Ilustración: Juan Manuel Blanes, Conducción del cadáver de Juan Lavalle por la quebrada de Humahuaca (óleo sobre lienzo, 1889, Museo Histórico Nacional, Buenos Aires).



Nota preliminar.— La literatura argentina no sería lo que es sin Sobre héroes y tumbas, la obra cumbre de Ernesto Sábato, tantas veces leída y releída, elogiada y discutida, analizada e interpretada, reimpresa y reeditada, traducida y emulada desde que viera la luz casi milagrosamente en 1961, tras insistentes pedidos o sugerencias de sus amigos y su esposa, quien salvó el manuscrito de las llamas. Su influencia en las letras rioplatenses e hispanoamericanas ha sido colosal, igual que su impacto sobre el imaginario cultural de –y sobre– la Argentina. Muchos escritores y críticos literarios coinciden en considerarla la mejor novela argentina del siglo XX –o cuanto menos la ubican en el podio de las tres más sobresalientes–, así como una de las mejores de la narrativa latinoamericana contemporánea. Objeto de numerosas traducciones (francés, inglés, italiano, alemán, portugués, rumano, danés, etc.), ha logrado una proyección universal muy notable, dentro y fuera del mundo de habla castellana.
Ficción extensa e intensa, ambiciosa en su concepción y magistral en su ejecución, tiene todo lo que podría esperarse de una gran novela cercana a la perfección: trama compleja y atrapante, sello de originalidad, frenesí narrativo, remansos descriptivos y reflexivos, diálogos memorables, fuerza y belleza poéticas, pasajes aforísticos y meditaciones filosóficas de sublime profundidad, vasta y polifacética erudición, sensibilidad humana y social, imaginación onírica o alucinatoria sin frenos, agudeza psicológica y sociológica, finas pinceladas de humor irónico, guiños a la cultura popular, inquietudes morales y metafísicas de toda índole, carnadura geográfica localista (los espacios urbanos de la babélica Buenos Aires, la ruralidad montañesa de la Puna, la plana inmensidad de las pampas), mucha carga político-ideológica, criticidad y debate, parresía… Añádase su eclecticismo o mudanza de géneros, estilos e influencias (Bildungsroman, novela psicológica, saga familiar, epopeya, thriller policial, tragedia, sátira, fantasía surrealista, cuatro de costumbres, memorias, relatos de misterio y horror, ficción filosófica, ensayismo hispanoamericano, existencialismo, tradición romántica, sociología criolla, platonismo, hermetismo, onirismo, malditismo, tango, etc.); sin olvidarnos de sus metáforas y parábolas, a veces fácilmente discernibles, otras más sutiles, que constituyen un universo paralelo y caleidoscópico de una hondura inconmensurable.
Y súmese a todo eso su alta densidad histórica, su frondosa dialéctica entre pasado y presente, su obsesión por el problemático y singular devenir de la nación argentina: sus divisiones y conflictos, sus traumas y tragedias, sus recurrencias y dilemas, sus antinomias y paradojas, sus utopías y desilusiones. Ambientada en el aciago bienio de 1953-55, durante el ocaso del primer peronismo, en la marea ascendente de una furibunda oposición «gorila» que culminará en el bombardeo de Plaza de Mayo por la Aviación Naval –y que provocará una reacción popular iconoclasta: la quema de iglesias–, contiene, sin embargo, numerosas analepsis y evocaciones que nos retrotraen a los tiempos anteriores a Perón: referencias a la Década Infame, a la dictadura de Uriburu, a la época de los gobiernos radicales, a la Argentina agroexportadora de Roca y sucesores, al auge de la inmigración europea, a la edad de oro del anarquismo, al declive de la comunidad afroporteña.
Pero, más que nada, Sobre héroes y tumbas abunda en alusiones a las guerras civiles entre unitarios y federales de 1828-1852, período violento y caótico, cruento como pocos, signado por las luchas intestinas, por las discordias facciosas entre los detractores y partidarios del caudillo bonaerense Juan Manuel de Rosas. Hablamos de revanchismo, de persecución política, de conspiraciones e invasiones, de rebeliones armadas y golpes de estado, de coaliciones entre provincias e intervenciones extranjeras, de sangrientas batallas campales y matanzas de prisioneros, de montoneras y Mazorca, de cárcel y destierro, de fusilamientos y degüellos. Una espiral bélica sin fin de odio fratricida.
Un peculiar episodio de las guerras civiles rioplatenses concita una muy especial atención en esta novela: la larga y numantina retirada hacia el norte de la Legión Libertadora de Lavalle, tras las desastrosas derrotas de Quebracho Herrado y Famaillá ante las huestes federales de Oribe, leales a Rosas; odisea que culmina con la trágica muerte del general unitario en Jujuy a manos de sus enemigos, y la huida desesperada de sus últimos seguidores hacia Bolivia con los restos del difunto líder, bajo el juramento de evitar a toda costa su profanación y exhibición. El criollo porteño Juan Galo de Lavalle (1797-1841), héroe de caballería en las guerras de Independencia y en la conflagración contra el imperio del Brasil, comandante veterano de las guerras civiles del Plata, enemigo acérrimo de Rosas, había encabezado en 1839, desde el exilio uruguayo, una expedición al Litoral argentino para derrotar y derrocar al dictador reputado de tirano; pero la aventura no prosperaría, más allá de algunos éxitos iniciales de modesta importancia, como la victoria de Yeruá en Corrientes. Vencido en Sauce Grande, Entre Ríos, por las tropas del gobernador Pascual Echagüe; y no habiendo conseguido el apoyo popular que esperaba cuando la escuadra francesa lo ayudó a desembarcar en la ribera bonaerense del Paraná (la plebe rural y urbana de Buenos Aires no había olvidado ni perdonado el fusilamiento de su caudillo federal Manuel Dorrego, ocurrido más de diez años atrás), desistió de tomar la urbe porteña y se replegó con sus legionarios hacia el Interior, donde la Coalición del Norte, bloque de provincias insurrectas recientemente creado por los unitarios del Interior, le ofrecía su brazo armado: el ejército del coronel Gregorio Aráoz de Lamadrid. Pero una desinteligencia entre este y Lavalle acabó en la mencionada catástrofe de Quebracho Herrado (Córdoba, 1840), cuando la Legión debió trabar combate en solitario con las fuerzas de Oribe, sin haberse podido reunir antes –como estaba planeado– con las tropas de Lamadrid. Sobrevendrían más derrotas calamitosas, como Rodeo del Medio (Mendoza, 1841), donde las huestes del general rosista Ángel Pacheco arrollaron y diezmaron al ejército de Lamadrid, y lo obligaron a exiliarse precipitadamente en Chile cruzando la cordillera antes del deshielo, con cuantiosas bajas. Cinco días antes, el 19 de septiembre, en la localidad tucumana de Famaillá, la Legión de Lavalle se había entreverado con las fuerzas federales comandadas por el caudillo oriental Manuel Oribe, que la doblaban en número. La derrota es aplastante y sangrienta, sin atenuantes, irreversible. El general unitario y lo poco que queda de su Legión Libertadora se retiran humillados, maltrechos y desanimados hacia el norte, hacia Salta, con la quimérica esperanza –rápidamente abortada por las deserciones– de improvisar una guerra de guerrillas en las serranías. Ahí comienza el triste y desangelado relato de Sábato, que consiste en una suerte de romance o cantar de gesta alterado, resignificado, atormentado por el pathos trágico de la conciencia existencialista y su hondo simbolismo poético-filosófico.
Se trata de una narración fragmentada, entremezclada con la trama principal de la novela, a la que asiste o complementa de múltiples maneras. Ante todo, dándole espesor histórico y basamento genealógico a la saga familiar, y echando luz sobre los enigmáticos personajes del linaje Olmos: su decadencia, su idiosincrasia, sus excentricidades, sus traumas, sus manías. Pero también habilitando un segundo plano de lectura en clave metafórica o parabólica, a modo de un palimpsesto en el que subyacen profundos, complejos y esclarecedores paralelismos –narrativos, psicológicos, morales, históricos, existenciales– que conjugan la búsqueda estética con cierta intención didáctica. Los fragmentos son numerosos y de disímil extensión, y se hallan diseminados con letra cursiva a lo largo del capítulo 12 de la primera parte y los capítulos 4 a 7 de la tercera parte, no siempre en orden cronológico.
