Ilustración: Tres desfiladeros, paisaje a tinta de Chen Jinzhang, de la Escuela de Pintura de Lingnan, provincia de Cantón, sur de China. Fuente: CGTN
Nota preliminar.— Desde la vuelta a la democracia, hace 41 años, no han faltado en Argentina gobiernos de derecha que impulsaron políticas económicas neoliberales de alta intensidad (ajuste fiscal, privatizaciones, desregulaciones, endeudamiento externo con el FMI, etc.), en conjunción con medidas neoconservadoras en materia cultural y reformas securitarias de «mano dura»; amén de decisiones y/o discursos asociados al negacionismo histórico en lo que respecta a la última dictadura (1976-1983), el terrorismo de estado y los crímenes de lesa humanidad, desde diversos beneficios de impunidad para los militares represores (como los indultos), hasta la maledicencia capciosa e insidiosa del “no fueron 30.000”, devenida campaña oficial u oficiosa. Un negacionismo histórico que ha oscilado entre la salomónica «teoría de los demonios» y la desembozada «teoría de la guerra sucia».
El gobierno de Milei se inscribe claramente en esta matriz ideológica derechista de la Argentina posdictadura, aunque debe admitirse que, en varios aspectos, ha intentado ser más extremo, más radicalizado que aquellos predecesores que reivindica con tanto fervor (Menem) o ciertas reservas (Macri). ¿Lo conseguirá? ¿Se saldrá con la suya? ¿Podrá hacer realidad su ambicioso proyecto minarquista? No lo sabemos, pero hasta ahora no ha logrado mucho, o, mejor dicho, ha logrado bastante menos de lo que se ha propuesto. En sus primeros cien días de gestión, ya ha sufrido, de hecho, varios reveses considerables tanto a nivel judicial como parlamentario (por ej., el naufragio de la Ley Ómnibus), y su popularidad no para de menguar a una velocidad sin precedentes desde la restauración democrática.
El liberalismo económico exacerbado de Milei, con una devaluación récord que ha licuado los salarios drásticamente, con un ajuste severísimo de graves consecuencias sociales, y también con varias desregulaciones que no han sido por el momento frenadas (ni por el Poder Judicial, ni por el Congreso), viene acompañado de una ofensiva neoconservadora en lo cultural, y de medidas draconianas tendientes a reforzar la criminalización de la protesta social, como el Protocolo Antipiquetes. La «mano dura» pica en alza con Patricia Bullrich de ministra de Seguridad. En paralelo, el negacionismo histórico ha recrudecido, sobre todo en torno a la vicepresidenta Victoria Villarruel, una conspicua apologista de la «guerra sucia», aunque bajo el ropaje sofístico de la «memoria completa». Agréguese a todo esto el anticomunismo visceral de Milei, quien ha hecho del agravio “zurdos de mierda” un mantra de su demagogia por redes sociales.
Atravesamos, pues, un contexto adverso, sombrío, de regresiones y amenazas a la orden del día (no las de una ultraderecha fascista y golpista, como pontifican algunos, pero sí, indudablemente, la de una derecha neoliberal recargada, radicalizada, libertariana, minarquista, con bolsones no menores de neoconservadurismo cultural y negacionismo histórico en su seno). Dentro de este clima de época, la conmemoración del 24 de marzo adquiere una significación especial, una densidad simbólica mayor, una carga política más fuerte. Durante el kirchnerismo, la causa de la Memoria, Verdad y Justicia tuvo avances importantes, pero también cuentas pendientes. Sufrió, además, un proceso de cooptación estatal, instrumentalización política y domesticación ideológica por parte del populismo. Primó una concepción «arqueológica» y reformista de los derechos humanos, desvinculada de todo horizonte anticapitalista hacia el futuro y de toda praxis socialista revolucionaria en el presente. Este enfoque «necrológico» y minimalista tuvo defensores sinceros, pero también oportunistas y demagogos. Quizás el arribo de La Libertad Avanza al poder, y el duro combate de ideas y calles –lucha de clases en toda regla– que debemos afrontar contra su programa burgués de shock sin velos, despiadadamente explícito, nos ayude a restituirle al 24 de marzo la criticidad y rebeldía que tuvo en otros tiempos, cuando no era una efeméride «políticamente correcta», tan colonizada por la progresía. Ojalá. Lo que digan y hagan las izquierdas será clave.
