Ilustración: Juan Manuel Blanes, Un gaucho a caballo en un paisaje de la pradera uruguaya
Nota.— Reunimos aquí seis prosas breves de no ficción de González Pacheco; o mejor dicho, seis Carteles, como él gustaba llamarlos, y como siempre se los ha conocido. Son una especie de misceláneas, pero bastante sui generis, con la impronta –sello inconfundible– de la subjetividad pachequiana. A vuelo de pájaro, podemos decir que los Carteles se nutren de cuatro fuentes: un filosofar existencial y político de sustrato vitalista y vocación utopista, un lirismo literario que oscila entre el romanticismo tradicional y el modernismo vanguardista, una crítica humanista y social motorizada por el librepensamiento y la parresía de izquierda, y un activismo propagandístico al servicio de la causa socialista libertaria.
El escritor y periodista argentino Rodolfo González Pacheco (Tandil, 1881 – Buenos Aires, 1949) es una de las plumas más notables del anarquismo clásico en lengua castellana, especialmente importante –por su impacto y proyección– en el Río de la Plata. Su obra no resulta una terra incognita para nuestro público lector, pues en septiembre del año pasado, principiando nuestro proyecto editorial, publicamos uno de sus textos más bellos, emotivos y hondos, donde la sensibilidad romántica y la utopía revolucionaria se funden en un abrazo sinergético de gran potencia expresiva: “Jornadas”. Al pie de aquella prosa, que les sugerimos leer o releer, hallarán una somera noticia biográfica acerca del autor, que también puede serles de utilidad para esta ocasión.
El hilo conductor de la presente selección prosística entrelaza tres tópicos literarios muy clásicos de la cultura occidental: el tópico del ubi sunt (la nostalgia por una «edad de oro» que parece haberse perdido irremediablemente para siempre), el tópico del homo viator (la representación simbólica de la existencia humana como un camino, una andadura, un viaje, una peregrinación) y el tópico de la vita militia (la metáfora de la vida como un entrevero, una dura lucha, un esfuerzo denodado y perpetuo –entre la épica, el drama y la tragedia– para superar las adversidades del mundo). Implícitamente, consciente o no de tales nociones filosóficas, o de su formalización en tradiciones literarias, González Pacheco se ha nutrido profusamente de ellas, pasándolas por ese peculiar tamiz lingüístico-estético y cosmovisional que fue el criollismo rioplatense en su variante más curiosa, más heterodoxa, más simpática y entrañable para quienes hacemos Kalewche: la comunista-libertaria, aquella que también honraron artistas como el dramaturgo y poeta Alberto Ghiraldo, o el payador Martín Castro.
Leeremos a un Pacheco reflexivo, lírico, agudo, sentencioso y combativo. Un Pacheco gauchesco y anárquico que añora profundamente –cual pastor sobreviviente de una Arcadia legendaria, idílica, acaso un poco idealizada, pero no del todo– las pampas sin alambrados y sus centauros errantes de espíritu díscolo, cuando la voracidad oligopsónica y oligopólica de la industria frigorífica angloyanqui todavía no se había desatado, cuando la expansión manu militari contra los pueblos originarios –la «Conquista del Desierto», la campaña genocida de Roca– aún no había cerrado la frontera al oeste y al sur del Hinterland bonaerense. Un Pacheco que exalta –cual juglar andariego– los polvorientos senderos públicos del campo argentino como últimos vestigios de una libertad precapitalista ancestral, acorralada por las modernas estancias del modelo agroexportador, cercenada por la lógica de acaparamiento sin fin del latifundismo burgués: expropiación, privatización, mercantilización, acumulación (no solo los exalta en su belleza literal, sino que también los metaforiza como símbolos de resistencia de la nueva humanidad proletaria). Y por último, un Pacheco que cifra sus esperanzas de redención social –cual oráculo palingenésico y hoplita a la vanguardia de una falange subversiva– en el pathos agonal del compromiso militante y la pasión revolucionaria; pathos que no es un mero ejercicio de declamación, un fuego de artificio retórico, sino el testimonio auténtico y consecuente de su praxis, de su experiencia vivencial concreta.
