Ilustración: Científico en su estudio, de Isaac de Jouderville (c. 1630-1635)

Todo, si queremos, puede dividirse en tres partes: o tipos, o categorías, o funciones, o niveles. La divinidad cristiana se divide en Padre, Hijo y Espíritu Santo. La divinidad hindú toma la forma de Brahma el Creador, Shiva el Destructor y Vishnu o Aquel que conserva y protege. Las Galias de Julio César «est omnis divisa in partis tris», una habitada por los belgas, otra por los aquitanos y una tercera por los celtas. La dialéctica de Hegel también está dividida en tres momentos: primero está la tesis, luego la antítesis y al final se llega a la síntesis.

Podría escoger las divisiones en dos (extrovertido e introvertido, contemplativo y activo) o en cuatro (norte, sur, este, oeste; o también caliente, frío, húmedo y seco). Sin embargo, me atendré a las más prestigiosas trinidades, y queriendo decir algo sobre los intelectuales de ayer y de hoy, diré que pueden ser divididos, para aclararnos, en tres tipos fundamentales: el Metafísico, el Técnico y el Crítico. Por cautela prevendré fáciles objeciones añadiendo de inmediato que estos tres tipos jamás se encuentran en la naturaleza –quería decir en la sociedad– en estado puro. A veces se entremezclan y se vuelven híbridos. Hay muchos Metafísicos que se creen y se pretenden Críticos: de hecho, los más «esencial y fundamentalmente» críticos de todos, dado que para ellos el conocimiento crítico más verdadero es el que concierne a los principios primeros, a todo lo que quizá no se ve pero que constituye el intangible origen y raíz, al objetivo definitivo y destino de todos los fenómenos de los que se percatan nuestros sentidos y que forman la materia de la experiencia común.

Los Técnicos, a su vez, se sienten enormemente críticos, realistas, concretos y desprovistos de prejuicios, antes que nada porque encarnan la sacrosanta antítesis de la metafísica, considerada por ellos como pensamiento vaporoso y desencarnado, reino de las sombras, mundo ultramundano que sólo puede ser objeto de vacuas hipótesis indemostrables o de fe ciega, dogmática, irracional.

Aquellos a los que llamo Críticos sienten, por último, la presunción de ser críticamente los más coherentes, ya que no creen ni creer ni saber, o más concretamente, sostienen que las certezas sólo pueden ser subjetivas, transitorias y mutables: si afirman algo, lo hacen con prudencia y alzan inmediatamente las manos diciendo: esto que estoy diciendo ahora, vale aquí, vale ahora y por lo que a mí respecta, decidid vosotros si por casualidad puede tener que ver, en otra parte y en el futuro, también con vosotros.

Pero no vayamos tan rápido. Son necesarias algunas palabras más para entender mejor, quizá con algún ejemplo, de qué tipos se trata.

*                             *                             *


Los Metafísicos parecían desaparecidos y derrotados bajo los embates de la crítica de la Ilustración, racionalista y empírica. En el curso del siglo XX, y sobre todo desde su segunda mitad, los calificativos de «metafísico» y «místico» se usaban a menudo como un insulto de los más difamadores. Después de Voltaire, después de la Encyclopédie, después de Marx, Comte y Freud, todo lo que era místico y metafísico, irracional o supuestamente supramental, devino objeto de desapasionado y positivo estudio científico. Es decir, fue «desmistificado», porque se trataba, científicamente hablando, de fábulas, de justificaciones y coberturas ideológicas, de miedos y deseos inconscientes, de antiguas supersticiones, de instrumentos culturales empleados fraudulentamente para preservar una sociedad opresiva y defender el poder por parte de aquellos que la dominaban manipulando las conciencias. Pero rara vez sucede que algo sea completamente eliminado y suprimido del curso de la Historia. Se comenzaron a mirar de cerca precisamente las ideas modernas y occidentales de Historia y de Ciencia: y se vio que no había forma de volver completamente racional la vida de los individuos y de la sociedad; se descubrió que existían otras culturas más allá de la cultura europea, burguesa y capitalista; se dijo que la ciencia misma era o podía ser usada como un espantapájaros o como un garrote ideológico para silenciar las objeciones y las dudas de la «gente corriente». Se constató, en definitiva, que el noventa por ciento del arte y de la literatura modernas nacía de sentimientos antimodernos, anticientíficos, antiprogresistas, y que con una preocupante y excitante frecuencia el arte moderno podía recurrir a lo antiguo, a lo arcaico, a lo originario, a lo infantil, a lo nocturno, a lo no burgués, a todo lo que no era estándar, normal, calculable o común. Así, la razonable y estoica prohibición antimetafísica de Kant pareció una censura, una amputación rigurosa. Renunciar al conocimiento metafísico y excluirlo científicamente pareció la expresión de un nuevo y actualizado dogmatismo. El sistemático Hegel fue despreciado por Schopenhauer, fue rechazado por Kierkegaard.

