Ilustración: Desfile proletario del Primero de Mayo, de Vladimir Lebedev. Litografía constructivista de propaganda soviética, Leningrado, 1923. Fuente: https://historia-arte.com
El presente artículo del economista parisino Thomas Coutrot, integrante de ATTAC y los Ateliers Travail et Démocratie, fue originalmente publicado en Contratemps. Revue de critique communiste el 16 de octubre, bajo el título “Remettre le contrôle ouvrier sur le métier”.
Aunque Coutrot parece haberse resignado al statu quo capitalista, desentendido de toda perspectiva socialista de transformación revolucionaria (al menos no explicita ningún programa de transición), sus disquisiciones sociológicas sobre el control obrero resultan estimulantes e importantes, renovadoras y de gran utilidad estratégica para las izquierdas del mundo actual.
La traducción del francés es nuestra, igual que las aclaraciones entre corchetes. Por razones de concisión, hemos suprimido las referencias bibliográficas en notas al pie. Quienes las necesiten, pueden consultar el texto original en Contratemps.
En la relación de producción capitalista, el contrato de trabajo asalariado se define jurídicamente por la subordinación. Corresponde al empresario organizar el trabajo y dirigir a los asalariados en la realización de las tareas necesarias para valorizar el capital de la empresa. El principio fundamental de la gestión es «mando y control».
Este principio estructura profundamente la actividad diaria de millones de empleados, a través de la división de tareas, los procedimientos, los modos de coordinación y control, las modalidades de remuneración… Esta forma de gestionar el trabajo fue formalizada a principios del siglo XX por Taylor, y desde entonces apenas ha variado en sus fundamentos. La evolución del management en los años 90, bajo la influencia de la financiarización de las empresas y bajo la etiqueta genérica de lean management [«gestión ajustada»], llegó incluso a radicalizar estos principios de organización, ya que los inversores deseaban comprender y anticipar los resultados financieros de la empresa y de cada uno de sus eslabones para orientar sus decisiones de inversión. El despliegue de las nuevas tecnologías ha permitido implantar sistemas de información muy reactivos que diseccionan el rendimiento productivo de cada unidad de trabajo, e incluso de cada empleado. Podría decirse que la sumisión real del trabajo ha experimentado un avance cualitativo.
Estos principios se inyectaron en el sector público a partir de la década de 2000: el New Public Management [«Nueva Gestión Pública»] es la transferencia al servicio público del lean, la gestión por números ya establecida en el sector privado. Las tareas se reducen a un conjunto de indicadores cuantitativos, cuya consecución se verifica mediante un permanente reporting, que los empleados describen a menudo como la invasión de su actividad por planillas de Excel.
El sistema original de lean production [«producción ajustada»], establecido en Toyota, teorizaba la capacitación de los empleados mediante su participación en la mejora continua de los procesos. En la práctica, y en contradicción con la retórica de los manuales de gestión sobre la necesidad de capacitar a los empleados, se ha implantado en Europa y en otros lugares un formato restrictivo y detallado de la actividad, puntuado y cerrado por objetivos numéricos rígidos e impuestos.
Es cierto que siempre han existido escuelas minoritarias de pensamiento gerencial, alternativas al taylorismo, que proponen un “management humanista” y una visión menos estrecha del trabajo. Pero estos experimentos organizativos siguen siendo marginales, limitados a algunas pymes con jefes atípicos. En cuanto a las cooperativas, hasta hace poco apenas se planteaban la cuestión de la organización del trabajo. No bien alcanzaban cierto tamaño, algunas decenas de empleados solían adoptar métodos jerárquicos convencionales, aunque la elección de los directivos y el reparto del valor las diferenciaban claramente de las empresas capitalistas.
