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Colectivo Kalewche El Faro y la Bruma

Educación, izquierda y posmodernidad. Entrevista a Alexis Capobianco Vieyto

27 de abril de 202511 de mayo de 2025
Kalewche

Ilustración original de Andrés Casciani.



Hace varios meses que no publicamos nada en El Faro y la Bruma, nuestra sección educativa, por la que siempre hemos tenido un especial interés (no sólo porque la educación nos parece fundamental, sino también porque en Kalewche somos mayoritariamente docentes). Por eso nos complace poder presentar en ella un adelanto de la extensa y sustanciosa entrevista que estamos realizando con el intelectual de izquierda y profesor de filosofía uruguayo Alexis Capobianco Vieyto, que saldrá en nuestro próximo número de Corsario Rojo, el mes venidero.
Último pero no menos importante: si el gran maestro Casciani retrató al profe Alexis dibujando con tiza un gato sobre un pizarrón de escuela, no es sólo por la metáfora felina que ya van a leer, sino también por su proverbial ailurofilia, otra de las tantas pasiones que estos editores comparten con el entrevistado de Montevideo, igual que con socialistas de la talla de Vladímir Ilich Lenin, el revolucionario ruso, y Théophile Alexandre Steinlen, el artista francosuizo, como acreditan documentos e imágenes. Sin olvidarnos, por supuesto, de la extraordinaria communard Louise Michel, quien regresó a París desde el destierro, en 1880, trayendo consigo por mar (más de 20 mil kilómetros de derrotero transoceánico) sus cuatro dilectos mininos adoptados en Nueva Caledonia, la colonia penal que Francia poseía en el remoto Pacífico Sur, su antípoda, adonde la heroína anarquista de la Comuna había sido deportada siete años atrás.


Los cantos de sirena del posmodernismo woke están haciendo estragos en el pensamiento crítico de izquierdas, en todos los ámbitos: género, etnicidad, ecología, salud, geopolítica, etc. En perspectiva histórica, pareciera que la educación ha sido uno de los primeros ámbitos –acaso el primero de todos– donde la intelectualidad socialista se dejó seducir y embaucar por la sofistería del wokismo. ¿Estás de acuerdo? 

Considero que, en general, la respuesta es afirmativa, que efectivamente muchos intelectuales de izquierda han sido seducidos por esa retórica, aunque también otros muchos intelectuales socialistas han dado su lucha contra estas concepciones, pero estos han sido marginalizados o silenciados en gran medida. Pero para fundamentar esta respuesta, antes habría que aclarar qué entendemos por wokismo, tarea que no es sencilla. Según plantean algunos autores que se han dedicado a rastrear el origen del concepto, el wokismo parte de viejas consignas de las luchas por los derechos civiles en EE.UU., en las que descollaba una figura histórica como Martín Luther King. La expresión woke significaría “mantente despierto” ante las diversas opresiones y formas de dominación existentes en nuestra sociedad, lo que es plenamente asumible desde una perspectiva de izquierda radical. Recordemos que el mismo Martin Luther King, en su lucha contra el racismo y por los derechos civiles, fue evolucionando hacia posturas socialistas y antiimperialistas, lo que en la década del 60 tenía un contenido claramente universalista y “totalizador”. Estas posturas no eran ajenas a la idea de “progreso”, pero entendida no necesariamente como una ley ineluctable, sino más que nada como una posibilidad abierta en el horizonte histórico de la humanidad, y que dependía de las luchas que diéramos los seres humanos en tanto sujetos activos de la historia, superando la condición de meros objetos pasivos.

Pero estos y otros conceptos van tomando un cariz diferente en el contexto del predominio de las concepciones posmodernas, que constituyen –como señaló Fredric Jameson–, “la lógica cultural del capitalismo avanzado”, aunque con un matiz que me parece pertinente señalar: cuando hablamos de capitalismo avanzado no solo deberíamos incluir a los países centrales o imperialistas, sino también a los países periféricos, donde predominan las relaciones de producción capitalistas, como es el caso de América Latina, que no es para nada ajena a esta lógica cultural. La posmodernidad descree de los “grandes relatos” según Lyotard, entre ellos el socialismo y la ciencia, y rechaza las visiones totalizadoras que vincula mecánicamente con totalitarismo, en una asociación lingüística sin ninguna rigurosidad conceptual, como señalara nuestro compañero Nicolás Torre Giménez. También apuesta a lo particular, a lo micro. Sostiene un relativismo epistémico y moral de carácter radical y promueve el subjetivismo en formas bastante extremas, aunque al mismo tiempo defiende un “subjetivismo sin sujeto”, como señalara Anderson, por lo menos en algunas de las teorizaciones posmodernas. Desde estas perspectivas, el horizonte emancipatorio socialista, que parte de un análisis totalizador de la sociedad –porque desde una visión dialéctica todo está interrelacionado y el todo es anterior a las partes–, y que apunta a un cambio no solo parcial, sino radical de la totalidad social, perdería sentido y sería, además, peligroso.

