo”, tuvo la picardía de no aclarar que su pasión anti-tributaria está restringida a la clase capitalista, o bien, que no la hace extensiva a la clase trabajadora. Aunque a menudo lo olvidemos, los silencios pueden ser tan demagógicos como las palabras.
¿Y su promesa electoral de “dinamitar” el Banco Central? No sólo no lo ha destruido, sino que ha reforzado su intervencionismo. Pero a favor de la especulación financiera de unos pocos, no del bienestar general del pueblo argentino, por supuesto. En su última conferencia de prensa, el ministro de Economía, Luis Caputo, habló de la edificante necesidad de “capitalizar” el BCRA, la institución que en campaña electoral se había prometido “destruir” o “cerrar” (otra promesa delirante incumplida de la demagogia electoral mileísta, como la de “dolarizar” –¿se acuerdan de esa cantinela?– la economía argentina). Y no nos olvidemos de la infamia del RIGI, que facilita el blanqueo de capitales a la burguesía concentrada nacional y trasnacional, haciendo añicos el principio de equidad tributaria e igualdad ante la ley: privilegios fabulosos para la «casta» económica en perjuicio del erario público y, por ende, del pueblo, especialmente de las familias más pobres. No se trata solamente de que el nuevo régimen impositivo carece de progresividad «a la escandinava». Es mucho peor: el RIGI supone una reforma antipopular, oligárquica, que instaura abiertamente la desproporcionalidad tributaria, como si estuviéramos en el Ancien Régime, en la sociedad estamental anterior a la Revolución Francesa. Los grandes capitales oligopólicos del agronegocio y el extractivismo (minería y sector energético, básicamente), unas doscientas corporaciones en gran medida foráneas que acaparan el 90% de las exportaciones argentinas, han recibido en bandeja exenciones o rebajas porcentuales que la industria nacional, las pymes y los segmentos poblacionales de consumos básicos no ven ni en sueños. No es la mano invisible del mercado, sino la mano visible del Estado.
En cuanto a los monopolios privados resultantes de la libre competencia, Milei los ha defendido sin ambages: “no son malos. Es más, (…) pueden ser maravillosos, si son como consecuencia de que quedó uno” (léase: un solo competidor, sin privilegios o favores del Estado). Si bien hay economistas y pensadores liberales que han preconizado dicha situación de mercado, especialmente al interior de la Escuela Austríaca (aunque no todos ellos), la posición clásica –y ampliamente mayoritaria– del liberalismo ha sido de rechazo. Tenemos derecho, pues, a poner en tela de juicio el liberalismo de un Milei monopolista. Dicho de otro modo: ¿el monopolismo de Milei es genuinamente liberal, inspirado en el amor por la libre competencia, o se trata de un monopolismo meramente plutocrático o propietarista?
Hechas estas matizaciones, podemos ratificar, en trazo grueso, lo expresado en el primer párrafo: el supuesto libertarismo de Milei es sólo liberalismo económico extremo: libertad de comercio a ultranza, libertad de empresa a ultranza, libertad de herencia a ultranza, libertad de contratación a ultranza, libertad de evasión –en teoría– a ultranza, etc. ¿Qué hay del liberalismo político de Milei, retomando la clásica distinción de autores como Norberto Bobbio, que tenían cuidado en no confundir esta variante con el liberalismo económico? Milei no es fascista, ni tampoco –por ahora, al menos– golpista ni dictador. Pero es a todas luces un cruzado neoconservador mano dura en materia cultural y securitaria (machista, homofóbico, misógino, terf, antiinmigración, pañuelo celeste, antigarantista y un largo etcétera), un populista de ultraderecha autoritario e intolerante, que se lleva muy mal con la civilidad democrática y la institucionalidad republicana, tanto en lo sustantivo (pluralismo) como en lo formal o procedimental (división de poderes): hostigamiento a políticos opositores, periodistas independientes, artistas disidentes e intelectuales críticos; aprietes y compra o cooptación de votos en el Congreso, en una magnitud e impunidad pocas veces vistas; aluvión de DNU (decretos de necesidad y urgencia) viciados de nulidad, amén de proyectos de leyes obscenamente inconstitucionales; intentos descarados de avasallar e instrumentalizar la Corte Suprema de Justicia y otros tribunales, con designaciones a dedo y manipulaciones totalmente irregulares… El suyo es un gobierno escandalosamente plutocrático, de tecnócratas desenfrenados, prepotente y violento, hostil a las libertades públicas y a los derechos de las minorías discriminadas, desembozadamente anticomunista (como en plena Guerra Fría), insensible al sufrimiento de las mayorías trabajadoras y al malestar de los sectores medios. Un gobierno que, además, ha hecho del odio su mayor combustible, su método de hacer política.
