Ilustración: viñeta humorística sobre la Revolución de Noviembre en Múnich (1918). Fuente: Museo de la Historia Bávara.
La AfD (Alternativa para Alemania, por sus siglas en alemán) es un partido populista, etnonacionalista, neoconservador, antiinmigración, racista, islamofóbico y euroescéptico que ha venido creciendo a lo largo de los últimos años. Su batacazo en las recientes elecciones estaduales de Turingia (primer puesto) y Sajonia (cuasi-empate con la triunfante democracia cristiana), que probablemente repita el próximo domingo en Brandemburgo (lidera las encuestas), ha encendido las alarmas y dado mucha tela para cortar a analistas y polemistas, tanto a nivel doméstico como internacional, cuando aún se sigue discutiendo acaloradamente si se trata de una ultraderecha neonazi stricto sensu o, más bien, de una ultraderecha posfacista (nos parece más lo segundo, por ahora). Puede decirse lo mismo de la desastrosa performance de Die Linke y los buenos resultados de su escisión izquierdista: la Alianza Sahra Wagenknecht – Por la Razón y la Justica, que ha sido capaz de cosechar numerosos votos en la clase obrera industrial y los sectores populares y medios en general. Todo esto está ocurriendo en la región oriental del país, la Alemania del Este, menos próspera y más precarizada, allí donde alguna vez existiera la RDA y el llamado “socialismo real”. La Alemania allende el Elba, donde la Ostalgie –la nostalgia roja– aún palpita con fuerza en no pocos corazones proletarios desencantados con la reunificación nacional y la transición al capitalismo, igual que con la doble incorporación a la Unión Europea (neoliberal) y la OTAN (expansionista, belicista y antirrusa), tras la caída del Muro de Berlín en 1989.
Hemos armado para Brulote, nuestra sección de política internacional, un amplio dossier de cinco artículos, seleccionando los textos no sólo en función de su valor intrínseco (riqueza informativa, sagacidad analítica, claridad expositiva, rigor crítico, implicación ideológica), sino también en función de su complementariedad, tratando de alcanzar un alto nivel de totalización. Tres de los cinco artículos son traducciones nuestras del inglés. Dos son textos en castellano que meramente recopilamos.
El dossier se abre con “Como en Alemania, la extrema derecha crecerá en todo el mundo mientras la izquierda haga lo que hace”, del intelectual español Juan Torres López, artículo que vio la luz en el blog homónimo del autor, el lunes 2 de septiembre (al día siguiente de las elecciones en Sajonia y Turingia). Es un escrito de opinión crítica y polémica, que busca extraer lecciones del caso alemán para la política internacional. El dossier prosigue con “En la antigua Alemania del este, la izquierda está pagando por sus errores”, del periodista norteamericano –residente en Berlín– Victor Grossman, publicado en la versión «anglo» de Jacobin el viernes 30 de agosto, dos jornadas antes de los susodichos comicios (esta desactualización nos llevó a omitir algunos pasajes, debidamente indicados). Grossman aporta perspectiva diacrónica, contexto histórico, una mirada retrospectiva de 35 años. El tercer artículo, “Alemania: ¿el fin de su hegemonía sobre la Unión Europea”, es del economista marxista británico Michael Roberts, y apareció originalmente en su blog, The Next Recession, el domingo 1° de septiembre, horas antes de que se conocieran los resultados electorales de Sajonia y Turingia. Roberts enmarca la actualidad política de Alemania en una coyuntura económica de media duración, brindando muchos datos reveladores. El penúltimo texto, “El partido alemán que salió de La Izquierda y le dobló los votos en cinco meses”, del periodista español Pascual Serrano, salió en Globalter el 6 de septiembre. Analiza el fenómeno emergente de la BSW, el peculiar partido de Sarah Wagenknecht, que tanto da que hablar.
El dossier se cierra con “¿Qué significa ‘Solidaridad con Ucrania’?”, de Ingar Solty. Se trata de un muy interesante artículo, lleno de matices analíticos y valorativos, difundido el jueves 5 de este mes por la Fundación Rosa Luxemburgo (RLS, por sus siglas en alemán) desde su página web, que afortunadamente es bilingüe (este editor no sabe hablar la lengua de Goethe; la traducción es del inglés). Versa sobre la política germana y la guerra de Ucrania, y aboga por el pacifismo desde una postura internacionalista de izquierdas. Solty es asesor en Política de Paz y Seguridad del Instituto de Análisis Social de la RLS, y también redactor de la revista LuXemburg.
Nótese que la RLS está estrechamente vinculada al partido Die Link, una agrupación alemana de izquierda cuya postura hacia la guerra de Ucrania ha sido un tanto tibia, timorata. ¿El artículo de Solty es un indicio de que Die Link está revisando su posición después de –y debido a– la debacle electoral en Turingia y Sajonia, donde la ultraderecha capitalizó el descontento obrero y popular con la guerra y sus efectos económicos (carestía, recesión y desempleo)? ¿Die Link ha empezado a seguir los sensatos pasos de la Alianza Sahra Wagenknecht (hablamos puntualmente de la guerra de Ucrania, no de otros temas de la agenda política), a la cual no le ha ido nada mal con su disidencia antibelicista en los dos recientes comicios estaduales de la Alemania oriental? El tiempo dirá…
Todas las aclaraciones entre corchetes de este dossier son nuestras.