En ese contexto cultural posmoderno y en los ámbitos progresistas que expresan en mayor o menor medida esa cultura, el término woke pierde su carácter universalista, y queda asociado con lo particular, con la proliferación de microluchas desvinculadas de un horizonte emancipador radical. No es que toda la izquierda histórica despreciara lo que hoy algunos llaman microluchas, o las luchas contra el racismo, la dominación machista, o el etnocentrismo nacionalista (que no son tan micro, por cierto), pero analizaba esos fenómenos en un contexto más amplio, lo que la llevaba a intentar vincular esas luchas con lo que entendía eran algunas de las causas más profundas de esas formas de dominación, como el sistema de explotación capitalista y el imperialismo. Esto no quiere decir que la izquierda histórica, tanto la reformista como la revolucionaria, no haya dejado de lado en muchos momentos estas luchas o cometido profundos errores en relación a éstas, pero la historia es mucho más compleja que las visiones simplificadas que suelen imponer los relatos del progresismo woke. No olvidemos que, para Marx, el capitalismo nace chorreando sangre, no solo de los campesinos expropiados y obligados a transformarse en trabajadores «libres» en el Reino Unido, sino también de los africanos transformados en esclavos, y los indígenas sometidos al dominio colonial, y muchas veces a guerras de exterminio. Fueron esos acontecimientos históricos los que posibilitaron el proceso de “acumulación originaria”, los que permitirían el surgimiento del capitalismo (en Inglaterra en un primer momento) y la conformación de un mercado mundial. Asimismo, el muchas veces olvidado Engels tiene una obra como El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, donde el problema del patriarcado y la dominación masculina ocupan un lugar central. Tampoco Lenin, los bolcheviques y las corrientes más radicales del socialismo fueron ajenos a estas luchas. Para ellos, la autodeterminación de los pueblos era central, como así también la emancipación de la mujer. Incluso, cuestiones como la lucha contra el sometimiento de las personas homosexuales a leyes represivas no eran algo ajeno a esta «vieja izquierda». De hecho, los bolcheviques derogaron las leyes represivas del zarismo contra la homosexualidad. En este campo, habría después un gran retroceso durante el gobierno de Stalin. No podemos olvidar que figuras como Aleksandra Kolontái, Clara Zetkin o Inessa Armand hicieron aportes fundamentales a la lucha por la emancipación de la mujer desde una perspectiva revolucionaria. Para una concepción emancipatoria radical, como la del comunismo –que no apunta solo a emancipar a la clase trabajadora, sino a la humanidad entera–, el combate contra todas las formas de dominación es no solo una cuestión táctica, sino estratégica y de principios, estén o no enraizadas esas diferentes formas de dominación en la estructura del capitalismo. El marxismo realmente consecuente no lucha sólo por la emancipación de la clase trabajadora, sino contra todas las formas de dominación, aunque sí sostiene que muchas de esas formas de dominación tienen raíces económicas. Ya Mariátegui señalaba que no se podía desvincular el “problema del indio” del “problema de la tierra”. Dicho en términos de Nancy Fraser, hay grupos que no sólo padecen injusticias culturales o de reconocimiento, sino también injusticias económicas, como es el caso de los pueblos originarios. Por esa razón, para la pensadora estadounidense es imprescindible no sólo el reconocimiento cultural, sino también transformaciones económicas que ataquen las injusticias distributivas, que apunten a la superación de formas peculiares de explotación de unos seres humanos por otros. Esto es, no contraponer unas luchas con otras, como hacen las tendencias más dogmáticas de la vieja izquierda o las tendencias woke del progresismo. Y hemos visto, por ejemplo, que en el proyecto de reforma constitucional chilena, el reconocimiento a los pueblos indígenas no fue acompañado por medidas que apuntaran a la redistribución, ni que tomaran en cuenta las históricas reivindicaciones en torno al problema de la tierra.

Pero, tratando de volver al centro de la cuestión, ese pensamiento relativista, hostil a las visiones totalizadoras, y en mayor o menor medida al pensamiento científico mismo y a la “razón” –juzgada como instrumental y dominadora– hace tiempo que se ha transformado en lo que podríamos llamar parte del “sentido común dominante” en educación o, por lo menos, una tendencia muy fuerte en el ámbito educativo.

¿Qué forma ha tomado ese “sentido común dominante” en el ámbito educativo?

