Fotografía: The Nation


Nota.— El presente texto de nuestro compañero Ariel Petruccelli sobre el gran historiador de izquierda polaco, que viene a enriquecer nuestra sección Kraken de semblanzas y obituarios, es una versión ligeramente modificada de un viejo artículo suyo publicado allá por 2008 en el número 5 de la revista Nuevo Topo, bajo el título “Isaac Deutscher (1907-1967)”. Como el escrito no estaba disponible en internet (Nuevo Topo era en papel y dejó de salir en 2009), y como ya han pasado 15 años desde su impresión, nos pareció conveniente digitalizarlo y socializarlo a través de nuestra página web, conforme a nuestra política de copyleft.

El nombre de Isaac Deutscher puede significar poco y nada para las jóvenes generaciones, sean militantes o académicas. Y sin embargo, es con toda seguridad uno de los pensadores marxistas más lúcidos del siglo XX y uno de los mejores historiadores de cualquier tradición. Conviene, pues, evitar que habite el olvido. Aquí ofreceré una breve semblanza de Deutscher, como modesta invitación a leer sus libros. Quienes lo hagan, no dudo de ello, no se arrepentirán.

Isaac Deutscher falleció en el exilio londinense en agosto de 1967. Al momento de morir era, como lo fuera a lo largo de toda su vida, un pensador a contracorriente. Ajeno por igual a la fobia anticomunista –que por entonces dominaba Occidente– y a los mitos del comunismo «oficial» –emanados desde Moscú o Pekín–, Deutscher ni siquiera podía ser considerado «uno de los suyos» por los pequeños grupos trotskistas, sus antiguos camaradas: había considerado inoportuna la creación de la IV Internacional y disentido con Trotsky respecto a las posibilidades de una revolución política en la URSS. Pese a todo, no era un escritor marginal. Sus ideas y análisis eran demasiado penetrantes y sus narraciones exquisitamente bellas como para que sus escritos pasaran desapercibidos. Aunque sus libros estaban rigurosamente prohibidos en la Unión Soviética y en su Polonia natal, y aunque sobre sus obras caía el oprobio de los cruzados de la guerra fría de uno y otro bando, los lectores de la New Left Review y Les Temps Modernes pudieron disfrutar con cierta regularidad de sus análisis sobre política internacional. Su influencia sobre algunos intelectuales marxistas ha sido considerable. Como reconociera Perry Anderson “para nosotros tuvo una importancia primordial la influencia en nuestra formación de Isaac Deutscher”1.


Los años de formación

Deutscher nació en 1907, en Cracovia, en el seno de una familia judía de clase media. A los 17 era ya un poeta local bastante conocido. Pero dos años después –contrariando las esperanzas de su padre, que anhelaba la carrera de rabino– el joven Isaac ingresa al clandestino Partido Comunista Polaco (PCP). Desde ese momento, y por el resto de sus días, sería un marxista convencido.

Su formación inicial en el contexto de la Polonia de fines de años 20 ha dejado una huella perdurable y nítida. El imperturbable internacionalismo de Deutscher y su vasto cosmopolitismo tienen su origen en esta primigenia experiencia local.2

La producción intelectual durante este período constituye el segmento menos conocido de su labor: se trata de textos divulgados por organizaciones clandestinas o semiclandestinas. Al momento de su ingreso al PCP, el partido se hallaba dividido desde hacía años entre una tendencia mayoritaria y otra minoritaria. Pero Deutscher no se alinearía con ninguna de ellas, una actitud que ya prefiguraba la independencia intelectual y política que caracterizarían al escritor maduro: “[Yo] no pertenecía a ninguna de las dos [tendencias], quizás porque cuando entré en el partido (…) la línea divisoria había sido ya marcada y yo no entendía realmente de qué se trataba. Pero sí recuerdo con claridad que en 1926-27 tenía una sensación muy aguda de cuán fútil era la disputa. Me parecía que la mayoría tenía el defecto de cierto oportunismo y que la minoría se distinguía por una dinámica más revolucionaria. Lo que me molestaba en ésta era su tosquedad intelectual y su inclinación al sectarismo”3.