Pero después Nietzsche fue más allá y quiso proceder más allá de todos los saberes y todos los valores según él «enemigos de la vida». Sin embargo la antimetafísica de Nietzsche abría un espacio a una nueva metafísica, o mejor dicho, a una ontología radical del puro existir más allá de toda categoría racional y moral. Sólo que el hombre capaz de tanto debía ser un hombre especial, verdaderamente über y super, un ser humano que se fundara sobre el vacío de los fundamentos heredados y que por tanto se fundara sobre el eterno recomenzar, sobre la eterna aurora sin más atardeceres, sobre el pleno Ser, originario e indudablemente divino: no humano, más que humano, neohumano, posthistórico y posthumano. El ser de este Ser sería otra especie de paraíso, bio-ontológico, o mejor, un tipo particular de horror dionisíaco.

La destrucción nietzschiana de la metafísica abrió el camino para el advenimiento de los que son los intelectuales metafísicos del siglo XX y de la actualidad, o los Nuevos Sabios. En ellos se combinan la muerte de Dios y el regreso de los Dioses, el nihilismo y las ciencias de lo sagrado, la filosofía que se vuelve teología del nuevo Dios llamado Ser. El rechazo del concepto empuja a estos intelectuales a despreciar la moderna categoría de intelectual de la Ilustración, para ser algo más. Para ellos no cuentan tanto el intelecto y la
experiencia como la Mente Superior que más allá de todo esquema y aparato racional, técnico o instrumental, aferra la pura vida del ser. Pero esta vida no es individual, va más allá del individuo, porque el individuo es un aparato psíquico, una jaula limitante y opresiva que ejerce una coerción en perjuicio de lo que, en los individuos, es la ontología del ser común. Estos Metafísicos no tienen a su disposición una metafísica arquitectónica como la de Platón, Aristóteles o Dante. La suya es una metafísica que requiere un nuevo lenguaje, que empuja la filosofía hacia la poesía: una metafísica deshuesada, sin estructuras, puro movimiento hacia el más allá y el más acá del ser humano y de sus culturas como las hemos conocido históricamente.

Si tuviese que dar el nombre de algunos maestros del siglo XX de los intelectuales neometafísicos debería citar obviamente a Martin Heidegger (que vuelve mística la jerga filosófica alemana y habla del Ser sin decir cómo es posible hablar de algo que trasciende la palabra). Pero citaría también a René Guénon (convertido a la mística islámica y estudioso del Vedanta), por supuesto a Mircea Eliade, uno de los mayores hinduistas y mitólogos del siglo XX. Sin embargo la ontología radical y vitalista profetizada por Nietzsche ha tomado varias formas: siendo apocalíptica y revolucionaria, a veces se ha mezclado con el marxismo apocalíptico y anarquizante que ve la revolución detrás de cada esquina, a la espera de una huelga insurreccional del Ser Social, más acá y contra todos los aparatos y dispositivos organizativos y de control. Se llega a Foucault y a Derrida, para quienes toda organización es represión, todo lenguaje es alienación y metafísica. Si, como dice Nietzsche, «el viejo Dios» ha muerto, entonces debe morir o ser eliminado también «el viejo Hombre», hasta que seamos «iluminados por los rayos de una nueva aurora». En Italia tenemos algunos Metafísicos: por ejemplo Severino, Calasso, Cacciari, en parte Agamben, quizá Negri.