Nacido en el seno de una familia patricia de Buenos Aires, Lavalle abandonó sus estudios prematuramente en la adolescencia, luego de la Revolución de Mayo, hacia 1812, para alistarse como cadete en el Regimiento de Granaderos a Caballo, creado y dirigido por San Martín, veterano de las guerras napoleónicas. Tenía entonces apenas 15 años. Allí abrazaría las nuevas ideas del credo revolucionario liberal propagadas por su comandante, que era miembro de la Logia Lautaro, y que se había formado y fogueado en una España movilizada, radicalizada e insurreccionada por la invasión de Napoleón, en el contexto general de una Europa impactada por la Ilustración, la Revolución Francesa y el largo ciclo de guerras que esta y la ulterior aventura imperial del bonapartismo desataron. El jovencito Juan Galo ascendió pronto a teniente, y en 1814 tuvo su bautismo de fuego combatiendo contra los realistas en el sitio de Montevideo, bajo las órdenes del general Alvear. Un año después, luchó contra las montoneras del caudillo oriental José Gervasio Artigas en las filas del ejército directorial –centralista– comandado por Dorrego, su futuro rival, en lo que podría considerarse retrospectivamente la génesis de la guerra civil entre unitarios y federales.
En 1816 marchó a Mendoza para incorporarse al Ejército de los Andes en formación, con el que San Martín pensaba liberar Chile y Perú. Al año siguiente, participó como granadero de la gesta del cruce cordillerano y la liberación del país trasandino, descollando en la batalla de Chacabuco (feb. 1817), el sitio de Talcahuano (dic. 1817) y nuevamente en la batalla de Maipú (1818) por sus destrezas ecuestres y guerreras, su valentía e impetuosidad (a menudo temerarias), su liderazgo carismático, su patriotismo revolucionario y abnegado, y sus ambiciones heroicas de gloria militar. San Martín lo promocionó a capitán luego de Chabuco, donde había hecho estragos en la infantería realista. No escatimó elogios con él, al punto que llegó a sentenciar: “Lo que Lavalle haga como valiente, muy raro será el que lo imite y el que lo exceda, ninguno”. Todavía muy joven, se convirtió en uno de los oficiales de caballería más destacados y prometedores del ejército sanmartiniano, alimentando su fama también fuera de los campos de batalla con su cortesía caballeresca, su proverbial orgullo –que lo hacía propenso a las insubordinaciones y los duelos– y sus galanterías donjuanescas.
En 1820, junto a otros patriotas rioplatenses y chilenos, se embarcó hacia el Perú –bastión de la contrarrevolución realista en Sudamérica– como parte de la Expedición Libertadora que dirigía San Martín. Intervino en la campaña a la Sierra bajo el mando de Arenales, y triunfó con él en la batalla de Cerro de Pasco.
Luego acompañó al general venezolano Sucre en la liberación de Quito, consiguiendo una victoria imposible en el combate de Riobamba (1822), la mayor proeza de caballería en las guerras de independencia del continente americano, equiparable no por su escala –pequeña– pero sí por sus características, a las legendarias hazañas de los húsares napoleónicos: desde lo alto de una loma, con audacia suicida, al frente de un escuadrón de apenas 96 avezados granaderos que fungía de vanguardia, el mayor Lavalle lanzó una sorpresiva, celerísima y furiosa carga frontal contra un enemigo cuatro veces superior en cantidad de efectivos, a punta de sable y a grito de “¡A degüello!”, sin disparar una sola bala, sin ningún apoyo de artillería ni infantería, infligiéndole numerosas bajas a los «godos». La arriesgada y espectacular acción no careció de astucia, pues Lavalle supo aprovechar el momento en que los realistas atravesaban un desfiladero que les obligaba a angostar su frente. Tras la embestida, el oficial argentino ordenó un repliegue táctico al trote para recibir la carga de caballería adversaria lo más lejos posible de su infantería. Sucre creyó perdida a su vanguardia, y reprobó la decisión de Lavalle por imprudente, negándose a enviar el auxilio que insistentemente le pedían, por juzgar que sería demasiado peligroso: “El comandante Lavalle ha querido perderse, que se pierda solo”. Hasta que el ruego elocuente del coronel Ibarra, sobrino de Bolívar, lo conmovió, y medio centenar de dragones colombianos mandados por el mayor Rach cabalgaron en socorro de los granaderos argentinos. Entonces Lavalle ordenó una segunda carga que, a pesar del refuerzo recibido, fue tan o más temeraria que la primera, porque ya no hubo sorpresa y porque la proporción fue esta vez de uno contra cinco. La caballería patriota se precipitó al galope contra el enemigo, sableándolo, diezmándolo y dispersándolo hasta el fondo de la llanura de Riobamba. Esta victoria en vanguardia allanó el camino para el decisivo triunfo de Sucre en la batalla de Pichincha, un mes después, que aseguró la independencia del país que luego se llamaría Ecuador, y donde Lavalle volvería a brillar. Cubierto de gloria, Lavalle cosechó grandes elogios de Sucre (quien olvidó su disgusto ante los hechos consumados), y también del mismo Bolívar (quien luego criticaría su temeridad y altivez a raíz de una discusión, aunque sin desconocer sus virtudes). Fue condecorado por su heroicidad, igual que sus granaderos, y se ganó para siempre el insigne apodo de el León de Riobamba.
Ese mismo año participó de la primera campaña de Puertos Intermedios en la costa sur del Perú, bajo las órdenes de Alvarado. Fue una iniciativa desgraciada, pero Lavalle mitigó el desastre en la retirada final, con una nueva y memorable carga de caballería que dio protección a las tropas patriotas cuando se reembarcaban. En reconocimiento a su actuación, fue ascendido a coronel.
De vuelta en las Provincias Unidas del Río de la Plata hacia 1824, pronto se involucró en las disputas políticas, tomando partido por la causa unitaria en Mendoza (donde también contrajo matrimonio). De regreso en Buenos Aires, y habiendo estallado la guerra contra el Brasil, fue designado coronel del 4° Regimiento de Caballería. En la campaña a Rio Grande do Sul de 1827, obtuvo victorias resonantes en Bacacay y Ombú, e hizo una contribución invaluable al gran triunfo de Ituzaingó, que le mereció la promoción a general. Herido en Camacuá, retornó a Buenos Aires de licencia.
Los elitistas unitarios porteños (Agüero, Del Carril, etc.), liberales republicanos pero no demócratas, recurrieron al héroe de guerra repatriado para destituir manu militari a Dorrego, el federal y popular mandatario de la provincia de Buenos Aires, al que acusaban de demagogo. En 1828, Lavalle fue electo gobernador, venció a su antiguo comandante en Navarro, lo tomó prisionero y no defraudó las macabras expectativas de venganza de su facción: hizo fusilar a Dorrego sin proceso ni juicio alguno, desmesura oligárquica preñada de infortunios –para él, para su partido y para toda su patria, cual caja de Pandora– de la que, con el transcurso de los años, llegaría a arrepentirse con sincera culpa y dolor, aunque su contrición será en vano. Su gobierno duró poco: vencido por los caudillos federales Estanislao López y Juan Manuel de Rosas en Puente de Márquez (1829), debió renunciar y exiliarse en Uruguay. Rosas se convertiría en el nuevo gobernador de Buenos Aires, recibiendo la suma del poder público. Así empezaba la larga era del rosismo, que, con el paso del tiempo, iría extremando sus pulsiones autoritarias, conservadoras, facciosas y represivas, y extendiendo la hegemonía porteña (centralismo económico y político en sordina, camuflado con la vehemente retórica del federalismo y su liturgia obsesiva de la divisa punzó) sobre el resto del país, en lo que representa una de las mayores ironías o paradojas de la historia argentina.
Durante el decenio de 1830, como otros exiliados unitarios en Montevideo, hizo varios intentos infructuosos de retornar a la Argentina para derribar por la fuerza a Rosas, al mismo tiempo que se enredaba en la política facciosa del Uruguay, totalmente imbricada con la de Argentina. Así como los federales se aliaron con los blancos, los unitarios se asociaron a los colorados. En 1838, Lavalle apoyó la asonada de Fructuoso Rivera, y coadyuvó a la derrota de Oribe en Palmar, quien debió asilarse en Argentina, donde Rosas lo nombró general y le confió el Ejército de la Confederación. Lleno de un resentimiento feroz contra Lavalle y los unitarios, Oribe habría de transformarse en su némesis cuando la guerra civil vuelva a estallar en la Argentina. Eso ocurrió pronto, porque pronto llegaría Lavalle con su Legión Libertadora, de la que tanto hemos hablado en nuestro comentario sobre la novela de Sábato.
