Nota.— En este nuevo aniversario del comienzo de la guerra de Malvinas, reproducimos un ensayo de nuestro compañero Federico Mare, originalmente publicado en el libro Si quieren venir que vengan. Malvinas: genealogías, guerra, izquierdas (en coautoría con Ariel Petruccelli, Andrea Rodríguez y Ariel Pennisi; Bs. As., Red Editorial, colección Autonomía, 2022). Este libro está conformado por cinco artículos. En el primero de ellos, «Pensar Malvinas: una revisión crítica desde la izquierda», Federico Mare, acomete una necesaria contextualización histórica, abordando todos los temas espinosos. En «Miradas sobre la guerra del Atlántico Sur (y un poco más allá)», Ariel Petruccelli combina el registro vivencial con un análisis de las acciones militares desde una óptica que condena políticamente la aventura militar, pero rechaza la visión de una guerra imposible de ganar por Argentina. En el siguiente capítulo, «Malvinas: la pervivencia de la causa nacional y sagrada», Andrea Rodríguez rastrea el complejo proceso que llevó a que un reclamo diplomático se convirtiera en causa fundante de la argentinidad, y las modificaciones y mutaciones que experimentó la representación «Malvinas» a lo largo del tiempo. En el cuarto capítulo (que es el que aquí publicamos), Federico Mare examina los distintos análisis y posicionamientos políticos adoptados desde perspectivas de izquierda, tanto en Argentina como en el Reino Unido y en otros países. En el quinto y último capítulo, «Filosofía de la disidencia», Ariel Pennisi rastrea el posicionamiento filosófico y político de León Rozitchner ante la guerra. Para una reseña de esta obra colectiva, véase Matías Maiello, «Pensar la guerra. A propósito del libro Si quieren venir que vengan», en Ideas de Izquierda, 16 de octubre de 2022.


Cuando se supo de la guerra de Malvinas, casi toda la izquierda argentina se sumó a la euforia de unidad nacional contra el enemigo foráneo común. Algo así como una tregua a la dictadura militar y el terrorismo de estado en nombre del antiimperialismo. Fue penoso, pero sucedió. No obstante, en el exilio, las excepciones fueron más frecuentes que fronteras adentro, lo cual es lógico (la distancia geográfica hacía menos difícil la distancia emocional y crítica).

El lunes 2 de abril de 2007, al cumplirse los 25 años de la Operación Rosario, el periódico Página/12 lanzó un suplemento especial. De él participaron diferentes periodistas e intelectuales de renombre, como el historiador Horacio Tarcus. En su artículo “Los dilemas de la izquierda en la guerra de Malvinas”, Tarcus señaló:

“Mientras otros actores políticos quedaron mudos de pura perplejidad o esperaron cautelosamente, la izquierda fue quizá la primera en reaccionar en abril de 1982. Todavía dolían los moretones en las cabezas o en las espaldas de los militantes corridos por la policía durante la marcha que había convocado la CGT el 30 de marzo, cuando todo el espectro de la izquierda –matiz más o matiz menos– reconocía la invasión de los militares argentinos a las islas Malvinas como una «recuperación» de magnitudes históricas que arraigaba en las más hondas aspiraciones nacionales y antiimperialistas del pueblo argentino”.1

Gran parte de la izquierda argentina se hallaba en el exilio: España, México, Francia, Italia, Suecia, Venezuela, Holanda, Cuba, Norteamérica, Brasil, Alemania, Costa Rica, Australia… Allí, la multitudinaria movilización del 30 de marzo por «Paz, Pan y Trabajo» –esa era la consigna de la CGT– había generado grandes ilusiones. El fin de la dictadura parecía estar a la vuelta de la esquina: agravamiento de la crisis económica, internas en las Fuerzas Armadas, aislamiento internacional in crescendo por las violaciones de derechos humanos, surgimiento de la Multipartidaria, promesas de apertura política por parte de la Junta, malestar de sectores populares y medios, reactivación de las luchas sindicales… y ahora, también, manifestaciones masivas de protesta. El cántico “Se va acabar, se va a acabar, la dictadura militar”, tan escuchado en las calles del centro porteño, parecía volverse realidad.

Pero, ¿qué había estado ocurriendo entretanto en el destierro? Aquel otoño del 82 en que comenzaría y terminaría la guerra de Malvinas, se habían cumplido seis años del golpe militar. Silvina Jensen lo explica en términos muy claros. Cito sus palabras:

“Casi contemporáneamente a los primeros exilios, en las diferentes sociedades de acogida, los argentinos ensayaron intentos de organización que buscaban, por una parte, resolver las necesidades urgentes de las víctimas que permanecían en Argentina y de los que iban llegando y, por la otra, hacer consciente a la comunidad internacional acerca del carácter genocida de un régimen que insistía en presentarse como democrático. En este sentido, la organización del exilio y la denuncia internacional de la dictadura argentina fueron dos caras de la misma moneda.

Si bien las identidades político-partidarias no se diluyeron ni mucho menos y fueron fuente de riqueza y tensión en el seno de los proyectos institucionales unitarios que se concretaron desde Estocolmo a Melbourne, pasando por Roma, París, Barcelona, Madrid, Caracas o México, durante años el accionar público de los desterrados pretendió ampararse bajo el paraguas amplio del compromiso antidictatorial y de la defensa de los DD.HH.

Así, en diversas coyunturas en las que logró concentrarse la atención internacional sobre la Argentina [el mundial del 78, por ej.], los exiliados desplegaron todos sus esfuerzos para desenmascarar al régimen militar, poniendo la situación argentina a la altura de las otras dictaduras sangrientas del Cono Sur, para las cuales la solidaridad internacional parecía haber resultado más sencilla e inmediata.

Los exiliados sabían que si la defensa de los derechos y de las libertades fundamentales era una herramienta que permitía limar diferencias al interior del destierro y servía para concitar la solidaridad internacional que no terminaba de comprender el mapa político argentino, sus trayectorias militantes previas al golpe no siempre resultaban compatibles con su defensa a secas. Asimismo, eran conscientes de que los militares no cejaban en el intento por apropiarse de la bandera de los DD.HH. y sistemáticamente calificaban las denuncias del exilio como ‘patrañas’ de los ‘auténticos violadores de la democracia’. […] En este sentido, como decía Osvaldo Bayer, el accionar político del exilio no implicaba una campaña contra el país, sino ‘por la Argentina’, en la constante denuncia y solidaridad hacia las familias de ‘nuestros muertos y desaparecidos’”.2

La guerra de Malvinas fue un tsunami político para la izquierda argentina, dentro y fuera del país. Puso en crisis la centralidad de la lucha antidictadura, igual que el precario consenso que esta había generado al interior de las distintas fuerzas políticas. Recrudecieron las discrepancias y disputas, y se produjeron fracturas. Los gobiernos y sectores progresistas de los países que habían dado asilo político a la diáspora militante argentina, no podían comprender el arrebato belicista, nacionalista y/o antiimperialista de esta última, porque poco y nada sabían de la cuestión Malvinas, y porque el autobombo del irredentismo malvinero les resultaba una entelequia casi extraterrestre. El prestigio moral y el éxito propagandístico de la campaña internacional democrático-humanitaria por la Argentina, que tanto tiempo y esfuerzo habían demandado, se vieron súbitamente afectados, comprometidos. Tal fue la marea chovinista que inundó al pueblo argentino de arriba abajo, transversalmente, sin acepción de clases sociales, que la izquierda, por lo general, no supo posicionarse categóricamente en contra. Salvo honrosas excepciones (sobre todo en el destierro), optó por el apoyo. Apoyo acrítico o casi acrítico unas veces, tibiamente disidente en otras, de acuerdo al grado de implicación ideológica nacionalista de cada sector.

Esta anécdota testimonial lo resume todo: un exiliado en Cataluña recordaría luego que un compañero “se levantó en una reunión con la carta de su hermano y dijo: mi hermano está condenado y me escribe desde la cárcel pidiendo que todos los argentinos se unan a la lucha contra Inglaterra. ¡Hay que ir de voluntarios! ¡El país lo necesita!3. ¿Cómo podía procesar eso un activista europeo de Amnistía Internacional que no había pisado nunca una escuela o un cuartel de la Argentina? Perplejo, el pensador y ensayista español Fernando Savater habló de Malvinas como un “enigma en estado puro”, habida cuenta que “buena parte de esos ciudadanos a los que se niega el derecho a serlo, se les escamotea la libertad y se les amenaza de muerte si pretenden defender una alternativa democrática al despotismo reinante, esos mismos sufridos vasallos se han lanzado alegremente a la calle para vitorear el patriótico desplante de su verdugo”4.

Para la izquierda de la diáspora, algo complicaba aún más el asunto. En palabras de Jensen, “el autoexamen frente a una situación compleja que parecía poner en crisis su identidad de oposición antidictatorial, corrió paralelo a la urgencia por responder a las impugnaciones a los derechos que asistían a la Argentina a reclamar el archipiélago”5. En España, por ej., un eurocéntrico editorial de El País cuestionó los derechos soberanos de Argentina sobre las Malvinas, suscitando la réplica indignada del dirigente socialista Andrés López Accotto.

Hagamos un rápido paneo siguiendo el itinerario historiográfico de Tarcus. Cabe aclarar que este paneo remite, esencialmente, a los comunicados oficiales de las cúpulas. Por debajo, en la militancia de base, el panorama de percepciones e ideas seguramente haya sido más complejo y matizado. Nuestro enfoque aquí será el de la historia política, no el de la historia social.

La autodenominada izquierda nacional, como era de esperar, fue la más entusiasta, habida cuenta el fortísimo tono nacionalista de su antiimperialismo. Reclamó sin rodeos la malvinización de la política argentina. Desde la tribuna de Patria Grande, Abelardo Ramos definió la coyuntura bélica del 82 como “uno de los grandes momentos de la emancipación americana”6. Ramos creyó ver en la guerra de Malvinas la demostración palmaria de que la Junta Militar renegaba del neoliberalismo lamebotas de Martínez de Hoz. Contra toda evidencia, asumió que las Fuerzas Armadas giraban a la izquierda, restaurando y liderando la alianza nac & pop que otrora supiera encarnar Perón. Ramos viajaría a Puerto Deseado junto a Ubaldini y Bittel para seguir de cerca las alternativas de la contienda.

El Partido Comunista (PC) fue más sobrio, pero no demasiado. El dirigente comunista Athos Fava, por ejemplo, caracterizó la Operación Rosario como “un acontecimiento histórico que dejará sus hondas huellas en la conciencia nacional e incidirá grandemente en el curso de la política interior y exterior del país”. Destacó la finalidad y legitimidad antiimperialistas de la guerra en curso, e hizo un llamamiento a la solidaridad internacional (léase: conseguir el apoyo de la Unión Soviética y sus países satélites). Como “las Fuerzas Armadas no pueden derrotar solas la agresión imperialista, obtener la paz justa y honrosa y combatir el enemigo dentro del país”, y como “los civiles solos, tampoco”, Fava sugería como solución un “gobierno de coalición cívico-militar”7 que incluyera al PC. La Junta Militar debía volverse –permítaseme la ironía– una Junta Grande.