Trataremos de publicar en breve, con una nota introductoria crítica de nuestro colectivo editorial, la entrevista que la New Left Review le hizo recientemente a Sahra Wagenknecht. Nos parece que no tiene desperdicio, más allá de acuerdos y disensos.
COMO EN ALEMANIA, LA EXTREMA DERECHA CRECERÁ EN TODO EL MUNDO
MIENTRAS LA IZQUIERDA HAGA LO QUE HACE
Decía Franklin D. Roosevelt, presidente de Estados Unidos de 1933 a 1945: “en política, nada sucede por accidente. Si sucede, puede apostar a que fue planeado de esa manera”.
Con el ascenso de la extrema derecha ocurre igual. No podría darse si no tuviese el apoyo, como lo tiene, de los grandes capitales que la sostienen y financian.
La significativa victoria que [AfD] acaba de obtener en Turingia [y el cuasi-empate en Sajonia, con un 30,6% que arañó el primer puesto de la centroderecha democristiana] no es casualidad, como tampoco es un accidente que, en conjunto, sea la segunda fuerza del Parlamento Europeo y su influencia aumente en todo el planeta.
Como he explicado con detalle en mi último libro, Para que haya futuro (Deusto Ediciones), la razón de su ascenso tiene que ver con dos factores principales. En primer lugar, con el proceso de creciente desposesión que vienen sufriendo las clases trabajadoras, las llamadas “clases medias”, los pequeños y medianos empresarios, los trabajadores autónomos y microemprendedores, e incluso una buena parte de los profesionales y pequeños directivos, en favor de una parte muy reducida de la población que acumula cada día más riqueza y poder.
Durante años, ese proceso se disimuló y legitimó convenciendo a quien se desposeía. Se la hacía creer que, si vivía peor, con menos ingreso y más inseguridad, era por su responsabilidad. Margaret Thatcher decía que “si hay familias pobres es porque no administran bien sus recursos”. Lo mismo que se decía que si alguien estaba desocupado no era por culpa de las políticas que se llevaban a cabo, sino porque no tenía suficiente “empleabilidad”. O que, si carecía de vivienda, sería porque no habría ahorrado.
En los últimos años, sin embargo, la desposesión se ha hecho indisimulable y esos discursos ya no sirven. Ha sido preciso recurrir a otra estrategia más directa: se reconoce la desposesión pero, a base de mentiras y demagogia, se hace creer que quienes desposeen a la mayoría no son los grupos más poderosos que dictan las políticas sino “los otros”, los diferentes: los inmigrantes nos quitan el empleo y la seguridad; los okupas, las viviendas; los rojos, la soberanía y los valores tradicionales que nos protegen…
El trabajo de la ultraderecha (Vox, en España) y de la derecha que se hace cada vez más extrema (PP entre nosotros) es justamente ese: difundir tales bulos a base de datos falsos y populismo simplista para que la gente cada día más desposeída y descontenta, insegura, frustrada y temerosa, caiga en las manos de quien se hace creer que va a protegerla, puesto que efectivamente denuncia constantemente los problemas reales que le afectan.
Sin embargo, todo esto es una parte del problema. Esa estrategia es viable y está resultando exitosa porque las izquierdas han perdido el norte y carecen de proyecto, cuando no han asumido directamente el neoliberal, como en buena parte les ha sucedido a los partidos socialistas [socialdemócratas] que hicieron la misma política económica que la derecha y defienden sus mismas estrategias militaristas.
La extrema derecha crece porque las izquierdas están cada día más alejadas de los problemas que verdaderamente preocupan a la gente corriente, y porque no han sabido plantear ni resolver el problema de los bajos salarios, de la vivienda, de la inseguridad, de la pobreza y la precariedad, de la inmigración descontrolada y de la falta de integración que lleva consigo, de la pérdida de soberanía y del amparo que representa la identidad colectiva. Y porque se han dejado llevar por identitarismos particularistas y nacionalismos siempre excluyentes y desintegradores.
La carencia generalizada y progresiva produce miedo, que se agudiza con la polarización y el clima de conflicto que la ultraderecha cultiva para aprovecharse de ello. Y la izquierda, como mucho, se dedica a denunciarlo y difundirlo, pero no a resolver sus causas.
Para evitar que la extrema derecha siga creciendo, la izquierda no puede seguir haciendo lo que hace. Como he propuesto en Para que haya futuro, quien de verdad quiera enfrentarse al crecimiento de la ultraderecha –y a la destrucción de la democracia que eso lleva consigo– debe actuar de otro modo. Es imprescindible actuar con luces largas, diseñar un proyecto de amplísimas mayorías y contribuir a conformar un sujeto social congraciado con la dimensión moral, solidaria, amorosa y pacífica del ser humano, la única que puede cambiar el mundo a mejor, como demuestran los cambios positivos que se han dado a lo largo de nuestra historia y que, a pesar de todo, se siguen registrando hoy día, aunque sea silenciosamente, en muchos sitios de nuestro alrededor.
Sé que me repito al escribir de nuevo lo mismo sobre lo que nos está pasando, ahora a propósito de lo que acaba de suceder en Alemania. Pero creo que hay que hacerlo hasta la saciedad, pues me parece que quienes tendrían que entenderlo no están entendiendo nada.
