Ilustración original de Andrés Casciani
Durante todo el mes de octubre, continuando en noviembre y hasta los primeros días de diciembre, se están desarrollando las Jornadas de Debate por un Futuro Comunista organizadas por la Asamblea de Intelectuales Socialistas, de las que forman parte varios miembros de Kalewche. Los videos de estas actividades están siendo subidos en la página web de La Izquierda Diario, donde cualquiera podrá consultarlos.
Nuestra compañera Lucía Caisso ha participado de la presentación del manifiesto “Por un futuro comunista” en las ciudades argentinas de Buenos Aires y Rosario. Ofrecemos a continuación el texto en el que ella basó dichas intervenciones.
Voy a dedicar mi intervención a presentar la Asamblea de Intelectuales Socialistas que es el espacio desde el cual organizamos estas jornadas de debate “Por un futuro comunista”. Y voy a dejar planteado, a partir de la definición de intelectual comunista, cuál es para mí la tarea fundamental que tiene dicho espacio hacia el futuro. La Asamblea de Intelectuales Socialistas tiene unos dos años de existencia, y en el marco de la misma nos reunimos de manera virtual compañeros y compañeras de todo el país, que trabajamos como intelectuales o nos abocamos a tareas intelectuales y que nos reconocemos, además como socialistas. Haber podido crear un espacio así no es poco, porque no es necesario aclarar que los y las marxistas no abundamos en los ámbitos intelectuales, y que poder conocernos, debatir de política y de coyuntura, de problemas nacionales e internacionales, poder elaborar declaraciones como Asamblea sobre distintos temas, participar de paneles virtuales, colaborar con las presentaciones de IPS, entre otras cosas, no es en sí mismo poca cosa.
Para poder pensar cuál es el posible objetivo de la Asamblea de Intelectuales Socialistas, cuáles son las tareas necesarias que serían inherentes a este espacio, volví sobre las reflexiones del filósofo español y militante comunista Manuel Sacristán acerca de qué significa ser un intelectual comunista. Sacristán dijo varias cosas importantes respecto de esta cuestión y lo hizo en el marco de reflexiones autobiográficas.1 Autocriticando su propia trayectoria, decía que haber desarrollado su actividad militante y su actividad intelectual como si se tratara de caminos separados había resultado “mortal” para su propio recorrido vital. En base a esa revisión establecía la necesidad de fundir o acercar los dos caminos, sin prescindir de ninguno de ellos, para lo cual era necesario pensar como comunistas los problemas de nuestra profesión, a la vez que defender en el seno de las organizaciones comunistas el valor de nuestro pensamiento como intelectuales.
¿Qué significa pensar como comunistas los problemas de la profesión? Creo que si nos hacemos esta pregunta desde el presente, podemos diferenciar dos aspectos que se encuentran articulados. En primer lugar, entiendo que se trata de pensar como comunistas las problemáticas que tenemos en tanto trabajadores intelectuales. Y si pensamos cuáles son las problemáticas que nos aquejan en tanto trabajadores intelectuales, sin dudas lo que más rápidamente vendrá a nuestra mente son los problemas presupuestarios y salariales, cuestiones desde luego siempre urgentes, que hay que denunciar y sobre las que hay que exigir mejores condiciones. Sin embargo, no podemos dejar de lado numerosos aspectos problemáticos que también atraviesan a las instituciones educativas y científicas públicas en las que trabajamos, que nos hablan de su mercantilización creciente y que se vinculan con los problemas más acuciantes que tenemos en tanto trabajadores intelectuales. Pensar como comunistas estos problemas nos obliga a criticarlos de manera abierta y sistemática. Me detendré en enunciar sólo tres de ellos, profundamente vinculados; creo que pueden servir de disparadores para que sigamos pensando en muchos más.
En primer lugar, me preocupa la naturalización de la presencia de los organismos internacionales, sean financieros, de crédito, de “gobernanza” (prefiero decirles “de gobierno mundial”) en nuestros espacios de trabajo. En mi caso, como miembro de una generación que se inició en la militancia post-crisis de 2001, fui «educada» políticamente por quienes habían resistido, entre muchas otras cosas, a la implementación de la Ley de Educación Superior y la Ley Federal de Educación durante la década del 90. Recuerdo nítidamente que esos compañeros y compañeras no pasaban un día sin vincular las condiciones en las que estudiábamos y trabajábamos en la universidad con la injerencia del Fondo Monetario Internacional (FMI), del Banco Mundial (BM) y del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Hoy en día, no sólo las metas que impone el FMI se relacionan con el ajuste en educación y en ciencia, sino también que el BID redirecciona sus fondos al financiar ciertos ejes de investigación, el BM y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) sigue produciendo lineamientos para los diversos niveles del sistema educativo e inclusive vivimos con naturalidad que nuestras universidades o centros de estudio adopten como propios los objetivos de la Agenda 2030 de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Respecto de ésta, la crítica por derecha que le realizan Milei o los sectores conservadores tildándola de socialista no debe confundirnos: como comunistas, sabemos bien qué intereses representa y resguarda la ONU por acción u omisión.