“Los desfiladeros de la memoria”, el breve pero punzante ensayo del filósofo León Rozitchner que aquí compartimos, fue originalmente publicado en la revista Fin de Siglo, allá por octubre de 1996, en pleno menemismo, poco después de la primera pueblada de Cutral Co, génesis del movimiento piquetero. Los cuatro jinetes del apocalipsis neoliberal –ajuste, privatizaciones, desregulaciones y deuda externa– galopaban con furia en Argentina, y las leyes de impunidad gangrenaban el tejido de la memoria colectiva. Con lucidez, elocuencia y coraje, Rozitchner alumbró un texto que todavía hoy, casi tres décadas después, es capaz de iluminar la mente y galvanizar cuerpo.
El peso de las generaciones muertas oprime
como una pesadilla el cerebro de los vivos.
Karl Marx
La memoria ¿es recordar el «hecho» sucedido?
Todo genocidio histórico aspira a ser borrado del recuerdo. Los asesinos, tanto como la población sufriente, están de acuerdo. Unos, porque cuentan con la marca imborrable que han dejado: quieren que lo más importante –el horror sentido– no pueda ser pensado. Cuentan con su procesión interna, con la herida indeleble que han dejado abierta en los cuerpos de sus contemporáneos. Saben que el terror pasivo, no enfrentado, se hereda y se extiende por los corredores subterráneos de los cuerpos. Su memoria sensible y muda se prolonga como una tara hereditaria. Pero también la población aterrorizada no quiere saber nada. Se desentiende como si a ellos no les tocara: la memoria actualizaría nuevamente la amenaza y haría más viva su presencia intolerable. Pero este olvido es aparente: el efecto subsiste. Y para ratificar el ocultamiento de nuestra tragedia social, y ayudar a encubrir las consecuencias que el terror produjo en la sumisión conservadora que le sucedió luego, los «cientistas» y politólogos aggiornados a la democracia, expertos extranjeros y nacionales de economía, sociología, psicoanálisis y otras retóricas, vienen a vender sus saldos teóricos. Nos hemos vuelto interesantes: un peso, un dólar. Recordar de manera explícita y consciente el exterminio no es un acto espontáneo: requiere situar al recuerdo en un contexto humano del cual recibe su significación completa. Debe, para ser enfrentado, incluir en la memoria las causas, quizás antes invisibles, que sólo después de haberse producido el «hecho» histórico llevan a agregarle el porqué de su existencia. (Ahora los archivos del Pentágono y la CIA se abren y confiesan que fueron los maestros de nuestros militares en la tortura y los asesinos que llevaron al ajuste económico, pero ya no importa: los cuerpos aterrados no quieren saber nada. No quieren darse cuenta de que así se construyó nuestra democracia aterrorizada). De allí el esfuerzo tenaz que debemos hacer, hasta crear las condiciones que lo integren en la memoria histórica. El terror aterra, y en eso consiste su insidia: se resiste a ser pensado, a que tomemos conciencia de su existencia. No podemos pensarlo como método político que hizo posible la sumisión colectiva al neoliberalismo: que hizo posible nuestra actual miseria.
Memoria y monumento
Recordar no consiste sólo en elevar un monumento y señalar con una estela que algo ha existido antes, porque su sentido vivo puede quedar oculto en la cosa muda y pétrea fabricada para rememorarlo –aunque su significado esté contenido como una alegoría sintética y abreviada–. La memoria, sólo convertida en mausoleo externo, puede transformarse en un depósito pasivo, aunque constante, siempre presente a la mirada distanciada: una vez objetiva, hecha escultura, la memoria ya no necesita a los cuerpos resistentes para que la mantenga viva, dándoles con su recuerdo un sentido a los actos y al proyecto de la propia existencia. ¿Su visión, condensada en la piedra, motivará la pujanza de los cuerpos? ¿Determinará acaso la voluntad y el pensamiento de quienes asisten a su representación muerta? Pienso en el monumento al Gueto de Varsovia, en los jardines del barrio arrasado por los nazis, todos sus recluidos resistentes aniquilados, cubierto el mismo espacio espectral con la nueva vida de sus inocentes habitantes actuales, quizá ahora tan antisemitas como los de aquella época. Depositada afuera, convertida en rastro, el monumento al aniquilamiento colectivo en una plaza se yergue solitario ante la mirada del transeúnte, o se lo rememora en un día señalado para el recordatorio. Y la vida cotidiana, se cree, transcurre sin fantasmas.