No tuvo Lavalle talento para la política. No era un estadista, ni poseía inteligencia maquiavélica para las intrigas y componendas. Tampoco fue, como militar, un estratega brillante, como si lo fueron su jefe San Martín o su correligionario José María Paz. Por esas razones, Esteban Echeverría, también unitario, habría de referirse a él, en un poema escrito con amargura luego de su muerte, como “espada sin cabeza”, reprochándole que “todo estaba en su mano y lo ha perdido” y lamentándose de que su “prestigio fatal nos lleva a la derrota y a la muerte”. Las cualidades marciales de Lavalle hay que buscarlas en su valentía y gallardía, en su heroísmo, en sus dones de mando (especialmente con la caballería), en el magnetismo de su carisma, en la ejemplaridad de sus acciones como guerrero ecuestre, en su probidad y espíritu de sacrificio. Merced a esas cualidades, Lavalle era capaz de generar lealtades de una intensidad excepcional entre sus soldados y oficiales, cercanas a la idolatría. Lograba prodigios en la moral y el desempeño de sus tropas, contagiándoles su entusiasmo y bravura. Militar temperamental e impulsivo, dominado por la pasión caballeresca y obsesionado por la gloria, la estrategia y la logística nunca fueron su fuerte, aunque muchas veces mostró tener astucia e intuición tácticas en el campo de batalla, sobre todo distribuyendo y maniobrando a las fuerzas de caballería, eligiendo dónde ubicarlas, decidiendo cuándo y cómo utilizarlas para maximizar su eficacia o minimizar sus desventajas.
No fueron pocos los federales del Interior que se sumaron a la cruzada de Lavalle, desengañados con el falso y autoritario federalismo de Rosas, disgustados con la deriva centralista y dictatorial de un régimen que nunca pudo ni quiso superar su mezquino y prepotente porteñismo de origen. Entre ellos, cabe destacar al caudillo riojano Ángel Vicente Peñaloza, el legendario Chacho, antiguo lugarteniente del difunto Facundo Quiroga, de quien había sabido heredar su liderazgo sobre los gauchos y las montoneras de los Llanos. Celoso defensor de la autonomía de su humilde y postergada provincia frente al egoísta y agresivo hegemonismo de la opulenta Buenos Aires, el Chacho entendía que era una legítima necesidad –no una abominable traición, como pontificarán anacrónicamente los historiadores revisionistas propensos a la idealización romántica de Rosas– tejer una alianza táctica con sus antiguos rivales unitarios, cuyo jefe aseguraba haber aprendido de sus viejos errores políticos y pedía perdón por el magnicidio de Dorrego (llegó a prometer una pública y ejemplar expiación si entraba triunfante en Buenos Aires). No solo eso, parecía haber dejado atrás su elitismo porteñista de los tiempos rivadavianos, sin perder su magnetismo heroico y carismático. ¿Fingía en su humilde acercamiento afectivo y cultural al paisanaje? ¿O simplemente había recapacitado en la adversidad, escarmentado y crecido a los golpes; madurado en la derrota, el destierro y la pobreza, con el paso del tiempo y la contrición? Antiguas coplas del folclore argentino, como las que Sábato rescató en su novela Sobre héroes y tumbas, o en su disco con Falú del que hablaremos más adelante, demuestran que Lavalle, no obstante su unitarismo, caló hondo en el corazón de algunos sectores de la plebe rural del Interior argentino. O acaso no sea exacto ni justo decir “no obstante”, y debamos decir “gracias a él”, porque de ningún modo es cierto que las masas populares en la Argentina de Rosas fueran unánimemente federales, como quiere la vulgata revisionista, aunque sí mayoritariamente. ¿Qué hay, por ejemplo, de los afrodescendientes que militaban y combatían con fervor en el bando unitario? ¿Qué hay, por caso, del legendario mulato mendocino Lorenzo Barcala, veterano y héroe de la guerra contra el Brasil y animador conspicuo de las guerras civiles durante el rosismo, que alcanzó el grado de coronel, y que acompañó a Paz, Lamadrid y el mismo Lavalle en sus andanzas?
Está fuera de discusión que el federalismo tuvo, en general –con las salvedades y los matices que impone un rigor histórico atento a las diferencias de época o lugar, así como a las complejidades materiales o simbólicas de la vida colectiva– mayor sensibilidad social y cintura política que el unitarismo para articular y canalizar demandas plebeyas, mayor capacidad y voluntad para movilizar a las clases bajas del campo y la ciudad. Pero no debemos perder de vista que ambos partidos aceptaban por igual, en lo fundamental, el status quo poscolonial, con su lenta expansión y desarrollo del capitalismo (propiedad privada, circulación de mercancías, trabajo asalariado, comercio exterior, inversiones extranjeras, innovaciones tecnológicas, acumulación de capitales, rentas, bancos, diferencias de riqueza, desigualdad de clases, etc.), limitándose a divergencias como centralismo o autonomismo, libre cambio o proteccionismo, clericalismo o secularismo, sufragio masculino universal o limitado, libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay o exclusivismo portuario de Buenos Aires, nacionalización o no nacionalización de las rentas aduaneras porteñas, constitución nacional sí o no, etc. (divergencias extremadamente dinámicas y enredadas, pues hubo unitarios y federales a favor y en contra de cada posición, y los alineamientos no necesariamente eran constantes, como ilustra el caso del federalismo litoraleño, que acabaría desobedeciendo a Rosas por la cuestión fluvial; o el unitario porteño Félix Frías, que en el debate constitucional del 53 propuso algo tan poco liberal como que la Argentina siguiera siendo un estado confesional católico).
Lo cierto es que fenómenos como las montoneras rurales, o como las protestas y motines urbanos, nunca rompieron el molde de la política reivindicativa y heterónoma que toleraban o propiciaban las clases dominantes, cuya sensibilidad social jamás fue más allá de un sincero reformismo democrático o paternalismo de corte tradicional (Dorrego, Peñaloza y no muchos ejemplos más); y que, en la mayoría de los casos, tuvo altas dosis de demagogia, clientelismo y control social (Rosas, Quiroga y un largo etcétera). Desde luego que esto vale también para el unitarismo, y Lavalle no fue una excepción. Ni siquiera en su última y más popular versión de adalid antirrosista, la menos elitista, la menos oligárquica, la menos rivadaviana; aquella que logró más sintonía con el Interior y sus paisanos, y que haría posible que el Chacho y sus llaneros lo apoyaran, para escándalo de los revisionistas rosistas, ya sean peronistas o nacionalistas católicos de ultraderecha. En la Argentina decimonónica no hubo nada parecido al agrarismo mexicano, ni a la Comuna de París, ni a ninguna de las utopías comunistas campesinas o milenaristas de otras latitudes del continente y del mundo. No se llegó a ese grado de autoorganización y conciencia de clase.
Pero volvamos a Lavalle. Quienes deseen profundizar en este personaje histórico tan fascinante, la mejor y más actualizada biografía es la de Patricia Pasquali, Juan Lavalle: un guerrero en tiempos de revolución y dictadura (Bs. As., Planeta, 1996), extenso y erudito a la vez que ameno estudio de 400 páginas, que se inscribe en la historiografía mitrista, con todas las luces y sombras que posee esta tradición liberal a los ojos del marxismo crítico (que, aclaremos al pasar, tampoco se deja seducir por la mitología romántica del revisionismo histórico; un marxismo crítico que tiene como más lúcido exponente a Milcíades Peña, tan injustamente olvidado). Como complemento de contextualización general, la mesurada y renovadora síntesis de Ignacio Zubizarreta Unitarios. Historia de la facción política que diseñó la Argentina moderna (Bs. As., Sudamericana, 2014) es una muy buena opción.
A decir la verdad, no fue Sábato el primer literato del siglo XX que rescató del olvido el calvario de Lavalle y su Legión en el Norte argentino, componiendo a tal fin una épica del numantinismo fallido, una oda a la dignidad de la derrota en melancólico tono de réquiem. Allá por 1941, veinte años antes de que Sobre héroes y tumbas saliera de la imprenta, el poeta salteño Raúl Aráoz Anzoátegui había escrito su Elegía a Lavalle, bello y emotivo poema –aunque muy poco conocido fuera de Salta– que publicaremos el domingo próximo en esta misma sección literaria. Por lo demás, ya en 1889 el artista plástico uruguayo Juan Manuel Blanes –cultor del estilo realista y la temática historicista– había pintado al óleo, sobre lienzo, Conducción del cadáver de Juan Lavalle por la quebrada de Humahuaca (véase la ilustración de portada), cuadro que el gobierno argentino adquiriría en 1903, y que aún se halla exhibido en el Museo Histórico Nacional de la ciudad de Buenos Aires, en el viejo barrio de San Telmo.
Compartimos a continuación, en esta sección literaria de Kalewche que hemos dado en llamar Naglfar, el relato sabatiano del viacrucis de Lavalle y sus últimos legionarios luego del desastre de Famaillá, con la huida póstuma desde San Salvador de Jujuy hasta la frontera boliviana por las alturas remotas de la quebrada de Humahuaca. Los extractos están hilvanados en secuencia cronológica, un orden no siempre coincidente con el de la novela (que, como cualquier ficción, posee su propia y peculiar temporalidad, determinada por necesidades o preferencias estéticas de carácter endógeno). Las aclaraciones entre corchetes y las subdivisiones con triple asterisco son nuestras, no del autor.