En segundo lugar, hay que señalar la creciente naturalización de las prácticas de privatización de la educación y del conocimiento científico. Digo esto porque es cada vez más frecuente encontrarnos abonando con nuestra actividad docente, sin mediar problematización alguna, la consolidación y el fortalecimiento de posgrados pagos, del dictado de cursos cortos virtuales arancelados (un furor pospandémico) en instituciones universitarias, o aceptando la privatización encubierta de nuestra labor científica a través del desarrollo de STAN (Servicios Tecnológicos de Alto Nivel) del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), esa modalidad por la cual realizamos investigaciones, estudios o redacción de informes técnicos para privados (sean o no empresas) que son pagados por fuera de los salarios estipulados colectivamente. Suele resultar mucho más sencillo evidenciar la injerencia de los intereses del capital en las ciencias exactas y naturales, mostrando cómo se ponen sus conocimientos al servicio de las grandes corporaciones productivas o “extractivistas”, o cómo los químicos le venden el sello del CONICET a La Serenísima para que la gente compre un yogurt “científicamente diseñado”. Hacerlo en ciencias sociales resulta un esfuerzo de desnaturalización mucho menos sencillo pero, tal vez por eso mismo, más necesario.
Por último, no podemos dejar de cuestionar la naturalización de las desigualdades al interior de nuestros ámbitos de trabajo: la existencia de escalas jerárquicas, o como también me gusta decirle, de “cadenas alimentarias” que existe en las cátedras o a lo largo de la carrera científica del CONICET. En el caso de este último, pensemos que si sumamos al escalafón existente las sucesivas becas doctorales y posdoctorales (que entre las dos contemplan ocho años de precariedad laboral), nos encontramos ante siete u ocho escalafones por los que intentar ir ascendiendo. Debemos entender que es allí donde se origina, al menos en gran medida, la creciente presión laboral –material y a la vez simbólica o subjetiva– que atraviesa al trabajo intelectual en el marco de la academia: porque la existencia de esas jerarquías nos tracciona constantemente a una productividad que nos permita «acrecentar» nuestro estatus tanto por motivos salariales como de «prestigio» personal. Nos vemos compelidos y compelidas a convertirnos en cierta clase de cazadores-recolectores de títulos, becas, papers, subsidios, invitaciones a disertar; en tesistas, becarios/as, ayudantes y adscriptos/as de cátedra. Terminamos colaborando de esta manera en reproducir la subjetividad neoliberal vía una frenética autopropaganda de nuestra producción científica y académica (autopropaganda permitida, potenciada y exigida por la lógica comunicativa de las redes sociales) que nos permita «ubicarnos» mejor y acumular más. Así terminamos haciendo todos los días un poco de aquello de lo que tan críticamente hablamos: meritocracia alimentada a base de espíritu emprendedurista.
Cuestionar dichas jerarquías no sólo es importante como adhesión a principios igualitaristas, si no que nos permite también tomar distancia crítica de las lógicas de la academización del mundo intelectual. Esas lógicas que nos envuelven, nos aprisionan y, fundamentalmente, profundizan la escasez de tiempo disponible para otra clase de actividades, entre las cuales se encuentra el activismo, la militancia o la mera disposición a bucear por temas y problemas que escapan a los vinculados con nuestro ámbito laboral (nuestros temas/problemas de “especialización”). Creo, en este sentido, que también resulta importante señalar el hecho de que la Asamblea de Intelectuales Socialistas haya sido ideada e impulsada originalmente –y sea coordinada– por Ariel Petruccelli y Juan Dal Maso, ya que son dos compañeros de características muy particulares. Sin ningún lugar a dudas son marxistas, socialistas o comunistas; militantes de larga data (Juan incluso es dirigente de una organización política) y, al mismo tiempo, intelectuales con una extensa obra cada uno de ellos. No obstante, ninguno de ambos ha desarrollado una carrera académica. El hecho de que sean estos dos compañeros los que le han dado impulso a este espacio le otorga una impronta y una orientación particular que es importante valorar, porque intenta ir a contramano de esa tracción de la academización del mundo intelectual a la que aludí anteriormente.