Escoger, de entre todos los Carteles de su antología homónima y póstuma en dos tomos (Bs. As., Américalee, 1956, ed. y pról. de Alberto Bianchi), a “Martín Fierro”, “El gaucho”, “Los caminos”, “¡Vamos y vamos y vamos!”, “¡Salud y R.S.!” y “De la anarquía”; para integrarlos en un pequeñísimo corpus de lectura con ese mismo orden, aplicando el triple criterio ya expuesto, montando un dispositivo de cierta concatenación narrativa y progresión filosófica, y haciendo algunas elipsis aquí o allá por razones de concisión; no fue, obviamente, una ocurrencia del autor, sino nuestra. El público juzgará si obramos bien o mal. De cualquier modo, sirve de atenuante –y consuelo– saber que los Carteles de Rodolfo González Pacheco valen por sí mismos, y que no está de más volver a publicarlos, independientemente de cuán acertada o arbitraria sea la selección que se haga de ellos. Téngase en cuenta que no han sido reeditados en libro desde hace más de 60 años (aunque un par de biografías incluyen algunos), y que solo unos pocos están disponibles en Internet, de manera suelta o en folletos antológicos de propaganda anarquista.
MARTÍN FIERRO
[ubi sunt, I]
En cualquier guerra que sea, aun la más brutal y odiosa, el resultado es también la asimilación de un bando en otro. Y un hombre nuevo. La sangre sólo se fragua en caliente, como el hierro. Tras siglos de pelea entre el español y el indio, se fraguó el gaucho.
La llanura en que nació le dio resuelto el problema de campear y de ser libre que aquéllos le trasegaron. El sentido libertario es horizontal; como la pampa. Para alcanzarlo y vivirlo sólo precisa el caballo.
Y así es un nómada. Vive a lo pájaro, más que en la tierra, en el aire. Hasta para sus trabajos tiene que andar «bien montao». Y cuando el amor lo apea, labra su nido también con otro pájaro: como el hornero, con paja y barro.
Cosas de español aindiado… Las prendas que más le ufanan, o admira más en los otros, son la guedeja y la vista. Porque una es como un penacho, y la otra como la sonda o el faro con el que cale él y revisa los horizontes.
Mora donde ya no hay indios, pero tampoco llegaron los nuevos dueños. Solo en la tierra de nadie. Las lejanías y el silencio cierran sobre él sus fantasmas. Y para espantarlos, canta. Contra la brujería metafísica mueve él sus versos carnales, de médula y cuño físicos. Y canta solo. Solo, aun cuando lo rodeen otros y otras, que están, como él, también solos. No sabe cantar en coro. Y aunque cante desventuras, lo que brilla en sus canciones es la luz de la aventura: su coraje alegre y solo.
«Las armas son necesarias»… Y a cada ciclo mental le corresponde una, y no otra. A él, pues, que posee ideas cortas y sentimientos en rama, debía corresponderle el cuchillo. […]
El sentido autoritario es vertical. Sarmiento, que era otro gaucho, mas no del llano, desatador de pamperos, sino de entre las montañas, acotadoras de espacios, lo admiró desde el destierro, pero lo combatió desde dentro. Tenía que ser. Y fue el choque de dos designios acérrimos: el de aquél era ser libre, en un campo abierto a todos; el de él, extender al campo, sobre la nación, la práctica de la propiedad privada. De cara al desierto inmenso, mandó, gritando: “¡Alambren; no sean salvajes!”. Desde el fondo del desierto, tumbando límites, llegó la réplica: “Para mí la tierra es chica, y pudiera ser mayor”. Con este bárbaro, entonces, se podía abrir mundos, pero no cerrar fronteras; abatir la tiranía, pero no alzar la república. Y le planteó aquella guerra, que a él se le antojó llamarla civilización; como si bajar de su alta vida a los pájaros fuera civilizar el cielo.
Y él triunfó. Pero conviene advertir que habría ocurrido tal cual si hubiese triunfado Rosas. Para el caso, y apartando las palabras democracia y feudalismo, el programa y la consigna de los dos eran sólo uno: acorralar al gauchaje, cortarle el paso y las alas: alambrar, alambrar, alambrar.
