¿Qué hay en la vida? Morimos pronto, morimos todos; no vivimos.
Nada vive sino lo que hacemos de nosotros mismos,
lo que hicimos con nosotros; la creación vive; la criatura no,
sólo el creador. Nada vive más que la acción de las manos honestas
y la obra del espíritu verdaderamente puro.
Gustav Landauer
Hagamos de cuenta que fuese 9 de agosto de 2013. Entonces escribiría:
Las musas están de luto. La congoja embarga a todas las almas sensibles que aman la música enraizada en la poesía de nuestra tierra. Eduardo Falú, figura mítica del folklore argentino y latinoamericano, ha fallecido. Hace tiempo retirado de la actividad artístico-profesional, la muerte lo sorprendió en su hogar de Buenos Aires, la tarde de hoy, viernes de invierno.
En diez días se cumplirán diez años, pero mejor –más alegre, menos sombrío– es recordar juntos su nacimiento, que este mes cumplió su centenario, pues Falú vino al mundo un 7 de julio de 1923. Sirva este texto de conmemoración y homenaje, en señal de aprecio y gratitud.
Maestro Falú, portento de la guitarra, cantor de nuestro terruño, trovador de querencias primordiales, demiurgo de la belleza hecha sonido, por siempre vivirás en nuestra memoria.
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Eduardo Falú es, a mi modesto entender, el más insigne guitarrista y compositor de las seis cuerdas que ha dado nuestro país, y una de sus voces cantoras más distintivas. Supo como pocos amalgamar los diversos géneros tradicionales de la Argentina profunda con la música culta de la academia, alumbrando canciones y piezas instrumentales de exquisita belleza, pletóricas de encanto telúrico y virtuosismo clásico. Con esa inconfundible voz grave y dulce de bajo-barítono, y con esos dedos enormes pero ágiles hechos para el prodigio, compuso e interpretó infinidad de zambas, vidalas, bagualas, milongas, estilos, cuecas, chacareras, gatos, villancicos, tonadas, carnavalitos, huainos y bailecitos que hoy ya son parte esencial de nuestro patrimonio artístico-cultural como pueblo.
Tuvo, además, el inapreciable mérito de asegurarse, a lo largo de toda su dilatada y prolífica carrera, la colaboración letrística de grandes poetas como Jaime Dávalos, León Benarós, Manuel Castilla, Albérico Mansilla y Hamlet Lima Quintana. “Siempre sostuve –reconoció con sinceridad en una ocasión– que la música es importante, pero si no estuviesen estos poetas magníficos que pintaban el paisaje con señorío, hoy mi obra no sería popular”. Falú también se dio el lujo de trabajar en sociedad con escritores de la talla de Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato, en ambos casos con resultados estéticos y una repercusión pública notables.
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Eduardo Yamil Falú nació en la pequeña localidad de El Galpón, departamento de Metán, Salta, no muy lejos de la capital provincial, en el seno de una familia de inmigrantes siriolibaneses. Desde muy niño vivió en San Miguel de Metán, ciudad cabecera de dicho departamento, donde su padre tenía un almacén de ramos generales. Comenzó a aprender guitarra de manera autodidacta a los 11 años, y a los 14 se mudó a la ciudad de Salta, donde tuvo la posibilidad de cursar sus estudios secundarios y desarrollar su vocación musical.