Juan Torres López
EN LA ANTIGUA ALEMANIA DEL ESTE, LA IZQUIERDA ESTÁ PAGANDO POR SUS ERRORES
Tres estados de la antigua Alemania oriental se enfrentan a elecciones en septiembre, con la ultraderechista Alternative für Deutschland a la cabeza de las encuestas. [Recuérdese que este artículo salió publicado en Jacobin el viernes 30 de agosto, dos días antes de los comicios regionales en Turingia y Sajonia. Los de Brandemburgo serán el próximo domingo, 22/8]. La AfD aprovecha el descontento de los votantes con las secuelas de la reunificación y la falta de una alternativa convincente de la izquierda. [Salió primera en Turingia y segunda, por escasísimo margen, en Sajonia]
El espectro que una vez persiguió a Alemania occidental fue exorcizado hace unos treinta y cinco años, cuando la caída del Muro de Berlín abrió el camino a la reunificación. Con ello se erradicó el lugar más espeluznante del espectro –la República Democrática Alemana (RDA, Alemania Oriental)– y se le metió en lo que se esperaba que fuera un ataúd de acero Krupp irrompible.
En 1989, esta jubilosa victoria se celebró con fuegos artificiales sobre la Puerta de Brandemburgo en Berlín, una conmovedora interpretación masiva de Deutschland Über Alles, buena cerveza y jugosas salchichas Bockwurst. Podemos esperar celebraciones similares en el aniversario de este año.
Pero ahora parece que Alemania se enfrenta a un espectro nuevo y muy diferente, que de nuevo procede del Este. Esta vez, los alemanes hablan del peligro del fascismo.
[…] Tres preguntas ocupan columnas y tertulias. ¿Hasta qué punto es fascista la AfD? ¿Debería ser condenada al ostracismo o incluso ilegalizada? ¿Y cómo es posible que la AfD, que ya ocupa el segundo lugar en las encuestas nacionales (con un 19%), haya alcanzado el primer puesto (alrededor del 30% de apoyo) en las mismas zonas del Este que, bajo el régimen comunista, eran más intensamente antifascistas?
Después del socialismo
Para algunos –sobre todo para Donald Trump, pero también para expertos y políticos alemanes– “comunista”, “socialista”, “fascista” y “totalitario” significan lo mismo. ¿Quién sabe o a quién le importan sus polarizantes diferencias? En Washington, todos ellos son “antiamericanos” e igualmente malvados. En Alemania, todos ellos “rechazan la ley fundamental democrática y el amor por la libertad de Alemania” (el estado aún no tiene una constitución regular). Si son todo lo mismo, ¿para qué molestarse en indagar más?
Cuando Alemania oriental se reunificó (o se «anexionó» a Occidente), millones de personas se preguntaron qué traerían consigo la libertad y la democracia. Muchos se alegraron de librarse de las constantes prédicas sobre el socialismo a las que habían estado sometidos durante cuarenta años. Y lo que es más importante, estaban felices de ver –no sólo en las pantallas de televisión, sino a la venta– todas esas modas modernas, artefactos, coches, frutas y verduras importadas. Tenían la posibilidad de viajar a cualquier parte. Aproximadamente un tercio –los que tenían oficios y trabajos fácilmente adaptables, o adquirían rápidamente otros nuevos– se desenvolvía mucho mejor que antes. Aunque en gran medida desinteresados por la religión, siguen tendiendo a votar a los democristianos.
Pero millones lo pasaron peor. Fueron las personas cuyos lugares de trabajo se cerraron, quedándose a menudo sin empleo. La administración, la educación, incluso la investigación, el periodismo en todos los niveles de la prensa escrita, la radio, la televisión… todo ello fue confiscado y pronto dirigido por alemanes occidentales. A menudo, estos últimos habían sido de segunda o tercera fila en su país, pero ahora se convirtieron en una clase privilegiada que gobernaba un nuevo gallinero oriental.
Esto significó no sólo el fin de la propiedad pública, sino el abandono de la mayoría de las fábricas, salvo en los casos en que los salarios más bajos y las peores condiciones (pero la alta cualificación) hacían que algunas de ellas fueran lucrativas como filiales de monopolios occidentales. Un ejemplo: una empresa que había suministrado frigoríficos a la RDA y a gran parte del Bloque del Este estaba al borde de la quiebra forzosa cuando su último ingeniero y un entusiasta de Greenpeace desarrollaron una nueva forma de frigorífico, libre del recién prohibido gas CFC [clorofluorocarbono], destructor de la capa de ozono. El único centro industrial de la zona podía así salvarse. Pero entonces, los tres principales monopolios occidentales, olfateando nuevos beneficios, se aliaron para socavar y destruir a este competidor en ciernes, así como cualquier esperanza de empleo a nivel local. Innumerables pequeñas ciudades de una sola fábrica quedaron con las ventanas destruidas y las salas de trabajo desnudas, vaciadas de la última maquinaria de valor.
Los supermercados, absorbidos por cadenas occidentales, vendieron productos occidentales, subcotizando y, en la medida de lo posible, destruyendo el exitoso sistema de cooperativas agrícolas de la RDA. A principios de los noventa, casi un millón de personas trabajaban en la agricultura de la RDA. En 2007, su número se había reducido a 150.000. Las aldeas agrícolas rara vez contaban siquiera con una pequeña industria para emplear a los antiguos agricultores.
Las granjas cooperativas solían ser los centros de la mayor parte de la vida social de los pueblos, con sus guarderías, bibliotecas, bandas de música y fiestas. Muchos granjeros intentaron mantener las cooperativas en alguna forma de compromiso semiprivatizado. Tales intentos se vieron en gran medida penalizados por la legislación alemana totalmente unificada o sofocados por gigantes invasores, a menudo con megagranjas de cerdos, aves de corral y ganado. Los antiguos compañeros de trabajo se enzarzaron frecuentemente en airadas disputas por la redistribución de la propiedad de las hectáreas, antaño común.