José Hernández, legislador y hacendado, jugó en esta historia cruel el mismo papel que, en su libro, el sargento Cruz. Con “la lata en la cintura”, se echó al medio a defender a un matrero. Fue el criollo que “no consiente que se cometa el delito de matar ansí un valiente”. Y de ese gesto le valió vivir también matrereando.
“¡Alambren; no sean salvajes!”. Y con la pampa alambrada terminó su héroe. Pero quedó en la leyenda, rezumando épica y lírica; fragancia indiana. ¡Quedó! Quedó como una flor de hombre, cuya invisible presencia todavía respiramos. Todavía, para nativos y gringos, hacer algo audaz y noble es hacer una gauchada. Y nuestro poema máximo, igual para el gobernante que para el súbdito, para el pobre y para el rico, sigue siendo todavía el compuesto o el relato de la agonía de un gaucho que se llamó Martín Fierro.
EL GAUCHO
[ubi sunt, II]
[…] La conquista de estas tierras se hizo con aventureros; con españoles de toda laya, pero de un solo instinto andariego: con santos o perdularios mordidos por la ansiedad de vivir para adelante. De esta semilla es el gaucho, hombre de vista clavada en el horizonte; con mínimas inquietudes por la sociedad y la hacienda, y máximas y sustanciales por las distancias. La llanura en que nació le solucionó el problema que le legaron, y que era llano también. El sentido de la libertad es horizontal. Se sentía libre, porque nada ni ninguno limitaban sus andanzas.
El hecho de que hoy –como ayer, desde San Martín a Rosas– quien quiera marchar lo encuentre sobre el caballo, prueba que sigue fiel a sí mismo. Se va para ganar lejanías que, para él, es ganar vida. A esta ausencia de compulsa utilitaria se debió el fácil desistimiento de sus derechos de poblador de la pampa. ¿Para qué acotar un campo y defenderlo? Mejor era galopar, “refalarse” más afuera.
Sarmiento lo comprendió hasta las cachas. Con este nómada se pudo hacer una patria, pero no se podía organizar un estado. Había que inmovilizarlo, haciéndolo peón o amo. “La propiedad es la autoridad sobre las cosas; la autoridad es la propiedad sobre los hombres”. Lo intuyó aquel gran mandón y se puso a gritar a los cuatro vientos: ¡Alambren! ¡Alambren! Y desde que hubo alambrados, el gaucho fue lo que vemos y que no puede ser peor: además de proletario, tema también de sociologueros y literatos. […]
El problema del gaucho es otro que el del labriego, pero ni chocan ni se eliminan. Se cruzan. Son dos modos de querer la vida: hacia adentro, arremangada, verticalmente; o hacia fuera, panorámica, en la inquietud horizontal de las distancias. No hay más ni menos en el que cava que en el que anda. Si uno enriquece la tierra, el otro la hace más grande. No es de hoy, tampoco, y de esta América, esta diversificación de amores, sino del entero mundo, y de siempre. El conflicto, como todos, lo ha creado la autoridad. […]
LOS CAMINOS
[homo viator, I]
Los caminos son ideas de libertad escritas sobre la tierra. Versos rebeldes tallados a talonazos. Los caminos se parecen a esos pensamientos fuertes y universales que unen, para un designio común, a los pueblos más distintos y lejanos.
Igual que el destino, y todo, nos fue escamoteado el suelo. Los miserables miramos ondear los trigos, por arriba de los cercos, como caudales al sol, legendarios. Sabemos que es en el oro de esas espigas que labran, como una joya, los panaderos el pan…
Los caminos son rebeldes a este escamoteo burgués. Entre la masa de tierra que éste encarcela y explota, sólo ellos huelgan, pasean, caminan. Parecen hombres de acción algunos: tipos que han saltado el cerco, los alambres de la ley, y que marchan de a pie al bosque o a la montaña. Tienen el barro de todos los temporales: las cuestas y encajaduras de todo el que avanza a su fin en línea recta; y polvaredas también: las que levantan los perros que les salen a ladrar.