Como coalición oficialista, como fuerza política realmente existente y operante desde Balcarce 50, La Libertad Avanza aborta todo pleonasmo y obliga inexorablemente al oxímoron: lejos de representar un progreso libertario, ha significado en los hechos un retroceso liberticida. ¿“¡Viva la Libertad, carajo!” o ¡Muera la Libertad, carajo!? El árbol se conoce por sus frutos.
Una digresión, ma non troppo, pues seguiremos problematizando el liberalismo del presidente argentino. Se está discutiendo mucho si Milei y Trump se parecen o no. Por lo general, esta discusión está mal planteada, ya que se los suele comparar en bloque, sin distinguir aspectos, dimensiones.
Salta a la vista que Milei y Trump tienen varias cosas en común. La coincidencia más obvia estriba en su estilo político: ambos son carismáticos, personalistas, demagogos, patrioteros, «populistas» (de derecha), egocéntricos, prepotentes, intolerantes, fanfarrones, vehementes, violentos, bravucones, mesiánicos, maniqueos, conspiranoicos, fanáticos, «transgresores», hábiles ante las cámaras de TV y con las redes sociales, «políticamente incorrectos», muy poco amigos del pluralismo democrático, etc. La segunda coincidencia radica en la mentada «batalla cultural» contra el progresismo, contra lo que se ha dado en llamar “wokismo”: tanto Milei como Trump impulsan una cruzada neoconservadora en educación, sexualidad, género, ciencia, arte, aborto, inmigración, seguridad, libertades públicas, pueblos originarios, visión del pasado, concepción de la identidad nacional, valoración de lo público y lo privado, cambio climático, ecología, consumo de cannabis, etc. La tercera afinidad tiene que ver con la política internacional: ambos presidentes son (uno como mandamás de la superpotencia hegemón, otro como lacayo de un país latinoamericano periférico) occidentalistas y anticomunistas recalcitrantes, pro-EE.UU. y pro-Israel, antichinos, hostiles a Cuba y Venezuela, hostiles a Irán y Corea del Norte, racistas islamofóbicos, negacionistas del genocidio en la Franja de Gaza, etc.
Pero en materia económica, la comparación resulta más compleja. Si bien los dos pueden ser caracterizados, grosso modo, como apologetas y adalides del capitalismo neoliberal, antisocialistas exasperados con delay de Guerra Fría, defensores entusiastas de la economía de mercado, Trump es menos radical y más pragmático en su neoliberalismo. No es, parafraseando a Milei, ningún «minarquista de corto plazo», ni ningún (menos que menos) «anarcocapitalista de largo plazo». Guiado por su proyecto chovinista MAGA (Make America Great Again), Trump está dispuesto a aplicar barreras arancelarias y otras regulaciones que un fundamentalista del mercado como Milei (obnubilado con la Escuela Austríaca) muy difícilmente implementaría (aunque Milei, recordemos, también ha sabido olvidarse del laissez faire cuando le ha convenido o se le ha antojado, por ejemplo, manteniendo el cepo al dólar –con mayor rigidez o flexibilidad según las circunstancias y conveniencias– o rehusándose a homologar aquellas paritarias que indexan los salarios por arriba del 2 por ciento, cuando la inflación viene en ascenso desde enero a partir de un piso del 2,2%, y ha cerrado marzo al 3,7%, con un acumulado interanual de casi 56%). En estos días, con la guerra comercial –summum del estatismo económico, culmen del intervencionismo antiglobalización– que EE.UU. ha declarado a China y al resto del mundo –incluyendo a sus vasallos occidentales y asiáticos más fieles, como los miembros de la Unión Europea y Japón– para tratar de revertir o morigerar su declive económico y su crisis de hegemonía, asistimos a la patética paradoja de que ni siquiera Milei y Netanyahu, lamebotas como pocos, se han salvado de los coscorrones arancelarios de Trump, quien ha evitado toda ofensa a Rusia y Corea del Norte, y no ha hecho diferencias de calado –premios o castigos ideológicamente motivados– entre las repúblicas del backyard latinoamericano: Brasil y Colombia afrontan el mismo 10% que Argentina y otros países alineados con Washington, y México ha visto mejorar bastante su situación con el correr de las jornadas… ¿Las abominadas Nicaragua y Venezuela? Apenas un poco más de barrera arancelaria que el resto: 18 y 15 por ciento, respectivamente (¡pero mucho menos que Japón, la UE e Israel!). O sea, resumiendo, billetera mata batalla cultural…