El Partido Comunista Revolucionario (PCR), dada su filiación maoísta, desplegó un fervor patriótico superior al del PC, pero no tanto como el de la izquierda nacional. Concibió la coyuntura 82 en términos de doble contradicción: dictadura vs. pueblo, por un lado; e imperialismo vs. nación, por el otro. Pero concluyó que esta última contradicción se había vuelto la principal. Por lo tanto, la contradicción dictadura vs. pueblo se había tornado secundaria. Las especulaciones dialécticas a espaldas de los hechos, de los datos duros, se parecen al pensamiento mágico: todo lo que deseamos se vuelve realidad… Había que crear un frente nacional antiimperialista, incluyendo a las Fuerzas Armadas pero excluyendo –lógicamente– a Moscú y su pérfido «imperialismo rojo». Todo muy previsible. De manual.

Menos esperable fue la actitud del trotskismo, habida cuenta su tradición marcadamente clasista e internacionalista. Desde luego que no se sumaron a la embriaguez patriotera, pero sí al optimismo bélico anticolonial. Un optimismo que hacía la vista gorda ante el «detalle» de que, en Argentina, regía una dictadura militar que había conculcado a sangre y fuego todas las libertades públicas; mientras que en el Reino Unido existía una democracia parlamentaria que había reducido la realeza a funciones simbólicas y protocolares, y que respetaba –en general– los derechos civiles y políticos (libertad de expresión, libertad de asociación y reunión, derecho de protesta, derecho de sufragio, hábeas corpus, debido proceso, etc.). Tanto el morenismo (Partido Socialista de los Trabajadores, PST) como Política Obrera (PO), por ejemplo, agitaron la consigna de que el gobierno argentino debía complementar las acciones militares y diplomáticas con severas sanciones económicas que socavaran los intereses capitalistas británicos (por ej., bloqueo comercial y expropiación de activos a empresas inglesas), amén de aceptar o buscar la solidaridad internacional: URSS, Cuba, Perú, Nicaragua, Libia, etc. El presunto desenlace David-Goliat en Malvinas, además, tendría el beneficio de apuntalar las luchas antiimperialistas en otros lugares del mundo, como en Irlanda del Norte, donde el IRA combatía contra la misma potencia colonial que enfrentaba Argentina en el Atlántico Sur: Reino Unido. Ahora bien: dado que la Junta Militar, siendo tan burguesa y cipaya como era, no quería ni podía hacer nada semejante, la izquierda debía aprovechar esa limitación y debilidad. Al PST y PO les parecía primordial incentivar la movilización antiimperialista de masas y su radicalización, creyendo que era posible utilizar la guerra de Malvinas para crear un escenario de crisis, revolución y guerra civil que desbordara y derrocara a la dictadura, como pasó en Rusia con el zarismo durante la Primera Guerra Mundial.8 Pero sabemos que no hubo desborde ni derrocamiento, porque la de Malvinas no era una guerra de liberación nacional, ni nada que se le pareciera. Con el diario del lunes es fácil decirlo, aunque tampoco parecía tan difícil haberlo previsto en aquel momento, si no se hubiera renunciado al pensamiento crítico. Sirva este botón de muestra: Política Obrera demandó “armamento para los trabajadores”9, como si la Junta Militar fuera el gobierno republicano de Manuel Azaña en los prolegómenos de la guerra civil española, tras el alzamiento franquista. Cuando la izquierda confunde expresiones de deseo con diagnósticos de coyuntura, su pensamiento estratégico se pierde en la niebla.10

¿Montoneros? La guerra de Malvinas los sorprendió en el destierro, muy desarticulados. No fueron pocos los peronistas de izquierda que dieron su beneplácito a la Operación Rosario. Algunos se atrevieron a ir más lejos: se pusieron a disposición de las Fuerzas Armadas como soldados voluntarios, dejando de lado cualquier resquemor. Gregorio Levenson fue uno de ellos. Exiliado en Centroamérica, había perdido a su pareja y dos hijos en las garras del terrorismo de estado. Nada de eso hizo mella en su nacionalismo antiimperialista durante el otoño del 82. Desde Cuba, Firmenich ensalzó la cruzada malvinense como “un servicio a la causa de los pueblos del Tercer Mundo”11.

En México, donde la diáspora argentina de militantes e intelectuales de izquierda era muy nutrida, el Grupo de Discusión Socialista (Juan Carlos Portantiero, José Aricó, José Nun, etc.) asumió una postura medianamente más prudente y matizada: bregar por la “soberanía argentina en las Malvinas”, sin tratar de transigir en el reclamo de “soberanía popular en Argentina”12. En teoría, la oposición a la dictadura no quedaba en suspenso o en segundo plano, pero debía compartir la cartelera salomónicamente con el antiimperialismo, cuando ese antiimperialismo no era otra cosa más que una cáscara vacía, un flatus vocis: la guerra convencional y demagógica de una derecha castrense con serios problemas de legitimidad y gobernabilidad, que había hecho del terrorismo de estado y las recetas neoliberales de shock los pilares de su régimen despótico. Una derecha que, además, se rasgaba las vestiduras por el colonialismo político de viejo cuño en Malvinas (donde casi no había compatriotas), pero que se hacía la distraída con el imperialismo económico y cultural de las dos potencias anglosajonas dentro de Argentina (que afectaba a millones de compatriotas). El Grupo de Discusión Socialista, cuyos pronunciamientos tuvieron bastante eco en la izquierda argentina de entonces, no pudo resolver las aporías de su ambivalencia, y recibió duras críticas –muy merecidas a mi entender– de Carlos Brocato y León Rozitchner, como más abajo veremos.

Un argumento muy frecuente entre las agrupaciones marxistas era que Argentina –pontificaban– constituía un país capitalista semicolonial que no había completado sus tareas democrático-burguesas, y que, entre esas tareas pendientes conducentes a la liberación nacional –paso previo a la liberación socialista– la cuestión Malvinas ocupaba un lugar relevante. Hay varios errores fácticos e interpretativos en esta tesis. A diferencia de otros países del continente como la Cuba de Batista, otras Antillas y las repúblicas «bananeras» centroamericanas, Argentina nunca ha sido una semicolonia, más allá de ser una economía periférica, escasa o insuficientemente industrializada, y con múltiples problemas de dependencia (como la deuda externa y el oligopolio angloestadounidense en la industria frigorífica). Poner indistintamente la etiqueta de «semicolonia» a cualquier país capitalista con bajo PBI per cápita que no pertenece al selecto club del «Primer Mundo» (Norteamérica, Europa occidental, Japón y Australasia), resulta, cuanto menos, abusivo. Hay demasiadas diferencias de grado entre –por ej.– Haití y Brasil, como para medirlos con el mismo rasero: extensión geográfica, magnitud y variedad de recursos naturales, población, envergadura del mercado interno, desarrollo tecnológico y económico, PBI, capacidad militar y naval, etc. Para fines del siglo XIX, se puede decir que Argentina había concluido su transición al capitalismo, y con ella, la gran mayoría de las tareas democrático-burguesas, según la tradición leninista y trotskista: estado de derecho, Constitución, gobierno representativo, división de poderes, garantías a la propiedad privada, libertad de imprenta, ferrocarriles, telégrafo, Código Civil, Código Comercial, leyes laicas, libertad de empresa, formación de un mercado interno, inserción en la economía mundial, etc. No recuperó las Malvinas, pero ¿por qué habría eso de cambiar la ecuación sustancialmente? Como comenta con picardía el historiador marxista Hernán Harari: “En el camino, [Argentina] ha perdido y ganado territorio, como cualquier estado (Alemania y Francia mantienen una disputa con la región de Lorena y Alsacia y a nadie se le ocurre afirmar que no han completado sus tareas nacionales)”13. Esto en cuanto a la premisa mayor. Y en cuanto a la premisa menor, por razones que ya apuntamos o apuntaremos, resulta ridículo atribuirle tamaña importancia geoestratégica y económica a las Malvinas, como para considerarla una lucha crucial de la agenda antiimperialista argentina, que definitivamente debería tener otras prioridades. Alguna importancia tiene (o mejor dicho, la ha empezado a tener en estas últimas décadas, luego de la guerra), pero no hay que exagerarla.

En síntesis, las izquierdas argentinas tendieron a leer la guerra de Malvinas desde esquemas dogmáticos a priori, mecánicamente y haciendo malabares interpretativos. Ese apriorismo, ese esquematismo, ese dogmatismo, ese mecanicismo, fueron como un lecho de Procusto. De urgencia y por conveniencia, se hizo encajar la realidad en moldes ideológico-políticos preconcebidos, en lugar de utilizar la teoría con flexibilidad crítica para lograr comprender la realidad en su complejidad, con sus matices. Casi nadie se percató de que Malvinas era un caso de colonialismo anómalo, muy distinto al clásico de la India, el Congo, Argelia o Indochina. Casi nadie quiso detenerse a analizar el contexto político interno de la Argentina, ni a examinar las características específicas del proceso bélico en desarrollo. Las elucubraciones teóricas cerraban a la perfección, aunque dejando fuera a la realidad.

Con mayor cautela, Tarcus ha dicho:

“[…] Podría pensarse que quizás en abril de 1982 la izquierda argentina quedó atrapada entre una lógica estratégica belicista y nacionalista, por un lado, y una subjetividad antibelicista y antinacionalista, por otro. Porque si bien es entendible que la ‘izquierda nacional’ llamase eufóricamente, como lo hizo Ramos, a ‘malvinizar’ la política, no resulta tan claro en el resto del espectro de una izquierda forjada en el clasismo y el internacionalismo. Por su tradición, por su cultura, por su sensibilidad, las izquierdas clásicas son antibelicistas. Pero al mismo tiempo su política se nutre del pensamiento estratégico leninista, con su concepción de un mundo escindido en países imperialistas, semicoloniales y coloniales, en el que las izquierdas revolucionarias debían apoyar toda lucha de estos dos últimos contra los imperialistas.

[…] Mientras la sensibilidad y la experiencia de los militantes de izquierda bajo la dictadura los impulsaba a rechazar cualquier ‘causa nacional’ común con los militares genocidas, la estrategia política nacida con la Tercera Internacional los empujaba en sentido contrario: a apoyar en un sentido antiimperialista una guerra que habían iniciado los militares, creyendo que la movilización de masas dejaría a la dictadura en el camino”.14

Pero hubo honrosas excepciones, como anticipamos. Las hubo especialmente en el exilio. La Agrupación de Marxistas Argentinos de París y el Grupo de Exiliados de Barcelona, por caso, condenaron la aventura patriotera-belicista de Galtieri y compañía, denunciando su hipócrita antiimperialismo, su demagógico oportunismo y su escandalosa irresponsabilidad, propios de una dictadura en bancarrota que soñaba desesperadamente con ser un ave Fénix que renacería de sus cenizas reconquistando las islas Malvinas y los corazones argentinos. Desde Alemania, el socialista libertario Osvaldo Bayer no escatimó críticas filosas a la dictadura militar y al irredentismo malvinero, pero pecó de optimista a la hora de evaluar el fenómeno de la movilización popular en las calles argentinas a favor de la Operación Rosario. Sobredimensionó los abucheos y silbidos de la multitud reunida en plaza de Mayo contra Haig –el secretario de Estado de Reagan– y contra el propio Galtieri, sin tener en cuenta que podían ser los sectores militantes, no la mayoría autoconvocada.