Por eso depende del marco dentro del cual el recuerdo actualiza la situación pasada para devolverle su sentido pleno. Pasó con el genocidio nazi, pasa entre nosotros con el genocidio militar, preparatorio del neoliberalismo menemista. La disyuntiva seria ésta: ¿holocausto religioso el «sacrificio» de 30.000, o aniquilamiento político asesino? Sus cómplices le propusieron a la memoria social poner a los desaparecidos en un contexto de designio divino, inmolación y pecado –holocausto a un Dios o teoría satánica de los “dos demonios” (Sábato)– donde el sentido histórico de la violencia y del terror, con toda intención política y económica, es velado y se pierde. O, para los que se resisten a aceptar esa miseria complaciente, convertido en índice objetivo de un mal históricamente situado –aniquilamiento, Shoá, genocidio–, que depende de una estrategia de poder económico-política liberal, y comprender entonces que el terror formó parte de un proyecto de dominio político.
No hay memoria sin inscripción en el sujeto que recuerda
La memoria es la más común de las capacidades humanas, pero ante ciertos hechos históricos –el exterminio– pide algo más difícil de nosotros para que se conviertan en significativos y no olvidemos. Debemos re-construir el acontecimiento agregándole a la imagen de los desaparecidos, que sólo es una parte del recuerdo, el contexto pleno de sentido sin el cual su concreción en la memoria se pierde. La memoria del genocidio está cercada todavía por la amenaza de los asesinatos y las torturas que subsiste y se prolonga desde el pasado: no es la rememoración de cualquier hecho. Porque los productores de ese terror llamado “de estado” están aún vivos, presentes y amenazantes. Pero mucho más vivos, tenebrosos y potentes están los poderes y las instituciones que lo produjeron y se siguen, de otro modo, apoyando en su amenaza, y que nunca fueron sometidos a juicio. Someterlos a juicio: quiere decir que el pensamiento los incluya también a ellos como cómplices del genocidio. Que pueden ser pensados para deshacer una de las consecuencias más deseadas del terror: impedir la toma de conciencia de la situación completa.
Lo más temido entonces no es la muerte «natural» que todos al fin de la existencia sufriremos: esta amenaza histórica del terror está inserta, con su mayor insidia, en lo más profundo de cada uno de nosotros, y va acompañada con el mensaje de que la vida propia puede sernos quitada, si osamos resistimos a la sumisión que quieren imponernos. La memoria de este suceso histórico, para vencer el objetivo del poder político, tiene que despertar el cuerpo sintiente y atreverse a animar desde el horror la significación de lo que en nosotros se resiste a que aparezca. Pero la memoria de un hecho reciente también toca y aviva lo inmemorial, aquello de lo cual no tenemos memoria, porque la memoria como capacidad personal se inició allí donde no existía aún: en el origen, sin ninguna imagen que la representara, estaba sólo la marca afectiva del terror primero, infantil y arcaico. Por eso todo llanto de niños nos despierta, en su congoja incontenible, la angustia del primer encuentro del hombre con la muerte. La muerte adulta del genocidio se inscribe actualizando la estela de esa antigua experiencia de la infancia.
Terror y distanciamiento: la impunidad no se refiere sólo a crímenes del pasado
Tal es el distanciamiento. La memoria adulta, aunque recuerde, a veces sólo se inscribe superficialmente en la conciencia: de tanto que duele, no activa su fundamento afectivo, sensible e imaginario. Puede dejar entonces adormecidos y relegados los motivos históricos y sociales de su advenimiento, porque en lo que evoca aún persiste y se hace presente, prolongación de aquél otro, le impone a la conciencia. Una desolación ciega e impotente que aún nos azota prohíbe penetrar en el lugar intimo que el terror dejó, amenazado, en los cuerpos de los sobrevivientes –que en el fondo somos todos–. Estas son las condiciones del terror light en la democracia. De esto los economistas y politólogos a la moda no dicen ni una palabra.
Pero el vacío de los muertos insepultos, y el lleno de los asesinos que vagan por las calles y ocupan todavía un lugar de poder, es un escándalo invivible para la vida social: la torna imposible como vida comunitaria. Hace imposible la vida individual: cada uno siente la muerte del otro como un límite para vivir la propia y para actualizar los lazos de la memoria que abren el campo de futuro que la vida social había creado. Ya hace imposible la vida social: para que haya asesinos impunes, es preciso entonces que exista, también ahora, un sistema social que se aprovecha de la vida de los demás hombres considerados como sobrevivientes: como asesinatos aplazados, todos convocados por la amenaza de muerte al sometimiento. Es lo que ahora estamos viviendo.