Al igual que las pequeñas ciudades, cada vez más pueblos se vaciaron, y los nuevos desempleados se marcharon en masa a buscar trabajo a Baviera y Schleswig-Holstein, en Alemania occidental, e incluso a Austria y Suiza. Las mujeres jóvenes, las primeras en ser expulsadas de sus antiguos trabajos agrícolas, solían arriesgarse antes que sus hermanos, a menudo maltratados por sus madres.
En las dos décadas siguientes, la economía se estabilizó hasta cierto punto. Algunas grandes empresas establecieron puestos avanzados en ciudades del Este, como Dresde, Leipzig o la planta de Tesla al sur de Berlín, con escalas salariales más bajas, horarios más largos y más trabajadores desempleados, altamente cualificados, pero en gran medida poco familiarizados con las huelgas (aunque esta situación está mejorando ahora).
Alrededor de otro tercio de la población se las arreglaba para salir adelante. Pero para ellos –y aún más para el tercio de la sociedad con ingresos más bajos, incluidas las madres solteras, los jubilados con pensiones precarias y los empleados precarizados– la desilusión era generalizada. En los primeros años de la “Alemania unida”, el Partido del Socialismo Democrático –el demonizado hijo adoptivo del antiguo partido gobernante de la RDA– obtuvo malos resultados. Pero con la gran recesión mundial de 2008-9, cuando los socialdemócratas prácticamente abandonaron a sus partidarios de la clase trabajadora, el recién formado Die Linke –una amalgama del Partido del Socialismo Democrático con una escisión de izquierdas en Alemania occidental– atrajo a casi cinco millones de votantes, el 12%, en una protesta ruidosa y airada.
Pero este punto álgido no volvió a alcanzarse. Los líderes de Die Linke, que obtuvieron sorprendentes resultados del 25-33% en los estados del Este, ganaron tantos escaños a nivel federal (con hasta 66 bancas en el Bundestag) y en los gobiernos estaduales y locales, que algunos parecían agradecer el prestigio, el sueldo, las prebendas y las pensiones que ello conllevaba, también para sus colaboradores. Algunos mantuvieron su «combatividad». Otros, que parecían conformarse con mejoras menores, pasaron a ser considerados por los votantes descontentos como una parte más del establishment.
Otros estaban ansiosos por llenar el vacío resultante. Infiltrados de la Alemania occidental se unieron a la chusma fascista del Este que surgía de la nada, casi inactiva en los tiempos de la RDA, pero que ahora ya no callaba. Llevaron a jóvenes desorientados e insatisfechos a culpar de sus problemas –bastante reales– no a los monopolios que exprimían hasta la extenuación a la Alemania oriental, sino a los refugiados e inmigrantes, que buscaban asilo de las guerras y la miseria, formas de sobrevivir. Sus diferentes colores de piel, creencias, vestimentas e idiomas hicieron que fuera fácil verlos como otros, y se formaron muchos grupos racistas y pronazis, que marcharon, gritaron, cantaron y atacaron violentamente, a veces con mortíferos cócteles molotov. Innumerables policías, jueces, fiscales y alcaldes de pueblos pequeños los toleraron o favorecieron, por simpatía o por miedo. Y algunos funcionarios de muy alto nivel también lo hicieron.
Desde su fundación en 2013, estos grupos se unieron cada vez más en torno a la AfD, que, paso a paso, se fue desplazando hacia la derecha nacionalista y racista. Su líder en Turingia, Björn Höcke, ha hecho un llamamiento a la renovación del “Reich de los mil años” en Alemania, con una ligera moderación de sus violentos dog-whistles [«silbidos para perro»]. Recientemente fue multado por un tribunal por vociferar en un discurso el lema nazi Alles für Deutschland, prohibido por ley. Desde entonces lo ha repetido, gritando Alles für… y dejando que su chusma añada Deutschland. En Turingia, su partido lidera las encuestas con un 30% de apoyo. En Sajonia, donde también se vota el 1° de septiembre, la AfD se sitúa incluso por encima. [Finalmente, la AfD obtuvo un porcentaje ligeramente más alto en Turingia (32,8%), donde triunfó, que en Sajonia, donde quedó segunda (31,9%), casi empatando con los democristianos]
¿Cómo reaccionó Die Linke? Aunque declaró su apoyo a las luchas de la clase obrera y buscó la amistad de algunos líderes sindicales, en la mayoría de los casos no se comprometió con un apoyo activo y visible. Para mantener sus filas, cada vez más raleadas, se dirigió a círculos jóvenes y de alto nivel educativo, y adoptó el lenguaje común de la política de identidad y sus consiguientes batallas gramaticales; asuntos importantes para algunos, pero de escaso interés para la mayoría de los millones de personas preocupadas por pagar el alquiler y permitirse una alimentación sana para ellos o sus hijos.
Die Linke se pronunció contra los devastadores aumentos de los alquileres, sobre el cuidado de los niños y la desastrosa falta de viviendas asequibles. Tuvo un éxito ocasional y limitado en algunas grandes ciudades, pero se le veía más a menudo en las acartonadas cámaras legislativas que en los estridentes mítines callejeros que necesitaba. Elegía continuamente sus listas de candidatos en los mismos círculos intelectuales, entre los funcionarios del partido (en contadas ocasiones, algunos trabajadores de cuello blanco, pero nunca nadie blue collar).