Sin embargo, no todo fue color de rosa entre esas minoritarias voces discordantes que se alzaban desde el exilio. En algunos casos, el rechazo de la Operación Rosario conllevó pasiones tristes, resentimientos tan viscerales contra la dictadura argentina que no hubo forma de procesarlos con lucidez. ¿Qué ocurría entonces? Jensen comenta que se llegó al extremo de decir que era necesario ir a Inglaterra para enrolarse como voluntarios en la Task Force, o bien, enviar telegramas a la reina Isabel II pidiéndole que bombardee Buenos Aires. Seguramente se trataba solo de bravatas, exabruptos, butades, humoradas, sarcasmos. Pero, de todos modos, el fenómeno fue sintomático. A veces, el terrorismo de estado y el exilio político podían doler tanto, acarrear recuerdos y vivencias tan traumáticos, que no quedaba margen para la mesura del pensamiento crítico. Cuando eso sucedía, el activismo antidictadura se devoraba por completo la tradición antiimperialista, que hubiera podido ser honrada sin caer en el nacionalismo y el belicismo.

Quedan para el final las excepciones más notables. Dentro de Argentina, desde la clandestinidad, la agrupación socialista libertaria Emancipación Obrera distribuyó panfletos abiertamente contrarios a la cruzada malvinense, que amalgamaban el antimilitarismo con el antinacionalismo, dos tradiciones muy caras al anarquismo rioplatense desde sus orígenes a fines del siglo XIX (todo lo cual, por supuesto, no excluía el antiimperialismo). Por su parte, desde México, Adolfo Gilly tuvo la heterodoxa osadía de poner en tela de juicio que la guerra de Malvinas fuera anticolonial y antiimperialista, calificándola negativamente como una «guerra del capital», esto es, una guerra que no merecía ningún apoyo –ni siquiera táctico y crítico– de la clase obrera, los sindicatos y los partidos de izquierda. Gilly escribió un extenso artículo, sesudo y bien informado. Salió publicado en la revista mexicana Cuadernos Políticos, bajo el título “Las Malvinas, una guerra del capital”, pero no durante la guerra sino poco después, hacia marzo de 1983. Lo de «guerra del capital» puede sonarnos demasiado economicista, difícil de sostener con evidencias empíricas. Pero en realidad, Gilly no se refería a que la contienda haya sido promovida de modo directo, inmediato, por empresas capitalistas privadas o mixtas (nuestro país no tenía un complejo militar-industrial como Estados Unidos u otras potencias), sino al hecho de que la Operación Rosario fue la estratagema de un gobierno neoliberal en crisis para perpetuarse en el poder, y así poder proseguir con sus draconianas reformas neoliberales a favor de la gran burguesía agropecuaria y financiera. Estratagema sobredeterminada, a su vez, por el ideologema nacionalista burgués de la «Argentina Potencia» (la vieja creencia, enraizada en la tradición de la geopolítica positivista, según la cual nuestro país estaba llamado a convertirse en la mayor potencia de Sudamérica, o al menos igualar a Brasil, lo cual exigía imperiosamente una ampliación de su Lebensraum o «espacio vital»).

Otros dos intelectuales marxistas argentinos merecen una mención especial, no solo por su solitario coraje de parresiastas crítico-contradictores en medio del pandemonio malvinero, sino también por la lucidez excepcional de sus análisis y reflexiones, y la hondura de un humanismo ético no desquiciado por la hipertrofia del pensamiento estratégico de izquierdas: Carlos Brocato y León Rozitchner. Brocato, quien había permanecido en Argentina tras el golpe, escribió y publicó en caliente, de forma anónima, en la revista Nueva Presencia y también como folleto, un manifiesto llamado ¿La verdad o la mística nacional?, firmado por “un grupo de sociólogos”. Rozitchner, exiliado en Caracas, redactó el libro Las Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia. El punto ciego de la crítica política, que recién saldría a la luz en 1985, ya restaurada la democracia, cuando el pensador retornó a Buenos Aires.

En el comienzo de su ensayo, Brocato enfatizó: “…no nos sujetamos ni nos sujetaremos a las visiones ideológicas de las distintas corrientes y sus intereses; razonamos. E invitamos a otros argentinos a que también razonen; a que, independientemente de que tengan o no posiciones de partido, no acepten sustituir el razonamiento por los slogans doctrinarios, las fórmulas ideológicas, los caballitos de batalla. Que defiendan la verdad por encima de toda adhesión programática”. Algunas líneas más abajo, el ensayista porteño denunció el apoyo unánime de la sociedad argentina a la guerra: “Desde los más reaccionarios y patrioteros, pasando por las dos vertientes del nacional-populismo (radicales y peronistas) hasta las organizaciones de izquierda y las de extrema izquierda. Estas últimas, claro, utilizando el antiguo expediente caratulado como «apoyo crítico» (?). Los partidos tradicionales, a su vez, expresándolo «con reservas». Ninguno, absolutamente ninguno de los partidos del espectro político argentino, ha dicho no al despropósito de esta carnicería”15. Volveremos a citar y comentar este texto tan esclarecedor.

Rozitchner, por su parte, en el capítulo I de su obra, afirmaría: “De eso se trata: haber fantaseado lo real como para poder pensar desde el propio lugar subjetivo un desenlace que la realidad en su término contrarió de manera tan feroz; debe ser este el índice de que algo andaba mal en el cuerpo y en la cabeza del que piensa. Que en ese lugar personal y subjetivo desde el cual se dictaba la lección de verdad objetiva y patriotismo a los demás, algo fallaba: que permanecía habitado aún, como persona, por una contradicción y un acuerdo no resuelto. Que estaba dominado aún por la fantasía y la ilusión”. Pero el filósofo marxista fue más al hueso en su cavilación crítica: “El modo de enfrentar la guerra de las Malvinas puso de relieve una vez más la crisis en la que se halla un modo de pensar la política y la historia: aquel que se regula sólo por las condiciones estratégicas, económico-políticas, alejadas de la puesta en juego –y en duda– de la subjetividad y de lo imaginario, que en nada contribuirían, según se cree, a dar sentido más cierto a nuestra inserción en cada acontecimiento: como si no fuesen constitutivos de la realidad real”16. No es preciso aquí decir nada más sobre Rozitchner. En el capítulo siguiente, Ariel Pennisi indaga en profundidad su pensamiento filosófico.

Siendo antiimperialistas, ni Brocato ni Rozitchner –tampoco Gilly– cometieron el error de dar apoyo moral y/o táctico a la Operación Rosario. No tuvieron miedo a las chicanas, a los sambenitos: «derrotistas», «cipayos», «apátridas», etc. Además, su intransigente postura antidictatorial no estuvo disociada del anticapitalismo. A diferencia del trotskismo, Brocato, Rozitchner y Gilly evitaron la falsa analogía de considerar el conflicto de Malvinas como un fenómeno más o menos afín a las guerras de liberación nacional. Tenían razón: las islas no contenían población connacional irredenta. Eran solo un enclave colonial, igual que otros microdominios insulares británicos de ultramar como Bermudas o Gibraltar. Por otro lado, no hubo guerra total en el continente, ni siquiera en la Patagonia austral, región periférica de la Argentina. Una guerra de carácter estrictamente convencional, desarrollada a tanta distancia de donde se concentraban la población civil y la actividad económica de nuestro país, no podía generar jamás una espiral bélico-política de liberación nacional, estilo Vietnam. En ese sentido, Brocato, Rozitchner y Gilly tenían claro que no había en Malvinas ninguna caja de Pandora revolucionaria para abrir. No olvidaron la preceptiva gramsciana del pesimismo de la inteligencia (realismo en el diagnóstico).

Para finalizar este parágrafo, podemos plantearnos el siguiente interrogante contrafáctico: ¿qué hubiera pasado si las izquierdas argentinas hubieran adoptado una posición antibelicista respecto a la cuestión Malvinas en el otoño de 1982, en la línea de Brocato, Rozichner y Gilly? A corto plazo, hubieran pagado un costo político enorme, habida cuenta el éxito apabullante de masas que cosechaba la Junta Militar con su demagogia nacionalista, irredentista, antiimperialista, guerrerista y triunfalista. Un costo probablemente similar al que tuvieron que pagar en 1945-1946 cuando se convirtieron en furgón de cola de la derecha gorila y su coalición, la Unión Democrática, estrategia que les granjeó un odio pertinaz de la inmensa mayoría del proletariado, su base social, en francas vías de peronización. Pero a largo plazo, inclusive a mediano plazo, la situación se hubiera invertido totalmente, pues la guerra fue muy breve (menos de tres meses) y desastrosa (derrota y rendición con muchas pérdidas humanas y materiales, gran retroceso diplomático en la cuestión Malvinas y aislamiento internacional por la condena de la ONU a la Operación Rosario y su exigencia de evacuar las tropas de las islas), volviéndose impopular.

Para la Junta Militar, la cruzada malvinera fue como un accidente fatal de búmeran: el arma arrojadiza no dio en el blanco de la presa, y, cuando volvió con fuerza, impactó y dejó malherido al torpe cazador que lo había arrojado, llevándolo a la muerte poco después. Había que capear el temporal patriotero con paciencia, pensamiento crítico y coherencia política, y luego recoger los frutos maduros. Pero no: la izquierda argentina optó por seguir al rebaño y su pastor, desaprovechando una oportunidad histórica, no seguramente para desatar y liderar una revolución (eso sería exagerado), pero sí para ganar prestigio moral y popularidad de cara al futuro, en esa trabajosa guerra de posiciones con que Antonio Gramsci pensaba la lucha de clases y la arena política en los países capitalistas donde la sofisticada hegemonía cultural de la burguesía hacía imposible, para él, una guerra relámpago orientada –como la de los bolcheviques en Rusia– a la toma del poder, opinión que comparto.

El historiador marxista Fabián Harari, que integra el grupo Razón y Revolución junto a Eduardo Sartelli, es del mismo parecer: “La oposición a la invasión y a la guerra hubiera puesto a la izquierda en un sitio ciertamente impopular, pero solo hasta el 15 de junio”, cuando se supo que Argentina había capitulado. “Luego de esa fecha, hubiese cosechado importantes adhesiones y una autoridad política que no podía exhibir ninguno de los integrantes de la Multipartidaria”. Y algo más importante, a largo plazo: “hubiese comenzado a educar a los trabajadores en el rechazo al nacionalismo, ideología por la cual la burguesía logra soldar sus alianzas con la clase obrera”17.