Ahora marchan hacia Salta por senderos desconocidos, senderos que sólo ese baqueano conoce. Son apenas seiscientos derrotados. Aunque, él, Lavalle, cree todavía en algo, porque él siempre parece creer en algo, aunque sea, como piensa Iriarte, como murmuran los comandantes Ocampo y Hornos, en quimeras y fantasmas. ¿A quién va a enfrentar con estos desechos, eh? Y sin embargo, ahí va adelante, con su sombrero de paja y la escarapela celeste (que ya no es celeste ni nada) y su poncho celeste (que tampoco es ya celeste, que poco a poco ha ido acercándose al color de la tierra), imaginando vaya a saber qué locas tentativas. Aunque también es probable que esté tratando de no entregarse a la desesperanza y la muerte.

El alférez Celedonio Olmos está luchando sobre su caballo para retener sus dieciocho años, porque siente que su edad está al borde de un abismo y puede caer en cualquier momento en grandes profundidades, en edades inconmensurables. Todavía sobre su caballo, cansado, con su brazo herido, observa allí delante a su jefe y a su lado al coronel Pedernera, pensativo y hosco, y está luchando por defender esas torres, aquellas claras y altivas torres de su adolescencia, aquellas palabras refulgentes que con sus grandes mayúsculas señalan las fronteras del bien y del mal, aquellas guardias orgullosas del absoluto. Se defiende en esas torres todavía. Porque después de ochocientas leguas de derrotas y deslealtades, de traiciones y disputas, todo se ha vuelto turbio. Y perseguido por el enemigo, sangrante y desesperado, sable en mano, ha ido subiendo uno a uno los escalones de aquellas torres en otro tiempo resplandecientes y ahora ensuciadas por la sangre y la mentira, por la derrota y la dada. Y defendiendo cada escalón, mira a sus camaradas, pide silenciosa ayuda a quienes están librando combates parecidos: a Frías, a Lacasa quizá. Oye a Frías que dice a Billinghurst: “Nos abandonarán, estoy seguro”, mirando a los comandantes de los escuadrones correntinos.

“Están listos a traicionarnos”, piensan los del escuadrón porteño.

Sí. Hornos y Ocampo, que cabalgan juntos. Y los otros los observan y malician la traición o el abandono. Y cuando Hornos se separa de su compañero y se acerca al general todos tienen un mismo pensamiento. Lavalle ordena hacer alto, entonces, y aquellos hombres hablan. ¿Qué hablan, qué discuten? Y luego, mientras la marcha se reanuda, se propagan las palabras contradictorias y terribles: lo han emplazado, lo han querido persuadir, le han anunciado su separación. Y también cuentan que Lavalle dijo: “Si no hubiera más esperanzas ya no trataría de proseguir la lucha, pero los gobiernos de Salta y Jujuy nos ayudarán, nos proporcionarán hombres y pertrechos, nos haremos fuertes en la sierra: Oribe tendrá que distraer buena parte de su fuerza con nosotros, Lamadrid resistirá en Cuyo”.

Y entonces, cuando alguien murmura “Lavalle está ahora completamente loco” el alférez Celedonio Olmos desenvaina el sable para defender aquella última parte de la torre y se lanza contra aquel hombre, pero es detenido por sus amigos, y el otro es acallado y vituperado, porque, sobre todo (dijeron), sobre todo, es necesario mantenerse unidos y evitar que el general vea u oiga nada. “Como (pensó Frías) si el general durmiera y hubiese que velar su sueño, ese sueño de quimeras. Como si el general fuera un niño loco pero puro y querido y ellos fuesen sus hermanos mayores, su padre y su madre, y velasen su sueño”.

Y Frías y Lacasa y Olmos miran a su jefe, temerosos de que haya despertado, pero felizmente sigue soñando, cuidado por su sargento Sosa, el sargento invariable y eterno, inmune a todos los poderes de la tierra y del hombre, estoico y siempre callado.

Hasta que aquel sueño de las ayudas, de la resistencia, de los pertrechos, de los caballos y hombres es roto brutalmente en Salta: la gente ha huido, el pánico reina en sus calles, Oribe está a nueve leguas de la ciudad, y nada es posible.

“¿Lo ve, ahora, mi general?”, le dice Hornos.

Y Ocampo le dice: “Nosotros, los restos de la división correntina, hemos decidido cruzar el Chaco y ofrecer nuestro brazo al general Paz”.

Anochece en la ciudad caótica.

Lavalle ha bajado la cabeza y nada responde.

¿Qué, sigue soñando? Los comandantes Hornos y Ocampo se miran. Pero por fin Lavalle contesta:

—Nuestro deber es defender a nuestros amigos de estas provincias. Y si nuestros amigos se retiran hacia Bolivia, debemos ser los últimos en hacerlo; debemos cubrir sus espaldas. Debemos ser los últimos en dejar el territorio de la patria.

Los comandantes Hornos y Ocampo vuelven a mirarse y un solo y mismo pensamiento tienen: “Está loco”. ¿Con qué fuerzas podría cubrir esa retirada, cómo?

Lavalle, con los ojos fijos en el horizonte, repite sin oír nada:

—Los últimos.

Los comandantes Hornos y Ocampo piensan: “Lo mueven el orgullo, su maldito orgullo y acaso el resentimiento hacia Paz”. Dicen:

—Mi general, lo sentimos. Nuestros escuadrones se unirán a las fuerzas del general Paz.

Lavalle los mira, luego inclina su cabeza. Sus arrugas aumentan en cada instante, años de vida y de muerte se desploman sobre su alma. Cuando levanta su cabeza y vuelve a mirarlos, ya es un viejo:

—Está bien, comandante. Les deseo buena suerte. Ojalá el general Paz pueda proseguir esta lucha hasta el fin. esta lucha para la que, al parecer, ya no sirvo.

Los restos de la división de Hornos se alejan al galope, observados en silencio por los doscientos hombres que quedan al lado de su general. Sus corazones están encogidos y en sus mentes hay un único pensamiento: “Ahora todo está perdido”. Sólo les queda esperar la muerte al lado del jefe. Y cuando Lavalle les dice: “Resistiremos, verán, haremos guerra de guerrillas en la sierra”, ellos permanecen callados, mirando hacia el suelo. “Marcharemos hacia Jujuy, por el momento.” Y aquellos hombres, que saben que ir hacia Jujuy es desatinado, que no ignoran que la única forma de salvar al menos sus vidas es tomar hacia Bolivia por senderos desconocidos, dispersarse, huir, responden: “Bien, mi general”. Porque ¿quién ha de ser capaz de quitarle los últimos sueños al general niño?

Ahí van, ahora. No son ni doscientos esos hombres. Marchan por el camino real hacia la ciudad de Jujuy. ¡Por el camino real!

*                             *                             *

No son ni siquiera doscientos hombres, y ni siquiera son soldados ya: son seres derrotados y sucios, y muchos de ellos ya tampoco saben por qué combaten y para qué. El alférez Celedonio Olmos, como todos ellos, cabalga ceñudo y silencioso, recordando a su padre, el capitán Olmos, y a su hermano, muertos en Quebracho Herrado.

Ochocientas leguas de derrotas. Ya no comprende nada, y las malignas palabras de Iriarte le vuelven constantemente: el general loco, el hombre que no sabe lo que quiere. ¿Y no había abandonado la Solana Sotomayor a Brizuela por Lavalle? Lo está viendo ahora a Brizuela: desgreñado, borracho rodeado de perros. ¡Que ningún enviado de Lavalle se acerque! Y ahora mismo ¿no marcha a su lado esa muchacha salteña? Ya nada entiende. Y todo era tan nítido dos años antes: la Libertad o la Muerte. Pero ahora…

El mundo se ha convertido en un caos. Y piensa en su madre, en su infancia. Pero vuelve a presentársele la figura del brigadier Brizuela: un mañero vociferante de trapo sucio. Los mastines lo rodean, rabiosos. Y luego vuelve a tratar de recordar aquella infancia.