A comienzos de los 30 formula a la Internacional Comunista una serie de críticas semejantes a las de Trotsky. Cuestionaba la línea ultraizquierdista que concentraba los ataques en los «socialfascistas», al tiempo que hacía un llamado en favor de la acción conjunta socialista-comunista para enfrentar al nazismo. Esto le acarrearía la expulsión del PCP: “Me expulsaron del Partido Comunista Polaco (…) por haber publicado un ensayo […en el que] decía que el nazismo, si llegaba a vencer, aplastaría a los dos partidos (…) y agitaría el espectro de una segunda guerra mundial (…). La razón oficial para mi expulsión (…) fue que yo había exagerado el peligro del nazismo y creado pánico en el movimiento obrero. En cierto modo, era verdad: en los años 1931-32, el nazismo me había puesto en un estado tal de agitación y angustia febril. Naturalmente, los que en aquel tiempo no sintieron ese ‘pánico’ estaban ciegos”4.

Tras su expulsión, Deutscher animó un grupo de oposición que mantenía contacto con Trotsky, y que gozaba de cierto crecimiento cuantitativo y de buena inserción en la clase trabajadora. Pero en 1938, año en que se lleva a cabo el congreso constituyente de la IV Internacional, los polacos son el único grupo participante que recusa esta decisión. En el documento presentado por sus delegados –redactado por Deutscher– se argumentaba que: “…no tenía sentido tratar de crear una nueva Internacional cuando el movimiento obrero, en general, iba en descenso, durante un período ‘de intensa reacción y depresión política’, y que todas las Internacionales anteriores habían debido su éxito, en cierta medida, al hecho de que se habían formado en momentos de auge revolucionario. La creación de cada una de las Internacionales anteriores constituyó una amenaza definida al régimen burgués (…) Tal cosa no sucederá con la Cuarta Internacional. Ningún sector significativo de la clase obrera responderá a nuestro manifiesto. Es necesario esperar”5.

Tras la ocupación de Polonia por las tropas de Hitler y Stalin (1939), Deutscher se marcha al exilio londinense. Y sería en Inglaterra, ya alejado de la militancia política directa y en una lengua –el inglés– que no era la suya, donde habría de abocarse al estudio histórico-biográfico, el género en el que descollaría como un maestro inigualado.


El historiador

Su primera obra, Stalin, una biografía política, fue publicada en 1949, cuando el biografiado aún vivía y se hallaba en la cúspide del poder de una URSS envuelta en los fragores de la guerra fría. El Stalin fue, en su tiempo, objeto de una sonora polémica. Si para el Daily Worker –órgano del Partido Comunista de los EE.UU.– el libro era obra de un portavoz del gran capital y de la City de Londres; autores como B. Wolfe, D. Shub y F. Borkeneau sostenían que Deutscher ocultaba la verdad sobre Stalin, produciendo la más habilidosa apología de la política exterior soviética.6

La antipatía que siente Deutscher por Stalin es evidente en el conjunto de la obra. El «hombre de acero» era demasiado tosco intelectualmente, moralmente inescrupuloso y curiosamente provinciano (pese a ser el dirigente de un movimiento mundial) como para despertar la simpatía de un intelecto tan sofisticado y una personalidad tan cosmopolita y éticamente íntegra como la de Deutscher. Pero esta antipatía subjetiva interfiere muy poco dentro de la estructura más propiamente explicativa y analítica del texto. Aunque los rasgos distintivos de Stalin como personalidad adquieren contornos nítidos a lo largo de la narración –e incidentalmente desempeñan un importante papel explicativo–, el enfoque de Deutscher es contrario a considerar las acciones de las personalidades como la causa fundamental del desarrollo histórico. La constitución de una burocracia dictatorial con pretensiones totalitarias en la Unión Soviética no es, desde su óptica, reductible a –ni explicable por– la figura de Stalin.