Alienado y emancipador: la ambivalencia del trabajo
Y sin embargo, aunque la inmensa mayoría de los asalariados estén sometidos a esta gestión por números, la sumisión total del trabajo sigue siendo una utopía. Lo real resiste: la famosa distinción entre trabajo prescripto y trabajo real, extrañamente ignorada por la mayoría de los marxistas a pesar de su potencial de subversión política, sigue siendo insuperable.
Por supuesto, el trabajo en condiciones capitalistas es forzado y alienado, sus fines y su organización escapan al control de los trabajadores, y resulta patógeno para los seres humanos y la naturaleza. Pero incluso bajo el dominio capitalista, es también un espacio de libertad irreductible. Esto se debe a un hecho social importante, atestiguado por las ciencias del trabajo (ergonomía, psicología, sociología): los trabajadores siguen instrucciones y procedimientos, están al servicio de máquinas o algoritmos (trabajo muerto), pero también hacen muchas otras cosas que escapan a los gerentes.
Ello se debe a que la prescripción capitalista es incapaz de prever todas las contingencias que pueden surgir en el lugar de trabajo. Para realizar correctamente el trabajo en situaciones variables e imprevistas, las personas deben necesariamente poner en juego su inteligencia, su subjetividad, su sensibilidad y su humanidad. Es lo que los ergónomos y psicólogos del trabajo llaman trabajo vivo (Christophe Dejours) o actividad (Yves Clot, Yves Schwartz, Philippe Davezies, etc.). Por tanto, los trabajadores tienen, objetivamente se podría decir, poder sobre su trabajo.
En circunstancias normales, el trabajo en directo, esencial para la consecución de los objetivos de gestión, es funcional para el sistema. Los empleados no son conscientes del poder que esconde, que permanece latente. Reside en los trucos del oficio, los reflejos resultantes de la experiencia incorporada, los ajustes imperceptibles, los intercambios informales entre colegas, que marcan la diferencia entre un trabajo chapucero y un trabajo bien hecho. El esfuerzo desplegado para superar la contradicción entre lo prescripto y lo real permanece invisible para la gerencia, pero también para los propios empleados, sometidos al discurso despectivo de la jerarquía sobre la necesidad de una obediencia estricta.
Sin embargo, cuando los trabajadores toman conciencia colectivamente del poder del trabajo vivo y lo asumen, puede cambiar el equilibrio de poder. Rompiendo con el desprecio tácito o explícito en que los tiene la dirección, experimentan el valor de su trabajo y pueden enorgullecerse de él. Es el conocido ejemplo de la huelga de trabajo a reglamento: cuando los trabajadores siguen las instrucciones al pie de la letra sin tomar ninguna iniciativa, todo se paraliza. ¿Cómo transformar el poder latente del trabajo vivo en poder político efectivo? Se trata de una cuestión estratégica sobre la que la izquierda, con algunas excepciones, ha reflexionado poco.
La gestión neoliberal nos obliga a plantearnos esta cuestión. Transforma la dominación del trabajo muerto sobre el trabajo vivo en un verdadero aplastamiento. La dimensión de la libertad, siempre presente en el corazón del trabajo, se ve hoy cada vez más asfixiada por los sistemas de gestión. Las consecuencias para la salud (y la democracia) son tales, que empieza a surgir un espacio de debate, de iniciativas, de resistencias y de alternativas encaminadas –más o menos explícitamente– a transformar el trabajo. Las movilizaciones contra la reforma de las pensiones [Francia, enero-junio de 2023], los debates sobre las “actividades esenciales” durante la crisis de covid, el rechazo del mal trabajo y la crítica ecológica del trabajo por parte de los propios trabajadores son signos de ello. Pero también hay que analizar la forma en que los trabajadores perciben e interpretan estas situaciones: aquí es donde entra en juego la cuestión del sentido del trabajo.