Lefts & Falklands

En Reino Unido, al estallar la guerra de Malvinas, el Partido Laborista era la principal fuerza de oposición al gobierno conservador de Thatcher.18 No se trataba de una izquierda radical, anticapitalista, revolucionaria. Era una organización de centroizquierda, reformista y de masas, similar a los partidos socialistas o socialdemócratas de la Europa continental, con los cuales integraba la Internacional Socialista. Como estos, se había ido aburguesando con el paso del tiempo, perdiendo su progresismo original. A lo largo del siglo pasado, el laborismo británico fue gobierno en varias ocasiones, sobre todo con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, la edad dorada del estado de bienestar dentro del bloque capitalista. El laborismo fue el gran artífice del Welfare State en Gran Bretaña, con sus políticas económicas keynesianas y su ampliación de derechos sociales a favor de la clase trabajadora, siempre en el marco del status quo capitalista. En materia de política exterior, su progresismo fue mucho más difuso, por su sinuosa o timorata posición con respecto a los procesos de descolonización en la Commonwealth. No obstante, en comparación con los conservadores y liberales, los laboristas fueron, en general, menos reacios a aceptar la independencia de las colonias de ultramar, sobre todo cuando se daban cuenta que era inevitable.19

Las últimas veces que el Partido Laborista había gobernado fueron 1964-1970 y 1974-1979, con un interregno conservador. En la segunda mitad de la década del 60, la cancillería laborista entró en tratativas diplomáticas con Argentina por la cuestión Malvinas, con un nivel de apertura inédita hasta ese momento, como luego veremos. El laborismo parecía dispuesto a devolver las islas o, al menos, a evaluar muy seriamente esa posibilidad. Sus mayores reservas no tenían que ver con motivos principistas de geopolítica, sino con consideraciones tácticas de política interna. Concretamente, el temor a pagar un costo político demasiado alto por una decisión que muchos –incluso obreros votantes del laborismo– podrían considerar entreguista o antibritánica. Poco y nada se sabía de las remotas y minúsculas Falklands en la metrópoli, pero los opositores tories y whigs podían encargarse de revertir rápidamente eso con una astuta campaña demagógica que explotara las pasiones jingoístas de las élites y las masas, siempre latentes en la sociedad civil. El paréntesis conservador de 1970-1974 empantanó las negociaciones, y el gobierno laborista del 74-79 (con otro contexto interno y externo) prefirió adoptar una actitud más cauta.

Al estallar la guerra de Malvinas en 1982, la oposición laborista a Thatcher adoptó una postura antiargentina. El éxito arrollador de la demagogia patriotera implementada por el gobierno conservador hizo que los laboristas optaran por subirse al carro de la Operation Corporate, para no quedar aislados ni perder votos en las próximas elecciones generales, que no estaban muy lejos. Plantearon matices de diferenciación aquí y allá, pero, en lo esencial, apoyaron la guerra. Hablaron de la necesidad de ser prudentes y evitar una escalada bélica por revanchismo, de restringir la respuesta militar a lo estrictamente indispensable, de no caer en las garras del chovinismo (argentino o británico), de reflotar urgente el diálogo diplomático con Buenos Aires para acordar la paz, de ser más respetuosos con la Asamblea General de la ONU (por ej., acatar su exhortación de alto el fuego, aceptar el ofrecimiento de mediación de su secretario general y no usar el poder de veto)… Hablaron también de la importancia de proteger a los Falklanders sin ningunear sus deseos ni –eventualmente– su derecho a la autodeterminación… Todas estas consignas suponían, explícita o implícitamente, tiros por elevación a la Dama de Hierro. Por otro lado, el laborismo se caracterizó por un fuerte énfasis en denunciar lo que ocurría internamente en Argentina: dictadura militar, terrorismo de estado, violaciones masivas de los derechos humanos… Los laboristas argumentaban que, mientras el país sudamericano no desocupara las islas ni restableciera la democracia, sus reclamos de soberanía se verían deslegitimados a nivel internacional. Hechas todas estas matizaciones, reafirmamos que, en lo sustancial, el laborismo británico secundó la reacción guerrerista de Thatcher, sin indagar demasiado en las razones históricas del reclamo argentino, y omitiendo o minimizando con superficialidad acrítica las denuncias por colonialismo.

No está de más recordar que poco antes de la guerra, en 1981, se había producido una escisión en el Partido Laborista, que dio origen al Partido Socialdemócrata del Reino Unido. Se trató de un cisma de minoría, por derecha. Hablamos de un grupo de laboristas extremadamente moderados, con posiciones más centristas que centroizquierdistas. Su postura frente al thatcherismo osciló entre el apoyo crítico y la oposición tibia. Facilitó el quórum parlamentario –con votos, abstenciones o faltazos– a algunas reformas neoliberales de la Dama de Hierro muy impopulares, como la sindical. En cuanto a la guerra de Malvinas, su posición belicista fue difícil de distinguir del oficialismo conservador. Señalemos, al pasar, que la escisión de los socialdemócratas le escamoteó al laborismo muchos votos en los comicios posbélicos del 83, contribuyendo –y no poco– a su derrota frente al thatcherismo. Ambas fuerzas cosecharon prácticamente la misma cantidad de sufragios (el laborismo, un 27,6%; la socialdemocracia, un 25,4%).

En la Internacional Socialista no hubo consenso sobre la cuestión Malvinas. Grosso modo, pude decirse que los laboristas británicos fueron apoyados por sus pares europeos, mientras que los socialistas argentinos obtuvieron el respaldo de sus compañeros latinoamericanos, en lo que parecía ser un eco de las tensiones centro-periferia y norte-sur. Hubo excepciones, sin embargo. Las delegaciones de Italia, España e Irlanda apoyaron a la Argentina. La primera, por sus vínculos de amistad forjados en tiempos de la gran migración transoceánica; la segunda, por sus comunes raíces culturales y el litigio de Gibraltar; la tercera, por el problema candente del Ulster. La Internacional Socialista se limitó a adoptar una posición de aparente equidistancia y suma cautela: exhortaciones genéricas al diálogo, a la paz, a respetar las disposiciones de la ONU, etc. Evitó meterse en el barro de la discusión, aunque su Comité para América Latina y el Caribe, liderado por el dominicano José Peña Gómez, la puso en un brete al lanzar un comunicado de apoyo a la Argentina.20

Un aspecto que, sintomáticamente, el laborismo británico parecía tener poco en cuenta –y la izquierda argentina lamentablemente nada– es el siguiente: hacia 1982, la cuarta parte de las granjas existentes en Malvinas, y casi la mitad de las tierras, pertenecían a terratenientes absentistas y parasitarios, landlords que vivían en Gran Bretaña, que arrendaban sus propiedades a los pequeños ganaderos Falklanders sin contemplaciones filantrópicas en el precio, y que rara vez pisaban las islas. Los laboristas poco y nada habían hecho, ni como gobierno ni como bancada parlamentaria, para solucionar el viejo problema estructural del latifundismo en Malvinas con una reforma agraria. Problema que siempre había sido un lastre, desde que inmigraron las primeras familias de pastores escoceses y galeses en el siglo XIX a unas islas controladas de facto por la Falkland Islands Company. La FIC llegó a acaparar una inmensa cantidad de tierras de pastoreo, y a dominar el mercado de exportación a través de su virtual monopsonio en la comercialización de lanas ovinas, junto a otros negocios anexos donde tenía empresas subsidiarias: servicios portuarios, transporte marítimo, pesquería, importación y reventa de manufacturas inglesas en tiendas de raya usurarias, explotación de hidrocarburos, hotelería, etc. Estos datos sirven bastante para entender la fría relación de la comunidad isleña con la metrópoli antes de la guerra.

Una digresión: el pulpo capitalista de la FIC, que tenía su casa matriz en Inglaterra, se convirtió en un todopoderoso lobby, un grupo de presión con fuerte presencia en el gobierno local y con línea directa al Foreign Office, que mucho influyó en la política británica respecto a las islas, y que contribuyó bastante a empantanar las negociaciones Londres-Buenos Aires en los 60 y 70. La FIC temía –con razón– que la devolución de las Malvinas a la Argentina, o su independencia, afectaran sus derechos de propiedad y su posición dominante en la exportación de lanas. Todavía era muy influyente en 1982. Luego de la guerra de Malvinas, comenzó a declinar debido al mayor interés y esmero metropolitanos en promover el bienestar de los isleños con diversas políticas económicas y sociales, entre ellas, una moderada reforma agraria.21 Para la década del 90, su riqueza y poder habían menguado bastante, pero no desaparecido. La FIC sigue existiendo al día de hoy.

Lo cierto es que las izquierdas de Gran Bretaña y Argentina fijaron sus respectivas posiciones sobre la cuestión Malvinas sin tener en cuenta a la FIC, ni la estructura de clases existente en las islas. Es una pena que haya ocurrido eso. Ambas cuestiones ameritaban ser incluidas en la ecuación, tanto en términos de diagnóstico como en términos de estrategia y propaganda.

Retomemos nuestro hilo conductor: la guerra de Malvinas y las izquierdas británicas. Lo dicho sobre el laborismo debe ser matizado. Dentro de este aburguesado partido de masas existía, desde mediados de la década del 60, un ala marxista revolucionaria: Militant Tendency, así llamada por su órgano de prensa, el semanario The Militant. Era de filiación trotskista y había integrado la IV Internacional en 1964-1965. Ted Grant era su líder, quien había persuadido a sus camaradas de la Liga Socialista Revolucionaria de la necesidad de disolverse como partido y practicar la táctica del entrismo con el laborismo, de modo similar a morenismo en Argentina (con el peronismo). Para inicios de los 80, Militant había alcanzado un crecimiento respetable, sobre todo en el movimiento estudiantil laborista (llegó a dirigir las Juventudes Socialistas) y los distritos proletarios más castigados y soliviantados por el neoliberalismo de Thatcher, como las comarcas mineras y el puerto de Liverpool, donde ganó varias alcaldías en elecciones. Así y todo, no obstante sus miles de activistas a lo largo y a lo ancho de Gran Bretaña, nunca dejó de ser una fracción minoritaria del Partido Laborista, incapaz de modificar las orientaciones políticas de esta gigantesca organización, que más de una vez la castigó con la expulsión.

Militant adoptó una posición valiente y bastante lúcida en relación a Malvinas. Condenó la guerra como un conflicto mezquino y criminal entre dos países capitalistas gobernados por la derecha y subordinados al Tío Sam, repudió por igual la Operación Rosario y la Operation Corporate como demagogia patriotera y distraccionista de gobiernos antiobreros en apuros, denunció la dictadura y el terrorismo de estado en Argentina, denunció las pretensiones imperialistas del Reino Unido sobre las islas, y llamó a los proletariados de Argentina y Gran Bretaña a luchar mancomunadamente contra el capitalismo y sus personeros políticos (Galtieri y Thatcher) en nombre del socialismo revolucionario y el internacionalismo proletario. Por desgracia, la sensata prédica de Militant no fue escuchada, ni por el laborismo británico –que le hizo el juego al jingoísmo de la Dama de Hierro– ni por las izquierdas argentinas –que fueron funcionales al irredentismo fascistoide de la Junta. Lo peor de todo fue que muchos trotskistas argentinos (Jorge Altamira, por ej.) lanzarían contra sus camaradas de Militant la chicana irresponsable de «colonialistas» e «imperialistas», aunque con el paso de los años, ganando serenidad y perspectiva histórica, morigeraron un poco su incomprensión y hostilidad.

