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Carlos Herrera de la Fuente Kraken

Vargas Llosa: cultura y espectáculo

27 de abril de 202511 de mayo de 2025
Kalewche

Fotografía de Patricia J. Garcinuño para Jot Down (2017).



Dos domingos atrás, en su casa ubicada en el distrito limeño de Barranco, a los 89 años, falleció de neumonía el escritor peruano Mario Vargas Llosa. Prosista genial y polémico como pocos. Sin dudas, uno de los más notables novelistas y ensayistas contemporáneos (tanto en el ámbito de la lengua castellana como universalmente). Figura descollante del boom latinoamericano de los sesenta y setenta, Premio Cervantes en 1994 y Nobel en 2010. Pluma prolífica y versátil, que también supo incursionar en el cuento y la dramaturgia, entre otros géneros.
Con motivo de su reciente deceso, publicamos una versión actualizada y aumentada de “Vargas Llosa: cultura y espectáculo”, breve pero sagaz artículo que nuestro camarada mexicano Carlos Herrera de la Fuente –pensador, literato, académico de la UNAM– redactó hace aproximadamente seis años, y que difundió a través de Notimex, un medio digital hoy extinto. Se trata de una crítica incisiva a la que ha sido, probablemente, la mayor contradicción –la más sugerente, la más impactante, la más relevante– del autor hispanoamericano nacionalizado español.
La crítica de Carlos, un dedo puesto en la llaga, tuvo como detonante su lectura atenta y rigurosa, sin despistes ni concesiones, de La civilización del espectáculo, una colección de ensayos que Vargas Llosa editó con Alfaguara allá por 2012, donde se hizo más explícita que nunca la gran paradoja vargasllosiana: un escritor de prosas bellas y hondas que se siente numantinamente asediado en el Parnaso, un artista indómito que le ha declarado la guerra a la masificación cultural y a la banalización filistea, pero que, al mismo tiempo, como intelectual y político, engrosa con ferviente compromiso y entusiasmo –celo de converso, si se nos permite una metáfora teológica– la quinta columna del capitalismo neoliberal que está sitiando y bombardeando –asfixiando y destruyendo– la República de las Letras. Todo lo que escribió con la mano del esteta, tendió a borrarlo (no exageremos, no seamos injustos con su legado literario por razones de inquina ideológica; digamos mejor, más circunspectamente, borronearlo) con el codo del militante centroderechista pro-mercado que fue cruzado de la Guerra Fría en los ochenta y apologeta del credo fukuyamiano del «fin de la historia» desde los noventa, hasta el fin de su vida.
El viernes 18 del corriente mes, cinco días después de la muerte del autor peruano nacido en Arequipa, Herrera sentenció en Salida de Emergencia –una revista de México– lo siguiente: “Personaje contradictorio de su propia vida, Vargas Llosa rozó, simultáneamente, el cielo de la grandeza literaria y el basurero político de la historia”. No podríamos estar más de acuerdo con este dictamen.


A la sombra de su partida, la figura de Mario Vargas Llosa (1936-2025) proyecta su silueta como una efigie contradictoria. Todo su camino, ya por fin concluido, se tiñe de la ambición por conjugar la perfección estilística (retomada de su principal influencia literaria: Gustave Flaubert) con la otra pasión que lo acompañó de por vida: la política. En un comienzo, esa confluencia pudo inspirarse, en cierta medida, en la concepción sartreana de la literatura comprometida, responsable en parte de sus primeras obras. Después de esa primera etapa (concluida a comienzos de los años setenta), Vargas Llosa renegó estrepitosamente de su pasado político y se entregó de lleno a la visión dominante de la euforia capitalista neoliberal, de la cual él mismo se convirtió en un vocero entusiasta. De este giro, resultó una paradoja insoportable que cualquier intelectual con mínima capacidad crítica no puede dejar de señalar: la búsqueda genuina de la perfección literaria, contraria a la lógica del mercado y al consumo de masas, acompañada de cerca por un discurso que exalta a la sociedad que anula la creatividad y el compromiso literario más allá del ansia de lucro y la pasión por la ganancia. Tal vez en ninguna de sus obras esta contradicción resulta tan chocante como en su libro de ensayos La civilización del espectáculo. Vale la pena reflexionar brevemente sobre esta obra para profundizar en la paradoja señalada.