El trabajo y la búsqueda de sentido
Nuestro enfoque sobre el significado del trabajo no es el resultado de un sesgo teórico a priori sino de una observación derivada de encuestas de campo: la crítica ordinaria a la gestión neoliberal se expresa de forma abrumadora lamentando la pérdida de sentido del trabajo. Ya a finales de la década de 2000, cuando se les pidió que hablaran de su trabajo, ésta fue la fuerte expresión de muchos empleados sometidos a la dictadura de los indicadores cuantitativos, a reorganizaciones e innovaciones recurrentes impuestas con el único objetivo de reducir costos y aumentar la rentabilidad financiera, en detrimento del trabajo bien hecho. El reciente auge de esta cuestión en el debate público ha reforzado esta observación.
¿Por qué las protestas contra el deterioro del trabajo cristalizan en torno a la cuestión de su sentido? Según Marx y las ciencias del trabajo, el trabajo es una actividad humana destinada a transformar el mundo material para garantizar la reproducción de la vida, pero que también transforma el mundo social y al propio ser humano. Estas diferentes dimensiones transformadoras de la actividad laboral apuntan a tres dimensiones de su significado: mi trabajo tiene sentido para mí si creo que es útil, si crea o mantiene mi vínculo con la sociedad y si me ayuda a crecer. Por el contrario, si no veo ninguna utilidad real en lo que hago (como esos empleados en bullshit jobs que se pasan el día rellenando planillas de Excel), si tengo que chapucear o maltratar a los usuarios, si estoy encerrado en tareas repetitivas que bloquean mi pensamiento, mi trabajo pierde todo su sentido. Las tres dimensiones del significado del trabajo, ya sea el sentimiento de utilidad social, la coherencia ética o la capacidad de desarrollarse, están siendo atacadas simultáneamente por el management neoliberal.
Esto no quiere decir que las fábricas y las administraciones de los años 60 fueran lugares idílicos de sentido y realización en el trabajo. Pero la queja sobre la pérdida de sentido no idealiza el pasado: se refiere al hecho de que el taylorismo y el fordismo aún dejaban espacio para los micro-compromisos que los empleados podían establecer con sus jefes, para los acuerdos informales entre compañeros o con los usuarios, para todos esos pequeños espacios de respiro que los sociólogos llamaban “regulaciones autónomas” de los colectivos laborales y que hacían que el trabajo fuera vivible a pesar de todo.
La gestión neoliberal, con su competencia entre individuos y grupos, los sistemas de información que rastrean el rendimiento individual en tiempo real y la intensificación y densificación del trabajo, ha socavado estas regulaciones. Cuando las personas que hacen tareas de cuidado a domicilio tienen que cumplir deberes cronometrados, con reporting obligatorio de acciones y minutos dedicados a cada persona, ya no pueden adaptar su servicio a las necesidades de los usuarios y a menudo tienen la dolorosa impresión de que los maltratan.
Alertas sobre salud pública… y democracia
No es necesario insistir aquí en el impacto deletéreo de estas formas de organización del trabajo sobre la salud. Los accidentes laborales siguen siendo elevados en la industria (a pesar de las deslocalizaciones masivas) y aumentan en los servicios, sobre todo entre las mujeres. Proliferan los trastornos musculoesqueléticos, a menudo incapacitantes, que también afectan principalmente a las mujeres. Los riesgos psicosociales están provocando una auténtica epidemia de trastornos psicológicos, la gran mayoría de los cuales no están reconocidos como enfermedades profesionales.
Nuestro trabajo estadístico ha documentado, en particular, el impacto catastrófico de la pérdida de sentido sobre la salud mental: el riesgo de depresión se duplica, tanto para los directivos como para los obreros. Este punto es políticamente decisivo: contrariamente a un prejuicio común, que a veces raya en el desprecio de clase, encontrar sentido al trabajo no es menos importante en la parte baja de la escala social que en la alta. Es cierto que, por término medio, los obreros encuentran menos sentido a su trabajo que los directivos, porque les resulta más difícil ver la utilidad social de su trabajo, y éste es más limitado y repetitivo. Pero el orgullo por el trabajo bien hecho sigue siendo importante para ellos. Cuando sufren una pérdida de sentido (como estos trabajadores obligados a sacrificar la calidad del producto por la rentabilidad), el efecto sobre su salud es igual de destructivo. En cuanto a las profesiones de care («cuidados»), ampliamente feminizadas, encuentran más sentido a su trabajo que la media, pero sufren conflictos éticos estructurales debido a la falta de recursos y a la rígida organización del trabajo.