Die Linke fue el único partido que mantuvo posturas humanitarias sobre los refugiados e inmigrantes, oponiéndose al creciente llamamiento ¡La cultura alemana no debe mezclarse ni diluirse! ¡El barco está lleno! Pero ofrecieron pocas propuestas para resolver los problemas en materia de empleo, salarios, educación, vivienda o integración, por lo que perdieron más votos de los que ganaron. Demasiados se dejaron seducir por la despiadada pero eficaz propaganda de la AfD, en sintonía con las crecientes presiones de la recesión y la crisis de Covid-19. Un resultado: se calcula que el 34% de los votantes de la clase trabajadora prefirió a la AfD, mientras que sólo el 3% se quedó con Die Linke.
Después del discurso Zeitenwende
[Se le dice Zeitenwende o “Punto de inflexión” al discurso que pronunció el canciller alemán Olaf Scholz el 27 de febrero de 2022 ante el Bundestag, con motivo de la invasión rusa a Ucrania, anunciando ayuda económica y militar a Kiev, y también una ambiciosa y onerosa política de rearme nacional, en abierta ruptura con la tradición «pacifista» de la segunda posguerra –tras la derrota y caída del nazismo– inaugurada por las autoridades de ocupación aliadas y ratificada luego por Adenauer]
Pero lo más importante son las decisiones sobre la guerra y la paz. Los partidos neoliberales de la coalición gobernante (socialdemócratas, verdes y demócratas libres) se enfrentan constantemente por el clima, la crisis educativa a todos los niveles, el desastre ferroviario y el aumento de la pobreza entre las personas ancianas. Los tres buscan salvarse por separado de unos resultados electorales calamitosos: el mes que viene [septiembre] en Alemania del Este, el año próximo en los comicios generales del Bundestag alemán, con los demócratas libres enfrentándose al olvido político, y los tres coqueteando con sus hasta ahora adversarios, los democristianos, hoy muy por delante en las encuestas nacionales.
Pero mientras los partidos del gobierno se pelean por los recortes presupuestarios para sus ministerios, aprueban miles de millones para apoyo militar a Kiev –y la propia “defensa contra la amenaza rusa de Alemania”. Desde el golpe del Maidán en 2014, Alemania ha hecho más envíos a Ucrania que ningún otro país europeo, haciendo caso omiso de algunos tímidos socialdemócratas como el presidente de la bancada del Bundestag, Rolf Mützenich, que se atreven a instar a tratar de alcanzar la paz. El canciller Olaf Scholz, con la vista puesta en las próximas elecciones, ha parecido en ocasiones dar largas al asunto, como con su oposición al suministro de misiles Taurus gigantes y de largo alcance. Pero al final acaba accediendo a las exigencias cada vez más aterradoras del ministro de Defensa socialdemócrata, Boris Pistorius.
Estas mismas fuerzas, a pesar de la creciente oposición popular –y de algunas críticas internas muy limitadas– también apoyan la guerra de Benjamin Netanyahu en Gaza. La campaña, considerablemente orquestada por Alemania, se califica de batalla por “el derecho de Israel a sobrevivir”, que ahora parece tener más peso que la matanza de al menos 40.000 personas en Gaza, con miles de niños muertos, enterrados bajo los escombros o mutilados física y psíquicamente de por vida, y tres ciudades metódicamente arrasadas. Todo ello se justifica en nombre del compromiso alemán de reparación por los crímenes de 1933-45 [el Holocausto perpetrado por los nazis contra las minorías judías en Alemania y gran parte de Europa]
Hay algunas grietas en este muro de unanimidad. Una es la AfD. Su apoyo incondicional a la guerra de Netanyahu puede parecer sorprendente, dadas las ocasionales señales antisemitas heredadas de sus modelos del siglo XX. Pero, por encima de esas secuelas, está su obsesión inherente con la amenaza “islamista”, que pone en peligro la “cultura básica alemana” bajo el peso de los hiyabs de las mujeres y el recitado de azoras del Corán por parte de hombres barbudos (y el raro pero trágico crimen, difícilmente inesperado en cualquier grupo de jóvenes desplazados, discriminados y a menudo resentidos).
Pero ¿por qué la AfD apoya también a Vladimir Putin? Es probable que Putin se alíe con cualquiera que se oponga a la Unión Europea y a sus sanciones antirrusas y su apoyo financiero a Volodymyr Zelensky. Es probable que la AfD pida negociaciones de paz en Ucrania por razones pragmáticas, sabiendo que quizá el 70% de los alemanes orientales (y casi el 50 de los occidentales) rechazan los actuales movimientos hacia la guerra. Pero la AfD no es un partido pacifista: quiere una OTAN más fuerte, más armamento, el servicio militar obligatorio. En general, una vuelta al poder militar alemán del siglo XX.
Die Linke, aunque dividida en muchos aspectos, siempre fue el único «partido de la paz». Sin embargo, como en muchos países, el conflicto de Ucrania lo dividió desastrosamente. Sus principales líderes culparon a ambos bandos –una postura ya de por sí atrevida–, pero pasaron cada vez más por alto el papel de la OTAN. No obstante, dentro de sus filas, la ex vocera parlamentaria Sahra Wagenknecht y sus seguidores señalaron la continua ambición de Washington de gobernar el mundo. Culpaban a la OTAN de incumplir sus promesas de no expandirse nunca hacia el Este, trasladando grandes armamentos y maniobras navales y militares a los países del antiguo bloque socialista, ahora integrados en la alianza. Argumentaron que esto significaba un cerco al corazón de Rusia, controlando al mismo tiempo sus salidas al mar Báltico y al mar Negro, y rechazando todas las ofertas –o súplicas– rusas para llegar a alguna forma de distensión.