Pedernera mira a Lavalle, que marcha un poco adelante, con sus bombachas gauchas, su arremangada y rota camisa, un sombrero de paja. Está enfermo, flaco, caviloso: parece el harapiento fantasma de aquel Lavalle del Ejército de los Andes… ¡Cuántos años han pasado! Veinticinco años de combates, de glorias y de derrotas. Pero al menos en aquel tiempo sabían por lo que combatían: querían la libertad del continente, luchaban por la Patria Grande. Pero ahora… Ha corrido tanta sangre por los ríos de América, han visto tantos atardeceres desesperados, han oído tantos alaridos de combates entre hermanos. Ahí mismo, sin ir más lejos, viene Oribe: ¿no luchó junto con ellos en el Ejército de los Andes? ¿Y Dorrego?

Pedernera mira sombríamente hacia los cerros gigantes, con lentitud su mirada recorre el desolado valle, parece preguntar a la guerra cuál es el secreto del tiempo…

Son ya quince horas de marcha hacia Jujuy. El general va enfermo, hace tres días que no duerme, agobiado y taciturno se deja llevar por su caballo, a la espera de las noticias que habrá de traer el ayudante Lacasa.

¡Las noticias del ayudante Lacasa!, piensan Pedernera y Danel y Artayeta y Mansilla y Echagüe y Billinghurst y Ramos Mejía. Pobre general, hay que velar su sueño, hay que impedir que despierte del todo.

Y ahí llega Lacasa, reventando caballos para decir lo que todos ellos saben.

Así que no se acercan, no quieren que el general advierta que ninguno de ellos se sorprende del informe. Y desde lejos, apartados, callados, con cariñosa ironía, con melancólico fatalismo, siguen aquel diálogo absurdo, aquel informe negro: todos los unitarios han huido hacia Bolivia.

Domingo Arenas, jefe militar de la plaza, obedece ya a los federales y espera a Lavalle para terminarlo. “Huyan hacia Bolivia por cualquier atajo”, recomendó el doctor Bedoya, antes de dejar la ciudad.

¿Qué hará Lavalle? ¿Qué puede hacer nunca el general Lavalle? Todos ellos lo saben, es inútil: jamás dará la espalda al peligro. Y se disponen a seguirlo hacia aquel último y mortal acto de locura. Y entonces da la orden de marcha hacia Jujuy.

Pero es evidente: aquel jefe envejece por horas, siente que la muerte se aproxima, y, como si debiese hacer el recorrido natural pero acelerado, aquel hombre de cuarenta y cuatro años ya tiene algo en su manera de mirar, en una pesada curva de las espaldas, en cierto cansancio final que anuncia la vejez y la muerte. Sus camaradas lo miran desde lejos.

Siguen con sus ojos aquella ruina querida.

Piensa Frías: “Cid de los ojos azules”.

Piensa Acevedo: “Has peleado en ciento veinticinco combates por la libertad de este continente”.

Piensa Pedernera: “Ahí marcha hacia la muerte el general Juan Galo de Lavalle, descendiente de Hernán Cortés y de Don Pelayo, el hombre a quien San Martín llamó el primer espada del Ejército Libertador, el hombre que llevando la mano a la empuñadura de su sable impuso silencio a Bolívar”.

Piensa Lacasa: “En su escudo un brazo armado sostiene una espada, una espada que no se rinde. Los moros no lo abatieron, y después tampoco fue abatido por los españoles. Y tampoco ahora ha de rendirse. Es un hecho”.

Y Damasita Boedo, la muchacha que cabalga a su lado y que ansiosamente trata de penetrar en el rostro de aquel hombre que ama, pero que siente en un mundo remoto piensa “General: querría que descansases en mí, que inclinases tu cansada cabeza en mi pecho, que durmieses acunado por mis brazos. El mundo nada podría contra ti, el mundo nada puede contra un niño que duerme en el regazo de su madre. Yo soy ahora tu madre, general. Mírame, dime que me quieres, dime que necesitas mi ayuda”.

Pero el general Juan Galo de Lavalle marcha taciturno y reconcentrado en los pensamientos de un hombre que sabe que la muerte se aproxima. Es hora de hacer balances, de inventariar las desdichas, de pasar revista a los rostros del pasado. No es hora de juegos ni de mirar el simple mundo exterior. Ese mundo exterior ya casi no existe, pronto será un sueño soñado. Ahora avanzan en su mente los rostros verdaderos y permanentes, aquellos que han permanecido en el fondo más cerrado de su alma, guardados bajo siete llaves. Y su corazón se enfrenta entonces con aquella cara gastada y cubierta de arrugas, aquella cara que alguna vez fue un hermoso jardín y ahora está cubierto de malezas, casi seco, desprovisto de flores. Pero sin embargo vuelve a verlo y a reconocer aquella glorieta en que se encontraban cuando casi eran niños, todavía: cuando la desilusión, la desdicha y el tiempo no habían cumplido su obra de devastación; cuando en aquellos tiernos contactos de sus manos, aquellas miradas de sus ojos anunciaba los hijos que luego vinieron como una flor anuncia los fríos que vendrán: “Dolores , murmura, con una sonrisa que aparece en su cara muerta como una brasa ya casi apagada entre las cenizas que apartamos para tener un poco y último calorcito en una desolada montaña.

Y Damasita Boedo, que lo observa con angustiosa atención, que casi lo oye murmurar aquel nombre lejano y querido, mira ahora hacia adelante, sintiendo las lágrimas en sus ojos. Entonces llegan a los aledaños de Jujuy: ya se ven la cúpula y las torres de la Iglesia. Es la quinta de los Tapiales de Castañeda. Es ya de noche. Lavalle ordena a Pedernera acampar allí. Él, con una pequeña escolta, irá a Jujuy. Buscará una casa donde pasar la noche: está enfermo, se derrumba de cansancio y de fiebre.

Sus compañeros se miran: ¿qué se puede hacer? Todo es una locura, y tanto da morir en una forma como en otra.

*                             *                             *

Pedernera, que duerme sobre su montura, se incorpora nerviosamente: cree haber oído disparos de tercerolas. Pero acaso son figuraciones suyas. En esa noche siniestra ha intentado dormir en vano. Visiones de sangre y muerte lo atormentan.

Se levanta, camina entre sus compañeros dormidos y se llega basta el centinela. Sí, el centinela ha oído disparos, lejos, hacia la ciudad. Pedernera despierta a sus camaradas, él tiene una sombría intuición, piensa que deben ensillar y mantenerse alerta. Así se empieza a ejecutar cuando llegan dos tiradores de la escolta de Lavalle, al galope, gritando: “¡Han matado al general!”.

En el zaguán bañado en sangre, yace el cuerpo del general. Arrodillada a su lado, abrazada a él, llora Damasita Boedo. El sargento Sosa mira aquello como un niño que ha perdido su madre en un terremoto.

Todos corren, gritan. Nadie comprende nada: ¿dónde están los federales? ¿Por qué no han muerto a los demás? ¿Por qué no han cortado la cabeza a Lavalle?

“No saben a quién han matado en la noche”, dice Frías. “Han tirado en la oscuridad”. “Está claro”, piensa Pedernera. “Hay que huir antes que lo comprendan”. Da órdenes enérgicas y precisas, el cuerpo es envuelto en el poncho y colocado sobre el tordillo del general, y al galope alcanzan nuevamente los Tapiales de Castañeda, donde espera el resto de la Legión.

Dice el coronel Pedernera: “Oribe ha jurado mostrar la cabeza del general en la punta de una pica, en la plaza de la Victoria. Eso nunca habrá de suceder, compañeros. En siete días podemos alcanzar la frontera de Bolivia, y allá descansarán los restos de nuestro jefe”.

Divide entonces sus fuerzas, ordena a un grupo de tiradores defender la retirada de la retaguardia, y luego emprenden la marcha final hacia el exilio.