Recordar no es sólo una imagen que retorna
Recordar no es sólo traer a la memoria la imagen aislada de un desaparecido: es hacer también presente la trama siniestra de un sistema económico-político-religioso que requirió el genocidio para implantar sus fines. La máquina que organiza el ocultismo de ese marco social homicida, que difumina los rasgos más heroicos y rebeldes de los desaparecidos, se nutre ahora de implantar el terror en lo cotidiano, tornarlo invisible y sensible al mismo tiempo, de infiltrarse como imagen normalizada en los granos menudos de la vida: convertir a la muerte histórica en la forma banal y «normal» de la existencia.
El terror y el genocidio es un recurso del poder. Hay que comprender el exterminio militar como una estrategia de guerra de los poderes siniestramente organizados contra la vida. Forma parte, en su crueldad autóctona, de un proyecto para expropiarla hasta un límite antes desconocido. Los sistemas de dominación social, cuando se apropian del trabajo y de la riqueza de sus habitantes, y requieren para lograrlo el dominio sobre la voluntad de los hombres, deben multiplicar los ejemplos de aniquilamiento y sufrimiento: convertirlos en masivos. Tan masivos como son masivas las resistencias. Cuando son los pueblos los que se resisten, el exterminio debe ser adecuado a su número y medida: debe blandir y hacer reverdecer la amenaza de un exterminio para todos. Entonces la economía se apodera del esfuerzo de los cuerpos como la Iglesia se apodera del alma de los pobres. El mundo globalizado del capitalismo se apoya sobre la amenaza global de la bomba atómica y del consuelo global del cristianismo. Hay que comprender cómo pudo ser dicho, ante la total indiferencia de la gente, que el ajuste económico habría de ser aplicado, gozándose del dolor, como la tortura: “sin anestesia”, para que duela. Y que nadie se inmutara.
La memoria, aunque reza lo impensado, a veces evita que aparezca
Hay entonces una memoria negativa, memoria vigilante de lo que no debe aparecer: lo temido, aquello que la amenaza de muerte tornó distante y mantiene profundamente sumergido. Hay una memoria afectiva y doliente, pero sin imagen ni palabra: sólo el afecto sintiente de la angustia permanece allí en lo hondo, límite donde se borra su contenido. La imagen y la palabra pueden abrir el surco de un saber consciente de lo amenazante, pero, de tan temido, sólo queda el sentimiento de muerte que los excluyó de la mente. De-mente se dice de los que están solo con su terror a cuestas: terror interno, que existe allí en lo más íntimo de la gente. El terror es feroz: crea sus propios ámbitos de enceguecimiento porque al mismo tiempo oculta la verdad siniestra que lo produjo, y sólo deja el misterio de lo más temido en lo más hondo: la estela blanca y silente de muerte, es decir su rastro, su aguijón entrañado, la amenaza indescifrable que la angustia abre cuando se roza su espacio amojonado.
Por eso no se trata solo de recordar, de tener el coraje o la voluntad de hacerlo: de que la imagen de lo más temido aparezca nuevamente. Se trata de crear, como suelo firme donde podamos apoyarnos, las resistencias que lo venzan, que el genocidio se produzca históricamente de nuevo. Hay que recordar, pero dentro de una inscripción social nueva, para que entre todos construyamos una fortaleza contra el miedo y contribuyamos a crear la fuerza colectiva que le haga frente. Sólo así cada uno, aunque esté solo, se sentirá libre y potente.
Recordar en la soledad individual no basta
La memoria es un hecho colectivo: hay que construirla materialmente con los cuerpos marcados que han quedado vivos. Por cada cuerpo asesinado se necesitan miles de cuerpos que actualicen en la memoria la vida de quienes la perdieron por hacer lo que nosotros debemos continuar ahora. Como los cuerpos de los niños desaparecidos en la Noche de los Lápices: se multiplicaron por miles de cuerpos resistentes en los jóvenes que volvieron a darles vida en los suyos, unidos en las marchas por las calles. Este es el único milagro: no son los panecillos los que se multiplican, sino los hombres que producen hombres. Todas las tumbas permanecen vacías y abiertas mientras permanezca el poder que se apoyó en la muerte para dominarnos.