A pesar de sus no pocos méritos intrínsecos, esta biografía inicial parece más bien un «ensayo general» de la obra maestra de Deutscher: los tres volúmenes dedicados a la vida de Trotsky. No obstante, comparado con los kilómetros de mediocre material biográfico anti y pro-estalinista, el Stalin de Deutscher sobresale como una obra erudita, equilibrada en sus juicios y aguda en sus interpretaciones. Así y todo, si se la parangona con su trilogía sobre Trotsky, nos resulta extrañamente una obra menor.

En los tres volúmenes dedicados a Trotsky, Deutscher alcanza las más altas cumbres de la producción biográfica. Este logro, sin embargo, no es el fruto de un proceso de maduración intelectual. El Deutscher que escribió el Stalin era ya un escritor maduro y un investigador ampliamente familiarizado con sus fuentes. Lo que marca la diferencia es el propio objeto de estudio. Como alguna vez lo hiciera notar Edward Carr, “Trotsky es el personaje ideal para una biografía”7. Pero esto no es solo, como sugiere Carr, porque Trotsky tuviera “una personalidad más acusada, más contradictoria, más compleja (…) que las de sus camaradas rivales, en la gran empresa de la Revolución Rusa”8. Esto es cierto, pero lo que concede un plus a la vida de Trotsky es el carácter trágico de su desarrollo, y su trágico final.

La singular vida de Trotsky da a esta trilogía todas las características de una tragedia clásica. Deutscher era consciente de esto: “La pregunta que tiene un interés subyugante para el biógrafo es: ¿en qué medida contribuyó el propio Trotsky a su propia bancarrota? ¿En qué medida se vio él mismo obligado, por circunstancias críticas y por su propio carácter, a abrirle el camino a Stalin? La respuesta a estas preguntas revela la tragedia verdaderamente clásica de la vida de Trotsky, o más bien una reproducción de la tragedia clásica en los términos seculares de la política moderna…”9.

A diferencia del grueso de los biógrafos –que cuando brillan literariamente fracasan como historiadores, y cuando se adentran en la vida individual del biografiado culminan olvidando las determinaciones sociales– Deutscher posee, junto al genio literario, rigor erudito para analizar documentos, perspectiva histórica para valorar los hechos, y penetración psicológica para comprender a las personas.

La simpatía que Deutscher siente por Trotsky es tan evidente como la antipatía que le provoca Stalin. Pero esta carga subjetiva se ve largamente compensada por el rigor documental y la implacable búsqueda de objetividad en la presentación de los hechos. En sus páginas, tanto los críticos como los apologistas de Trotsky podrán hallar todo el material que deseen. La simpatía subjetiva realza la carga dramática y la belleza literaria del texto, sin menoscabar el rigor histórico de la reconstrucción. En un párrafo revelador, Deutscher sintetiza así su abordaje de Trotsky: “Yo considero a Trotsky, ciertamente, como uno de los jefes revolucionarios más notables de todos los tiempos (…). Pero no me propongo presentar aquí la imagen glorificada de un hombre sin mácula y sin tacha. Me he esforzado por mostrarlo tal cual fue, en su estatura y su fuerza verdaderas, pero con todas sus debilidades; he tratado de mostrar la potencia, la fecundidad y la originalidad extraordinarias de su mente, pero también su falibilidad (…). Me he esforzado en todo lo posible por hacerle justicia al carácter heroico de Trotsky (…). Pero también lo he mostrado en sus muchos momentos de irresolución e indecisión: describo al Titán batallador cuando vacila y titubea; y, ello no obstante, continúa avanzando al encuentro de su destino”10.