Uno de los efectos que produce la lectura de la La civilización del espectáculo (2012) de Mario Vargas Llosa se expresa en la dificultad de situarlo en el contexto de su obra y su pensamiento. Un ligero vértigo se apodera de la reflexión: ¿cómo compaginar las oportunas e inteligentes críticas a la banalización y depauperación de la cultura en el mundo actual con el elogio irrestricto a la sociedad que las engendra? ¿Se vale condenar la pobreza estética e intelectual de un mundo al que simultáneamente se aclama como el paradigma de la justicia universal?

La duda es válida, sobre todo si se toma en cuenta que Vargas Llosa concibió a la sociedad capitalista como la plena realización de la democracia occidental y sus más altos valores. ¿Cómo es posible, entonces, que dicha sociedad tenga como correlato la más mediocre existencia intelectual, acompañada por el idiota parloteo mediático y la explosión de imágenes y sonidos que día a día sofocan la imaginación y la creatividad? ¿Se puede afirmar con seriedad que estos dos fenómenos, la sociedad capitalista contemporánea y la pobreza cultural de nuestros días, se hallan disociados y contrapuestos e, incluso, resultan antagónicos, o se tendría que reconocer que hay un vínculo esencial que los unifica y los explica?

Lo más curioso de la intervención de Vargas Llosa es que, para él, la mediocridad cultural de la época fue el resultado del triunfo, no del fracaso, del capitalismo contemporáneo, el cual expandió a los cuatro puntos cardinales la “democracia liberal” y el “bienestar económico”, los dos símbolos de su contribución al “progreso de la humanidad”. Éstos, en lugar de generar ciudadanos activos, solidarios, con conciencia crítica, terminaron produciendo individuos abúlicos, egocéntricos, acríticos, faltos de la más mínima conciencia social, los cuales se entregan sin reservas al consumismo compulsivo y al goce simplón del entretenimiento mediático. ¿Cómo fue esto posible? ¿No habría que reconocer una falla estructural en el sistema si, lejos de promover la elevación espiritual, terminó engendrando una humanidad estúpida?

No hay forma de desvincular los dos aspectos: una democracia efectiva, basada en el principio del bienestar común, debería ir acompañada de un desarrollo cualitativo de las capacidades de sus ciudadanos y no a la inversa. De lo contrario, se vuelve necesario reconocer una tara que alimenta y sostiene al sistema en su conjunto. ¿En dónde encontrar esa tara? En el mismo principio que sostiene la llamada democracia liberal: la defensa del individuo centrado en la maximización de sus beneficios singulares, incluso a costa del bienestar colectivo. La sociedad liberal parte de un principio que, en su sentido etimológico, habría que reconocer como idiota (del griego ἰδιώτης: el que sólo se ocupa de sus intereses privados). A lo largo de la historia del capitalismo, la hegemonía de este principio fue obstaculizada por diversos factores y valores presentes en las distintas sociedades (religiones, tradiciones, estructuras económicas, utopías, etc.). Al triunfar la versión extrema del capitalismo liberal, después de la caída del Muro de Berlín, se impuso en todo el orbe el dogma individualista, cuyas loas al mercado libre constituyen su rasgo más reconocible.

Defender la sociedad capitalista liberal contemporánea significa, inmediatamente, defender el principio individualista, instrumentalista e idiota que la sostiene. Demandar una cultura crítica, participativa, con elevada conciencia social, mientras se defiende la fuente de todo lo contrario es una inconsecuencia digna de los más grandes disparates. Los escritores modernos que Vargas Llosa pone como ejemplo, en su libro, de los más elevados logros culturales (Balzac, Tolstoi, Dostoievski, Mann, Proust, Joyce, etc.), construyeron una obra basada en la denuncia de la sociedad que les tocó vivir, justo aquélla en donde la feroz razón instrumentalista promovida por el capitalismo liberal intentaba imponerse sobre los demás aspectos de la vida colectiva. ¡Algunos de los mejores libros del escritor peruano (La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en la catedral) son una muestra de ello!

La única postura coherente frente al idiotismo cultural del mundo contemporáneo es la denuncia de la sociedad que lo promueve. De lo contrario, se es cómplice de una dinámica que reproduce cotidianamente la superficialidad y banalidad en todos los niveles, contribuyendo, así, al desarrollo de un discurso que, a pesar de sus grandes logros y sus buenas intenciones, termina siendo él mismo mediocre.

Carlos Herrera de la Fuente

Etiquetado en: arte capitalismo neoliberal cultura de masas La civilización del espectáculo literatura Mario Vargas Llosa sociedad del espectáculo

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