En la capital salteña, asimismo, hizo su debut como folclorista a los 17 años, en compañía del conjunto Los Troperos. Corría entonces el año 1940. Muy poco tiempo después, formó un dúo con el poeta y letrista César Perdiguero, a quien había conocido en el colegio secundario. Luego de una gira como solista por las provincias norteñas, se incorporó al grupo La Tropilla de Huachi Pampa, en calidad de primera guitarra y compositor. De esa etapa, datan sus recordadas creaciones La fuga del sol y Coquita y alcohol, ambas con esa impronta andina tan característica de buena parte de su producción artística. Pero sus compromisos profesionales no le impidieron seguir perfeccionando su técnica guitarrística y ampliar sus conocimientos musicales, convirtiéndose precozmente en un virtuoso intérprete de las seis cuerdas y un compositor de notable talento. Por entonces, también trabaría una amistad fecunda con varios jóvenes poetas de la provincia llamados a dejar una huella indeleble en la literatura salteña: los hermanos Dávalos, Díaz Villalba, Saravia Linares…
A los 21 años, cumplido el servicio militar, Falú decidió probar suerte en Buenos Aires. Arribó a la gran urbe porteña acompañado por su amigo Perdiguero, con quien debutó el 3 de mayo de 1945 en una audición de Radio El Mundo. De ese tiempo son sus composiciones Tabacalera, Albahaca sin carnaval e India Madre, todas de rítmica andina. La mayor metrópoli del Plata, epicentro de la vida cultural argentina, sería para el joven Falú el lugar de su plena consagración artística y profesional. En ella mucho tuvo que ver su paisano Jaime Dávalos, notable poeta de vanguardia con quien formó un dúo a fines de la década del cuarenta. De esta alianza poético-musical brotarían canciones memorables, como Zamba de la Candelaria y Vidala del nombrador. Aprovechando su nuevo lugar de residencia, Falú resolvió continuar enriqueciendo sus saberes musicales tomando clases de armonía con el afamado compositor y pianista Carlos Guastavino.
La década del cincuenta fue para Falú un período de intensa labor creativa, creciente popularidad e innumerables presentaciones concertísticas: grabación de varios discos, frecuentes presentaciones radiales y televisivas, giras maratónicas por el país y el exterior… El gran guitarrista salteño llevó su música a países como Francia, Italia, Estados Unidos, Unión Soviética, Japón… La República Argentina y el mundo todo se deleitaron y deslumbraron con sus composiciones en estudio e interpretaciones en vivo.
Su estrella no declinó en los dos decenios siguientes. En los años sesenta y setenta, Falú siguió editando nuevos singles y long-plays, y emprendiendo nuevas giras nacionales e internacionales. Recorrió varias veces Europa, América del Norte, América Latina y Japón, ofreciendo centenares de shows que consolidaron su merecido prestigio mundial como autor y concertista. Llegó incluso a dictar, en aquellos tiempos dorados, varios seminarios en el Viejo Continente (Ámsterdam, Múnich, Córdoba, Castres).
Falú se casó con Aída Nefer Fidélibus, que le daría dos hijos: Eduardo y Juan José. El segundo de ellos, siguiendo los pasos de su progenitor, se convertiría en guitarrista, igual que su sobrino (Alfredo) Juan Falú. Ninguno de ambos ha ocultado jamás su deuda artística con don Eduardo. Todo lo contrario: lo han elogiado, interpretado y homenajeado infinidad de veces. Falú padre e hijo tuvieron la inmensa dicha de compartir el escenario en varias ocasiones, como en 1987, cuando se presentaron en el Music Hall de Nueva York, o como en 1992, cuando actuaron en el St. John’s, Smith Square de Londres.
En los años ochenta y noventa, con el lento tránsito de la madurez a la senectud, la vida de Falú fue perdiendo esa febril intensidad de antaño, en lo que a su labor artística concierne. De manera progresiva, sus lanzamientos discográficos y presentaciones en vivo se hicieron más espaciados, situación que coincidió con el declive de la popularidad del folklore en nuestro país. Pese a todo, no faltaron momentos de gloria, como el mítico concierto que brindó en los Reales Alcázares de Toledo promediando la década del ’80, y que fuera transmitido por la Televisión Española, disponible en YouTube; o el recital que ofreció en Londres en el marco del Royal Festival May de 1996, con el acompañamiento de la English Chamber Orchestra.
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En la vasta carrera del músico salteño, especial importancia tuvo, por lo duradera y fructífera que resultó, la sociedad con Jaime Dávalos. Baste este puñado de títulos para probarlo: Tonada del viejo amor, Las golondrinas, Zamba de un triste, Cueca del arenal, Trago de sombra, Resolana, La Nostalgiosa, Rosa de los vientos, Cuando se dice adiós… Todas canciones de inconmensurable e imperecedero valor para el folklore argentino.