En relación a esta absurda y perniciosa polémica, convendría citar in extenso un artículo de Grant publicado en mayo de 1982, en medio de la guerra. Quien lo lea sin anteojeras dogmáticas, se dará cuenta que Militant estuvo lejos de ser colonialista o imperialista durante el conflicto del Atlántico Sur, aunque eso después afirmaran con malicia muchos marxistas argentinos.

“En Argentina, el papel de los marxistas debe consistir en una oposición hábil a la guerra. Los marxistas argentinos desenmascararán las inconsistencias de la Junta señalando la situación catastrófica de la economía causada por la casta militar. Momentáneamente, la Junta ha logrado desviar a las masas argentinas en líneas nacionalistas. Pero los marxistas demostrarán la incapacidad de la casta militar para llevar a cabo una guerra revolucionaria, sin la cual la victoria argentina sobre Inglaterra, que todavía es una potencia imperialista relativamente poderosa, está prácticamente descartada. ¿Por qué la Junta no se emplea a fondo para ganar la guerra? Los capitalistas argentinos, en cuyos intereses se basa la Junta, están vinculados al capital financiero norteamericano y británico. Los marxistas argentinos exigirán la expropiación de todo el capital extranjero, empezando con las inversiones británicas.

Exigirán la devolución de Argentina a los argentinos: es decir, la expropiación del capital industrial y agrícola. Desenmascararán los privilegios y la incompetencia de los altos mandos, corruptos y putrefactos, amén de su incompetencia militar. Sin la verdadera planificación de la industria, un racionamiento justo, y una distribución equitativa de los productos a todo el mundo, sería imposible proseguir eficazmente la guerra. Los marxistas criticarán los propósitos totalmente egoístas de la Junta y la burguesía argentina, cuya intención, en caso de poder mantener el control de las Malvinas, sería ganar beneficios fabulosos, en calidad de socio de segunda categoría del imperialismo norteamericano, en detrimento de los intereses de la clase obrera. Los marxistas explicarán cómo la victoria sobre el poderoso imperialismo británico no puede ser obtenida con métodos militares, y mucho menos bajo dirección de la Junta totalitaria, sino solamente con métodos sociales y políticos. El derrocamiento de la Junta por parte de los obreros y el establecimiento de una Argentina socialista, sería el arma más potente en la lucha contra el imperialismo en su conjunto y, de modo particular, contra los imperialismos británico y estadounidense. La clase obrera argentina entonces podrá proponer el establecimiento de una Federación Socialista de Argentina y las Malvinas, con una Inglaterra socialista. Entonces, un gobierno socialista de Argentina explicaría cómo el problema de las Malvinas estuvo totalmente exagerado durante generaciones por la burguesía argentina para sus propios fines. Harían un llamamiento a todos los trabajadores de América Latina para derrumbar el sistema económico del capitalismo y el imperialismo, para derrocar a sus propias juntas y preparar el camino para el establecimiento de una Federación Socialista de América Latina.

Los propósitos de la Junta no pueden ser los propósitos de la clase obrera, sea en la política interior, sea respecto de la política exterior. Para los capitalistas, la guerra será rentable. Para los obreros y soldados la guerra significará sufrimientos y muertes. En el transcurso de la guerra, si esta se prolongase, las ideas marxistas de esta índole conseguirían un enorme apoyo en Argentina y en toda América Latina. El derrocamiento de la Junta significaría el inicio de la revolución socialista argentina, si bien en sus comienzos tendería de forma distorsionada hacia el peronismo, debido a la ausencia de una dirección marxista”.22

Otro importante dirigente de Militant era Alan Woods, a quien ya citamos en dos ocasiones. Este notable intelectual y activista trotskista oriundo del sur minero de Gales, histórico bastión del proletariado británico, se entreveraría en un áspero debate con el político argentino Luis Oviedo del PO, allá por enero de 2004. Los polemistas intercambiaron varios artículos. Uno de los textos de Woods, “Las Malvinas: el socialismo, la guerra y la cuestión nacional”, sería publicado más tarde (2012) en nuestro país por Razón y Revolución, dentro del libro La izquierda y la guerra de Malvinas, ya referenciado en varias notas al pie de página. ¿Qué nos dice Woods? Por ejemplo, que

“La actitud de los marxistas hacia la guerra está determinada por las circunstancias concretas. No la determinan consideraciones superficiales como “quién atacó primero” y otras cosas por el estilo. Lo determinante es qué clases [sociales] hacen la guerra, por qué objetivos específicos y en los intereses de quién. Para elaborar una posición con relación a un conflicto determinado, es necesario atravesar la demagogia y las mentiras patrióticas que siempre lanza la clase dominante de ambos lados, y desenmascarar los verdaderos motivos que provocan la guerra. Además, es necesario defender una posición de clase de una forma hábil para que podamos encontrar un eco entre las masas.

[…] El envío del grupo de operaciones del Atlántico Sur fue una acción imperialista por parte de Gran Bretaña y así lo denunciamos. Pero la intención no era invadir, conquistar o esclavizar a Argentina. Es una completa equivocación compararlo con Iraq.

[…] Planteamos la cuestión de los derechos de los isleños como uno de los elementos de la ecuación (no necesariamente el más importante).

La clase obrera británica no tiene ningún interés en mantener sobre ellas el control británico. Nuestro principal deber era luchar contra nuestra propia burguesía, oponernos a la política reaccionaria del gobierno Thatcher. En ningún momento, directa o indirectamente, apoyamos la guerra. Aún hay más: si cualquier marxista británico hubiera apoyado esta guerra hubiera sido considerado una traición.

[…] Somos perfectamente conscientes de que los imperialistas siempre utilizan a los pequeños pueblos para sus propios objetivos reaccionarios

[…] La cuestión de los «kelpers» de ninguna forma afectó nuestro análisis de la guerra como una guerra imperialista por parte de Gran Bretaña.

[…] Es verdad que la Junta era un régimen monstruoso. Pero la clase dominante británica estaba a favor de este régimen. Eran los mejores amigos hasta la invasión, hasta que Thatcher y compañía de repente «descubrieron» que era una dictadura fascista que torturaba y asesinaba a la gente. No podemos tener ninguna confianza en los tories y la clase dominante. A los dirigentes laboristas les dijimos: romped el frente único con los tories. Exigimos elecciones generales y defendimos la consigna: un gobierno laborista con un programa socialista.

A los trabajadores británicos les dijimos: sí, la Junta también es nuestro enemigo. Pero los imperialistas británicos no pueden defender en ninguna parte los intereses de la clase obrera. La clase obrera debe tomar el poder en sus manos y entonces estará en posición de hacer una guerra revolucionaria contra la Junta. Haremos un llamamiento a nuestros hermanos y hermanas de Argentina para que se levanten contra la dictadura y los ayudaremos. Además, propondremos una federación socialista de Gran Bretaña y Argentina que una a los dos pueblos. Entonces, la cuestión de las Malvinas se puede resolver de forma amistosa sobre bases libres y voluntarias.

[…] En cuanto a los habitantes de las islas, todo lo que podemos decir es que deberían tener el derecho a decidir libremente en qué Estado desean vivir”.23

Todo lo que argumenta Woods me parece correcto, con excepción de un punto: la autodeterminación de la comunidad isleña. Se trata de población británica trasplantada, de un enclave colonial en territorio usurpado violentamente a otro país por una potencia imperial. Se trata, además, de una comunidad ínfima, con un 30% de personal militar flotante, sin especificidad étnica o cultural suficientes como para considerarla un pueblo o una nación.

Como todos los derechos humanos –salvo el de libertad de pensamiento– la autodeterminación nacional no es absoluta, sino relativa. Tiene límites. Precisarlos es harto difícil y antipático, pero necesario. Por ejemplo, ¿tenemos derecho a circular libremente en automóvil? Sí, por supuesto. Pero respetando las normas de tránsito, para no matar ni herir a nadie: semáforos, velocidad máxima, etc. Mi derecho a la libertad de circulación se ve limitado por el derecho a la vida o integridad física de mis semejantes. Pues bien: con la autodeterminación nacional debería suceder algo parecido. De lo contrario, cualquier potencia imperialista podría fomentar la emigración hacia el territorio de otro país más débil, antes o después de su ocupación militar, y luego estaría en condiciones de anexionarlo o de legitimar su anexión, sin más expediente que el apoyo plebiscitario de la población connacional allí radicada (hay varios ejemplos históricos de eso, como las repúblicas separatistas de Texas y Acre, apadrinadas por Estados Unidos y Brasil, y escindidas manu militari de México y Bolivia, respectivamente). Busquemos un caso más contemporáneo: Israel y Palestina. La derecha sionista ha promovido la colonización acelerada en Cisjordania y Gaza con familias judías –israelíes nativas o inmigrantes nacionalizadas– a sabiendas de que son áreas en litigio con población árabe preexistente, como una estrategia para consolidar su soberanía y/o posesión.

Desde tiempos muy antiguos, numerosos imperios han practicado la política de trasplantar poblaciones a territorios recientemente conquistados para afianzar la dominación mediante la colonización agraria o urbana, procurando que los colonos trasladados sean de un grupo étnico distinto –y geográficamente lejano– al de las comunidades locales sometidas, por razones de seguridad. Lo hicieron los asirios en el Cercano Oriente, y también los incas en los Andes, por citar solo dos ejemplos. Argentina lo llevó a cabo en las fronteras pampeana-patagónica y chaqueña a fines del siglo XIX, fomentando la inmigración gringa en desmedro de los pueblos originarios, igual que Chile en la Araucanía y EE.UU. en el Lejano Oeste. Y lo hizo, asimismo, desde luego, el imperio británico en muchas de sus colonias, incluyendo Malvinas, donde, luego de expulsados los soldados argentinos de la guarnición en 1833, tendió con el tiempo a ir reemplazando gradualmente a los gauchos pampeanos por inmigrantes escoceses y galeses, un poco por sus mayores aptitudes pastoriles para la cría de ovejas (muy distinta a la de las vacas), pero otro poco en vistas a consolidar el dominio colonial sobre las islas con la lealtad de los súbditos de Su Majestad.

Resulta problemático concebir la autodeterminación nacional como un derecho discrecional fraccionable al infinito: países cada vez más pequeños, atomizados, sin ninguna singularidad cultural relevante. En un futuro, si consumada la revolución socialista dejaran de existir los estados y el mundo fuera una federación de comunas libres (utopía que me seduce), sería posible y deseable elevar el derecho de autodeterminación de los pueblos a grados mucho mayores. Pero en este mundo capitalista signado por enormes asimetrías de riqueza y poder entre los países, azotado por el imperialismo y las guerras, una concepción abstracta e ilimitada del derecho de autodeterminación constituye un desatino peligroso, que beneficia a las grandes potencias y perjudica a las naciones débiles. Dicho blanco sobre negro, una cosa fue la independencia de la India hacia 1947, un subcontinente con una milenaria civilización sui generis a nivel etnolingüístico y cultural, y con una población total de casi 400 millones, donde la minoría británica estaba por debajo del 0,1%; y otra cosa muy distinta sería la independencia de Malvinas, donde vive una comunidad colonial pueblerina de origen europeo trasplantada en la segunda mitad del siglo XIX, con poco más de 4 mil personas totalmente consustanciadas con la britaneidad, de las cuales prácticamente un tercio es personal militar flotante procedente del Reino Unido, que, cumplido su servicio, retorna a la metrópoli. El ejemplo que acabo de dar es extremo, pero útil en términos didácticos para demostrar que la autodeterminación de los pueblos no puede ser un vale todo que se cultive olímpicamente, haciendo alegre abstracción de circunstancias geográficas, histórico-culturales, jurídicas y geopolíticas.