La vida y la muerte de Trotsky poseen un innegable tinte trágico. Pero es a Deutscher a quien corresponde el mérito de haber revelado los delgados hilos que unen el trágico final con las etapas más tempranas de su carrera. Las palabras con las que finaliza El profeta desarmado son una muestra elocuente de esto: “Cuando Trotsky instó ahora al partido bolchevique a ‘sustituir’ a las clases trabajadoras, no pensó, en medio de la precipitación del trabajo y las controversias, en las siguientes fases del proceso, aún cuando él mismo las había pronosticado hacía mucho tiempo (en 1903) con extraña clarividencia. ‘La organización partidaria sustituiría entonces al partido en su conjunto; entonces el Comité Central sustituiría a la organización; y finalmente un solo dictador sustituiría al Comité Central’. El dictador aguardaba ya tras bastidores”11.

Pero la tragedia de Trotsky no es sólo personal: es una tragedia social. Y se comienza a vislumbrar poco después de la insurrección de octubre: “Los bolcheviques hicieron su Revolución de Octubre de 1917 con la convicción de que lo que ellos habían iniciado era ‘el salto de la humanidad del reino de la necesidad al reino de la libertad’. Vieron al orden burgués disolviéndose y a la sociedad clasista derrumbándose en todo el mundo, no sólo en Rusia. Creyeron que en todas partes los pueblos se rebelaban por fin contra su condición de juguetes de fuerzas productivas socialmente desorganizadas y contra la anarquía de su propia existencia (…) Cuando por fin alcanzaron la victoria, descubrieron que la Rusia revolucionaria se había excedido y se hallaba en el fondo de un pozo horrible. Ninguna otra nación había seguido su ejemplo revolucionario. Rodeada por un mundo hostil, o en el mejor de los casos indiferente, Rusia se hallaba sola, desangrada, hambrienta, aterida, consumida por las enfermedades y abrumada por el abatimiento”12.

Pese a ello, hacia 1921 los bolcheviques consiguen afianzarse en el poder. Pero es en ese preciso momento cuando se hace patente que no podrán cumplir las promesas revolucionarias. Cuatro años de guerra internacional y dos años de guerra civil habían desmantelado la débil estructura industrial rusa. La clase obrera, base natural de la democracia proletaria y del poder bolchevique, prácticamente había desaparecido. El reparto de las tierras entre el campesinado había dado a los soviets el apoyo de los pobres del campo, pero ahora redundaba en un descenso de la producción agrícola, mientras que los campesinos –una vez pasado el peligro del regreso de los terratenientes– comenzaron a mirar con indiferencia u hostilidad al poder urbano soviético. Es en esta terrible encrucijada histórica cuando se comienza a perfilar la tragedia del hombre: “En la cumbre misma del poder, Trotsky, al igual que el protagonista de una tragedia clásica, dio un traspié. Obró contra sus propios principios y pasando por alto un solemnísimo compromiso moral. Las circunstancias, las exigencias de la revolución y su propio orgullo lo colocaron en este trance. En la situación en que se hallaba, difícilmente podía evitarlo. Sus pasos fueron el resultado casi inevitable de todo lo que había hecho antes, y sólo un paso separaba ahora lo sublime de lo siniestro: aun su negación de los principios era dictada por los principios. Y, sin embargo, al obrar como lo hizo, destruyó el terreno que pisaba”13.

La carga trágica se ve realzada en el último tomo, dedicado a los últimos años de Trotsky. Y no solo por la sucesión de tragedias familiares y personales que culminan en el cobarde asesinato, sino fundamentalmente por la situación política verdaderamente trágica en la que se encuentra durante todos los años de su último exilio. Esa tragedia consiste en el conflicto entre la necesidad y la imposibilidad de la acción. Necesidad, porque ni su carácter ni las circunstancias le permitían a Trotsky abstenerse de la lucha política. Imposibilidad, porque su aislamiento físico y el contexto internacional hacían infructuosos sus intentos por intervenir en la política mundial o local. Ese mismo contexto –el de los años 30– es el que llevó a Deutscher a abandonar el combate político directo, y a concentrar sus esfuerzos en la investigación histórica. Es por eso que resulta especialmente reveladora la simpatía y la comprensión que muestra Deutscher ante la decisión de Trotsky de construir la Cuarta Internacional.