Mientras escribo estas líneas, me entero de que Trump ha empezado a negociar, a flexibilizar su guerra comercial con rebajas o treguas, salvo frente a China, su mayor competidora, a la cual, en medio de una puja que parece no tener fin, ha vuelto a subir los aranceles hasta el 125%. “Nos están llamando, besándome el culo”, se jactó públicamente. “Se mueren por llegar a un acuerdo”, acotó. Y remató su jactancia con esta imitación burlesca de sus interlocutores: “Por favor, por favor, señor, lleguemos a un acuerdo. Haré cualquier cosa, haré cualquier cosa, señor”. Entre quienes lo llamaron con más prisa y le besaron más el trasero, está Milei, como él mismo confesó sin ningún pudor ni circunspección. Algunos, de hecho, sospechan que la parodia trumpiana ante las cámaras y los micrófonos podría haberse inspirado en la humillación servil del mandatario argentino. Milei, por lo demás, se cuida muy bien de reprocharle a Trump su proteccionismo, su falta de liberalismo. Alguna vez, hablando del estatista cepo al dólar (que ahora fue flexibilizado, pero de ningún modo levantado, como algunos celebran con hipocresía o ignorancia), se sinceró: “yo soy liberal libertario, no libertarado”. A un estadista pragmático podríamos tolerarle la coartada, pero ¿cómo dejársela pasar a un demagogo ultraideologizado que presumió ad nauseam,durante años, de ser un principista intransigente?
En fin, lo que tienen en común los gobiernos de ultraderecha actuales (Trump, Milei, Meloni, Orbán y otros) no es tanto una receta macroeconómica (fuera de una genérica adhesión al capitalismo neoliberal) sino, más bien, su neoconservadurismo militante: “Dios, patria y familia”, “valores occidentales y cristianos”, “orden y progreso”, “mano dura”, “meritocracia”, “salvemos las dos vidas”… Es la batalla cultural lo que los aglutina y distingue netamente del progresismo y la centroderecha tradicional. Si hablamos de economía pura y dura, gobiernos progresistas, centroderechistas y ultraderechistas son todos capitalistas y (matices más, matices menos) neoliberales. Este neoliberalismo compartido varía en intensidad y en grado de ortodoxia. No excluye atisbos proteccionistas, regulatorios, asistenciales y redistributivos. Pero en este capitalismo globalizado, financiarizado, digitalizado e hiperconcentrado del siglo XXI, el margen de maniobra para la heterodoxia neokeynesiana y el Estado de bienestar es extremadamente limitado. Los movimientos neofascistas, por su parte, son muy nostálgicos en lo cultural (etnonacionalismo, racismo, xenofobia, supremacismo, etc.), pero poco y nada nostálgicos en lo económico, pues el fascismo histórico de entreguerras y la Segunda Guerra Mundial era estatista, valedor de una «tercera vía», mientras que sus herederos posmodernos han sido mayormente domesticados por el neoliberalismo.
Ante tanta uniformidad en la base material de las sociedades contemporáneas, es lógico que las «guerras culturales» en la superestructura se hayan vuelto tan virulentas y estridentes. Toda la pasión que falta en la lucha de clases y en el activismo revolucionario, toda la energía que se echa de menos en el combate maximalista contra el capital, sobreabunda en las políticas minimalistas de identidad. En ausencia de un horizonte utópico y universal de transformaciones radicales, la inmediatez de las pequeñas reparaciones simbólicas particularizadas se ha vuelto un mundo autosuficiente, con mucho ruido y pocas nueces. Ahí es donde radica el problema del activismo woke.