*                             *                             *

La noche es helada y la luna ilumina frígidamente la quebrada. Los ciento setenta y cinco hombres vivaquean, pendientes de los rumores del sur. El Río Grande serpentea como mercurio brillante, testigo indiferente de luchas, expediciones y matanzas. Ejércitos del Inca, caravanas de cautivos, columnas de conquistadores españoles que ya traían su sangre (piensa el alférez Celedonio Olmos) y que cuatrocientos años más tarde vivirán secretamente en la sangre de Alejandra (piensa Martín). Luego, caballerías patriotas rechazando los godos hacia el norte, después los godos volviendo a avanzar hacia el sur, y una vez más los patriotas rechazándolos. Con lanza y tercerola, a espada y cuchillo, mutilándose y degollándose con el furor de los hermanos. Luego noches de silencio mineral en que vuelve a sentirse el solo murmullo del Río Grande, imponiéndose lenta pero seguramente sobre los sangrientos ¡pero tan transitorios! combates entre los hombres. Hasta que nuevamente los alaridos de muerte vuelven a teñirse de rojo y poblaciones enteras huyen hacia abajo, haciendo tabla rasa, incendiando sus casas y destruyendo sus haciendas, para retornar más tarde, una vez más hacia la tierra eterna en que nacieron y sufrieron.

Ciento setenta y cinco hombres vivaquean, pues, en la noche mineral. Y una voz apagada, apenas rasgando una guitarra, canta:

Palomita blanca,
vidalitá,
que cruzas el valle,
vé a decir a todos,
vidalitá,
que ha muerto Lavalle.

Y cuando el nuevo día amanece remidan la marcha hacia el norte.

El alférez Celedonio Olmos cabalga ahora al lado del sargento Aparicio Sosa, que marcha callado y pensativo. El alférez lo mira. Durante días se ha venido preguntando. Su alma se ha marchitado en los últimos meses como una flor delicada en un cataclismo planetario. Pero ha empezado a comprender, a medida que más absurda es esa última retirada.

Ciento setenta y cinco hombres galopando furiosamente durante siete días por un cadáver.

“Nunca Oribe tendrá la cabeza”, le ha dicho el sargento Sosa. Así que en medio de la destrucción de aquellas torres el alférez adolescente empezaba a entrever otra; refulgente indestructible. Una sola. Pero por ella valía la pena vivir y morir.

Ciento setenta y cinco hombres, rotosos y desesperados, perseguidos por las lanzas de Oribe, huyendo hacia el norte por la quebrada, siempre hacia el norte. El alférez Celedonio Olmos cabalgaba pensando en su hermano Panchito muerto en Quebracho Herrado, y en su padre, el capitán Patricio Olmos, muerto en Quebracho Herrado. Y también, barbudo y miserable, rotoso y desesperado, cabalga hacia el norte el coronel Bonifacio Acevedo. Y otros ciento setenta y dos hombres indescifrables. Y una mujer. Noche y día huyendo hacia el norte, hacia la frontera.

[…] el coronel Acevedo […] huía hacia el norte por la quebrada de Humahuaca, con ciento setenta y cuatro camaradas (y una mujer), perseguido y rotoso, derrotado y tristísimo, pero ignorante de que aún viviría doce años, en tierras lejanas, esperando el momento de volver a ver a su mujer y a su hija.

“Mejor habría sido que me mataran en Quebracho Herrado” piensa el coronel Bonifacio Acevedo mientras huye hacia el norte, […] por razones que cree horribles (esa marcha desesperada, esa desesperanza, esa miseria, esa derrota total) pero que son infinitamente menos horribles que las que podrá tener doce años después, en el momento de sentir el cuchillo sobre la garganta, frente a su casa [cuando la Mazorca, a su furtivo y prematuro regreso del exilio, a punto de reencontrarse al fin con su familia, lo atrape y degüelle, y arroje su cabeza por la ventana de la vivienda, ante los ojos aterrados de su esposa, que morirá de dolor pocas horas después, y de su hija, que enloquecerá y no habrá jamás de recuperar la cordura].

He ahí todo lo que queda de la orgullosa Legión, después de ochocientas leguas de retirada y de derrota, de dos años de desilusión y de muerte. Una columna de ciento setenta y cinco hombres miserables y taciturnos (y una mujer) que galopan hacia el norte, siempre hacia el norte. ¿No llegarán nunca? ¿Existe la tierra de Bolivia, más allá de la interminable quebrada? El sol de octubre cae a plomo y pudre el cuerpo del general. El frío de la noche congela el pus y detiene el ejército de gusanos. Y nuevamente el día, y los tiros de retaguardia, la amenaza de los lanceros de Oribe.

El olor, el espantoso olor del general podrido.

La voz que canta en el silencio de la noche:

Palomita blanca,
vidalitá
que cruzas el valle,
vé a decir a todos,
vidalitá,
que ha muerto Lavalle

Piensa Pedernera: veinticinco años de campañas, de combates, de victorias y derrotas. Pero en aquel tiempo sí sabíamos por lo que luchábamos. Luchábamos por la libertad del continente, por la Patria Grande. Pero ahora… Ha corrido tanta sangre por el suelo de América, hemos visto tantos atardeceres desesperados, hemos oído tantos alaridos de lucha entre hermanos… Ahí mismo viene Oribe, dispuesto a degollarnos, a lancearnos, a exterminarnos. ¿No luchó conmigo en el Ejército de los Andes? El bravo, el duro general Oribe. ¿Dónde está la verdad? ¡Qué hermosos eran aquellos tiempos! ¡Qué arrogante iba Lavalle con su uniforme de mayor de granaderos, cuando entramos en Lima! Todo era más claro, entonces, todo era lindo como el uniforme que llevábamos…

[Lavalle:] “He peleado en ciento cinco combates por la libertad de este continente. He peleado en los campos de Chile al mando del general San Martín, y en Perú a las órdenes del general Bolívar. Luché luego contra las fuerzas imperiales en territorio brasilero. Y después, en estos dos años de infortunio, a lo largo y a lo ancho de nuestra pobre patria. Acaso he cometido grandes errores, y el más grande de todos el fusilamiento de Dorrego. Pero ¿quién es dueño de la verdad? Nada sé ya, fuera de que esta tierra cruel es mi tierra y que aquí tenía que combatir y morir. Mi cuerpo se está pudriendo sobre mi tordillo de pelea pero eso es todo lo que sé”.

Soy el comandante Alejandro Danel, hijo del mayor Danel, del ejército napoleónico. Todavía lo recuerdo cuando volvía con el Gran Ejército en el jardín de las Tullerías o en los Campos Elíseos, a caballo. Lo veo todavía a Napoleón seguido por su escolta de veteranos, con los legendarios sables corvos. Y después cuando al fin, cuando Francia ya no era más la tierra de la Libertad y yo soñaba con combatir por los pueblos oprimidos, me embarqué hacia estas tierras, junto con Brauix, Viel, Bardel, Brandsen y Rauch, que habían combatido al lado de Napoleón. ¡Dios mío, cuánto tiempo ha pasado, cuántos combates, cuántas victorias y derrotas, cuánta muerte y cuánta sangre! Aquella tarde de 1825 en que lo conocí [a Lavalle] y me pareció un águila imperial, al frente de su regimiento de coraceros. Y entonces marché con él a la guerra del Brasil, y cuando cayó en Yerbal lo recogí y con mis hombres lo llevé a través de ochenta leguas de ríos y montes, perseguido por el enemigo, como ahora… Y nunca más me separé de él… Y ahora, después de ochocientas leguas de tristeza, ahora marcho al lado de su cuerpo podrido, hacia la nada…

En la noche silenciosa y helada se pueden oír los cascos de la caballería en retirada. Siempre hacia el norte.

Colosales cataclismos levantaron aquellas cordilleras del noroeste y, desde doscientos cincuenta mil años, vientos provenientes de las regiones que se encuentran más allá de las cumbres occidentales, hacia la frontera, cavaron y trabajaron misteriosas y formidables catedrales.

Y la Legión (los restos de la Legión) sigue su galope hacia el norte, perseguida por las fuerzas de Oribe. Sobre el tordillo de pelea, envuelto en su poncho, pudriéndose, hediendo, va el cuerpo hinchando del general.

Quedan treinta y cinco leguas. Tres días de marcha a galope tendido, con el cadáver que hiede y destila los líquidos de la podredumbre, con unos tiradores a la retaguardia que cubren las espaldas, que quizá son poco a poco diezmados y lanceados o degollados. Desde Jujuy hasta Huacalera, veinticuatro leguas. Nada más que treinta y cinco leguas, se dicen a sí mismos. Nada más que cuatro o cinco días de marcha, si Dios los ayuda.

Sí, quedan treinta y cinco leguas. Tres días de marcha a galope tendido por la quebrada, con el cadáver hinchado y hediendo a varias cuadras a la redonda, destilando los horribles líquidos de la podredumbre. Siempre adelante, con unos tiradores a la retaguardia. Desde Jujuy hasta Huacalera, veinticuatro leguas. Nada más que treinta y cinco leguas más, dicen para animarse. Nada más que cuatro, acaso cinco días más de galope, si tienen suerte.

