Ilustración de Susana Rosique (elartefacto.net)



Era una gallina de domingo. Todavía vivía porque no pasaba de las nueve de la mañana. Parecía calma. Desde el sábado se había encogido en un rincón de la cocina. No miraba a nadie, nadie la miraba a ella. Aun cuando la eligieron, palpando su intimidad con indiferencia, no supieron decir si era gorda o flaca. Nunca se adivinaría en ella un anhelo.

Por eso fue una sorpresa cuando la vieron abrir las alas de vuelo corto, hinchar el pecho y, en dos o tres intentos, alcanzar el muro de la terraza. Todavía vaciló un instante –el tiempo para que la cocinera diera un grito– y en breve estaba en la terraza del vecino, de donde, en otro vuelo desordenado, alcanzó un tejado. Allí quedó como un adorno mal colocado, dudando ora en uno, ora en otro pie. La familia fue llamada con urgencia y consternada vio el almuerzo junto a una chimenea. El dueño de la casa, recordando la doble necesidad de hacer esporádicamente algún deporte y almorzar, vistió radiante un traje de baño y decidió seguir el itinerario de la gallina: con saltos cautelosos alcanzó el tejado donde ésta, vacilante y trémula, escogía con premura otro rumbo. La persecución se tornó más intensa. De tejado en tejado recorrió más de una manzana de la calle. Poca afecta a una lucha más salvaje por la vida, la gallina debía decidir por sí misma los caminos a tomar, sin ningún auxilio de su raza. El muchacho, sin embargo, era un cazador adormecido. Y por ínfima que fuese la presa había sonado para él el grito de conquista.

Sola en el mundo, sin padre ni madre, ella corría, respiraba agitada, muda, concentrada. A veces, en la fuga, sobrevolaba ansiosa un mundo de tejados y mientras el chico trepaba a otros dificultosamente, ella tenía tiempo de recuperarse por un momento. ¡Y entonces parecía tan libre!

Estúpida, tímida y libre. No victoriosa como sería un gallo en fuga. ¿Qué es lo que había en sus vísceras para hacer de ella un ser? La gallina es un ser. Aunque es cierto que no se podría contar con ella para nada. Ni ella misma contaba consigo, de la manera en que el gallo cree en su cresta. Su única ventaja era que había tantas gallinas que, aunque muriera una, surgiría en ese mismo instante otra, tan igual como si fuese ella misma.

Finalmente, una de las veces que se detuvo para gozar su fuga, el muchacho la alcanzó. Entre gritos y plumas fue apresada. Y enseguida cargada en triunfo por un ala a través de las tejas, y depositada en el piso de la cocina con cierta violencia. Todavía atontada, se sacudió un poco, entre cacareos roncos e indecisos.

Fue entonces cuando sucedió. De puros nervios la gallina puso un huevo. Sorprendida, exhausta. Quizás fue prematuro. Pero después que naciera a la maternidad parecía una vieja madre acostumbrada a ella. Sentada sobre el huevo, respiraba mientras abría y cerraba los ojos. Su corazón tan pequeño en un plato, ahora elevaba y bajaba las plumas, llenando de tibieza aquello que nunca podría ser un huevo. Solamente la niña estaba cerca y observaba todo, aterrorizada. Apenas consiguió desprenderse del acontecimiento, se despegó del suelo y escapó a los gritos:

—¡Mamá, mamá, no mates a la gallina, puso un huevo!, ¡ella quiere nuestro bien!

Todos corrieron de nuevo a la cocina y enmudecidos rodearon a la joven parturienta. Entibiando a su hijo, ella no estaba ni suave ni arisca, ni alegre ni triste, no era nada, solamente una gallina. Lo que no sugería ningún sentimiento especial. El padre, la madre, la hija, hacía ya bastante tiempo que la miraban sin experimentar ningún sentimiento determinado. Nunca nadie acarició la cabeza de la gallina. El padre, por fin, decidió con cierta brusquedad:

—¡Si mandas matar a esta gallina, nunca más volveré a comer gallina en mi vida!

