Ilustración: Classical Guitar (2019), de Patterson Parkin. Fuente: fineartamerica.com


Jimmy Page, el guitarrista y compositor de Led Zeppelin, es célebre por una inclinación estética: cuando entraba al estudio para dar forma a un nuevo álbum, contrapunteaba y sobregrababa melodías, armonías o pistas de guitarra. Pero no dos o tres, unas pocas, sino muchas. A veces, muchísimas. ¿Ejemplos? Clásicas canciones como “Ten Years Gone”, “Achilles’ Last Stand” o “The Lemon Song”, o también –aunque con mandolina– la densamente épica e hipnótica “The Battle of Evermore”. Para ello, Page usaba distintas variedades, marcas y modelos de guitarra, así como diversos equipos y efectos de sonido.

En 1977, entrevistado por la revista Guitar Player, el músico inglés señaló: “Mi vocación está más en la composición que en cualquier otra cosa. Construir armonías, utilizar la guitarra, orquestar la guitarra como un ejército –un ejército de guitarras [guitar army]. Hablo de orquestación propiamente dicha, del mismo modo que se orquesta una pieza de música clásica…”.

En este ensayo, también hablaremos de la «orquestalidad» de la guitarra. Pero no en el sentido de Page (una pluralidad «coral» de melodías, armonías o pistas de guitarra en contrapunto o en superposición; vale decir, lo que él llamó guitar army), sino en otro sentido. Un sentido más austero, más artesanal: una sola guitarra que suena como una orquesta, pero sin «trucos» de estudio. Una guitarra que no pierde su «orquestalidad» cuando le toca asumir el reto de sonar en vivo y en solitario, sin suplementos contrapuntísticos o de overdubbing.

*                             *                             *

Allá por 1843, en su Nuevo método para guitarra, Dionisio Aguado escribió: “La guitarra es un instrumento que, aunque no esté bien conocido, ¿quién diría que de todos los que se usan hoy tal vez es el más a propósito para causar ilusión con la semejanza de los efectos de una orquesta en miniatura?”. Dos años después, reafirmaría y desarrollaría su idea en estos términos: “Examinada la índole de la guitarra, parece que el género de música que forma su distintivo sea aquél en que imita con bastante semejanza, aunque en miniatura, los efectos de la orquesta, esto es, la valentía de los violines en las volatas y pasajes de agilidad, la gravedad y firmeza de los bajos y el exacto esfuerzo progresivo del tutti”.

En efecto, la guitarra, por su ductilidad y encanto excepcionales para la ejecución de acordes y arpegios, por su versatilidad para los más disímiles aires y caracteres, por su variedad de timbres para las mismas notas, por su multiplicidad de adornos (ligado, apoyatura, arrastre, trémolo, etc.), y sobre todo, por su condición de instrumento melódico y a la vez armónico dotado de exquisitas potencialidades polifónicas (los bajos contrapuntísticos con pulgar, por ej.), merece ser considerada, como bien señalara el guitarrista y compositor español, una orquesta en miniatura.

Pero alguien se anticipó a la opinión estética de Agüado sobre la guitarra y su orquestalidad. ¿Quién? Lamentablemente, no lo sabemos con exactitud: un anónimo articulista de la revista española Museo de las familias. En mayo de 1839, unos cuatro años antes de que Agüado publicara su Nuevo método para guitarra, dicho articulista tuvo la ocurrencia y la osadía de aseverar: “La guitarra, tan despreciada de los músicos, es una orquesta en miniatura”. El ignoto autor destacaría, asimismo, que “un hábil guitarrista ejecuta sobre su instrumento el trío y el sexteto”, y unas cuantas cosas más que bien valen la pena citar in extenso, si se me permite la digresión:

“Sin duda la debilidad de los sonidos, el poco estremecimiento y la escasa energía que los caracteriza, no son por su naturaleza capaces de producir una grande impresión, y menos hoy sobre todo en que los compositores introducirían en sus partituras, si les fuese dable, el rayo, el cañón y el estruendo de los terremotos. Madre del violín moderno, e hija del laúd de nuestros abuelos y de la lira griega, la guitarra es muy fácil de montar y construir. Todo hombre organizado para la música sacará armonías y sabrá servirse de ella, sin que un maestro tenga que indicarle su pentagrama. Si anheláis los aplausos de un público numeroso, necesitaréis sin duda de un instrumento más sonoro, de capacidad más vasta, cuyo vuelo sea más grandioso; pero para el músico solitario tiene la guitarra un atractivo, un encanto indefinible. Vibra sobre el pecho del hombre, le pertenece toda entera, y los dedos del músico interrogan a sus cuerdas sin la intervención de un teclado. En general, cuanto más inmediato es el contacto del músico con su instrumento, más sensibles son y poderosos los acentos que de él dimanan”.