A principios de 2023, Wagenknecht y sus aliados formularon un manifiesto por la paz que fue firmado en pocas semanas por casi 800 mil personas, y después organizaron un mitin pacifista en Berlín que atrajo a unas 50 mil personas. Cuando la dirección de Die Linke boicoteó tanto el manifiesto como el mitin, pidiendo a sus miembros que hicieran lo mismo (supuestamente porque no había suficientes líneas rojas contra la asistencia de simpatizantes de la AfD), la faena estaba hecha; y a finales del año pasado, se cortó el cordón umbilical y nació el nuevo bebé: la Bündnis Sahra Wagenknecht (BSW).
Después de la ruptura
En siete meses, la BSW ha aumentado su porcentaje en las encuestas hasta el 9% a nivel nacional. En los estados del Este que votan en septiembre, la BSW aventaja a Die Linke por 18 a 13 por ciento en Turingia (aunque este es el único estado donde, desde 2014, Die Linke ha tenido el Ministerpräsident). En Brandemburgo, la BSW aventaja por 17 a 5, con Die Linke al borde de la desaparición. En Sajonia, la BSW sondea con un 13%, mientras que Die Linke –antes en segundo lugar– ha bajado a un desastroso 3%. [En Turingia y Sajonia ya se votó. La tendencia de las encuestas se ha visto relativamente confirmada: BSW superó a Die Linke en ambos distritos, pero 16 a 12 por ciento en Turingia, y 12 a 8 en Sajonia. En Brandemburgo se votará el próximo domingo]
En estos comicios, Die Linke corre el riesgo de quedar fuera del parlamento en dos de los tres estados federados. [No ha sido así en Turingia y Sajonia, pero ha perdido muchos escaños. Habrá que ver qué sucede en Brandemburgo el próximo domingo.] Los demócratas libres y los verdes están fuera de carrera en los tres, y los socialdemócratas casi al final (fuera de su bastión de Brandemburgo). Los únicos contendientes restantes serán una AfD muy fuerte, unos democristianos bastante fuertes y la BSW. Ninguno está cerca de la mayoría; todos han rechazado los vínculos con cualquiera de los otros.
¿Qué va a ocurrir? Algunos democristianos han empezado a jugar a las cartas con la AfD, cuyas ideas de ultraderecha no distan mucho de las suyas. En algunas ciudades y pueblos, ya hemos visto un primer abrazo abierto, aunque tímido. ¿Puede extenderse a toda Sajonia?
En Brandemburgo, donde los socialdemócratas conservan cierta fuerza, se habla de superar el fuerte tabú existente para acercarse a la alianza de Wagenknecht. ¿Será suficiente?
Lo más sorprendente –o alarmante– han sido los susurros malintencionados de un posible acuerdo de algún tipo entre AfD y BSW. Wagenknecht ha declarado que la BSW nunca podrá unirse a ningún partido que apoye el envío incondicional de armas a Ucrania. Sólo la AfD –por razones propias– encaja en esa lista. La posición de Wagenknecht sobre los inmigrantes –normas más estrictas, menor número– a veces parece contener ecos de las posiciones de “los alemanes primero” de la AfD. Desde el punto de vista económico, parece estar a favor de los grupos de clase media y de una vuelta a la “economía social de mercado” del canciller alemán Ludwig Erhard a mediados de los años 60, con algunas menciones a los derechos de la clase trabajadora, pero poca militancia audible hasta ahora, y mucho menos referencias al socialismo.
Wagenknecht afirma que su partido es la mejor, o la única barrera real, contra la AfD y los fascistas en general. Pero, aunque algunas de las personalidades más fuertes de la izquierda abandonaron Die Linke para unirse a la BSW, ésta tiene claros límites. No tiene previsto ningún programa escrito hasta el próximo otoño, todavía no recluta miembros y sigue dependiendo en gran medida tanto de su novedad y del voto bronca como de la personalidad magnética de su lideresa y sus excelentes dotes como oradora.
¿Está Die Linke condenada? Una de sus secciones –básicamente los marxistas, aunque casi siempre superados en votos por el ala conservadora de los líderes– decidió no unirse a la BSW, sino quedarse y luchar. Se resisten especialmente a que se debilite la tradicional oposición de Die Linke a la OTAN (también en el caso de Ucrania), y se oponen a cualquier despliegue de armamento y tropas alemanas en el extranjero. También luchan contra la postura sinuosa de algunos líderes que evitan oponerse francamente al brutal genocidio de Netanyahu en Gaza.
Pero las aterradoras pérdidas de Die Linke –sólo un 2,7% en las elecciones europeas de junio– y el gran éxito de la BSW en la retirada de sus miembros parecen haber forzado finalmente un cambio. El resultado: menos de dos semanas antes de las elecciones estaduales [de Sajonia y Turingia, el 1° de septiembre], los dos presidentes de Die Linke anunciaron que no se presentarían a la reelección en el congreso del partido de octubre. Por suerte (o deliberadamente), un alemán occidental y una alemana oriental ya se han presentado para sustituirles. Dicho «equilibrio» es una ecuación establecida, pero esta vez su objetivo es básicamente rescatar a Die Linke del abismo.