El cuerpo colectivo resistente es el continente de la memoria individual desfalleciente, vencida, no quizá su permanencia como «hecho» recordado, sino por el modo como la memoria existe para cada uno: si existe sólo como amenaza o también existe como resistencia. Las meras figuras del horror, aisladas del contexto histórico, no bastan para el recuerdo: más bien espantan nuevamente. Si cada uno se queda sólo con la Escuela de Mecánica de la Armada o con Vesubio, cada uno se queda solo con el terror adentro, inmóvil, fijado al espanto que nos convierte en estatuas de piedra. De qué manera la memoria se inscribirá en los cuerpos sintientes, dependerá del soporte que encuentre en el cuerpo colectivo. Si el terror sigue imperando, sin resistencia, nos quedamos solos angustiados y vencidos: impotentes.
La razón asesina del poder político se sigue multiplicando en sus signos
Memoria, en el campo de la vida histórica, es la movilización colectiva que actualiza la lucha que quedó, como un límite insuperable, detenida en el momento de las torturas los asesinatos. Pero abre ese sentido pasado mostrando lo que de común tiene con el presente. En una sociedad vencida, dislocada, el terror sigue trabajando en el silencio, dentro de los espacios sociales conquistados por la muerte. Fue el terror el que hizo posible en el presente la sustracción de la vida cotidiana y la riqueza colectiva entregada, como si se tratara del botín de una guerra perdida. Y en realidad, para ellos fue una guerra ganada con los medios adecuados para alcanzar el triunfo: bajo la excusa de enfrentar a la guerrilla, se trataba en realidad de derrotar y someter a toda la población argentina. Ese fue su objetivo: atomizar sus fuerzas, exacerbando el individualismo por la ganancia y el consumo o la mera subsistencia. Perdido el sentido de la vida, disueltos los vínculos sociales construidos en el largo tiempo solidario, mientras los cuerpos de los ejecutores y las instituciones asesinas están entre nosotros como amenazas impunes, ¿qué sentido tienen entonces el recuerdo, el coraje, la memoria, si no encuentran un cuerpo real, imaginario y colectivo, para hacerles frente y resistirles?
Anudar la memoria social con el pasado es volver a retomar el camino que quedó allí entregado, para emprenderlo nuevamente de otro modo: es confirmar la alianza colectiva en un desafío ineludible para volver a andarlo, luego de haber aprendido algo más de la dimensión asesina de los poderosos. Para que el pasado y el sufrimiento no hayan sido en vano, deben convertirse en una nueva secundaria material, hacha de cuerpos vivos, donde el recuerdo revela la profundidad del obstáculo que debe ser enfrentado y la compleja trama de un proyecto nuevo. El terror desnudó en su anverso también lo que el poder más teme, mostrando a quienes en verdad iba dirigida la amenaza: ligándola a la lucha por transformar las condiciones de la vida. Ese terror fue una respuesta contra la rebeldía social: también ellos tenían miedo. Recodar es construir un hecho vivo más poderoso que antes; volver a activar, al evocarlo, la sabiduría de una nueva e inédita experiencia histórica: lograr, por nuestro empuje, que sus armas, sus fantasmas religiosos y sus amenazas sean impotentes para detener la resistencia.
El recuerdo vivo, encarnado en las Madres
Los modelos de hombres y mujeres rebeldes expresan la dignidad de un enfrentamiento allí donde todos los demás, que debían sostenerlos, habían flaqueado o se habían excluido. Los héroes trágicos son los que asumen el destino contradictorio donde la muerte no pone límites a la responsabilidad de enfrentarla con un acto que lleva hasta el extremo la tensión del enfrentamiento humano. Ponen de relieve, con este acto de coraje extremo, lo que los asesinos no pueden permitir que suceda. Y lo hacen allí donde todos defeccionan: muestran que es posible la resistencia. El poder de la dignidad desarmada, en un enfrentamiento disimétrico, descubre con su coraje la miseria y la debilidad cobarde sobre las que se afirman los criminales armados. Pone al desnudo la debilidad de la pretendida fuerza de los poderosos. Por eso estos les tienen tanto miedo a las madres: ellas poseen la verdad que ellos más temen.
Las Madres de Plaza de Mayo no representan nada, como lo hacen los monumentos, las estelas o las tragedias literarias: presentan, en sus personas vivas, la realidad de un enfrentamiento asumido hasta el extremo límite de la coherencia y del dolor humanos, no sólo como llanto, desesperanza, ni como olvido. Que no «re-presentan» nada quiere decir que, con sus cuerpos engendrantes de vida –las Madres fértiles por antonomasia, no las Vírgenes estériles que están con banda de generala en los cuarteles–, son las que han dado testimonio de que era posible la resistencia, y la pusieron en acto allí donde casi todos –por terror, indiferencia o complacencia– habían entrado en el pacto siniestro y silencioso de los represores. Han abierto y mostrado, en este mundo doblegado por el miedo, el lugar más hondo de la memoria histórica.