Dije que pensar como comunistas los problemas de la profesión responde, para mí, a dos tareas asociadas. Me acabo de referir a la primera, esto es, a pensar como comunistas los problemas que tenemos en tanto trabajadores intelectuales. Creo que la segunda interpretación que podemos dar a esa frase es que se vuelve necesario también “pensar como comunistas los problemas de investigación de los que se ocupa nuestra profesión”. En este sentido, decía Sacristán que no podemos ser intelectuales que en su tiempo libre militan como comunistas: nuestra perspectiva teórica y política debe estar presente en el análisis de cada uno de los problemas de investigación a los que nos entregamos. En ese sentido, si en el marco del intercambio académico podemos presentarnos como estudiosos de determinado tema sin que los demás adviertan que estamos recuperando una perspectiva teórica y un marco de interpretación vinculado con una lectura determinada del capitalismo y con el afán de su derrocamiento, estamos en problemas.
Pero con esto no me refiero a una reproducción acrítica de un léxico y una pléyade de autores identificados con el marxismo. Me refiero a la apropiación activa del mejor conocimiento científico disponible para pensar tanto los problemas específicos que afectan a la sociedad (y que son los que estudiamos en el marco de nuestras investigaciones científicas), como las potenciales respuestas a los mismos que daríamos en el marco de un proyecto de transformación social radical. Porque si de verdad aspiramos a tomar el poder algún día, y creemos en la posibilidad de que eso vaya a ocurrir, ese día vamos a tener que tomar decisiones de toda clase: económicas, sanitarias, educativas, culturales, energéticas, de vivienda, de transporte, etc. etc. Pienso que nuestra tarea como intelectuales es, ante cada uno de estos problemas, poder proveer el conocimiento científico y técnico más sofisticado posible, pero inserto en el marco de un proyecto político de transformación social revolucionario.
En ese punto, creo que se trata de una tarea que no puede dejarse para después, aun cuando no persiga la formulación de respuestas totalmente acabadas, definitivas. Pero darles un contenido más concreto, más preciso a las potenciales soluciones de los problemas específicos (pudiendo trascender, ir más allá de las consignas más «abstractas», tipo “poner bajo control de usuarios y trabajadores”) no sólo influye en la manera que tenemos hoy de pensar esos problemas en los diferentes frentes de militancia, sino que también contribuye a abrir debates e intercambios con aquellos y aquellas que están interesados/as en estos diferentes temas, pero que no los han pensado en el marco de un proyecto político de transformación radical. Y esos debates e intercambios, al mismo tiempo, permiten acercar a esas personas a nuestro ideario y a nuestra tradición política.
Tomemos por ejemplo la cuestión de la producción agrícola en Argentina. ¿Qué haría un gobierno obrero con la producción basada en semillas transgénicas, siembra directa y agrotóxicos? ¿Podemos intentar apropiarnos del mejor conocimiento científico disponible para elaborar una estrategia que, en el marco de un proyecto político socialista revolucionario que necesariamente afectará los derechos de propiedad de la tierra, indique cómo reconvertir el sistema de producción intensivo de soja y maíz transgénicos en un modelo agroecológico? Hoy por hoy, ante los problemas que presenta el agronegocio, lo más probable es que un militante comunista o socialista promedio nos conteste que lo que hay que hacer es prohibir esta clase de producción; o bien, que se trata de un problema que resolverá, el día de mañana, un gobierno de los trabajadores y trabajadoras. Por otro lado, un biólogo o bióloga progresista muy probablemente nos hable con un altísimo nivel de sofisticación y con una gran acumulación de valioso conocimiento técnico, de las experiencias de producción agroecológica que se desarrollan de manera aislada en nuestro país. En la distancia entre una y otra posición, creo yo, se funda la necesidad de dar respuestas científicas con perspectiva comunista a los problemas reales: pero esto significará, necesariamente, hablar de expropiación, y de los modos de reconversión productiva en los marcos de esa expropiación. ¿Qué haría un biólogo o bióloga que sabe de agroecología si, además, contara con un régimen de propiedad colectiva de la tierra? ¿cómo pensaría un comunista el problema de la producción agrícola si, además de tener claridad política sobre el régimen de propiedad colectiva de la tierra, contara con el conocimiento más refinado sobre los métodos de producción agroecológica?