Un párrafo aparte merece su trabajo en conjunto con Ernesto Sábato. En 1965, el guitarrista y el escritor grabaron Romance de la muerte de Juan Lavalle. Se trata de un álbum conceptual en el que Sábato, con el acompañamiento musical en guitarra de Falú, recita los fragmentos de su novela Sobre héroes y tumbas alusivos a los días postreros del general unitario y la epopeya póstuma de su Legión. Obra profunda y cautivante, épica y trágica, síntesis perfecta entre el arte de los sonidos y el arte de las palabras, Romance de la muerte de Juan Lavalle es, para algunos, el punto más alto en la trayectoria creativa del guitarrista y compositor salteño. Dado que en Naglfar, nuestra sección literaria, hemos publicado en simultáneo los susodichos extractos de Sobre héroes y tumbas, con una nota final que se explaya sobre el disco, nada más diremos de este aquí.
También merece una mención especial la Suite Argentina, grabada en 1971 junto a la Camerata Bariloche. Quizás sea esta obra instrumental el testimonio más acabado de sus ambiciones estéticas. En ella, lo folklórico y lo clásico se fusionan con una excelencia inigualable. Puede oírse el audio íntegramente YouTube. Una Segunda Suite Argentina vio la luz en el año 1999, esta vez en conjunción con la Orquesta de Cámara Municipal de la ciudad de Rosario. No nos olvidemos de los temas instrumentales sueltos de su repertorio, suyos y prestados, que son innumerables: Nevando está, El cóndor pasa, Fuga de sol, Variaciones de milonga y La luna sobre las ruinas del castillo… Los dos últimos, poco conocidos o recordados, son sublimes. Traten por favor de escucharlos.
Aunque en las letras de sus canciones predomina la temática lírica ligada a la evocación telúrica de la Argentina interior, y a inquietudes existenciales como el amor o la nostalgia, no faltan en ellas los tópicos de índole histórico-épica o social y política. Ejemplo de lo primero son el precitado Romance… y el álbum de Jorge Cafrune El Chacho: vida y muerte de un caudillo (1965), en el cual la dupla Falú-Benarós colaboró con dos hermosas composiciones: Triunfo del Chacho y Llanto por el Chacho (la segunda sería después reversionada magistralmente por Falú, tanto en guitarra como en voz). Muestras de lo segundo son Tabacalera (1942) y Canto al sueño americano (1971), con letras de Perdiguero y Dávalos, respectivamente, en las cuales la denuncia y la utopía son evidentes (la canción Tabacalera, por caso, concluye con el contundente verso “Otros llevan las ganancias, y yo cosecho dolor”).
No sorprende, entonces, que Falú haya sido censurado por la última dictadura militar, como tantos otros músicos de la época que no se callaban. El Comité de Radiodifusión (COMFER) prohibió, por ejemplo, su canción Canto a Sudamérica (1973), cuya letra, escrita por Dávalos (¡cuándo no!), decía así:
Nadie la para ya, no pueden detenerla
ni la calumnia, ni el boicot, ni nada.
Ni el odio temeroso, porque sabe que la tierra
jamás fue derrotada.
Este es un continente de aventura,
que a los aventureros se los traga,
les sube por la sombra, despacito,
y el ojo codicioso les socava.
América, animal de leche verde,
por la gran cordillera vertebrada,
hunde el hocico austral bajo del Polo
y descansa en su fuerza proletaria.
Camina hacia la luz, lenta y segura,
con el polen del sol en las entrañas
y su destino torrencial, fijado está
en el tiempo por la Vía Láctea.
Vendrán los desahuciados de la tierra
buscando sus riquezas legendarias,
hasta que un día, en una sola greda,
se confundan las lenguas y las razas.