*                             *                             *


Si para los Místicos el único objetivo es el Ser más allá de cualquier objetivo humano, para los Técnicos el único ser del que vale la pena ocuparse se parece a una máquina que mantener en funcionamiento o que reparar. Máquina psíquica y física, máquina social, máquina económica y productiva, máquina lingüística. Mientras que los Metafísicos nos hablan sin tregua de un Ser que escapa al lenguaje, a los dispositivos y a los aparatos, y son propagandistas de un fin a alcanzar para el cual no se enumeran los medios (yo diría que se trata de falsos místicos sin técnicas místicas), para los Técnicos, por el contrario, sólo cuentan los medios y su eficiencia: el fin está fuera de toda discusión, será el desarrollo de los medios el que lo cree. Si por ejemplo conseguimos tener los medios para cambiar radicalmente el ser humano, su cuerpo y su mente, el fin será este nuevo ser humano que los medios biotécnicos son capaces de crear. El fin sigue a los medios. El fin es un producto de los medios. Por tanto no se lo concibe, ni mucho menos se discute sobre él, por anticipado. Para los Técnicos tener una idea del ser humano y de la sociedad sería ceder a la tentación metafísica o moralista de quien pretende saber qué es, qué debería ser y qué no, la Humanidad. Para los intelectuales técnicos una idea válida y precisa de humanidad, cualquiera que sea, es un dogma pre-científico. El único comportamiento apropiado es la libertad de búsqueda de los medios para ajustar, programar, cuidar y modificar la máquina humana. Prohibido saber con qué fin.

La sociedad misma es una máquina sin objetivo cuyo único objetivo es funcionar. Esto atañe a muchos sociólogos de la actualidad y ahora también a la gran mayoría de los economistas, puesto que la crítica de la economía política prácticamente se ha extinguido. Los Técnicos tienen sus razones: si por ejemplo los Metafísicos tuvieran técnicas que proponer, como sucedía en la Antigüedad o en el Medievo, para alcanzar el conocimiento metafísico, dejarían de fiarse totalmente de las palabras en el momento mismo en que las declararan insuficientes. Lo que ocurre es que el mundo contemporáneo no dispone de técnicas mentales que vuelvan legítimo y practicable el discurso metafísico y ontológico. Si se persigue un fin, se deben perseguir también los medios para alcanzarlo, porque de otro modo se cae en la fantasmagoría. Pero entre los Metafísicos y los Técnicos existe una relación complementaria: uno posee el elemento esencial que le falta al otro. Se debería añadir que la idea de «objetivo final» o de ser humano absoluto que tienen en mente los Metafísicos es tan propia del «superhombre» como para superar (por definición) las posibilidades reales de todo medio humano hoy imaginable.

Un caso especial y paradójico ha sido el de los Técnicos de la Revolución, ahora pasados, por falta de medios e incertidumbre de objetivos, a la categoría de los Místicos, dado que para ellos la revolución se asemeja ya a una Apocatástasis, a una restauración del orden divino después de la catástrofe social en que la ontología derrotará a la tecnología.

En la cultura europea moderna hubo un periodo, el humanista y renacentista, en el que entre Metafísicos y Técnicos no existía una separación neta. Las figuras intermedias eran el médico brujo y el cosmólogo simbólico. Desde Pico della Mirandola a Giordano Bruno o Campanella, el estudio de los misterios de la naturaleza era técnico y místico. Pero no hay duda de que Maquiavelo era ya plenamente un técnico (de la política) en el que el método parecía a menudo prevalecer sobre los objetivos. Marx fue un utópico, pero sobre todo un científico social: la escuela que nació de su seno fue una escuela de técnicos que construyeron máquinas organizativas, los partidos revolucionarios, más aptos para destruir y envenenar los vínculos sociales que para construir una sociedad mejor.

