Fotografía de Cristina Nehring para el sitio web de la editorial Simon & Schuster



Nota.— Una versión más breve y menos panorámica de este ensayo de nuestro compañero Ariel Petruccelli, circunscrita en mayor grado al pensamiento y la obra de Rusell Jacoby, fue publicada hace dos años en Ideas de Izquierda, el semanario dominical de La Izquierda Diario, bajo el título “Russell Jacoby: contra la miopía intelectual”, con fecha 26 de septiembre de 2021. Esta nueva versión, especialmente revisada y ampliada por Ariel para Kraken, la sección de semblanzas de Kalewche, es mucho más que un análisis somero de las principales ideas o libros del marxista norteamericano. Es también una reflexión crítica sobre el campo intelectual contemporáneo.


Aunque se pregone día y noche que vivimos en la “sociedad del conocimiento”, lo cierto es que cada vez parece que nos conocemos menos. Los yerros flagrantes de los pronósticos políticos en general, y de las previsiones electorales en particular, muestran bien a las claras que en el mundo actual estamos a ciegas. Y no es la única paradoja. El desarrollo de la «inteligencia artificial» parece hacernos cada vez más tontos; el auge de las redes sociales nos aísla; el endiosamiento del individualismo nos vuelva cada día más tribales; en medio de incertidumbres crecientes se expanden las iglesias y los fundamentalismos, sobre todo en la población pobre; la ideología multicultural se vuelve exitosa en los segmentos sociales más elevados y más homogéneamente capitalistas. El pensamiento crítico, allí donde simplemente no se ha desplomado plegándose a cualquier «verdad» tranquilizadora políticamente correcta, se halla desorientado. A velocidad de vértigo, se suceden fenómenos completamente imprevistos. Ya no se trata solamente de la casi nula voluntad o capacidad de los intelectuales para intervenir en la vida política. Se trata incluso de la incapacidad para comprenderla. La impotencia práctica puede ser tranquila y absolutamente disculpada si un intelectual nos ofrece lo que debería ofrecernos ante todo: capacidad de comprensión. Ayudarnos a entender y permitirnos prever. Pero hoy en día, ante los nuevos fenómenos políticos –de la gestión de la pandemia al ascenso de las nuevas derechas, del impacto de las redes sociales a la guerra de Ucrania–, la capacidad de intelección y de previsión mostrada por el campo intelectual mainstream ha sido escasa. Pocas categorías sociales parecen tan desorientadas en el mundo contemporáneo como la intelligentsia. Incluso buena parte de los intelectuales de izquierda da muestras de un profundo desencuentro con su mundo, no en el sentido de sentir incomodidad con él y con su decurso (lo que sería lógico), sino en el sentido de no lograr entender qué está sucediendo. No siempre las izquierdas tuvieron capacidad de intervención política. Pero, de Marx para acá, el pensamiento de izquierdas dio muestra de una enorme capacidad para comprender el devenir social, que hoy parece estar perdiendo.

El fenómeno es ciertamente paradójico porque incluso a principios de los noventa, en medio del derrumbe del llamado “socialismo real” y del ascenso del neoliberalismo, la intelectualidad de izquierdas no se mostró tan desorientada como parece estarlo hoy: el mundo tomaba rumbos en los que era imposible reconocerse, pero los acontecimientos no resultaban totalmente imprevisibles; e incluso, cuando lo eran, rápidamente se hallaban claves de intelección que permitían una clara comprensión y hacían que las «sorpresas» ulteriores fueran muy escasas. Había una gran impotencia práctica en las izquierdas, desde luego. Pero subsistía una gran capacidad de análisis y previsión. Hoy no hemos recuperado lo primero y parece que cada vez más nos sumergimos en el fango de lo segundo. Buena parte de la explicación se debe, sin dudas, al auge del posmodernismo: su en gran parte ilusoria, y cada vez más fugaz, capacidad performativa ha redundado en un colapso de la potencia explicativa. En el mundo de la posverdad, la capacidad crítica se ha desplomado y la intelección del mundo se torna crecientemente borrosa. Pero el impacto del pensamiento posmoderno no agota el asunto, dado que incluso se observa mucho desconcierto entre segmentos más clásicos de las izquierdas. Aquí seguramente influye la ocurrencia, a ritmo de vértigo, de transformaciones económicas, tecnológicas, sociales y culturales que, por la misma velocidad con que aparecen y se desarrollan, dificultan su comprensión. Por último, todo hay que decirlo, la ultraespecialización del campo intelectual (ante la que las izquierdas han opuesto pocos reparos, plegadas a la comodidad de carreras académicas bastante seguras) colabora fuertemente en socavar el tipo de enfoque intelectual más necesario para comprender fenómenos globales multifactoriales y complejos: un enfoque totalizador, integrador, con capacidad de observación empírica pero con voluntad filosófica, aspiración explicativa y sensibilidad comprensiva. En suma, un enfoque dialéctico en el mejor sentido de esta palabra.