Aguado no estaba equivocado. Sirva de ejemplo la notable versión de Bohemian Rhapsody que más abajo comparto con nuestros lectores y lectoras, arreglada e interpretada por el guitarrista norteamericano Edgar Cruz. Él solo, sin ningún acompañamiento, con su instrumento acústico de apenas seis cuerdas, logra recrear, a fuerza de inventiva y virtuosismo, el clásico de Queen en toda su belleza polifónica, incluyendo las melodías vocales de Freddie Mercury. Toda una proeza. Una maravilla para los oídos (y también para los ojos).

https://www.youtube.com/watch?v=GVVskiLf5ug

*                             *                             *

A Louis-Hector Berlioz (1803-1869), el gran compositor romántico francés, se le atribuye una sentencia parecida a la de Aguado: la guitare est un petit orchestre, “la guitarra es una pequeña orquesta”. Sin embargo, su autenticidad es muy discutida, pues no se ha encontrado al día de hoy ninguna fuente primaria que la avale (sólo se han hallado referencias a ella de segunda o tercera mano).

Lo que no está en discusión es que Berlioz apreciaba la guitarra, que sabía tocarla bastante bien, y que incluso llegó a componer para ella. Durante su etapa juvenil, cuando se ganaba la vida dando clases particulares de dicho instrumento, escribió piezas sencillas para canto y guitarra como las que, por caso, integran su Recueil de romances avec accompagnement de guitare, o como su Nocturne à deux voix; o bien, en un nivel que presumiblemente haya sido de mayor complejidad, las variaciones de guitarra al Don Giovanni de Mozart incluidas en Là ci darem la mano (obra de la cual, por desgracia, no se conserva ninguna partitura). De hecho, la última de sus Ocho escenas sobre Fausto, la “Serenata de Mefistófeles”, fue compuesta originalmente para tenor y guitarra.

Se ha subrayado más de una vez, además, que la estética musical de Berlioz, su estilo de composición, tiene, no casualmente, ciertas reminiscencias de aquel instrumento. Una peculiaridad que, sin dudas, distingue al creador de la Sinfonía fantástica de la abrumadora mayoría de sus pares contemporáneos, que habían recibido, conforme a la ortodoxia académica imperante en los conservatorios, una formación instrumental esencialmente pianística.

En tiempos de Berlioz, la guitarra todavía era vista con bastante recelo y desdén. Se la seguía considerando, por lo general (salvo, hasta cierto punto, en España e Italia), como un instrumento folclórico y festivo, frívolo y vulgar, de gente amateur, inapropiado para la música culta. Se le achacaba a la guitarra, por otra parte, su poca sonoridad, que la volvía inadecuada para las orquestas sinfónicas, donde primaban los instrumentos de alto volumen natural (aún no había micrófonos). Por lo demás, en aquella época, concertistas de la talla de un Carcassi o Carulli, un Sor o Aguado, no abundaban (el siglo de oro de la guitarra sería el XX, no el XIX), y Tárrega no había revolucionado todavía el mundo de las seis cuerdas con sus geniales adaptaciones de obras clásicas (piezas de Bach, Mozart, Beethoven, Händel, etc.) y sus composiciones propias de alto vuelo (Recuerdos de la Alhambra y Capricho Árabe, entre otras). La guitarra estaba asociada a lo ibérico, especialmente al flamenco andaluz; y es preciso recordar que, antes de Albéniz y Granados (que lograrían prestigiar la música tradicional de su país desde sus premisas estéticas románticas), dicha asociación era más denigratoria que halagüeña, por influjo de aquel prejuicio racista resumido en la expresión “África empieza en los Pirineos”, con la cual los franceses –que se consideraban la quintaesencia y el faro de la civilización europea– solían mofarse de España.

Lo dicho en el último párrafo permite entender por qué Berlioz, a la hora de componer, nunca se tomó muy en serio su afición por la guitarra, por qué razón sus obras de madurez prescinden de ella. Los prejuicios estéticos y las limitaciones acústicas de su época pesaron más que su pasado juvenil de estudiante y profesor de las seis cuerdas.

Con todo, en su Gran tratado de la instrumentación y orquestación modernas (1844), Berlioz le dedicó un capítulo entero a la guitarra; capítulo que testimonia el respeto y la estima que sentía por ella. Cito los pasajes más significativos:

“La guitarra es apropiada para acompañar la voz y para formar parte de cualquier conjunto instrumental poco numeroso, así como para ejecutar piezas a solo más o menos complicadas y piezas a más partes, donde e resulta un delicioso y real efecto si la ejecución está a cargo de verdaderos artistas”.