La pérdida de sentido del trabajo es, pues, una cuestión transversal para los distintos estratos de la población activa. Podría servir de base para una estrategia de unificación política de estos últimos. La dimensión ecológica –la angustia de contribuir con el propio trabajo a la destrucción de los seres vivos– desempeña en él un papel cada vez más destacado, lo que refuerza su carácter potencialmente unificador.
El management neoliberal no sólo destruye la salud, sino que también ataca la democracia en la ciudad. La investigación ha constatado un vínculo entre las relaciones laborales y el comportamiento cívico, como la participación electoral. Como decía el filósofo John Dewey, las aptitudes democráticas de los ciudadanos se forman en el sistema educativo y en el sistema productivo, en la escuela y en la fábrica. Por mi parte, he realizado uno de los pocos estudios estadísticos en Francia sobre el tema, conciliando las encuestas sobre las condiciones de trabajo con los resultados electorales a nivel municipal, para las elecciones presidenciales de 2017 y las europarlamentarias de 2019. Los datos muestran que la falta de autonomía en el trabajo es un factor importante de abstención. Las personas sometidas a un trabajo monótono, sin margen de maniobra y sin posibilidad de influir en las decisiones que les afectan, tienden a abstenerse mucho más que la media. Los métodos estadísticos permiten afirmar que no se trata sólo de un efecto del estatus social, sino también y sobre todo de la forma en que está organizado el trabajo.
Por otra parte, las encuestas miden la posibilidad de expresarse sobre el propio trabajo a través de la existencia –o no– de reuniones formales donde los empleados pueden discutir los problemas que encuentran entre ellos y con su jefe. También en este caso, los datos muestran que los que no tienen esta posibilidad votan mucho más a RN [Agrupación Nacional, el partido ultraderechista de Marine Le Pen, por sus siglas en francés]. Tanto si se conforman con una visión autoritaria del mundo, como si expresan su frustración a través de este voto de protesta, los trabajadores que se han visto reducidos al silencio sobre su trabajo tienden a apoyar a la extrema derecha.
La importancia de poder actuar sobre el propio trabajo
Los datos muestran, por tanto, que una organización autoritaria del trabajo socava la salud y la democracia, pero también, a la inversa, que poder actuar sobre el propio trabajo es un poderoso factor de salud. En la encuesta “Condiciones de trabajo”, se preguntó a los encuestados si habían experimentado un cambio importante en su trabajo durante el último año (un cambio de organización, de tecnología, de gestión…). El 51% de ellos respondió afirmativamente. ¿Han sido informados? La mitad de los que han experimentado un cambio dicen que sí. ¿Se les consultó sobre el cambio? Un tercio dice que sí. ¿Pudieron influir en este cambio? Una minoría muy pequeña, sólo el 16%, piensa que sí.
Pero los empleados que se sienten escuchados están bien: su salud física y mental es mejor que la media. Por el contrario, los que no han sido informados, o los que han sido consultados pero no escuchados, muestran más trastornos y síntomas depresivos. Esto demuestra que el poder de influir en el propio trabajo es crucial para la salud. Esto es tanto más vital para los franceses cuanto que son los europeos que menos pueden influir en su trabajo, a pesar de expresar las mayores expectativas en cuanto a la expresividad, el significado y la utilidad del trabajo.