En el ámbito educativo se plantea una educación inclusiva, algo con lo que en principio estaríamos de acuerdo, pero no se cuestionan las causas más profundas que constantemente generan la exclusión, y eso tiene mucho que ver con posturas hostiles a visiones para las cuales los diversos fenómenos sociales se encuentran interrelacionados formando una “totalidad”, a concepciones que no conciben el fenómeno educativo aislado del todo social. Se promueve también un constructivismo pedagógico de bases subjetivistas, para el que enseñar no es importante y hasta resulta pecaminoso. Y eso tiene como consecuencia que la transmisión del patrimonio cultural de la humanidad, su socialización, sea cada vez más débil; el docente no debe “enseñar”, porque eso implicaría ponerse en una posición de superioridad que presupone que hay una verdad y no múltiples verdades y saberes, como señala, en términos bastante absolutistas, la vulgata postmoderna. El estudiante llegará por sí mismo, según estas visiones, a los conocimientos; será un proceso de construcción “autónoma”. El docente, a lo sumo, debe actuar como facilitador o motivador, para que los individuos hagan su propio “proceso”. A parte del individualismo que presuponen estas visiones, que no siempre son planteadas en forma tan explícita, se desconoce el largo camino que tuvo que recorrer la humanidad para lograr elaborar determinadas respuestas científicas, muchas de las cuales han sido confirmadas por la práctica y han permitido desarrollar determinadas tecnologías. Si la física, la biología o las ciencias en general solo fueran un “relato” más, difícilmente se podrían haber desarrollado algunas tecnologías, desde las que han contribuido a salvar cientos de miles de vidas –como en el caso de la medicina–, hasta las que apuntan a su destrucción, como la bomba atómica. Esto no supone, ni mucho menos, que todo lo que afirma “la ciencia” sea una verdad incuestionable. La ciencia ha avanzado a través del ensayo y el error, pero la noción misma de error presupone que hay también aciertos, que hay cierta verdad objetiva a la cual, con muchas dificultades y limitaciones, nos hemos ido aproximando, en una empresa común de toda la humanidad.

Para llevarlo al terreno de las ciencias sociales, si todo fuera relativo, tendrían tanta validez las teorías que sostienen que el capitalismo se basa en la explotación de unos seres humanos por otros, como aquellas que lo niegan; o, yendo a un terreno más concreto, tendría tanta validez la “teoría de los dos demonios”, o las teorías que niegan que la tortura, la desaparición y asesinato fueron prácticas sistemáticas en el Plan Cóndor, como las teorías que sostienen que las dictaduras fueron fundamentales para frenar el ascenso de las luchas de los trabajadores e imponer el neoliberalismo en América Latina. Es común ver a algunos intelectuales progresistas que hablan constantemente de relatos y narrativas, y que niegan, de una u otra forma, toda noción de verdad aproximada y objetiva, ser muy críticos con la teoría de los dos demonios, los discursos abiertamente negacionistas, o las teorías racistas, dejando de lado su relativismo extremo. Estas concepciones, por tanto, no solo promueven una visión fragmentaria, enemiga de toda idea de totalidad, sino que también están impregnadas de tendencias misológicas y epistemofóbicas, que se han transformado en tendencias culturales más amplias y que permean a toda la sociedad. El espíritu predominante en nuestras culturas no es el “coraje de verdad” del que hablara Hegel. Por el contrario, parece que el espíritu de nuestra época es mucho más afín al de ese dicho tan conservador que sostiene que “la curiosidad mató al gato”. Es una época escéptica y nihilista, que no valora los saberes humanísticos o científicos en general, a no ser que puedan tener una utilidad práctica-económica inmediata. Pero la curiosidad es característica no solo de los felinos, sino también de nuestra especie. Aquella es un motor fundamental para el desarrollo de la ciencia, el arte y la filosofía, aunque las tendencias predominantes en este capitalismo actual empujen en un sentido contrario a su florecimiento, a las que considero que el wokismo no es ajeno.

Otro aspecto preocupante es que, las perspectivas woke, al no ser capaces de ver esas causas más profundas de determinados fenómenos políticos o sociales, al no poder visualizar cómo hay cuestiones que tienen raíces sociales e históricas muy hondas, a las que hay que tratar de comprender para poder transformar, suelen caer en posiciones moralistas y punitivistas. Eso se expresa en la cultura de la cancelación contra personas que sostienen determinadas opiniones, que algunos consideran expresivas de una mentalidad discriminadora y opresiva, aunque no lo sean. Pero como todo dependería de percepciones subjetivas, el debate racional se hace muy difícil, y también es cancelado. Esto tal vez no se haya desarrollado tanto en los ámbitos educativos de nuestros países como sí lo ha hecho en los de EE.UU., pero eso no significa que ese problema no exista en mayor o menor medida, ni que no condicione el debate de ideas, que debería ser lo más libre posible, por ejemplo, cuando el feminismo radical ha planteado determinados argumentos contra las visiones feministas más asociadas al feminismo queer. Sobre estas tendencias woke se han desarrollado reflexiones muy interesantes, como las de Susan Neiman o Sahra Wagenknecht, aunque no se planteen un horizonte superador del capitalismo. Pero el universalismo, la idea de justicia o la posibilidad de avanzar socialmente hacia un mundo mejor son ideas fundamentales para la izquierda, ideas que, según Neiman, el wokismo rechaza de una u otra forma.

Etiquetado en: constructivismo Educacion individualismo pedagogía posmodernidad relativismo subjetivismo wokismo

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