En el siglo XX abundan los Técnicos. Dar nombres resulta difícil. Pero desde luego el arte vanguardista es apocalíptico y técnico al mismo tiempo: reniega del pasado e inventa dispositivos estéticos de autodestrucción del arte y de su ideología. Son muchas las teorías literarias que han insistido en la técnica (los futuristas, Joyce, Valéry, Breton, los formalistas rusos, hasta el nouveau roman y el estructuralismo). La filosofía especulativa se vio amenazada por el neopositivismo, la filosofía del lenguaje y la lingüística. Lo que está en discusión, con Wittgenstein, es el sentido de las afirmaciones filosóficas, la mayor parte de las cuales, a su juicio, carecen de sentido. Así también la filosofía se convierte en una técnica lógico-lingüística para depurar, sanar y curar el lenguaje filosófico de sus enfermedades para que por fin funcione bien, sea claro y esté bien fundado.

Hoy forman parte de la tipología del Técnico todos aquellos que aspiran a manipular eficazmente los diversos aspectos de la realidad (legislación, cuerpo humano, producción y finanzas, instituciones, comportamiento de los consumidores, etc.) de forma que funcione lo mejor posible y a pleno rendimiento la máquina social. ¿En aras de qué? En aras de un Progreso por cuya definición un verdadero Técnico no se interesa jamás.

*                             *                             *


Entre el Ser que reencontrar y la Máquina que hacer funcionar, algunos, simplemente, se sienten incómodos. Piensan que «algo no va bien». Ésta podría ser ya una primera definición del tercer tipo de intelectuales, el de los Críticos: quizá el más extendido pero también el más débil y el menos prestigioso. Los Críticos son y se reconocen como individuos a disgusto, llenos de dudas, sin poder, y a menudo con la sensación de estar solos. Sus experiencias son corrientes, no parecen especiales ni especializadas. Pero nadie ha dicho que sean fáciles de comunicar o de compartir. Por un lado está el Ser, o Dios, o los Dioses, el Absoluto, el Inicio y el Fin, la Verdad y su Deconstrucción. Por otra parte están los imperativos prácticos, el Progreso, la colectividad, las estructuras, las superestructuras, las infraestructuras, el Estado y el Mercado: y la necesidad de hacer funcionar todo esto para procurarse desarrollo, crecimiento y beneficios. Atrapado entre estas entidades opresivas, al crítico le queda poco espacio. No sabe proponer soluciones de validez universal. Cree y no cree, pero siempre en algo relativo y minúsculo. En la categoría de los Metafísicos-mitólogos-ontólogos-místicos encontramos todo lo que queda de la denominada «filosofía continental» europea, con el añadido de algún junghiano y algún historiador de las religiones. En la categoría de los Técnicos encontramos predominantemente matemáticos y politólogos, sociólogos y biólogos, médicos e ingenieros, especialistas del management y de la comunicación, diseñadores y publicistas. Entre los Críticos hay sobre todo escritores pero también «gente común» cuya inteligencia es de otro tipo y no es inferior a la de los intelectuales. El crítico tiene necesidad de sentido común, de experiencias comunes y de un lenguaje en el que se puedan decir cosas que quizá no interesan a Dios y que desde luego no sirven al Progreso.

La crítica ha sido una de las banderas de la Modernidad. A su acción se debe el nacimiento de la democracia liberal, de las sociedades abiertas, de las utopías sociales, de la libre investigación científica. Gracias a los
Metafísicos hemos conseguido saber que Dios ha muerto, pero que por suerte en su lugar está el Ser. Gracias a los Técnicos todos los días descubrimos que «por motivos técnicos» hay algo que no se hará y algo que estamos absolutamente obligados a hacer, lo queramos o no. Pero para los Críticos, al contrario que para los Metafísicos y para los Técnicos, los individuos particulares existen: no son apariencias, ni contingencias, ni imprevistos de mal agüero, errores que eliminar, distorsiones subjetivas que superar en una visión más vasta y en una perspectiva más elevada. Para los Críticos cada vida por separado es un campo y un instrumento de conocimiento imprescindible. Lo descubrieron filósofos como Montaigne y Kierkegaard, que no construyeron sistemas teóricos ni escribieron tratados, sino que usaron como forma literaria más adecuada al pensamiento la forma de la confesión, del autoanálisis, del diario, de la sátira. ¿Se puede acusar a Kierkegaard? ¿Se puede acusar a Leopardi o Baudelaire de narcisismo por el hecho de haber hablado de sí mismos, por haber «explorado su propio pecho» o por haber puesto su «corazón al desnudo»? El yo del crítico es un instrumento para ser honestos con los demás, que a su vez no están privados de un yo. No es ni un descubrimiento reciente ni una paradoja provocadora señalar que los tres autores mentados, grandes escritores modernos, se encuentran a su vez entre los más memorables críticos de la modernidad. Los críticos se arriesgan a la soledad. Tienen necesidad de la soledad. Es más, la presentan públicamente como un valor público que es públicamente minusvalorado.