Ante un escenario como el que nos encontramos, parece imprescindible parar la pelota. Detenerse a pensar. Tratar de ganar profundidad y perspectiva. Si logramos salirnos de las lógicas inmediatistas y de la vorágine de superficialidad en que nos ha inmerso el capitalismo digital, quizá ganemos algo en capacidad de comprensión. Y acaso ello nos sirva para no actuar tan a tontas y a locas.

Para tomar impulso, conviene retroceder. Aquí propongo retroceder sólo un poco, para traer a la reflexión textos que no son tan viejos, pero en los que se vio bien, y tempranamente, fenómenos que hoy son acuciantes y mucho más extendidos. Comenzaremos, pues, dando un rodeo. En estos tiempos de inmediatez ciega, los rodeos son un buen subterfugio para colocarnos en otro estado mental, más proclive y favorable a meditar con calma. Algo así como dar un paseo: una de las cosas más apropiadas para pensar en serio. Recordemos que Aristóteles y sus discípulos del Liceo solían filosofar mientras deambulaban, por eso se les llamaba perípatoi o peripatéticos, algo así como «deambuladores».

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Aunque no carentes de determinaciones, las pautas de reconocimiento y difusión intelectuales siguen sendas misteriosas. En cualquier caso, ni reconocimiento ni difusión tienen necesariamente mucho que ver con la calidad de la escritura, la originalidad de las tesis o el rigor de una investigación. El caso de Russell Jacoby puede perfectamente ilustrar el punto. Aunque sus primeras obras importantes fueron publicadas a principios de los ochenta, todavía ninguno de sus libros ha sido traducido al castellano. Tampoco, al parecer, ninguno de sus artículos, aunque quizás haya alguna excepción perdida en algún recoveco del ciberespacio que no hemos detectado. (Dicho sea de paso: asumimos el compromiso de paliar un poco este vacío en el futuro, con alguna traducción nuestra para Kalewche y/o Corsario Rojo: ensayos cortos publicados en revistas o páginas web, capítulos o extractos de sus grandes obras). Sería exagerado afirmar que Russell es un marginal: una definición absurda, tratándose de un profesor de la Universidad de California, por muy atípica que sea su trayectoria, que ciertamente lo es. Pero sus trabajos han tenido una difusión que parece no estar a la altura de la calidad y la importancia de su producción. En qué medida es esto debido a las punzantes críticas formuladas por Jacoby al mundillo intelectual es algo sobre lo que no podemos sino especular. Y aquí no lo haremos. Pero dejamos instalada la pregunta y la sospecha.

Lo que en todo caso nos parece fundamental es la capacidad analítica mostrada por Russell para describir, comprender y explicar la realidad de la que forma parte: el campo intelectual. Y convengamos: la capacidad de autocrítica no ha sido abundante. Los grandes críticos de prácticas ajenas han sido curiosamente complacientes en lo que respecta a sus propias prácticas. Las reacciones airadas que recibió The Last Intellectuals. American Culture in the Age of Academe (1987, reeditado en 2000) son un indicio elocuente de que Russell había puesto su dedo en la llaga. Una lectura serena de este libro, sin embargo, no parece justificar las reacciones que provocó. Salpicado aquí y allá por unas cuantas frases mordaces, la obra describe realidades y transformaciones que muy difícilmente se puedan negar, y a las que no es sensato ignorar. La pintura que ofrece traza diferencias y establece contrastes nítidos. Pero no por ello es esquemática, y reiteradamente se muestran excepciones, o figuras que escapan a la norma en mayor o menor medida. Pero, guste o no guste a quienes se ven retratados, las tendencias generales son las que Russell expone. ¿De qué se trata?