En el libro de la Historia, lo único que no está sucio de sangre es lo que no escribió todavía el pueblo: las entrelíneas, que son como las veredas del ideal, blancas. Y en la tabla del planeta, lo que le vamos ganando a los propietarios son los caminos abiertos a talonazos. El sentido de la vida radica en éstos, yo creo; porque son como los genios: senderos de humanidad; libres hasta para los esclavos. Por arriba de los siglos, el destino y la esperanza se dan en ellos las manos.
Los caminos son ideas esculpidas en el mundo. Y si hay un alma infinita, igual y varia en el Cosmos, seguro que está cruzada de nuestros antepasados. Seguro que en nuestros nervios resuenan, de tiempo en tiempo, los talones de Espartaco. Y que estas desolaciones que a veces nos rinden suyos, son caminos a la sombra, huellas a vaya saber qué tembladeral o abismo…
Nosotros somos caminos también. Los ideales anarquistas son sendas de humanidad: unen para un designio común a los hombres más distintos y distantes. Y nosotros somos eso. Y por eso en nuestras letras hay barro de todas las intemperies. Y cuestas y encajaduras propias de todas las marchas en línea recta. Y polvaredas también: las que levantan los perros que nos salen a ladrar…
¡VAMOS Y VAMOS Y VAMOS!
[homo viator, II]
No es un camino de triunfo el nuestro. No siendo próceres, ni héroes, ni notables, en ninguna de las formas que premian las multitudes de tontos, no es una marcha triunfal que hacemos. No venimos a llevar, sino a traer. La flor, si la hay, quedará en su tallo, el grano en su espiga, la sementera en sus trojes. Nada será arrebatado a sus dueños naturales. Somos, podría decirse, aquel hermano andariego que una mañana cualquiera se aparece en nuestra casa, para besarnos los hijos, contarnos alguna anécdota, ayudarnos a una poda en el jardín, o a tapar una gotera del techo. Su presencia es un regalo que paladean los chicos, las mujeres y nosotros. Habla y se mueve, y lleva tras de su voz y su cuerpo la atención de todo el mundo. Para él tenemos la mejor cama y el más fino y blanco lienzo. A él le contamos el más querido secreto o la más triste nostalgia. A él le deseamos aquella noche el más blando y dulce sueño.
Es el hermano andariego. A la mañana veremos que todo está como estaba: la flor erguida en su tallo, el grano en su espiga, la sementera en su troje. No llevó nada aquel loco vagabundo, aquella querida «mala cabeza». Al contrario: nos trajo un día de sol, de fiesta a la casa. Fue un regalo de la vida que nos deja como una energía nueva, un glóbulo rojo más en las venas.
Esto somos, y nada más pretendemos, visitando compañeros de pueblo en pueblo, por la anarquía y «La Obra». Ni próceres, ni héroes, ni triunfadores. Sólo un hermano que llega a ayudar en lo que puede a los que trabajan por nuestra Revolución. No más queremos, cada vez que vamos, y vamos, y vamos.
¡SALUD Y R.S.!
[vita militia, I]
La pampa, que hoy han cargado de alambres como cadenas, los ricos, fue una vez libre. Las cruzaban los paisanos macerando con los cascos de sus potros los trebolares. Iban, igual que las aves de selva a selva, por ancha vía sin obstáculos, de pago a pago. Como el cielo ahora, ella estaba abierta entonces a la canción y a la audacia. Era una tierra gaucha.
Pero surgió el propietario. El hierro de los machetes milicos y el palo del crucifijo católico se trocaron en postes y rejas sobre la pampa. Y fue dividida en celdas la cancha inmensa, y tuvo capataces como un ingenio y portones y ordenanzas como una fábrica… El gaucho ganó la selva o la sierra; se hizo matrero.