En el siglo XX la familia de los Críticos se amplió, si bien no se trata de una familia, sino de hijos únicos o de
huérfanos. Todo intelectual crítico es un caso aparte. Para identificarlo y describirlo, las etiquetas y las posiciones políticas casi nunca funcionan. ¿Karl Kraus era de derechas o de izquierdas? ¿Y Orwell? ¿Y Simone Weil? Uno de los hechos negativos más interesantes de la segunda mitad del siglo XX ha sido la dificultad que han tenido los intelectuales políticamente alineados y los estudiosos académicos para aceptar a estos autores, para reconocer su importancia política, su valor intelectual y literario. La crítica social y cultural ejercida individualmente queda sin lugar. Se la considera fuera de lugar y, por tanto, sospechosa. No es sólo una cuestión de etiquetas políticas, está a su vez el problema de las casillas profesionales y disciplinares. ¿Qué era Kraus? ¿Un escritor satírico? ¿Un filósofo de la sociedad? ¿Un moralista del lenguaje? ¿Un liberal o un anarquista? ¿Y Orwell? ¿Es tan sólo un novelista secundario? ¿Un periodista? ¿Un socialista libertario? ¿Un politólogo? ¿Y Simone Weil? ¿Una mujer muy singular? ¿Una especie de santa revolucionaria y contrarrevolucionaria? ¿Sus escritos pueden considerarse seriamente filosóficos, o sólo moralistas y privados? Estos tres críticos, en definitiva, ¿estaban resentidos? Sí, lo estaban. ¿Tenían una vida privada infeliz? Sí, a veces. ¿Problemas sentimentales y sexuales? No se puede negar. ¿Inserción social difícil? Sin duda. ¿Y por estas razones no posee valor objetivo todo lo que pensaron y escribieron?

He dado pocos ejemplos. ¿Para demostrar el qué? Que a los intelectuales no siempre, de hecho casi nunca, se les puede considerar antes que nada como clase social o como grupo. A menudo, en los mejores casos, se trata de individuos inclasificables, y toda su vulnerable fuerza reside en esto.

Alfonso Berardinelli


Nota.— Alfonso Berardinelli es un crítico literario y ensayista italiano. Nació en Roma, allá por 1943. Actualmente reside en la Toscana. Se desempeñó como profesor de Literatura Moderna en la Universidad de Venecia durante más de veinte años (1983-1995), cátedra a la que renunció inesperadamente –en medio de críticas y polémicas– debido a su malestar con el academicismo y las lógicas corporativas imperantes en la alta cultura de su país. Ha sido columnista de varios periódicos –como Avvenire e Il Sole 24 Ore– y codirector –con Piergiorgio Bellocchio, a quien presentamos en nuestra edición cero– de la revista Diario. Ha escrito decenas de libros, mayormente sobre crítica de la cultura, especialidad en la que siempre se ha movido como pez en el agua. Puede leerse de él en castellano El intelectual es un misántropo (El Salmón, 2015) y Leer es un riesgo (Círculo de Tiza, 2016), obras editadas en España con traducción de Salvador Cobo. Al primero de estos libros (págs. 19-32) pertenece el ensayo que aquí hemos compartido. Algún tiempo atrás publicamos otro ensayo de Berardinelli: «El ocaso de la lectura».