Sin embargo, nada de esto es óbice –permítasenos otro excursus– para bajarle el precio a la cruzada neoconservadora de Trump y Milei, para no tomarse en serio la ofensiva oscurantista de la ultraderecha. Claro que es estratégicamente crucial para la izquierda anticapitalista –parafraseando a Nancy Fraser– priorizar la política de redistribución a favor de las grandes mayorías trabajadoras explotadas –mal pagas, precarizadas– por las élites burguesas, promoviendo la lucha de clases y ofreciendo un horizonte revolucionario de transformaciones socialistas. Pero eso de ningún modo supone ningunear o minimizar la política de reconocimiento en beneficio de las mujeres –la mitad de la población mundial– y las minorías oprimidas o discriminadas por razones étnicas, «raciales», religiosas o de heteronormatividad sexogenérica. No se trata de A o B, sino de A y B. La izquierda debe alejarse del enfoque queer y del activismo woke posmodernos (del relativismo, del subjetivismo, del ultraindividualismo, del identitarismo, del esencialismo, del neotribalismo), pero sin arriar jamás las banderas de libertad, igualdad y fraternidad. La no discriminación es un principio inclaudicable (discriminación en sentido negativo, por supuesto; no en sentido positivo, que en muchos casos es una política legítima, provisoriamente al menos; aunque nunca suficiente desde una perspectiva revolucionaria universalista y socialista, tendiente a trascender las medidas reformistas focalizadas del gatopardismo neoliberal, tanto en su variante socioeconómica asistencialista como en su variante cultural progresista). Necesitamos reactivar y radicalizar la lucha de clases, pero sin retroceder ni un centímetro en el respeto y la defensa de las mujeres y minorías que aún sufren el machismo (incluso todavía el patriarcado, en muchos países) y otras formas de opresión o discriminación como el racismo y la homofobia. Que exista en el seno de la intelectualidad de izquierda un antiwokismo dogmático e insensible, un clasismo «anti-fucsia» sectario y maniqueo, que propone explícita o implícitamente –con palabras o silencios que resultan equívocos, con ambigüedades discursivas o énfasis de doble vara que son funcionales a la ultraderecha– optar por A y sacrificar B, como si no fuera posible ni deseable conjugar las luchas subalternas alrededor de un eje anticapitalista, constituye una de las peores calamidades del movimiento socialista.
Protesta y represión
Volvamos al «libertarismo» liberticida de LLA. Milei es también, desde luego, enemigo declarado y acérrimo de la protesta social. El gran ariete mileísta de la criminalización y represión de las luchas populares es Patricia Bullrich, la ministra de Seguridad (que ya lo había sido de Macri, entre 2015 y 2019). Bullrich carga a sus espaldas la responsabilidad política del asesinato impune de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, en el marco de las feroces «cacerías» del macrismo contra el pueblo mapuche en la Patagonia andina, y la implementación de la tristemente célebre “doctrina Chocobar”, tan repudiada por las organizaciones de derechos humanos. Ella inauguró su gestión como ministra de Seguridad del actual gobierno con el infame protocolo «antipiquetes», y llevó al paroxismo su hybris draconiana con la escalada represiva contra las manifestaciones de jubilados y jubiladas de los miércoles frente al Congreso, que tuvo su jornada más luctuosa el 12 de marzo del corriente año, como es de público conocimiento (cuando el reportero gráfico Pedro Grillo resultó gravemente herido por la policía).
Ciertamente, Bullrich retornó a la cartera de Seguridad hacia fines de 2023 con un frondoso prontuario de antecedentes represivos. Pero con el padrinazgo de Milei, su política de mano dura ha alcanzado niveles inusitados, que en muchos aspectos cruciales ha superado las marcas –nada bajas– de la etapa macrista. En este sentido, sería un craso error reducir la comparación a la variable cantidad de manifestantes muertos. Bullrich ha aprendido a ser más «quirúrgica», amén de que está teniendo muchísima buena suerte (la supervivencia de Grillo, por ejemplo, ha sido todo un golpe de fortuna).
La presidencia de Milei no es una dictadura militar ni un régimen fascista, cierto. Pero desde que concluyó el sedicente “Proceso de Reorganización Nacional” en 1983 (el atroz septenio del terrorismo de Estado a gran escala inaugurado por Videla, allá por 1976), la democracia argentina no ha vivido ninguna etapa tan autoritaria y represiva como esta, fuera del fugaz pero traumático –y muy cruento– derrumbe del 19 y 20 de diciembre de 2001, cuando De la Rúa –otro presidente neoliberal al servicio del gran capital– decretó el estado de sitio con el propósito de «pacificar» una sociedad estallada y movilizada, provocando un baño de sangre en las calles con casi cuarenta civiles asesinados en todo el país.