Sus declaraciones suenan optimistas, pero también militantes. ¿Puede significar esto que lo que queda de Die Linke empezará a luchar de verdad, también en las calles, fábricas, supermercados y universidades, por los trabajadores, por la paz y por el socialismo, quizás –al final– más que la BSW?
El futuro de estos candidatos es incierto. Pero será extremadamente importante si se quiere oponer una resistencia real a la tendencia cada vez más peligrosa hacia la remilitarización y la expansión alemanas, y posiblemente incluso hacia algún equivalente moderno del fascismo.
Por mi parte, mantengo la mente abierta, y vuelvo a recordar las palabras de Mark Twain: “No me gusta comprometerme sobre el cielo y el infierno; ya ve, tengo amigos en ambos lugares”.
Victor Grossman
ALEMANIA: ¿EL FIN DE SU HEGEMONÍA SOBRE LA UNIÓN EUROPEA?
Hoy [el texto fue publicado el domingo 1° de septiembre] se celebran elecciones en dos grandes estados federados (Länder) del este de Alemania Todos los sondeos de opinión muestran que los partidos euroescépticos, antiinmigración y favorables a Rusia, tanto de la extrema derecha como de la nueva izquierda, van en cabeza [los resultados electorales en Sajonia y Turingia confirmaron el pronóstico de las encuestas]. Los partidos de la actual coalición federal (socialdemócratas, verdes y demócratas libres) están siendo diezmados hasta la inexistencia en estos estados de la antigua Alemania oriental. En los tres Länder del Este viven unos 8,5 millones de personas, el 10% de la población alemana. Pero no es sólo en estos estados donde el «centro» de la política alemana se está derrumbando. Los tres partidos de la coalición de gobierno del canciller Scholz han visto caer su porcentaje de voto combinado de más del 50% a finales de 2021 a menos de un tercio en la actualidad.
En estas elecciones de los Länder, se espera que el partido islamófobo de derechas Alternativa para Alemania (AfD, por sus siglas en alemán) obtenga más del 30% de los votos en Turingia y Sajonia, con la perspectiva de ganar el poder en la primera. [Así ocurrió, en efecto: AfD ganó en Turingia con el 32,8% de los votos y salió segunda en Sajonia con 31,9%, casi empatando con los triunfantes democristianos.] Bjorn Höcke, que ya ha sido condenado dos veces por utilizar lemas nazis prohibidos, es el líder de la AfD en Turingia. Pero también se espera que un nuevo partido de izquierdas, con el nombre homónimo de Alianza Sahra Wagenknecht (BSW, por sus siglas en alemán), consiga hasta un 15-20% de los votos. [Al final, la BSW obtuvo un 16% en Turingia y un 12% en Sajonia. Resta saber qué acontecerá en los comicios brandemburgueses, el domingo 22 de septiembre.]
Alemania se enfrenta a un repunte de la inmigración, ya que el número de solicitudes de asilo alcanzó las 334 mil en 2023. Según una encuesta reciente, el 56% de los alemanes afirma temer verse desbordados por la inmigración. Así, pues, parece que la inmigración y el racismo [junto con la islamofobia] son los motores del ascenso de la ultraderechista AfD. Pero lo irónico es que el voto de la AfD mejoró principalmente en zonas del este de Alemania donde la inmigración era relativamente baja: es el miedo y no la realidad lo que impulsa tales prejuicios y reacciones.
Al fin y al cabo, los alemanes están acostumbrados a los inmigrantes. Alemania es el segundo destino migratorio más popular del mundo, después de Estados Unidos. Más de uno de cada cinco alemanes tiene raíces al menos parciales fuera del país, es decir, unos 18,6 millones. Pero la cuestión de la inmigración se ha convertido en un gran problema en Alemania debido a la catástrofe en Medio Oriente y Ucrania, que ha provocado una afluencia masiva y rápida de refugiados, alrededor de 2 millones en los últimos dos años [sirios y ucranianos, fundamentalmente]. La mayoría de estos refugiados fueron a parar a las zonas más pobres del este de Alemania, ya sometidas a la presión de unas viviendas, una educación y unos servicios sociales más deficientes.
La otra ironía es que la co-jefa de la AfD no es una pobre populista del pueblo, sino que Alice Weidel es una antigua economista de Goldman Sachs y consultora financiera (semejante al líder «populista» de Reform UK, Nigel Farage, que es corredor de bolsa. Estos representantes del capital no tienen ninguna conexión con sus votantes de base, sino que intentan llegar al poder valiéndose de los prejuicios y la mendacidad. El fenómeno de los partidos nacionalistas «populistas» de derechas no se limita a Alemania. En Francia, existe la Agrupación Nacional; en Gran Bretaña, Reform UK; y en Italia, los Hermanos de Italia en el poder. De hecho, en casi todos los estados de la UE hay partidos reaccionarios que rondan el 10-15% de los votos, como confirmaron las recientes elecciones a la Asamblea de la UE.
Para mí, todo esto es un producto de la larga depresión en las principales economías capitalistas desde el final de la Gran Recesión de 2008-9, que ha golpeado a los más pobres y menos organizados de la clase obrera, junto con las pequeñas empresas y los trabajadores autónomos. Han recurrido al «nacionalismo» en busca de una respuesta, pensando que las causas de su desaparición son los inmigrantes, las dádivas a otros países de la UE y los grandes negocios, en ese orden.