León Rozitchner
Nota final.— Podemos considerar a León Rozitchner (1924-2011) una de las mayores luminarias de la filosofía argentina y latinoamericana de las últimas seis décadas. Nacido en un hogar judío de inmigrantes rusos del interior de la provincia de Buenos Aires, se graduó en Humanidades de la Sorbona hacia 1952, y, al regreso de su estadía en París, cofundó la influyente revista Contorno (1953-1959). En los sesenta, impactado de lleno por la Revolución Cubana, ya se contaba entre los intelectuales de izquierda más importantes de la Argentina. El marxismo y el psicoanálisis fueron siempre sus dos grandes vectores de reflexión. Dio clases por mucho tiempo en la UBA y, durante su exilio político en Caracas (1976-1985), también en la Universidad Central de Venezuela. Es autor, entre otros libros, de Ser judío (1967), Freud y los límites del individualismo burgués (1972), Las Malvinas: de la guerra «sucia» a la guerra «limpia» (1985), Freud y el problema del poder (1987) y La cosa y la cruz: cristianismo y capitalismo (1996).
Fin de Siglo fue una mítica revista rioplatense de finales de los ochenta y principios de los noventa, hecha en Buenos Aires y codirigida por Vicente Zito Lema y Eduardo Luis Duhalde. En la primavera de 1996, un lustro después de su lamentada desaparición, volvió efímeramente con un número especial, el cual no tuvo distribución comercial; y que contó con la colaboración de Juan Gelman, Paulo Freire, Osvaldo Bayer, Eduardo Pavlovsky, David Viñas y Rubén Dri, entre otros. De allí, págs. 4 y 5, extrajimos el ensayo de Rozitchner. ¡Cuántos tesoros hay para descubrir o redescubrir en las viejas revistas de la era pre-Internet, cuando el papel no tenía los costos prohibitivos de hoy!
Una aclaración: en Argentina, las organizaciones de derechos humanos y las fuerzas de izquierda han solido referirse al exterminio masivo y planificado de opositores y disidentes perpetrado por la última dictadura militar como “genocidio”. También lo hace León Rozitchner en el texto que hemos publicado. Hablamos de la desaparición forzada de decenas de miles de personas por motivos político-ideológicos (fundamentalmente el anticomunismo en un sentido muy amplio y difuso, pero no solo él), seguida de reclusión clandestina en cárceles secretas instaladas a tal fin, brutales golpizas y torturas (con o sin interrogatorios) y, en muchos casos, asesinato a sangre fría: fusilamientos, «vuelos de la muerte», etc. Todo ello como parte de una política de terrorismo de estado que buscaba no solo aniquilar a las organizaciones guerrilleras y las fuerzas políticas o gremiales de izquierda, sino también atemorizar y disciplinar a la sociedad toda con fines «preventivos», bajo el argumento dudoso de la «pendiente resbaladiza» (cualquier expresión social o cultural de rebeldía, heterodoxia o no conformismo –desde el movimiento hippie hasta la secta de los testigos de Jehová, pasando por algunas vanguardias artísticas y las disidencias sexuales– podía ser sospechada o considerada un «peligroso tobogán de caída hacia la subversión», según la Doctrina de la Seguridad Nacional). Ciertamente, el término «genocidio» no es técnicamente el adecuado, ya que la matanza sistemática en la Argentina procecista no tuvo una motivación étnica, como en el caso de la Shoá y otros procesos similares (Armenia, Camboya, Ruanda, el Wallmapu a fines del siglo XIX, etc.), sino, centralmente, una motivación política e ideológica. Se trató de un «ideocidio», si se nos permite el neologismo, que ciertamente no es nuestro. El racismo, la xenofobia, el antisemitismo y la intolerancia contra las minorías religiosas –e irreligiosas– no estuvieron ausentes en el terrorismo de estado argentino de los años setenta, pero su incidencia fue, comparativamente, marginal, de carácter secundario u ocasional. Con todo, hay que comprender y poner en la balanza que el significado de las palabras –especialmente en el habla– no se agota en su estricto sentido etimológico. Existen derivas semánticas por fuera del canon lexicográfico de la RAE (en este caso, un coloquialismo sociolectal del ámbito de la militancia), y no debieran desconocerse con ligereza y desdén, en nombre de razones puristas o tecnicistas asociadas a lo que se ha dado en llamar “proteccionismo lingüístico”.