—¡Y yo tampoco! –juró la niña con ardor.

La madre, cansada, se encogió de hombros.

Inconsciente de la vida que le fue entregada, la gallina empezó a vivir con la familia. La niña, de regreso del colegio, arrojaba el portafolios lejos sin interrumpir sus carreras hacia la cocina. El padre todavía recordaba de vez en cuando: ¡Y pensar que yo la obligué a correr en ese estado! La gallina se transformó en la dueña de la casa. Todos, menos ella, lo sabían. Continuó su existencia entre la cocina y los muros de la casa, usando de sus dos capacidades: la apatía y el sobresalto.

Pero cuando todos estaban quietos en la casa y parecían haberla olvidado, se llenaba de un pequeño valor, restos de la gran fuga, y circulaba por los ladrillos, levantando el cuerpo por detrás de la cabeza pausadamente, como en un campo, aunque la pequeña cabeza la traicionara: moviéndose ya rápida y vibrátil, con el viejo susto de su especie mecanizado.

Una que otra vez, al final más raramente, la gallina recordaba que se había recortado contra el aire al borde del tejado, pronta a renunciar. En esos momentos llenaba los pulmones con el aire impuro de la cocina y, si se les hubiese dado cantar a las hembras, ella, si bien no cantaría, cuando menos quedaría más contenta. Aunque ni siquiera en esos instantes la expresión de su vacía cabeza se alteraba. En la fuga, en el descanso, cuando dio a luz, o mordisqueando maíz, la suya continuaba siendo una cabeza de gallina, la misma que fuera desdeñada en los comienzos de los siglos.

Hasta que un día la mataron, se la comieron y pasaron los años.

Clarice Lispector



Nota.— Clarice Lispector (Chechelnik, URSS, 1920 – Río de Janeiro, 1977) es una de las escritoras más notables del siglo XX, especialmente en lengua portuguesa. Novelista, cuentista, poeta y periodista, dejó una huella indeleble en la literatura contemporánea del Brasil. Su proyección internacional ha sido enorme, sobre todo como narradora. Probablemente sea la autora latinoamericana más leída y reconocida en el mundo. Aunque nació en la Ucrania soviética, en el seno de una familia judía, se crió desde muy pequeña en Brasil, donde viviría la mayor parte de su vida (hasta los 14 años en el Nordeste y a partir de entonces en Río de Janeiro). En la gran urbe carioca cursó sus estudios secundarios y universitarios, incursionó en el periodismo, trabajó de traductora y se consagró como escritora. Casada con un diplomático, vivió más de diez años en Europa y Estados Unidos. Es autora, entre otras obras notables, de La pasión según G. H. (1964), Agua viva (1973) y La hora de la estrella (1977).
De ella ha dicho Silvina Friera, periodista argentina, en un artículo titulado “Clarice Lispector, la escritora que escribía en medio de la vida”, estupenda semblanza publicada por Página/12 en diciembre de 2020: “Renovó la literatura brasileña tal como se conocía: renunció a las ataduras genéricas, provocó y desacomodó a los lectores, inventó un lenguaje propio, nos mostró el artificio de la escritura. Construyó una narrativa intensa basada en historias mínimas, donde las sensaciones y los afectos son protagonistas. Expresó y mantuvo a lo largo de su obra preocupaciones universales: su pasión por la vida y, al mismo tiempo, por la inminencia de la muerte, por la soledad, la angustia, la maternidad, la infancia, el amor o lo femenino”.
“Uma galinha”, el relato de Lispector que aquí hemos reproducido, pertenece a Alguns contos (1952), su primer libro de cuentos, aunque luego volvería a publicarlo en Lazos de familia (1960). La traducción del portugués al castellano es de Cristina Peri Rossi, y la hemos extraído del epub Cuentos reunidos de Clarice Lispector.