Y es desde entonces ahora que, cada vez que dos de ellos se topan en un camino, o se apean bajo de un tala, o se guarecen de la intemperie en un puente, primero se ofrecen mutuos servicios, dividen caña y tabaco y exaltan las excelencias de sus caballos; pero al irse, al separarse, siempre, siempre, dejan caer, sobre el lacre oscuro y cálido de sus dos manos unidas, esta juramentación de cuño gaucho: “¡Güena salú y mal istinto!”.
Sí, sí. Buena salud para sobrellevar la mala vida; mal instinto para vencer, aunque sea a traición, el destino fiero. A este precio pueden seguir siendo gauchos todavía; gauchos libres sobre una pampa esclava…
Y bueno. Los anarquistas no vamos para la selva o la sierra, hacia el desierto; venimos a la ciudad y a los hombres, hacia el pueblo. Traemos algo que no podríamos dejar de sembrar en él: el ideal de un mundo abierto, en el cual vayamos todos por ancha vía sin obstáculos como las aves del cielo.
Desde que esta idea surgió empezaron a cruzarse en todas las direcciones nuevas palabras también. Tenían, como aquéllas gauchas, algo de juramentación, de consigna, de santo y seña. Decían: ¡Salud y R.S.!
Sí, sí. Salud para resistir prisiones, transitar la tierra esclava, descender a la miseria y subir al sacrificio. R.S. para llegar al comunismo anarquista. ¡Salud y Revolución Social!, querían decir.
Y tiritando en Siberia, el mártir volvió los ojos al sol, a la libertad, al pueblo y dijo: ¡Salud y R.S.! Y dando la espalda al vicio, aclarado en su destino, el trabajador leyó en la primera página de su periódico: ¡Salud y R.S.! Y enflaquecido de fiebre, loco de amor y justicia, el héroe hizo volar un tirano y subió a la horca o al tajo, gritando: ¡Salud y R.S.!
Y Kropotkin desde Londres, entre las brumas, y Malatesta en Italia, bajo los cielos sonoros, y Pedro Gori en el mar, sobre las crestas azules –los sabios, los fuertes y los poetas– escribían, blasfemaban y hacían rimar sus estrofas: ¡Salud y R.S.! Y el rebelde en la prisión, el herido desde el lecho y el deportado desde el destierro, a la amiga y al amigo, a la madre y a la novia, sobre la masa de afectos que les enviaban, como sobre un tierno lacre, esculpían: ¡Salud y R.S.! ¡Salud y R.S.!
Y hoy que se alza sobre el mundo el sol de la libertad, compañeros proletarios, como nunca, como siempre, gritemos: ¡Salud y R.S.! Sí, sí. Salud para resistir el último encontronazo con los tiranos y Revolución Social para implantar en la tierra nuestro comunismo anárquico. ¡¡Salud y R.S.!!
DE LA ANARQUÍA
[vita militia, II]
Aquí, en estos campos nuestros, un puño cuenta lo mismo que una parábola. Y antes que por lo que niega, el anarquista vale por lo que afirma. Donde todo le resiste, por violento o capcioso, él crea un valor superior para una vida superada: arpas de fino cristal en nervaduras de acero; puntas de sílex en las que tallan al hombre más plantado que una peña.
Evitar el dolor, capear el mal, desmontar hasta que aclare: ¡no! Eso es un paso al costado, aire y holgura para el que muere de asfixia y ya no encuentra socorro. Hay que crear una alegría –la alegría de pelear–: ¡esto es vivir ascendiendo! La anarquía, como el sol, es bella, buena y fecunda por la claridad que irradia, el calor que vierte, la exaltación que desata en cuanto besa e invade: raíces, flores y labios.
Anarquistas: regocijáos de serlo. Ahogad la angustia del mundo al pantallazo de luz de una gran risa de cumbres, de una risa con reflejos y con ecos de cataratas de oro. Así, solamente así, brillará nuestro anarquismo hasta en la niebla hiperbórea. Y así, y solamente así, es que va a alcanzar el hombre la plenitud radiosa que haga palidecer los carbones que arden en sus noches como luces malas.
Hay que amar la anarquía por lo que crea y afirma como alegría y coraje; no por lo que roe como ácido o borra como gotera de lluvia mansa.
Rodolfo González Pacheco