El hambre, la violencia, la injusticia,
la voluntad del pueblo traicionada,
no harán sino apurar su rebeldía,
no harán más que apurar en sus entrañas
una revolución que viene a unirnos
en una sola espiga esperanzada,
porque América, tierra del futuro,
igual que la mujer, vence de echada.
“Fuerza proletaria”, “desahuciados de la tierra”, “el hambre, la violencia, la injusticia”, “la voluntad del pueblo traicionada”, “rebeldía”, “revolución”… Falú cantaba versos de Dávalos con esta fraseología de izquierda nada metafórica. ¿Más ejemplos? Aquí va uno antiimperialista:
Despierta, juventud americana:
realiza la unidad continental;
rompiendo las fronteras provincianas,
herencia del sistema colonial.
Es la primera estrofa del ya citado Canto al sueño americano. Hay más versos contestatarios allí: “El día en que los pueblos sean libres/la política será una canción”, “agrario símbolo de solidaridad”… Cosas así cantaba Falú. La Junta Militar y el COMFER no eran zonzos. Estaban formados en la Doctrina de la Seguridad Nacional. No se chupaban el dedo. No comían vidrio.
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Dijo Falú de ese objeto «numinoso» que marcó a fuego toda su existencia: “pocos instrumentos son capaces de expresar emoción, patetismo, alegría y todos los estados del alma con tanta fidelidad como la guitarra”. En otra ocasión manifestó: “Mi relación con la guitarra es muy armónica y afectuosa. En el medio siglo que dura, ella y yo aprendimos a tenernos paciencia. Presiento que es un vínculo que seguirá hasta que nos separe la muerte”. No se equivocó.
De sus manos taumatúrgicas, dijo: “los callos están durmiendo sobre las yemas. Sin ellos no podría tocar. Segovia los mimaba. Estas manos tienen alma. Guardan la memoria de años”.
De su vocación por el arte folklórico: “esta es una profesión muy agradable. Jaime [Dávalos] decía que servía para ponerle palabras y música al silencio del pueblo. Y mire, tengo muchos premios, pero siendo enteramente sincero, puedo decir que el mejor premio es el que me da la gente con su aplauso”.
Y de su inspiración telúrica: “el hombre es tierra que anda. Todo lo que uno tiene adentro y entrega en el arte es lo que su tierra le dio para nutrirse”.
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En un interesante obituario que escribió para Página/12, Diego Fischerman habló de la necesidad de reencontrarse con el Falú más primigenio y auténtico, con un Falú despojado del mármol patriotero, liberado de esa pesada carga que ha sido el exceso de canonización oficial y rutinización escolar de su figura como músico laureado de la nación argentina. Concuerdo plenamente con esa propuesta. Su concreción sería, además, un acto de reparación que por demasiado tiempo fue postergado; y que hoy, con el deceso del guitarrista, resulta más urgente que nunca.
Quizás el mejor homenaje póstumo que podamos ofrecerle a don Eduardo Falú sea el de recordar los versos llenos de lucidez sapiencial que el poeta Albérico Mansilla escribió para la canción Tiempo de partir allá por 1978, y que el músico habría de inmortalizar con su voz profundísima y sus taciturnos arpegios de vigüela.
Qué me puede importar, después de todo
El trance de partir, si yo he logrado
Llenar cada minuto transcurrido
Con un claro vivir enamorado
Si la vida no fue, en definitiva
Solo un motivo para haber amado
Qué me puede importar el corto tiempo
Que resta por vivir, si la jornada
Tiene un punto final ya establecido
Y la vida es la muerte demorada
Si hay un tiempo de amar que yo he vivido
Y otro de soledad, olvido y nada
Tras los cerros, de a poco
Como en lenta agonía
Dibujando ceibales
Muere, lejano, el día
Renacerá la luz y nuevamente
Cobrará su perfil la serranía
Cobrará su perfil la serranía
Un tiempo de partir va señalando
La urgencia de vivir como yo quiera
El rigor del invierno justifica
El ansia de gozar la primavera
Si no pude encontrar la buena senda
Prefiero equivocarme a mi manera
Quiero quedarme aun cuando me vaya
En la memoria de quienes me han querido
En los versos triviales que repita
Con su cantar algún desconocido
O regresar en el perfil de un niño
Como ese amanecer que ha renacido
Tras los cerros, de a poco
Como en lenta agonía
Dibujando ceibales
Muere, lejano, el día
Renacerá la luz y nuevamente
Cobrará su perfil la serranía
Cobrará su perfil la serranía
Bellísimo poema es Tiempo de partir, ¿verdad? Pero más bello es oírlo en la voz y la guitarra de Falú. No dejen de escuchar esta canción, como las demás que he mencionado, todas fácilmente hallables en Internet. Y hablando de tiempo de partir, ¿es tiempo de partir aquí también? No todavía.