He aquí el problema ético-político de la posición extremadamente pro-Falklanders de Militant Tendency, el ala revolucionaria del laborismo británico. Decir o sugerir que Militant era imperialista, colonialista, como hizo el PO, es falso e injusto. Una chicana. Pero sí corresponde decir –y en esto Oviedo tenía algo de razón– que Militant sobredimensionó la cuestión «Kelpers». Y al hacer eso, sin proponérselo, sin ser consciente, fijó una posición insuficientemente antiimperialista respecto a la cuestión Malvinas, que desnuda cierto eurocentrismo –o anglocentrismo– propenso a las abstracciones esquemáticas, descontextualizadas y ahistóricas. Pero también es un error el extremo opuesto: ningunear a la población isleña y sus derechos desde la ignorancia, el odio o el desdén, como en general ha hecho la izquierda argentina, que siempre se ha resistido a examinar con profundidad, calma y ecuanimidad la dimensión humana local que tiene indefectiblemente el conflicto angloargentino del Atlántico Sur.

Para finalizar este apartado, mencionemos que, en general, los grupos más pequeños de la izquierda extraparlamentaria y revolucionaria británica –y europea en general– adoptaron una posición sobre Malvinas análoga a la de Militant Tendency,24 con similares luces y una misma sombra: antibelicismo, antidictadura, antiimperialismo, anticapitalismo e internacionalismo proletario, pero con cierta cuota de eurocentrismo –o anglocentrismo– un tanto abstracto y ahistórico en la cuestión «Kelpers». Esto vale también, según parece, para la intelectualidad radical de la New Left.

Dos prominentes historiadores marxistas británicos escribieron sobre la guerra de Malvinas. Edward P. Thompson, autor del clásico La formación de la clase obrera en Inglaterra (1963), sostuvo: “La guerra de las Falklands no es sobre los habitantes de las islas. Es sobre «no perder la cara». Es sobre política interna. Es sobre lo que sucede cuando uno le tuerce la cola a un león”. Representaba para él “un momento de atavismo imperial, mezclado con las nostalgias de quienes hoy llegan al final de su edad madura”25. Eric Hobsbawm fue de la misma opinión: “esa guerra tiene, en verdad, muy poco que ver con las Malvinas. Difícilmente alguien sabía algo de las Malvinas” antes de 1982. “En la izquierda, siempre habíamos predicado que la pérdida del Imperio y la declinación general llevarían a alguna reacción dramática más temprano o más tarde en la política británica. No habíamos previsto esta reacción en particular, pero no hay dudas de que esta fue una reacción a la decadencia del Imperio Británico tal y como había sido predicha durante tanto tiempo”. Es por esa razón que, a nivel social, “tuvo tan amplio respaldo. En sí misma, no fue mero patrioterismo. Pero, aunque este sentimiento de humillación nacional fue más allá del simple patrioterismo, fue fácilmente capturada por la derecha y controlado por lo que creo fue, políticamente, una muy brillante operación de Mrs. Thatcher y los thatcherianos”. Para Hobsbawm, la Operation Corporate no pudo revertir el declive imperial de Gran Bretaña ulterior a la Segunda Guerra Mundial: “La guerra fue puramente simbólica, no probó nada de esto. Pero aquí pueden ver la combinación de alguien capturando ciertas vibraciones populares y volviéndolas hacia la derecha (vacilo, pero apenas, en decir hacia el semifascismo)”. Para la Dama de Hierro “ni los costos ni los objetivos importaban, menos que todo, por supuesto, las Malvinas, excepto como prueba simbólica de la virilidad británica”26.

En relación a la Argentina, Hobsbawm dijo muy poco. Su interés mayor lo depositó en el lado británico del conflicto: “Dado que el gobierno y todo el mundo carecían de interés en las Malvinas, el hecho de que fueran de urgente interés en la Argentina, y hasta cierto punto en América Latina como un todo, fue pasado por alto. Estaban muy lejos, en verdad, de ser insignificantes para los argentinos. Eran un símbolo del nacionalismo argentino, especialmente desde Perón. Nosotros podíamos posponer el problema de las Malvinas para siempre, o creíamos que podíamos, pero no los argentinos”. Pero acto seguido, aclara: “ahora bien, no estoy emitiendo un juicio sobre la validez de la reivindicación argentina. Como muchas reivindicaciones nacionalistas similares, no resiste demasiada investigación”. Con bastante ligereza y desconocimiento, el historiador inglés acota: “Está basada esencialmente en lo que uno podría llamar «geografía de escuela secundaria» –todo aquello que pertenece a la plataforma continental debería pertenecer al país más cercano–, pese al hecho de que ningún argentino ha vivido allí”, lo cual sabemos que es históricamente falso. Sin embargo, Hobsbawm admite con honestidad: “estamos obligados a decir que la reivindicación argentina es casi con certeza más fuerte que la británica y ha sido considerada como tal internacionalmente. Los norteamericanos, por ejemplo, nunca aceptaron la reivindicación británica, cuya justificación oficial cambió con el paso del tiempo”27. En relación a la población isleña y la cuestión de la autodeterminación nacional, Hobsbawm nada dice, como tampoco nada dice acerca de la política interna de la Argentina. Se limita a explicar la guerra de Malvinas como el resultado de un error de cálculo argentino que fue hábil e intensamente explotado por el thatcherismo para hacer demagogia jingoísta, montando un simulacro de renacimiento imperial sin ningún correlato en la realidad objetiva, donde Reino Unido siguió siendo un actor secundario de la guerra fría subordinado a Estados Unidos.


Dialogando con Brocato

Quisiera concluir este capítulo entablando un diálogo con Carlos Brocato y su manifiesto ¿La verdad o la mística nacional?, ya presentado y citado páginas atrás. En este iluminador escrito, contemporáneo a la guerra, el autor plantea tres falacias de mistificación nacionalista en la causa Malvinas. Vale la pena que las repasemos.

La primera de ellas es el quid pro quo soberanía nacional/integridad territorial. Dice Brocato: “Desde luego que si una potencia extraña usurpa un espacio de nuestro territorio, en ese espacio no se podrá ejercer la soberanía nacional. Pero esto es una consecuencia, y los dos conceptos, aunque relacionados siguen siendo diferentes y nada autoriza a hacer de ellos uno solo e indistinto”. A lo que acota: “Porque la sustancia de la soberanía nacional no es la preservación de la integridad territorial sino el ejercicio del poder por el pueblo. Esta es la esencia del concepto «soberanía nacional». La soberanía nacional no se define sino secundaria y agregadamente desde el punto de vista nacionalista; su definición exacta y esencial emerge desde el punto de vista democrático”28. Indudablemente, la Operación Rosario significó la recuperación –efímera– de las Malvinas en términos de integridad territorial, pero no de soberanía nacional, en sentido estricto. A partir del 2 de abril de 1982, y por el lapso de algunas semanas, el estado argentino volvió a tener posesión efectiva sobre las islas, que dejaron de ser irredentas. Pero no era correcto, para Brocato, hablar de recuperación en términos de soberanía nacional, porque en Argentina había una dictadura. No gobernaban representantes del pueblo, de la nación. Gobernaban militares golpistas que habían clausurado el Congreso y suspendido la Constitución, entre otros atropellos a las libertades públicas y los derechos humanos. ¿Cómo podía entonces hablarse de soberanía nacional sin democracia? Ni en las Malvinas, ni en ningún otro rincón de la República Argentina, podía haber soberanía nacional si la nación, si el pueblo, no ejercía la soberanía.29

Luego de aclarar que la guerra de Malvinas tenía que ver con la integridad territorial, y no, en realidad, con la soberanía nacional bien entendida, Brocato relativiza el primer concepto. Se sale de ese fetichismo telúrico patriotero, de ese lugar común tan tóxico del nacionalismo que sacraliza el territorio de la nación, que lo convierte en un ídolo celoso en cuyo altar todo debe ser sacrificado, incluso el bienestar y la vida de las personas que lo habitan. No hay fronteras naturales. No hay fronteras eternas. La soberanía nacional supone principios más importantes que la defensa intransigente, fanática, de los límites geográficos.

“Un pueblo, en el pleno ejercicio soberano del poder, bien puede ceder una franja de su territorio a otro pueblo, porque a este, por ejemplo, las características de su territorio le impiden mejorar sus condiciones de vida y a aquel la abundancia de territorio inexplotado lo induce a concederlo. Una mente enviciada por el nacionalismo dirá de ese gesto que es una cesión inaceptable de «soberanía nacional»; una mente democrática, por el contrario, exaltará el hecho de fraternidad. Se nos dirá que esta hipótesis es poco probable en la situación mundial actual de naciones-estados severamente abroquelados en su «integridad territorial». En efecto, no somos ingenuos. Pero el hecho de que la realidad sea esta, no nos conduce a nosotros a convalidar y aplaudir la concepción que la sustenta”.30

Música para los oídos internacionalistas… ¡Y Brocato se atrevió a decirlo en medio de la guerra de Malvinas! Pero, por si acaso, pongamos los puntos sobre las íes: Brocato no nos está diciendo que la integridad territorial no sea importante para la soberanía nacional. Lo que nos está diciendo es que no es lo más importante de todo. En la Unión Soviética extensamente invadida por los nazis, conmocionada por su voracidad genocida del Lebensraum, combatir y morir en el Ejército Rojo por la integridad territorial no tenía nada de misticismo abstracto. Era, sobre todo, una cuestión de lucha por la supervivencia (individual, familiar, colectiva), aunque la propaganda estalinista hablara ad nauseam de la gran Madre Rusia y entelequias por el estilo. Dicho de otro modo, Brocato plantea que la soberanía nacional sin soberanía popular es, no solo un contrasentido político, sino también un mito esencialista reaccionario que da pábulo a un belicoso irredentismo imposible o difícil de saciar, sobre todo en sociedades donde las fuerzas armadas gobiernan dictatorialmente o constituyen lobbies poderosos, como en la Argentina del 82. “La obsesión moral de un nacionalista consecuente no la constituyen los hombres sino los mapas”, sentencia Brocato. “Son estos mismos defensores del Ser Nacional, con charreteras o sin ellas, los que trinan porque el Brasil nos «invade» con su cultura en las «zonas de frontera». Los fenómenos de la vida social los ven desde la óptica de la «geopolítica», esa seudociencia castrense que lleva impreso el sello de la codicia territorial nacionalista burguesa y de la estrategia de dominio y anexión (que la URSS, en su descomposición, por supuesto adoptó a partir de la década del 40)”31.