Si el último capítulo del primer volumen lleva por título “Derrota en la victoria” y reseña el drama de los revolucionarios victoriosos que descubren amargamente que no pueden cumplir sus promesas y sus sueños, el último capítulo del último volumen se titula “Victoria en la derrota” y nos muestra los importantes elementos de victoria que se encuentran en el Trotsky aislado y derrotado. Allí Deutscher expone sus ideas sobre los legados de Trotsky y Stalin: “[a Trotsky] lo veo como la figura representativa del comunismo pre-estalinista y como el precursor del comunista post-estalinista. Empero, no me imagino que el futuro del comunismo reside en el trotskismo. Me inclino a pensar que el desarrollo histórico está rebasando tanto al estalinismo como al trotskismo y tiende a algo más amplio que cualquiera de los dos. Pero cada uno será ‘rebasado’ probablemente de diferente manera. Lo que la Unión Soviética y el comunismo toman de Stalin es, principalmente, sus logros prácticos (…). En lo que toca a los métodos de gobierno (…) ideas y ‘clima moral’, el legado de la era de Stalin es peor que vacío; mientras más pronto se lo deseche, mejor. Pero precisamente en estos aspectos Trotsky tiene todavía mucho que ofrecer…”14.


Marxismo y literatura

Las preocupaciones literarias son una constante en la obra de Deutscher. Esto se refleja en la manera exquisita que adopta su narración, pero también en el abundante uso de obras y recursos literarios. La estancia de Trotsky en Noruega es comparada con la novela El enemigo del pueblo, de Ibsen; Sal, un cuento de Isaac Babel, es utilizado para ilustrar la compleja situación de los judíos en la Rusia revolucionaria; la conflictiva relación entre Oriente y Occidente es ilustrada con el poema Los escitas, de Blok. Estos ejemplos se podrían multiplicar fácilmente. En la arquitectura de la obra de Deutscher, los aspectos literarios ocupan un importante papel. No son un mero complemento o adorno de la «narración verídica». Él habría mirado con una mueca irónica a quienes ven en el «giro lingüístico» y en el «resurgir» de la «historia narrativa» una amenaza para el marxismo. Sus libros realizan una asombrosa síntesis de narrativa histórica, compromiso político y rigor explicativo. Esta síntesis es, por sus alcances, una verdadera rareza. Una somera comparación con dos historiadores de primera fila –E. P. Thompson y E. Carr– resulta especialmente pertinente.

La formación de la clase obrera en Inglaterra, de Thompson, ha sido elogiada por sus vívidas recreaciones de la vida, las luchas, los pensamientos y los sentimientos de la clase obrera inglesa inicial. La fuerza literaria de ese texto difícilmente sea superada. Pero el precio que Thompson paga por este logro es elevado. La contracara de la elocuencia con que son descritas las experiencias de los trabajadores es la ausencia de coordenadas objetivas con las que contrastar esas experiencias subjetivas. Al cabo de novecientas páginas, el lector no puede enterarse de datos tan elementales como la envergadura aproximada de la clase obrera o su proporción con respecto al resto de la población. Este es un costo que no paga Deutscher. Sin aburrir con un exceso de cifras y estadísticas, oportunamente proporciona esclarecedores datos sobre la cantidad de miembros del partido bolchevique, el descenso de la producción rusa durante la guerra, los alcances de la colectivización, etc. La comparación con Carr es igualmente ilustrativa. La lectura de los catorce tomos de la Historia de la Rusia soviética es una tarea fatigosa. El lector se sentirá subyugado por la monumentalidad del conocimiento erudito de Carr; pero difícilmente se sienta atraído por una narrativa densa, incapaz de recrear las vivencias subjetivas de los sucesos que narra… algo que Deutscher consigue con maestría.