Aunque Russell se concentra en los intelectuales de EE.UU. y en parte de Canadá, las tendencias que tempranamente observaba en esas geografías se fueron generalizando con el tiempo. Hoy son una realidad en buena parte del mundo. En concreto, se trata de un viraje gradual pero profundo de una práctica intelectual íntimamente asociada al mundo de la bohemia, caracterizada por perspectivas que aunaban intereses diversos, escritos dirigidos a un público educado pero amplio, una prosa clara (literariamente pulida y llegado el caso acuciante) y una voluntad manifiesta de colaborar en la educación de la ciudadanía e intervenir políticamente; a una práctica concentrada en la academia, crecientemente especializada, que se dirige a un público restringido y «endogámico», poco espacio deja a la «educación» ciudadana, emplea una jerga incomprensible a los «no iniciados» y, si conserva voluntad política, la misma se restringe al interior de los muros universitarios. El tránsito de una realidad a otra no puede ser negado. Excepciones hubo, hay y habrá. Pero las tendencias generales no pueden ser ignoradas o rechazadas en nombre de excepciones.

Junto con la descripción del campo intelectual y sus modificaciones, Russell Jacoby nos ofrece perspicaces observaciones respecto a lo que favorecen o traban, impulsan o socavan, ciertos contextos colectivos. Individuos de inclinaciones bohemias puede haber en cualquier tiempo y lugar; pero algo diferente es la bohemia como fenómeno comunitario, cultural. Recíprocamente, eruditos meticulosos puede haber en cualquier sitio; pero algo diferente es la existencia de un campo académico que fomenta y premia la meticulosidad erudita, al tiempo que desaconseja e incluso castiga otros tipos de actividades intelectuales. Para quienes han hecho de la academia una forma de vida, parece difícil imaginar otro tipo de prácticas intelectuales. Y Jacoby comete la «imprudencia» de rememorarlas. Pero no solo eso: la suya no es una mirada que se limita a trazar semejanzas y diferencias. Se atreve a juzgar una verdadera fruta prohibida de la huerta académica. La evaluación de Jacoby, con todo, es equilibrada. No es un tirabombas anti-academia. Pero ante universitarios muy conformes con ser lo que son, la simple enunciación de que no todo es color rosa bastó y sobró para que hubiera quienes perdieran la compostura. Jacoby no cuestiona el aumento de la erudición, el rigor metodológico o los elevados estándares lógicos que –se supone– caracterizan a la producción científica y universitaria. Pero muestra que estos atributos no se hallan en realidad tan extendidos como a veces se supone, ni estaban ausentes en la «vieja intelectualidad». Paralelamente, pone en evidencia que, a las ganancias en erudición, especialización y rigor, habría que contraponer algunas pérdidas: público de masas, capacidad totalizadora, influencia política e incluso cierta libertad (acosada por formatos textuales que moldean mucho más que la forma, afectando al contenido). Aunque no se priva de exponer algunos casos de censura académica groseros y abiertos, Jacoby muestra que es mucho más decisivo el impacto de innumerables mecanismos sutiles, casi imperceptibles, de domesticación intelectual. El resultado es que en el campo científico y académico pueden florecer millares de perspectivas críticas que desatan tormentas en vasos de agua. Así, la larga marcha de la izquierda a través de las instituciones y los campus ha arrojado el resultado no del todo imprevisto –y no del todo indeseado– de que los intelectuales se amoldaron más a la academia de lo que lograron transformarla. Y, entre tanto, su capacidad para influir en capas más amplias de la población y modificar la sociedad extramuros se ha visto debilitada. Hoy podríamos decir que esa capacidad se ha casi extinguido: cualquier youtuber de medio pelo tiene más influencia que un intelectual.