Del ego y la belleza en el arte de la guitarra
Quiero ahora detenerme en un aspecto del arte de Falú: la idea que Falú tenía de lo que un guitarrista cabal debe ser, tanto en su faceta compositiva como interpretativa. Idea con la que acuerdo plenamente. Idea de raigambre clásica, que muchos otros grandes maestros de las seis cuerdas encarnaron a lo largo de la historia de este instrumento; y que hoy, y desde hace algún tiempo, claramente está en crisis. No me consta que Falú haya alguna vez explicitado ese ideal en palabras, aunque de cualquier modo, y como no puede ser de otra manera, se halla implícito en su obra misma. Atraviesa todas sus canciones y piezas instrumentales. Y también lo entrevemos, la palpitamos, en todo su dilatado desempeño concertístico. Esa idea tiene mucho valor estético, sobre todo en estos tiempos que corren.
Falú pertenece a una vieja tradición de guitarristas que han concebido la música como un fin en sí mismo, como ars gratia artis o «arte por el arte». Digo estas palabras en un sentido lato, genérico. No me refiero al esteticismo a ultranza del movimiento parnasiano, la repulsa del arte con preocupaciones sociales o políticas. No, nada de eso. A lo que aludo es a la noción de que el arte, ya sea purista o comprometido (aquí esta distinción carece de importancia), es algo que debe trascender el ego narcisista del artista. Nótese que no hablo de ego a secas, de subjetividad; sino de ego narcisista. El adjetivo no es un epíteto redundante, sino un calificativo que pretende dar cuenta de una variante del ego, entre otras. No es posible ni deseable (¿quién no sabe todavía esa verdad de Perogrullo en estos tiempos tan desmedidamente subjetivistas?) un arte objetivo, aséptico, no determinado por la subjetividad del artista que lo crea, que lo produce. Pero sí es posible y deseable un arte cuya subjetividad inmanente no haya quedado atrapada en las pesadas redes de la egolatría, la soberbia, la pedantería.
Alerta: la fiebre del posmodernismo ha calado muy hondo también en el mundo de la guitarra. La tendencia es general, y no hay género que no acuse su poderoso influjo: jazz, blues, rock, flamenco, tango, folklore… ¿Cuál ha sido la principal manifestación de este fenómeno? La proliferación de un nuevo tipo humano-musical: el guitar hero. El guitarrista posmoderno, el guitar hero, es un compositor e intérprete de las seis cuerdas insufriblemente ególatra, desmesuradamente vanidoso, que ve en la música un mero instrumento para satisfacer su narcicismo, un simple medio para realizar su deseo de ser idolatrado por el público, la crítica y sus colegas. Pero, ¿acaso no hay en él algún ideal de belleza a alcanzar? Claro que lo hay, pero ese ideal es una racionalización –en sentido freudiano–, vale decir, una coartada inconsciente que enmascara la realidad culposa del propio narcisismo. En sus composiciones e interpretaciones, el guitar hero busca, ante todo, deslumbrar, causar impacto, demostrar todo lo que sabe a cada instante. Es, por consiguiente, un músico exhibicionista, efectista y tecnicista, propenso a malograr –e incluso a sacrificar desde el inicio– la belleza de su creación o ejecución con inoportunos excesos de virtuosismo pirotécnico. La extrema velocidad, la digitación intrincada, la sofisticación rítmica y los extensos solos instrumentales dejan de ser recursos de uso eventual supeditados a las necesidades de una estética más elevada o ambiciosa, y se convierten en un falso sucedáneo de la belleza. Si antes la complejidad técnica era una situación contingente del desarrollo musical –una situación que no se debía buscar ex professo, pero para la cual siempre el guitarrista debía estar preparado–, ahora es, cada vez más, una necesidad constante, permanente, que opera como hilo conductor y razón de ser de dicho desarrollo. Este funesto trastocamiento no es unánime, desde luego. Por fortuna, todavía quedan y surgen guitarristas que priorizan la música a su ego. Pero la tendencia es bastante general, y debiera ser motivo de mayor atención y preocupación.