Creo que era en este sentido que el ecólogo estadounidense Richard Levins nos hablaba de la necesidad que tenemos como científicos socialistas de “apropiarnos del conocimiento sobre el mundo que ha sido arrancado a la clase trabajadora… apropiarnos de la formación que recibimos en las ciencias y en el mundo académico y que debería permitirnos alejarnos de lo inmediato, teorizar, analizar, contemplar y preguntarnos cómo nuestras luchas actuales contribuyen o perjudican a largo plazo”2. Levins señala así también algo de lo específico que tenemos para ofrecer como intelectuales y científicos/as: la posibilidad de teorizar, analizar, complejizar. Una posibilidad que, entiendo, se vincula con la segunda condición que Sacristán ponía como necesaria para la construcción de intelectuales comunistas: defender en el seno de las organizaciones comunistas el valor de nuestro pensamiento como intelectuales.
Sabemos que la relación entre intelectuales y organizaciones políticas es una relación compleja (y sobre la cual se ha historizado, y muy bien, en nuestro país). Sin embargo, lo primero que me gustaría decir al respecto es que vemos en la actualidad que, desde las propias organizaciones políticas de la izquierda marxista revolucionaria argentina, existe una creciente vocación por dialogar, por acercarse, por tender puentes con los sectores intelectuales de izquierda. Pero no se trata sólo de una relación de exterioridad: también es posible advertir un interés genuino por el estudio y la elaboración teórica de parte de militantes y cuadros, algunos de los cuales comienzan a poder ser concebidos como verdaderos intelectuales.
Sacristán decía que por “defender” se refería a hacer lo necesario para que la organización no obstaculice lo que necesito, en tanto intelectual, para poder pensar y desarrollar mi pensamiento (en ese sentido, criticaba la “tendencia activista” que entiendo como escasez de tiempo para el desarrollo de tareas intelectuales). Pero para mí, “defender” también puede ser entendido como educar. Educar en el sentido de enseñarle al otro, al compañero, a la compañera, al o la dirigente, lo que yo –en tanto intelectual– tengo para ofrecerle. Que sepa qué me puede pedir, qué preguntas le puedo ayudar a responder en función de mi conocimiento y de mi formación. Aquí se plantea, al mismo tiempo, el problema de la posibilidad de transmitir la utilidad política de aquello que estudiamos, lo cual pone a prueba nuestra capacidad de ser escuchados/as o entendidos/as no sólo por nuestros compañeros/as de militancia, sino fundamentalmente por aquellos/as sobre cuya realidad hablamos. Sé que la producción de conocimiento posee tiempos, plazos, lógicas y dinámicas propias que muchas veces encierran un alto nivel de sofisticación, y se codifican en lenguajes por sí mismos complejos. Pero creo que esa realidad no nos exime, en tanto intelectuales comunistas, de elaborar mensajes y propuestas que puedan ser comprensibles para las masas, aunque su concreción resulte utópica. Es decir que prefiero que digamos cosas que los trabajadores y trabajadoras entiendan de qué se tratan, aunque les resulte inverosímil que sean llevadas a cabo… Porque además confío en que, cuanto más hablemos de esas cosas que hoy parecen utópicas, menos extrañas resultarán a nuestros/as interlocutores/as.
Habiendo dicho todo esto, podemos concluir que contribuir a la construcción de intelectuales comunistas, contribución que entiendo como objetivo de la existencia de la Asamblea de Intelectuales Socialistas, no es ser alguien que –además de ganarse un salario por su actividad intelectual– identifica en la izquierda a un actor electoral de su preferencia, participa de marchas y actividades de organizaciones políticas socialistas, asiste a conflictos y está próximo a quienes los protagonizan, se compromete con las reivindicaciones gremiales de su facultad, de la universidad o del sistema científico. Ni siquiera quien integra orgánicamente, ya sea como militante de base, cuadro o dirigente una organización política de izquierda revolucionaria. Porque para ninguna de esas cosas hace falta ser un intelectual comunista: basta con ser un buen comunista a secas. Un o una intelectual comunista es aquel o aquella que logra fundir ambos caminos, apropiándose de cada uno de ellos para potenciar al otro. Tal vez eso nos haga sentir siempre un poco incómodos o incómodas, “con un pie adentro y uno afuera”, como decía Richard Levins. Pero creo que es una incomodidad de la que vale la pena hacerse cargo, de cara a la construcción de un futuro comunista.
Lucía Caisso
NOTAS
1 Los planteos de Sacristán que retomo aquí a propósito de los y las intelectuales comunistas se encuentran analizados en Ariel Petruccelli y Juan Dal Maso, Althusser y Sacristán. Itinerarios de dos comunistas críticos, Bs. As., IPS, 2020.
2 Richard Levins, “One foot in, one foot out”, en S. Schmalzer, D. S. Chard y A. Botelho (eds.), Science for the people : documents from America’s movement of radical scientists, Amherst, University of Massachusetts Press, 2018, pp. 31-36.