Esta deriva tiene fundamentos estrictamente intelectuales, pero no son los decisivos: hay raíces culturales, políticas y económico-sociales que explican lo fundamental. La producción intelectual y la investigación social no se desarrollan en un mundo encerrado en sí mismo, por mucho que se obstine la academia en cerrarse sobre sí misma. La preocupación por las condiciones de posibilidad de determinadas prácticas intelectuales es una nota recurrente en los textos de Jacoby. Está ciertamente presente en The Last Intellectuals, y acaso de manera más notoria en Dialectic of Defeat (1981), su primer trabajo verdaderamente importante, que constituye un estudio sobre el marxismo occidental menos panorámico y muchísimo menos conocido que la célebre obra de Perry Anderson, pero incisivo e iluminador. En esta obra de «marxología», Jacoby hace gala de un gran conocimiento de la tradición marxista y de gran inteligencia para establecer vínculos insospechados y matices sugerentes. Por ejemplo, su contraste complementario entre las tradiciones hegelianas «historicista» y «científica» clarifica muchas cosas, y le permite una lectura del «marxismo occidental» muy diferente a la de Anderson, aunque sin entrar en una polémica abierta.

Una de las piezas clave para comprender, a la vez, la perspectiva de Jacoby y ciertos rasgos de la intelectualidad contemporánea es, sin lugar a dudas, The End of Utopia (1999), cuyo sugerente subtítulo reza: “Política y cultura en la era de la apatía”. Esta obra mordaz e iluminadora es esencial para comprender tendencias profundas de la intelectualidad contemporánea. Dedicado a una temática semejante, cabe mencionar también al posterior Picture Imperfect. Utopian Thought for an Anti-Utopian Age, publicado en 2005, en el cual, con lenguaje y estilo diferentes, Russell acomete una defensa crítica de la tradición utópica con notas y acentos semejantes a los de Miguel Abensour en la saga Utópiques (de la que ya hay versión en castellano, disponible gracias a los esfuerzos de la editorial Marat).

The End of Utopia contiene un lúcido reconocimiento de un estado de situación, con un talante de resistencia al mismo carente de toda ingenuidad. Su piedra basal, en cierto modo, es una defensa inteligente, informada y sosegada de la dimensión utópica, entendida de manera acotada y realista: la posibilidad de un orden social distinto y mejor que el actualmente existente. Pero, ante todo, explora las consecuencias que se siguen de la pérdida del horizonte utópico. No se trata, para Jacoby, de creer ingenuamente en utopías irrealizables. Más bien al contrario: Jacoby no contrapone dimensión utópica y realismo. Pero, sintomáticamente, ese mismo realismo le permite ver que quienes, en nombre del realismo o del pragmatismo, renuncian a todo horizonte utópico, a toda voluntad de trascender al capitalismo, pagan elevados precios intelectuales. En concreto, una gran miopía. La miopía –que a veces deviene pura y simple ceguera– del especialista que sabe cada vez más de cada vez menos, mutilando muchas facetas y aptitudes humanas. La restitución de la utopía quizá no sea suficiente para acabar con la miopía que hoy campea a sus anchas en el mundo académico. Pero cierta dosis de utopía es indudablemente necesaria para curar, al menos en parte, la miopía intelectual.

Por lo demás, Jacoby vio muy bien, y muy en sus inicios, el regalo envenenado que el multiculturalismo suponía para las izquierdas: “El secreto de la diversidad cultural es su uniformidad política y económica. El futuro se parece a un presente con más opciones. El multiculturalismo supone la desaparición de la Utopía”. Y no sólo eso. Lo más grave es que tenía toda la razón al apuntar que “despojados de un lenguaje radical, carentes de una esperanza utópica, liberales e izquierdistas se repliegan en nombre del progreso para celebrar la diversidad”. Agregando a continuación estas certeras palabras: “Con pocas ideas sobre cómo debe configurarse el futuro, abrazan todas las ideas. El pluralismo se convierte en el cajón de sastre, el alfa y omega del pensamiento político. Disfrazado de multiculturalismo, se ha convertido en el opio de los intelectuales desilusionados, la ideología de una era sin ideología”.

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Sobre este trasfondo intelectual que se había consolidado en las últimas décadas del siglo XX, la irrupción masiva del mundo digital/virtual ocasionó, en este primer cuarto del siglo XXI, una serie de transformaciones que han repercutido a escala global, vertiginosamente, alterando profundamente no solo la economía y la tecnología, sino repercutiendo con fuerza en la cultura, influyendo en la política y modificando incluso la esfera de la subjetividad. Como el resto de la sociedad, el mundo intelectual se vio arrasado por el tsunami del capitalismo digital.