Por el contrario, Eduardo Falú, al igual que tantos otros guitarristas de la vieja guardia —Sor, Aguado, Tárrega, Llobet, Sainz de la Maza, Segovia, Yepes, etc.— siempre concibió el virtuosismo como un medio al servicio de la música. La excelencia técnica no era para él la meta última de sus interpretaciones y composiciones, sino, tan solo, su punto de partida, apenas una de las múltiples condiciones de posibilidad que tiene la creación de belleza. Hay dos conceptos aristotélicos que vienen al dedillo para caracterizar por la negativa y positiva la relación de Falú con la música: poiesis y praxis. Para Aristóteles, poiesis es una actividad meramente utilitaria, orientada a la prosecución de un resultado externo; mientras que praxis es una actividad autorreferencial, valorada como fin en sí mismo y no como un peldaño para arribar a otro objetivo. En Falú, la ejecución y la composición guitarrísticas no son una poiesis centrada en la exhibición egocéntrica de destreza técnica —como en el guitar hero posmoderno—, sino una praxis: hacer música para la música.
No quiere esto decir que Falú y todos los demás guitarristas de la vieja guardia no tuvieran ego. Claro que también lo tenían, y enhorabuena, porque el amor propio es parte de la naturaleza humana, y un factor de motivación y autosuperación que haríamos mal en catonizar. No es el ego per se un problema, sino su desmesura. Grandes guitarristas no han sido ni son los que carecen de amor propio, sino aquellos que aman más la música de lo que se aman a sí mismos. Porque ese amor supremo, ese anhelo superior de belleza –sea cual fuere la noción que de ella se tenga–, los protege de la ruinosa tentación del tecnicismo afectado y efectista, los vuelve inmunes al virus del exhibicionismo pirotécnico que hoy tantos estragos produce: música instrumental sin sentimiento, sin climas, sin gracia melódica… música fría, abstracta, insulsa, tecnocrática… El autobombo del mírenme, que nadie toca tan rápido y difícil como yo.
En Romance de la muerte de Juan Lavalle, ya lo hemos dicho en otra parte, Falú deja que Sábato se luzca con sus recitados, limitándose al rol de acompañante. Posiblemente sea esta circunspección, esta mesura, el mayor legado que nos ha dejado el maestro Falú. Atributo del que también dejó testimonio en todas sus actuaciones en vivo. Porque Falú siempre tuvo muy claro, y bien presente, la profunda diferencia que existe entre un concierto de guitarra y una clínica de guitarra, entre una cita sublime de comunión con las musas y un mero espectáculo de fuegos artificiales. Por desgracia, en esta posmodernidad de egolatría desembozada, demasiados guitarristas confunden lo uno y lo otro con extrema facilidad. Sobran los violeros virtuosos y escasean los que son, también, buenos compositores.
Es preciso volver a las fuentes. De nada vale el talento de tocar rápido o difícil si no se sabe aprovecharlo para alcanzar horizontes más lejanos que la exhibición afectada y efectista. Hay que redimir a la guitarra del yugo narcisista de la tecnomanía, restaurando en todo su esplendor el clásico primado de la vocación estética. En suma, se necesita menos poiesis del ego, y más praxis de la belleza, como en la música de don Eduardo Falú.
Federico Mare