El mileísmo en el poder, que desde la campaña electoral de 2023 venía sistemáticamente demonizando a sus opositores de izquierda –o apenas progres– con epítetos macartistas como “zurdos de mierda” o “zurdos hijos de puta”, ha redoblado la apuesta en este último tiempo, a medida que la situación económica se deteriora y su imagen pública declina. Ahora, bajo la presión del estrés y del miedo, frustrado y desesperado por la acumulación de adversidades, enfurecido por las críticas y los reveses en cascada, su mendacidad injuriosa y calumniosa se ha expandido notablemente, hasta incluir toda clase de hipérboles conspiranoicas y alarmas tremendistas. Ha llegado al delirio –y la abyección– de acusar de “terroristas” a los manifestantes de los miércoles, de atribuirles un “plan desestabilizador”. Más en concreto aún: la intención aviesa de querer dar un “golpe de Estado” (!).
¡Cuánto déjà vu a Doctrina de Seguridad Nacional! La retórica «antiterrorista» de Milei y Bullrich –con su accionar sistemático de intimidación, infiltración, represión y persecución a tono con un Estado cuasi policial, de ribetes distópicos, con altavoces en estaciones ferroviarias y subterráneas propalando admoniciones al orden y conminaciones penales, incluyendo camiones hidrantes que voceaban por parlantes la bravata “¡Vengan zurdos!” (sic)– hace recordar a la “lucha antisubversiva” de la última dictadura… Una “guerra sucia” del siglo XXI, otra vez en nombre de los “argentinos de bien”, para posibilitar un shock macroeconómico neoliberal como el de Martínez de Hoz. Ojalá esta comparación histórica fuera solo una simplificación de mala fe, una chicana. Pero no lo es.
Crawling peg y carry trade: tecnicismos extranjeros que el discurso hegemónico repite hasta las náuseas, en reemplazo de los coloquialismos en criollo “tablita cambiaria” y “bicicleta financiera”. ¿Qué hay detrás de estos anglicismos tan sofisticados? ¿Cipayismo cultural? ¿Elitismo tecnocrático? Seguramente ambas cosas. Pero también –y sobre todo– un interés político muy concreto: la necesidad de disimular realidades macroeconómicas que pueden resultar inquietantes a la opinión pública, a la luz de la experiencia histórica contemporánea de nuestro país: la Argentina de Martínez de Hoz, la Argentina de la “plata dulce” (1979-81), la Argentina de la especulación, la Argentina de la “timba”, la Argentina de la “patria financiera”, que terminó en una devaluación desastrosa para el pueblo. Crawling peg y carry trade son eufemismos, no lo olvidemos. Eufemismos políticos, eufemismos de gobernabilidad en apuros, no eufemismos de elegancia o decoro. Eufemismos interesados, funcionales al poder. Y algo más: eufemismos amnésicos, que obturan la perspectiva histórico-critica.
El gobierno de Milei no se limita a coartar y criminalizar la protesta social por medio de la fuerza y del estigma “terroristas”, a fin de que el modelo cierre como sea (un modelo que ha vuelto a la vieja receta de la “tablita cambiaria” y la “bicicleta financiera”, la licuación y el congelamiento de los salarios, la apertura comercial indiscriminada y el salvavidas de plomo de la deuda externa, la desindustrialización y reprimarización del aparato productivo). Además de eso, LLA disputa con gran vehemencia militante una “batalla cultural” por el sentido de la efeméride del 24 de marzo. Este combate «revisionista» sin cuartel por la significación de los setenta, por su reinterpretación y apropiación, donde descuellan personajes truculentos como la vicepresidenta Victoria Villarruel y el intelectual Agustín Laje, justifican a nuestro entender el título del presente ensayo: “Protesta y represión, memoria y negación”.
No se trata de un revival de la teoría de los dos demonios, no. Se trata de algo mucho peor: una regresión a la apología lisa y llana de la guerra sucia. Son panegiristas de la “lucha contra la subversión”. Si no se avergüenzan de esta desmesura, ¿por qué no habrían de amedrentar, apalear, gasear, balear, arrestar y acusar de terroristas o golpistas a quienes protestan en las calles?