La magnitud y velocidad de las transformaciones en curso harían dificultosa su comprensión en cualesquiera circunstancias, pero la enorme desorientación intelectual del mundo contemporáneo parece demasiado grande. Y ello se debe a que hunde sus raíces en aguas muy profundas. Entre las muchas que se podrían mencionar, algunas de las raíces más gruesas y hondas son el abandono de todo horizonte utópico, la ultraespecialización academicista y el escapismo multicultural asociado a la renuncia de toda perspectiva de totalización y de toda aspiración universalista, tal y como lo viera certeramente Russell Jacoby. Desdeñando las no por ambiguas menos importantes y señeras premisas de la Ilustración, el contemporáneo «pensamiento crítico autopercibido» (que de crítico tiene poco y nada, mientras le sobra «corrección política», punitivismo y «cancelación») se ha sumergido en un pantano romántico que le impide entender lo que sucede, y conectar con la gente común y corriente, sobre todo la que pertenece a la clase trabajadora.

La combinación de todo esto está produciendo efectos político-culturales singulares. El primero es que la intelectualidad en general, y la ciencia en particular, se están volviendo crecientemente incapaces de comprender lo que sucede en el mundo social y se ven cada vez más desconcertadas por muchos fenómenos políticos. Paralelamente, la ciencia apropiada por las corporaciones capitalistas colabora –entre ingenua y entusiasta– con la edificación de nuevo sistema de opresión algorítmica, al tiempo que la tecnología aplicada provoca efectos de enorme magnitud, algunos de los cuales son buscados deliberadamente, y otros, consecuencias imprevistas, pero en muchos casos fuertemente negativas. El impacto en las pautas culturales y en la subjetividad del fenómeno de las «redes sociales» es una muestra cabal de esto. En la estúpidamente orgullosa y engañada “sociedad del conocimiento”, cientos de millones de personas gastan cada día ingentes recursos y una energía cada vez más escasa en visualizar videos de gatitos o pornográficos, lo mismo da. Leer un libro entero parece un esfuerzo demencial para la mayor parte de los adolescentes. La ansiedad y el estrés son los sentimientos más fuertes en nuestra sociedad de la cosificación, la mercantilización y el narcisismo generalizados. La irracionalidad de masas se expande como una mancha de aceite en un mundo cuyas élites lo perciben, ingenua y equivocadamente, como el más racional de la historia. En esta situación, el giro de buena parte de las izquierdas y de sus intelectuales hacia perspectivas particularistas constituye un curioso despiste ante un capitalismo cada día más global y homogéneo, y, para quien quiera ver, crecientemente menos democrático y tendencialmente autoritario. Mientras en China se desarrolla un capitalismo neoliberal curiosamente maridado con un estado policial que regula algo la acción de los capitales privados, pero mantiene absolutamente desregulada y desprotegida la vida de los trabajadores, sometidos a bajos salarios, larguísimas jornadas laborales e indignantes condiciones de trabajo. Entre tanto, las democracias occidentales perdieron casi todos los atributos de los estados benefactores de antaño, junto con buena parte de sus veleidades democráticas. El autoritarismo, la censura, la cultura de la cancelación y el punitivismo se expanden raudamente en las otrora orgullosas democracias occidentales.

Estos cambios se hallan en la base de ese fenómeno tan desconcertante que es la marea de apoyo electoral por parte de segmentos importantes de la clase trabajadora a fuerzas de derecha. La cosa tiene su lógica: porque si el progresismo identitario y particularista que en la política contemporánea es presentado y se presenta a sí mismo –falsamente– como “la izquierda” encaja sin mayores inconvenientes con las perspectivas políticas del capitalismo digital hoy hegemónico, es comprensible entonces que buena parte de los trabajadores busquen resguardo ante sus desmanes en perspectivas conservadoras o de derechas.

“No se trata de interpretar el mundo, sino de cambiarlo”. Muy cierto. Pero el autor de esta frase sabía muy bien que, para transformar el mundo, es necesario entenderlo.

Ariel Petruccelli