“Es casi imposible escribir bien para guitarra sin saber tocarla. Incluso la mayor parte de los compositores que la usan están bastante lejos de conocerla. Es por eso que le dan a ejecutar cosas de excesiva dificultad sin sonoridad y sin efecto. Por lo tanto, intentaremos de indicar la manera de escribir para guitarra al menos de los simples acompañamientos”.

“Siendo la guitarra sobre todo un instrumento armónico, es por lo tanto importantísimo conocer los acordes y en consecuencia los arpegios que se pueden ejecutar”.

“Se obtienen fácilmente en la guitarra los sonidos armónicos, produciendo un felicísimo efecto”.

“Repito que es imposible, sin saber tocarla, escribir piezas para guitarra a varias partes, provistas de pasajes en los que se ponen en práctica todos los recursos del instrumento. Para hacerse una idea de lo que los músicos con talento han producido en este género, conviene estudiar las composiciones de los célebres guitarristas, como Zanni de Ferranti, Huerta, Sor, etc. Introducido el uso del pianoforte en todas las casas donde existe la más pequeña intención musical, la guitarra se ha convertido en una rareza, excepto en España y en Italia. Algún intérprete la siguió cultivando, y aún hoy se mantiene como instrumento de concierto con el fin de obtener efectos deliciosos y originales. Los compositores no la tienen en cuenta para la iglesia, ni para el teatro, ni siquiera para conciertos. Esto se debe sin duda a su débil sonoridad, que no le permite unirse a los demás instrumentos, ni tampoco a un determinado número de voces aunque el volumen sonoro sea normal. Sin embargo, su carácter melancólico y reflexivo podría ser mostrado más a menudo; se obtiene un efecto noble y sincero, y no es algo tan difícil de imitar. Al contrario de la mayor parte de instrumentos, la guitarra se desventaja si se emplea colectivamente: prueba de ello es que un unísono de una docena de guitarras produce un efecto casi ridículo”.

Puede que Berlioz nunca haya dicho “la guitarra es una pequeña orquesta”. Es probable que la frase sea apócrifa, una de esas tantas leyendas que sazonan las biografías de las celebridades. Sin embargo, a la luz de todas las citas precedentes, ¿quién se atrevería a asegurar que el músico francés hubiese desaprobado la idea estética que ella condensa y expresa, si no literalmente, al menos como metáfora? ¿Acaso las leyendas no poseen un núcleo de realidad? No creo exagerar, y mucho menos faltar a la verdad, si sostuviera que la orquestalidad a pequeña escala de la guitarra es una noción que está implícita, in nuce, en el capítulo VIII de su Grand traité.

Curiosamente, en una de esas bellas coincidencias que a veces nos regala la fortuna, los restos de Berlioz descansan en el cementerio parisino de Montmartre a pocos pasos de la tumba de Fernando Sor, el famoso guitarrista catalán que fuera contemporáneo suyo. Berlioz no compuso nada para Sor, ni fue su amigo. Pero lo admiraba, tal como se evidencia en el pasaje precitado de su Gran tratado.

*                             *                             *

Seamos cautos de todos modos, y no concluyamos este ensayo sobre la (permítaseme el neologismo) microorquestalidad de la guitarra sin antes recordar las siguientes palabras del guitarrista uruguayo Alfredo Escande, discípulo del gran Abel Carlevaro: “La frase atribuida a Berlioz tiene una significación poderosa […]. Pero, la condición orquestal de la guitarra no es un estado. Es una potencialidad que duerme en ella, a la espera de ser debidamente estimulada y puesta de manifiesto. Quiero decir que, en realidad, la frase en cuestión debería ser, con más precisión: ‘la guitarra puede llegar a ser una pequeña orquesta’” (las cursivas son mías). Tras lo cual acota: “Entonces, tendríamos que centrar nuestra atención en el concepto, en la importantísima idea subyacente, y deberíamos saber distinguir aquellos artistas de la guitarra que efectivamente se han propuesto, y han logrado, hacer que nuestro instrumento se exprese orquestalmente”, de aquellos otros que no se lo han propuesto, o no han sabido lograrlo.

La matización que propone Escande no resulta superflua. No es retórica hueca. Entraña un llamamiento a la excelencia estética de la guitarra, a la búsqueda de plenitud en el arte de las seis cuerdas, tanto en su faceta interpretativa como compositiva. Y también, claro está, un homenaje a sus más ilustres cultores: Carcassi, Carulli, Sor, Agüado, Tárrega, Llobet, Segovia, Villa-Lobos, Yepes, Carlevaro, nuestro Falú, Williams, De Lucía y tantos otros. La orquestalidad de la guitarra es la virtud más distintiva de aquellos guitarristas selectos que, habiendo hecho de la perpetua insatisfacción un método de autosuperación, han conseguido demostrar que su arte es más, mucho más, que un oficio correctamente hecho. Celebremos sus ansias de grandeza.

Federico Mare