La otra falacia de mistificación que Brocato desmonta es aquella que reduce el imperialismo al colonialismo clásico, es decir, a la posesión formal de colonias en ultramar: países explotados económicamente pero también dominados políticamente por una metrópoli. Hubo un tiempo en que imperialismo y colonialismo tendían, objetivamente, a ser lo mismo. No siempre, pero en la inmensa mayoría de los casos. Eso cambió después de la Segunda Guerra Mundial, con los procesos de descolonización en el llamado Tercer Mundo, que alcanzaron su cenit en las décadas del 50 y 60. El imperialismo dejó de estar asociado, por lo general, al colonialismo. Lo habitual pasó a ser el imperialismo de tipo neocolonial: dependencia económica informal sin dependencia política formal, en el marco de las relaciones centro-periferia. Gran Bretaña, Francia y otras potencias europeas en declive, devenidas socias menores de Estados Unidos, retuvieron aquí y allá algunos enclaves coloniales, pero de escasa envergadura geográfica, demográfica y –por lo general– económica. Hablamos, principalmente, de islas con una mayoritaria o considerable presencia de población europea trasplantada, como las Malvinas.

El proceso de descolonización hizo posible que, en países periféricos y dependientes del tercer Mundo como Argentina, se diera el fenómeno de un anticolonialismo light, sin una conciencia antiimperialista profunda y consecuente: reclamos territoriales irredentistas a pequeña escala por parte de clases dominantes que, de forma hipócrita y contradictoria, hacían la vista gorda ante el imperialismo económico y cultural a gran escala que lastraba a sus países. No solo hacían la vista gorda, sino que también eran cómplices de él, funcionales a sus intereses, a menudo con un nivel de cipayismo descarado. Recuérdese que, durante el Proceso, hubo un fuerte proceso de concentración y extranjerización de la economía argentina, dentro del cual las multinacionales –yanquis sobre todo– obtuvieron pingües beneficios. De todas las dictaduras militares que soportó nuestro país durante el siglo pasado, la menos autorizada moralmente para tocar la partitura nacionalista fue la última, es decir, la que precisamente puso en marcha la Operación Rosario.

Un antiimperialismo leguleyo de letra chica, minimalista, solo preocupado por la integridad territorial, que tolera –e incluso promueve– la dependencia económico-cultural de facto, que carga las tintas en Gran Bretaña –potencia declinante y de segundo orden hacia 1982– y evita cuidadosamente cualquier cuestionamiento a EE.UU. –la mayor superpotencia del mundo, con hegemonía casi excluyente en América Latina– nada tiene, en el fondo, de antiimperialismo.32 Se trata meramente de un nacionalismo sobreactuado con fines demagógicos y distraccionistas, amén de inconsecuente. ¿Por qué inconsecuente? Permítaseme hacer una reducción al absurdo: otros territorios susceptibles de ser considerados «irredentos» desde la misma lógica nacionalista y esencialista, como el caso de Uruguay, Paraguay, Bolivia, el Norte Grande chileno y varias zonas del sur de Brasil, que formaban parte del Virreinato del Río de la Plata hacia 1810 y a las que cabía –por ende– aplicarles el principio del uti possidetis tras la independencia, no eran reivindicados por la Junta Militar en 1982, lo cual dejaba al descubierto el doble estándar –y el oportunismo– de las Fuerzas Armadas argentinas. Nada ilustra mejor el dudoso antiimperialismo de la Junta que su escrupuloso respeto burgués durante la guerra –antes y después también– hacia los intereses económicos del Reino Unido en Argentina: no hubo sanciones comerciales ni financieras, ni mucho menos hubo incautación de bienes (Alemann, el neoliberal ministro de Economía de Galtieri, aseguró que no se afectarían los derechos de propiedad privada de ninguna persona británica, ya sea física o jurídica).

A eso se refería Brocato cuando decía: “nuestra propaganda chovinista evade el reconocimiento de otra forma de colonialismo, en la que se enmarca precisamente la usurpación colonial de las Malvinas”33. En otro pasaje cercano, había puesto blanco sobre negro la cuestión:

“La posesión de las islas Malvinas por Inglaterra constituye un acto de usurpación colonial. Esto no admite para nosotros debate. Ahora bien, fundada en esto, la recuperación armada de tales islas está justificada. Así reza la propaganda castrense y el coro civil que le hace eco. El espectáculo tiene, no vaya a creerse, su gracia: figurones consuetudinariamente proimperialistas, empleados de todo pelaje de los intereses multinacionales que nos expolian, uniformados sumisos a las órdenes pentagonales […] recitan, aquí y allá, su tirada «anticolonialista». Se les adivina el rictus de fastidio: la palabreja les repugna en el fondo de sus corazones. Pero qué vamos a hacerle: ¡el momento lo exige, están en juego los intereses sagrados de la Patria…!”34.

Cuando Gran Bretaña atacó y ocupó las Malvinas en 1833, vulneró la integridad territorial de la Argentina. No cabe duda. Pero sería un exceso de retórica nacionalista afirmar que esa invasión menoscabó la soberanía nacional. Argentina siguió siendo una república políticamente independiente, con su integridad territorial prácticamente intacta, donde la fuente del poder soberano continuaba siendo el pueblo.

Brocato compara las Malvinas con Guantánamo y Gribaltar, otros dos casos de ocupación imperialista quirúrgica por razones geoestrátegicas de supremacía naval: “Aun con la usurpación territorial de Gibraltar, España sostuvo monarquías, se dio la república, se enfrentó en guerra civil, soportó el franquismo, recuperó la democracia. Aun con la usurpación territorial de Guantánamo, el pueblo cubano derrocó a Batista e instauró una sociedad de nuevo tipo. Aun con la usurpación territorial de las Malvinas, el pueblo argentino dirigió como quiso y como pudo su destino”. Tras lo cual agrega: “Ninguno de los tres pueblos puede achacar sus vicios y sus virtudes a la influencia de estas usurpaciones territoriales”. Y se pregunta: “¿Cómo entonces aceptar la vocinglería «anticolonialista» que pretende identificar nuestra situación con la del sometimiento colonial de, por ejemplo, la India por Inglaterra, o la del Congo por Bélgica, o la de Argelia por Francia?”. El corolario político para la coyuntura del 82 se cae de maduro: “si nuestra situación fuera la de esos dominios coloniales […], entonces sí no cabría una sola duda de que deberíamos derramar hasta la última gota de sangre por emanciparnos de ese yugo, […] como lo hicieron los vietnamitas”. Vale decir que el no belicismo de Brocato no es un pacifismo a ultranza, ni tiene nada de ensueño idealista. Acepta la guerra, pero solo como derecho de legítima defensa en casos muy graves. Por eso la guerra de Malvinas le parece un “fraude grotesco”, una “comedia trágica que sacrifica vidas humanas y saquea nuestra quebrada economía”35.

Con perspicacia, Brocato comenta que sería absurdo reprocharles a España y Cuba que no hayan recuperado manu militari Gibraltar y Guantánamo. Ambas tienen razón en sus reclamos territoriales, pero sabiamente consideran que sería desmesurado y demencial sacrificar miles o cientos de vidas –e ingentes recursos materiales– en una guerra irredentista. Ninguna guerra puede ser legítima si no se hace previamente una evaluación responsable de costos y beneficios en términos de bienestar general, de interés popular.

La tercera y última falacia de mistificación es la perorata del «no se podía hacer otra cosa» o «se nos acabó la paciencia». Brocato se interroga indignado: “¿Cómo puede admitirse que se envilezca la opinión pública elevando la «impaciencia» a razón de Estado? ¡Más, a razón suficiente para que un pueblo se inmole en la guerra!”. En su opinión, “Una sola cosa hubiera justificado que el pueblo argentino se decidiera a analizar la posibilidad de una acción armada sobre las Malvinas: que Inglaterra mostrara hechos concretos de que se disponía a cambiar el status de dominación”. Por ejemplo, “que se empezara construir una base militar”, o bien, que se hubiera iniciado “la explotación de las riquezas del subsuelo malvinense”. Pero como bien explica Brocato, nada de eso ocurrió: “los ingleses tienen poco menos que abandonadas esas islas”, donde “habían incluso reducido su presupuesto de sostenimiento administrativo”. Dado que “hace ciento cuarenta años que los ingleses no quieren entregarnos las islas”, y dado que “hace catorce años que le vienen dando largas a la resolución internacional” en la ONU, “¿Por qué el 2 de abril de 1982 se «agotó la paciencia argentina»? Es una patraña”. Resulta evidente, a la luz de la prensa británica, que “la pérdida de las Malvinas constituye un problema político serio para los ingleses, o mejor dicho para su gobierno”, mientras que “la recuperación de las islas no significaba ningún problema ni de vida ni de muerte ni serio para los argentinos”. Para una país como Argentina “con miles de kilómetros cuadrados semidesérticos e incultivados”, la obsesión por una “recuperación inmediata de ese territorio” solo podía entenderse desde dos motivaciones “las del Honor Nacional y las de la Geopolítica”. Sin embargo, sostiene Brocato, “ninguna de las dos merece ser reverenciada”. Todo lo contrario: “si además para satisfacerlas se hace menester una acción armada, con todo lo que ello significa humana y económicamente, entonces las razones invocadas se transforman de desdeñables en deleznables”36.

Brocato no excluye de su análisis la política interna de Gran Bretaña: “El gobierno inglés en manos en esa época de los laboristas aceptó iniciar el trámite de devolución de las islas” a mediados de la década del 60. “Lo mandó después a vía muerta”, sin embargo. “No se atrevió a asumir el costo político de esa devolución”, porque la burguesía y un segmento considerable del pueblo “siguen impregnados del efluvio imperial”. De modo que “el gobierno conservador siguiente” liderado por Thatcher, “quintaesencia del espíritu inglés más rancio”, de ninguna manera “iba a comerse ese bocado con regocijo y menos en una etapa preñada de dificultades internas”. Todo eso sin contar que “la opinión pública no sólo inglesa sino europea” en general, “durante seis años” estuvo “absorbiendo las campañas de denuncia mundial por las violaciones de los derechos humanos de la dictadura argentina”. Campañas promovidas por una diáspora argentina que, ahora, como si nada, se lamenta de la incomprensión europea hacia la causa Malvinas. “¿Qué esperaban? ¿El apoyo irrestricto?”, interpela Brocato con indisimulable fastidio. “No queremos tomar conciencia de las incoherencias que nuestro propio país provoca”37.

Habiendo desbrozado el terreno de toda mistificación chovinista, Brocato explica la verdadera naturaleza y génesis de la guerra: “La recuperación armada de las Malvinas sólo era un problema para abordar con ganancia por el gobierno militar argentino”. Se trató de “un zarpazo aventurero para restañar el «frente interno», peligrosamente resquebrajado por la situación económica y política asfixiante y los últimos acontecimientos de protesta”38. O sea, el uso maquiavélico del irredentismo para hacer demagogia.