Por ello, el tema de la democracia en el trabajo emerge en el debate público francés de una forma sin precedentes. A excepción de algunos pensadores de la autogestión (Gorz, Mallet, Castoriadis…) y sobre todo del movimiento sindical italiano de los años 60-70, cuyo legado convendría revisar, el movimiento obrero ha descuidado durante mucho tiempo esta fuente potencial de poder social. La reivindicación del control obrero se limitó la mayoría de las veces a cuestiones económicas (apertura de libros de cuentas, control de los despidos…), sin cuestionar la organización capitalista del trabajo.
Hoy, algunas personas de izquierda se interesan por esta cuestión, y algunos sindicatos empiezan a asumirla. Es que, cuando el principio de subordinación hace tanto daño, aceptarlo a cambio de poder adquisitivo y protección social se hace insostenible. Así, la CGT propuso en su congreso 52º sustituir la relación de subordinación por la dependencia económica como criterio de acceso a los derechos sociales (como el seguro de desempleo). Sobre todo, en los últimos quince años ha emprendido, de forma vacilante a nivel general pero con más vigor a nivel local, reflexiones y experimentos para situar el trabajo real en el centro de la acción sindical. La retroalimentación de los experimentos muestra una vía fértil para dinamizar la acción colectiva y recrear el equilibrio de poder, aunque tengamos que pasar a una escala completamente distinta para modificar lo dado.
La dialéctica movimiento/institución
Para hacer efectivo el poder potencial del trabajo vivo, hay que pensar en una dialéctica entre las iniciativas del movimiento social y la creatividad jurídica. Un gran avance en este sentido sería instituir un derecho político que permita a los trabajadores reunirse durante el tiempo de trabajo para deliberar sobre su trabajo y formalizar propuestas. El objetivo es reducir el tiempo de trabajo subordinado para desarrollar un tiempo de trabajo político autónomo destinado a transformar el trabajo.
Este derecho de expresión radicalmente renovado estaría dirigido por “verdaderos delegados de trabajo” elegidos –en las listas sindicales– a nivel de los colectivos de trabajo, unas 20 o 30 personas. Estos encuentros de deliberación laboral se celebrarían media jornada al mes para que los compañeros pudieran hablar de las dificultades que han encontrado, del impacto del trabajo en la salud y el medio ambiente, de las formas de organizar mejor el trabajo, etc.
Para que las propuestas colectivas tengan peso real en la toma de decisiones, la dirección tendrá que responder formalmente a ellas. Según el Código Laboral, los empresarios son responsables de los daños causados a la salud de los empleados por su trabajo. Las propuestas formalizadas en foros deliberativos serán difíciles de ignorar para la dirección, ya que su no aplicación puede ser invocada por los representantes electos en caso de un mal funcionamiento que provoque un accidente de trabajo o una enfermedad laboral, lo que hace al empresario penalmente responsable. Se trata de una poderosa palanca jurídica para estimular la acción sindical y movilizar a los trabajadores en favor de otro tipo de trabajo.
La OMS define la salud como un estado de completo bienestar físico, mental y social, un objetivo muy difícil de alcanzar… Pero para el gran filósofo de la salud Georges Canguilhem, citado a menudo por investigadores como Yves Clot, la salud es ante todo la capacidad del ser humano de coevolucionar activamente con su entorno. Este concepto filosófico crea un vínculo directo entre salud y democracia: estoy sano si puedo influir en lo que me sucede. Nadie puede oponerse a la promoción de la salud, pero presupone cuestionar las formas de dominación que obstaculizan la capacidad de pensar y actuar de las personas, empezando por la subordinación salarial.
En los años 60 y 70, los pensadores de la autogestión y los sindicalistas, sobre todo en Italia, veían el control obrero como un experimento donde la clase obrera desarrollaría su autonomía para presentarse subjetiva y objetivamente como candidata al gobierno de la sociedad. ¿No es hora hoy de retomar una estrategia de control obrero que tenga en cuenta la experiencia histórica, los avances de las ciencias sociales y la situación actual, para volver a la ofensiva contra la subordinación y la hegemonía capitalistas?
Thomas Coutrot