La sensación de vejación y de escándalo que desató la perspectiva narrativista de Hayden White en muchos historiadores marxistas y annalistas, con toda seguridad que no hubiera sido compartida por Deutscher, quien siempre fue más

 que consciente de la dimensión escritural y literaria de la historiografía, y quien mucho antes de que se hablara de algún giro lingüístico, podía emplear recursos tan «vanguardistas» como imaginar un diálogo entre el fantasma del zar Nicolás y Stalin, o relatar la vida imaginaria de Vicente Adriano, un “ministro polrúgaro”15. Y a favor de Deutscher: las oscilaciones, ambigüedades e incluso contradicciones de White en torno al estatuto científico –o no– de la historiografía es dudoso que las hubiera reproducido: Deutscher siempre tuvo claro que la historiografía tenía varias almas, y que el buen historiador debía cultivarlas a todas.


El legado de Isaac Deutscher

Hasta el día de su muerte, permaneció leal al socialismo, aunque intransigentemente crítico con las dictaduras que hablaban en su nombre. En sus últimos años, se mostró escéptico respecto a las posibilidades de una revolución política desde abajo en la URSS, aunque creía que la lógica del desarrollo obligaría tarde o temprano a que la élite dirigente iniciara una reforma por arriba. En esto disentía con Trotsky y sus seguidores, quienes esperaban alzamientos de los trabajadores. No dispongo aquí de espacio para evaluar la perspectiva deutscheriana de la revolución y el socialismo. Baste con decir que combinó optimismo histórico a largo plazo con una gran serenidad para afrontar los descalabros inmediatos. En uno de sus últimos escritos exploró sin hesitación, incluso, la posibilidad de una restauración capitalista.

Transcurrido ya más de medio siglo desde su muerte, en un contexto internacional de desconcierto generalizado en las izquierdas, la lectura de Deutscher parece, más que recomendable, sencillamente imperiosa. Como dijera Anderson, en él había algo de olímpica serenidad, algo de iconoclasta visionario, algo de astuto político… La cultura de izquierdas necesita de todos y cada uno de estos rasgos.

Ariel Petruccelli


NOTAS

1 P. Anderson, Teoría, política e historia, México, Siglo XXI, 1985, p. 171.
2 P. Anderson, “El legado de Isaac Deutscher”, en Campos de batalla, Barcelona, Anagrama, 1998.
3 I. Deutscher, El marxismo de nuestro tiempo, México, Era, 1975, p. 168.
4 Ibid., pp. 185-186.
5 I. Deutscher, Trotsky, el profeta desterrado, México, Era, 1988 (1963), p. 380. Los pasajes entrecomillados son citas del documento polaco.
6 I. Deutscher, Stalin, México, Era, 1988 (1949), p. 11.
7 E. Carr, “La tragedia de Trotsky”, 1917: Antes y después, Barcelona, Anagrama, 1969, p. 160.
8 Ibid., p. 159.
9 I. Deutscher, Trotsky, el profeta armado, México, Era, 1987 (1953), p. 11.
10 I. Deutscher, Trotsky, el profeta desarmado, México, Era, 1989 (1955), p. 12.
11 I. Deutscher, Trotsky, el profeta armado, ob. cit., p. 477.
12 I. Deutscher, Trotsky, el profeta desarmado, ob. cit., p. 16.
13 I. Deutscher, Trotsky, el profeta desarmado, ob. cit., p. 445.
14 I. Deutscher, Trotsky, el profeta desterrado, ob. cit., pp. 11-12.
15 Ver, Stalin, ob. cit., pp. 347-48, y también “La trágica muerte de un ministro polrúgaro”, en I. Deutscher, Ironías de la historia, Madrid, Península, 1969. “Polrugaria” (contracción entre los topónimos «Polonia», «Rumania» y «Bulgaria») es el nombre que Deutscher le pone a un país satélite de la URSS que él imagina en clave ficcional.