Un jurista argentino de renombre, Roberto Gargarella, publicó en 2005 un gran libro acerca de uno de los temas álgidos que aquí nos conciernen: El derecho a la protesta. Doce artículos, 266 páginas de análisis y reflexión, infinidad de referencias bibliográficas y argumentos sesudos… Gargarella resumió su tesis central en el subtítulo: El primer derecho. Esta idea tan extraña y contraria al gobierno neoliberal de Javier Milei y Patricia Bullrich –que el derecho de protesta constituye el derecho fundamental y prioritario del modus vivendi democrático– es el puerto de embarque de este apartado, y también su puerto de destino.
Previenen los cortes de calles cortando las calles: piquetes policiales que interrumpen el tránsito vehicular antes de que el pueblo se movilice (aun cuando la protesta sólo se desarrolle en veredas y plazas, sin pisar el asfalto). Previenen la violencia violentando: infiltración y provocación para «pudrirla» y desatar una represión salvaje e indiscriminada.
No los juzguemos por lo que dicen que hacen, sino por lo que efectivamente hacen. No les importa la libertad de circulación ni el orden público. Lo que los impele con tanto ahínco a conculcar el derecho de protesta y poner en riesgo la integridad física de todas las personas presentes alrededor del Congreso (manifestantes, transeúntes, comerciantes, periodistas, personal del SAME y la Cruz Roja, etc.), es el autoritarismo y la insensibilidad. Y un cálculo político, por supuesto: el reclamo de los jubilados y las jubiladas, y la solidaridad que genera en amplios sectores de la sociedad, podría ser la chispa que encienda el pajonal de la gobernabilidad, en un contexto cada vez más inflamable donde la crisis económica está escalando y la imagen del gobierno está cayendo. Una escalada y una caída que se deben no sólo al ajuste y la recesión, a la quema masiva de reservas y el agravamiento de la deuda externa (sin consenso político ni legitimidad legal), sino también al escándalo de corrupción cripto $LIBRA y la verborragia neoconservadora de una «batalla cultural» que a muchos les parece abominable, o simplemente anacrónica.
La Constitución Nacional, en su artículo 14, garantiza desde siempre, desde 1853, el derecho “de peticionar a las autoridades”. La Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU, a la cual la República Argentina le ha dado su adhesión formal (y rango constitucional), proclama: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones” (art. 19) y “Toda persona tiene derecho a la libertad de reunión y de asociación pacíficas” (art. 20).
Volvemos a Gargarella: el derecho de protesta es “el primer derecho”, el derecho que hace posible todos los demás derechos civiles, sociales y políticos: conquistarlos, defenderlos, recuperarlos, ampliarlos, multiplicarlos… La libertad pública de manifestarse es la madre de todas las libertades públicas.
Una axiología genuinamente democrática, una axiología que no reduzca la democracia a su dimensión meramente formal, a la legitimidad de origen y la institucionalidad republicana, nunca podrá edificarse en el solar autoritario de la criminalización de la protesta. Nadie ignora las molestias que genera el corte de calles, igual que la huelga y otras medidas fuerza. Es obvio que las demoras en el tráfico vehicular y la suspensión de los servicios esenciales no son «lo ideal». Pero sucede que no vivimos en un mundo ideal. Vivimos en la dura realidad que nos ha tocado en suerte, y hay que lidiar con ella.
La libertad de poder manifestarse públicamente contra una injusticia social debe prevalecer siempre por sobre el derecho a transitar sin retrasos. Hacer de la «normalidad» un valor absoluto es un absurdo. Ningún progreso histórico se hubiese conseguido sin alterarla. La Revolución Francesa, la Revolución de Mayo, la Revolución Rusa, la Revolución Mexicana, la Revolución Cubana, la Revolución China, etc., y los beneficios que ellas trajeron aparejados a las mayorías populares, nunca hubiesen ocurrido si hubiera primado siempre el criterio conservador de evitar a ultranza cualquier molestia en la vida diaria. Más cerca en el tiempo, logros como la igualdad civil y política entre mujeres y varones, la independencia de las naciones colonizadas del Tercer Mundo, el fin de la segregación racial en el Sur de EE.UU. y Sudáfrica, el reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios y el matrimonio igualitario en Argentina, serían impensables si las calles solo se usaran para conducir vehículos, y nunca jamás para hacer reclamos.