En la noche silenciosa se pueden oír los cascos de la caballada fantasma. Siempre hacia el norte.

*                             *                             *

El coronel Pedernera ordena hacer alto y habla con sus compañeros: el cuerpo se está deshaciendo, el olor es espantoso. Se lo descarnará y se conservarán los huesos. Y también el corazón, dice alguien. Pero sobre todo la cabeza: nunca Oribe tendrá la cabeza, nunca podrá deshonrar al general.

¿Quién quiere hacerlo? ¿Quién puede hacerlo?

El coronel Alejandro Danel lo hará.

Entonces descienden el cuerpo, lo depositan a orillas del arroyo, es necesario rajarle la ropa a cuchillo, tensa por la hinchazón. Luego Danel se arrodilla a su lado y desenvaina el cuchillo de monte. Durante unos instantes contempla el cadáver deforme de su jefe. También lo contemplan los hombres que forman un círculo taciturno. Y entonces Danel hinca el cuchillo en donde la podredumbre ya ha empezado su tarea. El arroyo Huacalera arrastra los pedazos de carne, aguas abajo, mientras los huesos van siendo amontonados sobre el poncho.

El alma de Lavalle advierte las lágrimas de Danel y reflexiona así: “Sufres por mí, pero deberías sufrir por ti y por los camaradas que quedan vivos. Yo no importo, ahora. Lo que en mí se corrompía, tú lo estás arrancando y las aguas de este río lo llevarán lejos, pronto ayudará a una planta a crecer, quizá con el tiempo se convierta en flor, en perfume. Ya ves que esto no debería entristecerte. Y, además, así sólo quedarán de mí los huesos, lo único que en nosotros se acerca a la piedra y a la eternidad. Y me conforta que guarden el corazón. ¡Tan lealmente me ha acompañado en la adversidad! Y también la cabeza, sí. Esa cabeza que aquellos doctores dicen que nada valía. Quizá lo dijeron porque me repugnaba aliarme con extranjeros o porque esa larga retirada les pareció absurda y sin objeto, porque no me decidí a atacar a Buenos Aires cuando tengamos sus cúpulas a la vista: esos intelectuales que no sabían que en aquellos días en que volví a ver los campos en que fusilé a Dorrego me atormentaba su recuerdo, y más ahora que veía que el pueblo de la campaña estaba con él y no con nosotros, cuando cantaba:

Cielo y cielo nublado
por la muerte de Dorrego…

“Sí, camaradas, esos doctores que me hicieron cometer un crimen, porque yo era muy joven, entonces, y creí de veras que hacía un servicio a mi patria, y aunque me dolía terriblemente, porque yo amaba a Manuel, porque siempre le había tenido inclinación, firmé aquella sentencia que tanta sangre ha traído en estos once años. Y aquella muerte fue un cáncer que me devoró en el exilio y después en esta estúpida campaña. Tú, Danel, que estabas conmigo en aquel momento, sabes muy bien cuánto me costó hacerlo, cuánto admiraba yo el coraje y la inteligencia de Manuel. Y también lo sabe Acevedo, y muchos camaradas que aquí miran ahora mis restos. Y sabes también que fueron ellos, los hombres con cabeza, los que me indujeron a hacerlo, con cartas insidiosas, cartas que además querían que yo luego destruyese. Fueron ellos. No tú, Danel, ni tú, Acevedo, ni Lamadrid ni ninguno de los que no tenemos más que un brazo para empuñar el sable y un corazón para enfrentar la muerte”.

(Los huesos ya han sido envueltos en el poncho que alguna vez fue celeste pero que hoy, como el espíritu de esos hombres, es poco más que un trapo sucio; un trapo que no se sabe bien qué representa; esos símbolos de los sentimientos y pasiones de los hombres –celeste, rojo– que terminan finalmente por volver al color inmortal de la tierra, ese color que es más y menos que el color de la suciedad, porque es el color de nuestra vejez y del destino final de todos los hombres, cualesquiera sean sus ideas. El corazón ya ha sido puesto en un tachito con aguardiente. Y los hombres aquellos han guardado en algunos de los harapientos bolsillos un pequeño recuerdo de aquel cuerpo: un huesito, un mechón de pelos.)

“Y tú. Aparicio Sosa, que nunca intentaste entender nada, porque simplemente te limitaste a serme fiel, a creer sin razones en lo que yo dijera o hiciese, tú. que me cuidaste desde que fui un cadete mocoso y arrogante: tú, el callado sargento Aparicio Sosa, el negro Sosa, el picado de viruelas Sosa, el que me salvó en Cancha Rayada, el que nada tiene fuera del amor a este pobre general derrotado, fuera de esta bárbara y desgraciada patria querría que pensaran en ti.

“Quiero decir…”

(Los fugitivos han colocado ahora el bulto con los huesos en la petaca de cuero del general, y la petaca sobre el tordillo de pelea. Pero vacilan con el tachito hasta que Danel lo entrega a Aparicio Sosa, el más desamparado por la muerte de su jefe.)

“Sí, compañeros, al sargento Sosa. Porque es como decir a esta tierra, esta tierra bárbara, regada con la sangre de tantos argentinos. Esta quebrada por la que veinticinco años atrás subió Belgrano con sus soldaditos improvisados, generalito improvisado, frágil como una niña, con la sola fuerza de su ánimo y de su terror, teniendo que enfrentar las fuerzas aguerridas de España por una patria que todavía no sabíamos claramente qué era, que todavía hoy no sabemos qué es, hasta dónde se extiende, a quién pertenece de verdad: si a Rosas, si a nosotros, si a todos juntos o a nadie. Sí, sargento Sosa: sos esta tierra, esta quebrada milenaria, esta soledad americana, esta desesperación anónima que nos atormenta en medio de este caos, en esta lucha entre hermanos”.

(Pedernera da orden de montar. Ya se oyen peligrosamente cerca los disparos en la retaguardia, se ha perdido demasiado tiempo. Y dice a sus compañeros “Si tenemos suerte, en cuatro días alcanzamos la frontera”. Eso es, treinta y cinco leguas que pueden cubrirse en cuatro días de desesperado galope. “Si Dios nos acompaña”, agrega.

Y los fugitivos desaparecen en medio del polvo, bajo el sol intenso de la quebrada, mientras detrás otros camaradas mueren por ellos.)

*                             *                             *

Galopan furiosamente hacia la frontera, porque el coronel Pedernera ha dicho: “Esta misma noche debemos estar en tierra boliviana”. Detrás se oyen los disparos de la retaguardia. Y aquellos hombres piensan cuántos camaradas y quiénes de los que cubren aquella huida de siete días habrán sido alcanzados por la gente de Oribe.

Hasta que en medio de la noche atraviesan la frontera y pueden derrumbarse y por fin descansar y dormir en paz. Una paz sin embargo, tan desolada como la que reina en un mundo muerto, en un territorio arrasado por la calamidad, recorrido por silenciosos, lúgubres y hambrientos caranchos.

Y cuando a la mañana siguiente Pedernera da orden de montar y de reiniciar la marcha hacia Potosí, aquellos hombres montan a caballo pero permanecen largo tiempo mirando hacia el sur. Todos (también el coronel Pedernera), ciento setenta y cinco rostros, pensativos y taciturnos hombres y también una mujer, mirando hacia el sur, hacia la tierra que se conoce con el nombre de Provincias Unidas (¡Unidas!) del Sur, hacia la región del mundo en que esos hombres han nacido, y donde quedan sus hijos, sus hermanos, sus mujeres, sus madres. ¿Para siempre?

Todos miran hacia el sur. También el sargento Aparicio Sosa, con su tachito con aquel corazón apretado contra su pecho, mira hacia allá.

Y también el alférez Celedonio Olmos, que a la edad de diecisiete años se unió a la Legión, junto a su padre y a su hermano, ahora muertos en Quebracho Herrado, para combatir por ideas que se escriben con mayúsculas; palabras que luego van borroneándose y cuyas mayúsculas, antiguas y relucientes torres, se han ido desmoronando por la acción de los años y los hombres.

Hasta que el coronel Pedernera comprende que ya basta, y da la orden de marcha y todos tiran de sus riendas y hacen volver sus cabalgaduras hacia el norte.

Ya se alejan en medio del polvo, en la soledad mineral en aquella desolada región planetaria. Y pronto no se distinguirán, polvo entre el polvo.