Brocato tuvo, además, la lucidez de formular este pronóstico, que hoy suena casi profético:

“Como todas las maniobras urdidas a espaldas de la historia real de los pueblos, esta del régimen militar argentino ha comenzado a caminar por su cuenta. Una cosa son los planes de la astucia política y otra diferente la dinámica propia que inevitablemente adquieren los procesos que desencadenan esas astucias. Lo que comenzó siendo a todas luces una estratagema para salvar al régimen militar de una situación que lo amenazaba gravemente, puede terminar convirtiéndose en su sepultura. […] Es probable, en definitiva, que esta aventura concluya con un acortamiento brusco de los plazos militares para su Proceso, y los políticos pasen a una ofensiva con relación de fuerzas favorable y aupados sobre ellas; que se abra el camino para una reinstitucionalización [de la democracia], la trigésima”.39

Sus consignas para la coyuntura de abril-junio de 1982 eran acertadas, aunque en medio de la algarada patriótica del ¡lo’ vamo’ a reventar! ¡lo’ vamo’ a reventar!, nadie quisiera escucharlas, por juzgarlas derrotistas y aguafiestas: “Ni una sola gota de sangre argentina por la recuperación bélica de esas islas legítimamente nuestras. Ni un solo peso arrebatado a los hospitales y escuelas argentinos que vaya a solventar esta aventura guerrerista. Ni una sola moneda más para la guerra, las fuerzas de represión o la expansión castrense sobre la sociedad civil. Retiro de nuestras tropas y reanudación de las negociaciones”40. Cuarenta años después, hago mías sus palabras.

Federico Mare


NOTAS

1 Horacio Tarcus, “Los dilemas de la izquierda en la guerra de Malvinas”, en Página/12, suplemento especial “25 años de Malvinas”, 2 de abril de 2007. De este valioso texto hemos tomado la mayoría de los datos históricos que informan el presente apartado, y varias citas documentales.
2 Silvina Jensen, “El dilema del exilio. ¿Guerra antiimperialista o maniobra dictatorial?”, en Puentes, n°20, Comisión Provincial por la Memoria, marzo 2007, pp. 22-23.
3 Cit. en Jensen, p. 24.
4 Fernando Savater, “Misterios patrióticos”, en El País, 17 de abril de 1982.
5 Jensen, p. 26.
6 Cit. en Tarcus.
7 Ibid.
8 Pero las circunstancias históricas eran totalmente distintas, y no cabía esperar un desenlace semejante en la Argentina del 82: el conflicto del Atlántico Sur se libró en unas islas remotas y pequeñas, alejadas del continente. Su radio geográfico y escala humana (cantidad de soldados) fueron muy acotados. Además, y esto es decisivo, se trató de una guerra convencional, no de una guerra total. En la Argentina continental no hubo invasiones, ni batallas, ni bombardeos, ni masacres, ni tierras arrasadas, ni tampoco hambrunas que atribularan y soliviantaran a la población civil. Solo una miopía extrema puede hacernos confundir el impacto de la guerra de Malvinas en nuestro país con el de la Primera Guerra Mundial en Rusia (donde triunfó el partido bolchevique), o el de la Segunda en China y Yugoslavia (donde los guerrilleros de Mao y los partisanos de Tito, a medida que desalojaban a los japoneses y nazifascistas, iban extendiendo la revolución socialista o allanando su camino). Por supuesto que hay bastante relación entre guerra y revolución, como supieron advertir, entre otros, Kautsky y Lenin, o Hannah Arendt en su libro Sobre la Revolución (1963). Pero no es una relación mecánica. Debe tenerse en cuenta el contexto histórico y las características del proceso bélico en cuestión.
9 Cit. en Tarcus.
10 Para mayores precisiones sobre el pensamiento estratégico del trotskismo argentino y la coyuntura bélica del 82, véase Diego Martínez, Malvinas, prueba de fuego, Bs. As., El Socialista, 2007.
11 Cit. en Jensen, p. 24.
12 Cit. en Tarcus.
13 Fabián Harari, “Miseria del nacionalismo”. En Gilly, Adolfo; Woods, Alan; y Bonnet, Alberto, La izquierda y la guerra de Malvinas, Bs. As., Razón y Revolución, 2012, p. 19.
14 Tarcus, op. cit.
15 Carlos Brocato, “¿La verdad o la mística nacional?”, en Pensamiento de los confines, n° 21, Bs. As., FCE, dic. 2007, pp. 129-130. Con texto introductorio de Alejandro Kaufman, en el marco de la sección “Los años 80 dictatoriales” (junto a una entrevista al almirante Emilio Massera hecha por Hugo Gambini y Emiliana López Saavedra para la revista Redacción, en diciembre de 1980).
16 León Rozitchner, Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia. El punto ciego de la crítica política, Bs. As., Biblioteca Nacional, 2015, 2ª ed., pp. 28-29.
17 Harari, op. cit., pp. 17-18. El autor parece haber olvidado que Alfonsín, más allá de todas las objeciones que le caben por izquierda, adoptó tempranamente una posición muy crítica en relación a la guerra de Malvinas, algo que, sin dudas, capitalizaría con su victoria electoral del 83. Esto vale también para uno de sus más estrechos correligionarios, Dante Caputo, quien se convertiría en su canciller. Ambos denunciaron que la Operación Rosario era una estafa de la Junta Militar para perpetuarse en el poder.
18 Sobre el laborismo británico y la guerra del Atlántico Sur, vid. F. Pedrosa, “Attitudes towards the Falklands–Malvinas war: European and Latin American left perspectives”. En G. Mira y F. Pedrosa (eds.), Revisiting the Falklands–Malvinas Question: Transnational and Interdisciplinary Perspectives, Londres, University of London Press, 2020, pp. 75–96.
19 Acerca de la historia del laborismo en Gran Bretaña durante la centuria pasada, vid. Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, Bs. As., Crítica, 2003 (1994), passim.
20 Cf. Pedrosa, op. cit.
21 Sobre la FIC, véase Ernesto Fitte, Crónicas del Atlántico Sur, Bs. As., Emecé, 1974. También Federico Lorenz, Unas islas demasiado famosas. Malvinas, historia y política. Bs. As., Capital Intelectual, 2013 y Todo lo que necesita saber sobre las Malvinas, Bs. As., Paidós, 2014.
22 Cit. en Alan Woods, “Las Malvinas: el socialismo, la guerra y la cuestión nacional”. En Gilly, Woods y Bonnet, op. cit., pp. 141-142.
23 Woods, op. cit., pp. 121-147.
24 Cf. Pedrosa, op. cit., p. 85. El autor cita la siguiente declaración, que traduzco al castellano: “No somos pacifistas, detestamos la dictadura de Galtieri, descartamos la idea de que la ocupación argentina de las Malvinas es progresiva por motivos anticolonialistas. Sin embargo, creemos que, en una guerra entre Gran Bretaña y Argentina, la derrota del imperialismo británico es el mal menor. El principal enemigo está en casa”. Lamentablemente, Pedrosa no indica cuál fue la agrupación que hizo este pronunciamiento. Es interesante, porque marca un matiz de diferencia con Militant, el laborismo radical, que consideraba igualmente malos al thatcherismo y a la dictadura argentina.
25 Cit. en Gilly, “Las Malvinas, una guerra del capital”, en Cuadernos Políticos, nº 35, México, enero-marzo 1983, p. 28.
26 Eric Hobsbawm, “Malvinas: una guerra contra la decadencia del imperio británico”, en Agencia Paco Urondo, 2 de octubre de 2012, https://www.agenciapacourondo.com.ar/mas-informacion/malvinas-una-guerra-contra-la-decadencia-del-imperio-britanico-por-eric-hobsbawm. Este artículo se trata en realidad de una versión editada de una charla que diera por radio en enero de 1983, bajo el título: Falklands fallout.
27 Ibid.
28 Brocato, op. cit., p. 131.
29 El razonamiento de Brocato era impecable, aunque contenía una petición de principio: soberanía nacional = soberanía popular. Esto es así en la tradición republicana –ya sea liberal o socialista– asociada al legado de la Ilustración y la Revolución Francesa, al pensamiento contractualista de autores como Rousseau y Sieyès, donde nación equivale a pueblo, y donde nación o pueblo significan ciudadanía, cuerpo político. Pero en la tradición romántica alemana, la nación es concebida de modo esencialista y organicista como una comunidad étnica, como una Volksgemeinschaft, lo cual habilita la posibilidad de un nacionalismo autoritario, donde soberanía nacional ya no tiene por qué ser sinónimo de soberanía popular. Este sería el caso de la última dictadura argentina. Para la Junta Militar, fuertemente impregnada por el nacionalismo de derecha (incluso en sus sectores más liberal-conservadores), nación no necesariamente implicaba democracia. Galtieri, Anaya y Lami Dozo creían sinceramente que la Operación Rosario representaba un acto reivindicativo de la soberanía nacional, y no veían ninguna contradicción entre eso y la falta de democracia. Por otra parte, el peronismo de izquierda y la izquierda nacional, debido a su bagaje nacionalista-populista, tampoco se sentían en la obligación de tener que homologar soberanía nacional con soberanía popular, como lo evidencia su fervor revisionista por la dictadura «patriótica» y «plebeya» de Juan Manuel de Rosas, a la que idolatraban por la «epopeya» de la Vuelta de Obligado. Brocato parece dar por zanjada la discusión con el nacionalismo esencialista cuando afirma “Nación sin pueblo no existe, es una entelequia (históricamente, es una configuración del derecho político burgués, posterior al derecho político feudal que, como se sabe, concedía el ejercicio de la soberanía al rey)” (ibid.). Pero no desarrolla la idea. De ahí que hablemos de petición de principio. En la tradición romántica germana, soberanía nacional sin soberanía popular era posible cuando una nación o un pueblo dejaban de estar sometidos a un gobierno extranjero, aunque esta independencia política no implicara un régimen democrático (republicano o monárquico-constitucional).
30 Ibid., p. 132.
31 Ibid.
32 La siguiente información periodística, que apareció publicada en La Prensa el 3 de marzo de 1982, me exime de mayores comentarios: “los planes argentinos también se extienden a intereses británicos que van más allá de los específicamente relacionados con los habitantes de las islas, que en cualquier caso recibirían los términos más generosos con relación a su estatus cultural, político y de propiedad, libre acceso a todos los bienes argentinos e incluso compensaciones económicas especiales. En este punto, incluso nos dijeron que Buenos Aires estaría dispuesto a ofrecer a British Petroleum y otras empresas británicas una parte de la explotación de los hidrocarburos y otras fuentes en algunas zonas de la región, así como facilidades para su armada, de tal forma que el retorno de la soberanía sobre las islas de ninguna manera reduciría, sino todo lo contrario, incrementaría las perspectivas de Gran Bretaña en el Atlántico Sur. Sin duda, esta actitud tiene el objetivo no solo de conseguir una solución pacífica al conflicto, sino también consolidar el apoyo tácito de EE.UU. si se produjera un enfrentamiento militar, con el objetivo de aliviar tanto como sea posible las fricciones de Washington con sus «primos» y aliados de la OTAN”. La versión fue confirmada al día siguiente por La Nación.
33 Ibid., p. 133.
34 Ibid.
35 Ibid., p. 134.
36 Ibid., p. 135.
37 Ibid., p. 135-136
38 Ibid., p. 136.
39 Ibid., p. 137.
40 Ibid., p. 136.