Cito a Gargarella: El derecho a la protesta, «Introducción», primer párrafo.
“En nuestro país, como en otros, el derecho acostumbra hacer lo que no debe: maltrata a quienes debe cuidar, persigue a quienes debe proteger, ignora a quienes debe mayor atención, y sirve a quienes debe controlar. (…) El razonamiento que reside detrás (…) es simple, y puede resumirse del siguiente modo. Ante todo, sistemas jurídicos como el argentino han ganado legitimidad a partir de una promesa de tratar a todos como iguales (promesa que se expresa en compromisos constitucionales básicos como el de respetar la diversidad de credos; proteger la expresión de ideas diferentes; dotar a cada uno de un voto, con independencia de cualquier diferencia de capacidad, género, raza, o clase social entre las personas). Contra dicha promesa, sin embargo, grupos amplios de nuestra sociedad sufren un grave y sistemático maltrato, que los lleva a vivir en condiciones mucho peores que las del resto, por razones completamente ajenas a su propia responsabilidad. Si el derecho pretende honrar su promesa originaria (por ser dicha promesa valiosa, y no por el mero hecho de ser original), lo que debe hacer es asegurar a todos, pero muy especialmente a aquellos que hoy agravia, un trato igualitario. Y mientras ello no ocurra, el derecho debe dar especial protección a quienes reclaman ser tratados como iguales, es decir, debe proteger en lugar de acallar la protesta. El derecho a protestar aparece así, en un sentido importante al menos, como el ‘primer derecho’, el derecho a exigir la recuperación de los demás derechos.”
Un corte de calles es un contratiempo, cierto. Pero una sociedad sin movilizaciones de protesta es una sociedad incapaz de defender y ampliar sus derechos. Y una sociedad que padece esta impotencia es una sociedad que ha vaciado de toda sustancia a la democracia, hasta hacer de ella solamente una formalidad, una abstracción, una quimera, un flatus vocis. Hay que elegir el «mal menor» para evitar el mal mayor. Que no nos avergüence reconocer que la justicia y la dignidad significan más, mucho más, que la puntualidad y la comodidad.
La libertad de circular es un derecho humano y constitucional, igual que la libertad de protestar. Pero la libertad de protestar –la filosofía y la historia pueden demostrarlo– posee un plus enorme: es madre de todas las demás libertades, las ya conquistadas y las que aún quedan por conquistar. De ahí su importancia política, de ahí su primacía ética.
“Government of the people, by the people, for the people”: así definió la democracia Lincoln –no obstante sus contradicciones y limitaciones de estadista liberal– en su célebre Discurso de Gettysburg, allá por 1863, en medio del fragor de la guerra de Secesión, cuando Norteamérica dirimía con las armas la perpetuación o abolición de la esclavitud, y concitaba de ese modo la atención de la intelectualidad revolucionaria del mundo entero (Marx, por ejemplo, le escribiría luego a Lincoln una carta fraternal manifestándole su apoyo a la causa antiesclavista, y llamándole “hijo inquebrantable de la clase trabajadora”, entre otros elogios de circunstancia). Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo es una definición sencilla, concisa y perspicaz de la civilidad democrática, que Rousseau con gusto hubiese aprobado. Pero en Argentina tenemos un mandamás que reniega del por y del para, que aborrece la soberanía popular si esta rebasa apenas un milímetro el estrecho molde de la ficción jurídica. Por eso Milei y Bullrich criminalizan con tanto encono la protesta.
“Mientras el pueblo mantenga su virtud y vigilancia –afirmó Lincoln en 1861, poco antes de que estallara la guerra civil entre el Norte y el Sur– ningún gobierno, en un extremo de maldad o locura, podrá perjudicar seriamente la gestión pública en el breve espacio de cuatro años”. Virtud y vigilancia, virtue and vigilance: he aquí, me parece, el meollo de la cuestión. ¿Cómo el pueblo sería capaz de ejercitar esas dos cualidades republicanas sin disentir ni reclamar, sin salir a la calle, permaneciendo quieto y callado, sumiso y resignado? La protesta es la savia nutricia de la democracia: resguarda y multiplica nuestros derechos.
(…)
Federico Mare