*                             *                             *

Ya nada queda en la quebrada de aquella Legión, de aquellos míseros restos de la Legión: el eco de sus caballadas se ha apagado; la tierra que desprendieron en su furioso galope ha vuelto a su seno lenta pero inexorablemente; la carne de Lavalle ha sido arrastrada hacia el sur por las aguas de un río (¿para convertirse en árbol, en planta, en perfume?). Sólo permanecerá el recuerdo brumoso cada día más impreciso de aquella Legión fantasma. “En las noches de luna –cuenta un viejo indio– yo también los he visto. Se oyen primero las nazarenas y el relincho de un caballo. Luego aparece, es un caballo muy brioso lo monta el general, un blanco como la nieve (así ve el indio al caballo del general). Él lleva un gran sable de caballería y un morrión alto, de granadero”. (¡Pobre indio, si el general era un rotoso paisano, con un chambergo de paja sucia y un poncho que ya había olvidado el color simbólico! ¡Si aquel desdichado no tenía ni uniforme de granadero ni morrión, ni nada! ¡Si era un miserable entre miserables!)

Pero es como un sueño: un momento más y en seguida desaparece en la sombra de la noche, cruzando el río hacia los cerros del poniente…

Ernesto Sábato



Nota final.— La idea de extraer y reunir los fragmentos del relato sobre el viacrucis de Lavalle y sus legionarios, convirtiendo esas prosas y versos dispersos en un opúsculo independiente a Sobre héroes y tumbas, no es una ocurrencia nuestra. Ya el propio Sábato lo hizo en 1965, cuando editó con la discográfica Philips y Eduardo Falú –el talentosísimo guitarrista, cantante y compositor de folclore– el Romance de la muerte de Juan Lavalle, formidable álbum conceptual de canciones, recitados y temas instrumentales con música compuesta e interpretada en guitarra y voz por el artista salteño; y con letras del escritor bonaerense, quien también se ocupó de declamar los pasajes narrativos, muchos de ellos entresacados y adaptados de la novela, pero otros nuevos, especialmente escritos para la grabación del LP, como estas estrofas que sirven de proemio, y que revelan la preocupación de Sábato por los muñecos de paja y las apresuradas anatemas maniqueas de un revisionismo histórico que hacía furor a mediados de los sesenta, especialmente entre la juventud peronista de izquierda:

Este es el romance de la muerte de Juan Lavalle.
La historia de la larga retirada,
de un hombre atormentado
por el recuerdo y el infortunio.
Pido a los hombres y mujeres de mi patria
que lo escuchen con respeto.
Federales o Unitarios.
Porque es la historia de un soldado
que cometió graves errores,
pero que luchó con coraje en ciento cinco combates
por la libertad de este continente.
De un hombre,
que como tantos en nuestra tierra,
murió finalmente en la derrota y la tristeza.
[…]
Esta es la historia de un caballero
valiente y desgraciado;
La historia de la larga retirada
de un hombre atormentado por el recuerdo
y el infortunio.
El romance del fin y muerte
del General Juan Galo de Lavalle,
descendiente de Pelayo
y Hernán Cortés,
el soldado a quién San Martín llamó
la primera espada del Ejército Libertador.
Peleó en ciento cinco combates
por la libertad de este continente
y murió en la miseria y el desconcierto.

Otros añadidos épicos y líricos de Sábato buscan completar hacia atrás el relato odiseico de Lavalle y su Legión, pues recuérdese que en la novela aquel relato comienza in media res, ya acontecido el segundo revés demoledor de Famaillá en Tucumán, por lo que faltan en ella vicisitudes importantes, como la dubitativa campaña en el norte bonaerense –donde nadie ha olvidado a Dorrego ni nadie apetece rebelarse contra Rosas– y ese descalabro cordobés sin atenuantes –principio del fin– que fue Quebracho Herrado en los Altos de Morteros.

“Después de muchos años de exilio, el 2 de agosto de 1840, desembarcó en San Pedro para combatir contra Don Juan Manuel de Rosas. Extraña campaña aquella porque, a medida que se adentraba en la provincia, un fantasma se agrandaba ante él, el fantasma de Dorrego.

Once años atrás, lo había fusilado en los campos de Navarro, en el corazón de esas pampas solitarias y queridas y añoradas en el destierro que ahora volvía a sentir bajo los cascos de su tordillo, once años atrás. Y ahora veía cómo el recuerdo de Dorrego perduraba en el corazón del paisanaje y cómo ese recuerdo brotaba en coplas que declaraban la culpa de Lavalle y presagiaban su aciago fin…”.

El General Lavalle
y el correntino
en el Quebracho Herrado
fueron vencidos.
Fueron vencidos, sí,
¡qué mala suerte!
rumbiaba ya su estrella
hacia la muerte.

Debido al notable suceso del disco entre el público y la crítica, Sábato y Falú decidieron llevarlo a los escenarios, con gran éxito de taquilla. Romance de la muerte de Juan Lavalle atraviesa géneros tradicionales tan diversos como la zamba, la chacarera, el cielito, la tonada, el gato, el yaraví, la vidalita y el estilo. Incluye el canto solista de la todavía joven Mercedes Sosa –que había sido revelación en Cosquín ese mismo año– en el rol de Damasita Boedo, y también el coro de Francisco Javier Ocampo. Consta de 18 pistas, con una duración total de 45 minutos.

LADO A
Elegía por la muerte de un guerrero
Cielo enlutado
Quebracho Herrado
Marcha de los derrotados
Poncho celeste
La cuartelera
María de los Dolores
Palomita del valle
Guarda mi llanto

LADO B
Elegía por la muerte de un guerrero
La última retirada
Tierra milenaria
Palomita del valle
El sueño de Celedonio Olmos
Guarda mi llanto
Cielo enlutado
Aparicio Sosa
Tierra milenaria

Falú toca la guitarra con versatilidad y virtuosismo, pero sin afectación ni efectismo, sobriamente, anteponiendo la emotividad a la técnica, el corazón a la pirotecnia, los climas envolventes al exhibicionismo. Evita sabiamente que su música compita con el relato sabatiano, al que cede la conducción y el protagonismo. Su voz es grave y potente a la vez que dulce, siempre melódica aunque jamás melosa o sensiblera. La garganta de Sábato suena clara y honda, solemne pero cálida, sin prisa y ligeramente trémula, con austera elocuencia y mesurado patetismo, mágicamente amena e inmersiva, casi cinematográfica, como un aedo de la Grecia homérica o un bardo del Medioevo. El autor de Sobre héroes y tumbas probó ser un excelente declamador de su obra, algo que pocos literatos han sabido hacer (aunque a menudo se lo olvide, la oratoria es todo un arte, y uno distinto a la escritura).
En simultáneo a esta publicación, hemos editado en Kraken, la sección de semblanzas de Kalewche, un artículo de nuestro compañero Federico Mare acerca de la vida y obra de Falú, con motivo del centenario de su nacimiento –que se cumplió este mes– y del decenario de su muerte –que será en pocos días–. Invitamos a su lectura.
Dejamos debajo de este párrafo el enlace para quienes quieran escuchar el álbum, uno de los mayores hitos musicales del folclore argentino de todos los tiempos. Se trata de una edición remasterizada a modo de homenaje, lanzada en 2011 por Universal Music Argentina. Los ingenieros de sonido trabajaron con la versión original, no con las reediciones posteriores, en las que hubo innovaciones de diverso tipo, como la participación de cantantes y coros invitados diferentes a los del 65.

https://youtu.be/kWcNRgyaG-k?list=OLAK5uy_mkjCQadCVZkztd_ECpk0s0p69fN1j9md4

En 1993, con motivo de una reedición en CD, Sábato escribió una breve prosa rememorativa para el prospecto, algo así como un «making-of» del Romance de la muerte de Juan Lavalle. Dice en él muchas cosas interesantes, motivo por el cual lo hemos transcripto especialmente para esta publicación. Para acceder al texto en PDF hágase clic aquí.
Una de las recreaciones en vivo más recordadas del Romance de la muerte de Juan Lavalle fue la del miércoles 29 de julio de 1998 en el Teatro Nacional Cervantes de Buenos Aires. En aquella noche, el dúo Sábato-Falú, ya en su senectud (el escritor tenía 87 años; el músico, 75), contó con el acompañamiento del Coral Santa Cruz y la participación especial –una vez más– de Mercedes Sosa, quien salía de una larga convalecencia y severa depresión, y que fue ovacionada por el público las dos veces que cantó –la segunda como bis– “Palomita del valle”. Puede verse en YouTube el video completo de esa velada inolvidable.