La situación se ha deteriorado más en Alemania debido a las secuelas de la crisis pandémica y la guerra de Ucrania. La gran potencia industrial de Europa, Alemania, se ha paralizado desde la pandemia. Y los votos a los partidos tradicionales se han hundido con ella.
El hundimiento de la economía alemana ha dejado al descubierto el problema subyacente de un mercado laboral «dual», con toda una capa de empleados temporales part-time para las empresas alemanas con salarios muy bajos. Alrededor de una cuarta parte de la mano de obra alemana percibe actualmente un salario «bajo», utilizando una definición común de aquel que es inferior a dos tercios de la media, lo que supone una proporción superior a la de los 17 países europeos, excepto Lituania. Esta mano de obra barata, concentrada en el este de Alemania, compite directamente con el enorme número de refugiados llegados en los dos últimos años. Por eso muchos votantes de Alemania oriental piensan que el problema es la inmigración.
Pero por debajo está el deterioro de la economía alemana, que afecta especialmente al este del país. Alemania es el estado más populoso de la UE y su motor económico representa más del 20% del PBI del bloque. La industria manufacturera sigue representando el 23% de la economía alemana, frente al 12% de Estados Unidos y el 10% del Reino Unido. Y el sector manufacturero emplea al 19% de la mano de obra alemana, frente al 10% de EE.UU. y el 9% de Gran Bretaña.
Pero la mayor economía de Europa está en recesión. El PBI real del segundo trimestre de 2024 descendió un 0,1% en comparación con el primer trimestre de 2024, y otro tanto en comparación con el segundo trimestre de 2023. De hecho, el PBI real alemán no ha registrado crecimiento durante cinco trimestres consecutivos, y se ha estancado realmente en los últimos cuatro años.
El gobierno alemán ha seguido servilmente las políticas de la alianza occidental de la OTAN, y ha dejado de depender de la energía barata de Rusia (de hecho, incluso apoyó la voladura del vital gasoducto Nordstream). Los costes de la energía se han disparado para los hogares alemanes.
En efecto, los salarios reales en Alemania siguen por debajo de los niveles anteriores a la pandemia, al igual que en muchos países de la UE.
Pero más importante para el capital alemán es el aumento de los costos energéticos respecto a la industria. La Cámara Alemana de Industria y Comercio (DIHK, por sus siglas en alemán) comenta: “Los elevados precios de la energía también afectan a las actividades de inversión de las empresas y, por tanto, a su capacidad de innovación. Más de un tercio de las empresas industriales afirman que actualmente pueden invertir menos en procesos operativos básicos debido a los elevados precios de la energía. Una cuarta parte afirma que puede dedicarse a la protección del clima con menos recursos, y una quinta parte de las empresas industriales tiene que posponer las inversiones en investigación e innovación.” “Además de la deslocalización prevista de la producción, esto representa otra grave amenaza para Alemania como emplazamiento industrial”, advierte Achim Dercks (DIHK). “Si las propias empresas dejan de invertir en sus procesos centrales, esto equivaldrá a un desmantelamiento gradual”.
El verano pasado, el FMI calculó que estos costos crecientes reducirían el crecimiento económico potencial de Alemania hasta un 1,25% al año, “dependiendo de la magnitud final de la crisis de los precios de la energía y del grado en que el aumento de la eficiencia energética pueda mitigarla”.
En los últimos tres años, la actividad manufacturera se ha desplomado.
Además, el repunte de la rentabilidad del capital alemán desde el inicio del euro, la deslocalización de la capacidad industrial hacia el este de la UE y los bajos salarios de gran parte de la mano de obra han terminado. La rentabilidad del capital alemán empezó a caer en la Gran Recesión [la crisis de 2008] y durante la Larga Depresión de la década de 2010. Pero la mayor caída se produjo en la pandemia y la rentabilidad se encuentra ahora en un mínimo histórico.
Peor aún, la masa de beneficios también ha empezado a caer a medida que los crecientes costos de producción (energía, transporte, componentes) se comen los ingresos. Y cuando los beneficios totales caen, se produce un colapso de la inversión y una recesión.
La formación bruta de capital (un indicador de la inversión) se está contrayendo.
Esto me lleva a los argumentos esgrimidos por los economistas keynesianos, según los cuales el declive de Alemania se debe a la falta de demanda de los consumidores y al “exceso de capacidad” de producción. Se argumenta que el gran superávit comercial de Alemania (exportaciones sobre importaciones) muestra un «desequilibrio» en la economía que debería rectificarse aumentando el consumo.
Pero esto no tiene sentido. Si nos fijamos en los componentes del PBI real alemán desde el inicio de la crisis pandémica en 2020, podemos ver que el descenso de Alemania no fue el resultado de una caída del consumo (más de 1%), sino de la inversión. La caída de la rentabilidad y los beneficios provocó una caída de la inversión (-7%).
Además, Alemania no está «inundando» el mundo con sus exportaciones. El superávit comercial con el resto del mundo se mantiene prácticamente invariable en 20.000 millones de euros anuales, como en los años de la década de 2010.
Las exportaciones de bienes están más o menos estables; son las importaciones las que cayeron tras la pandemia, ya que los fabricantes alemanes redujeron la producción y el uso de materias primas y componentes.
Durante la pandemia, el gasto público aumentó considerablemente para intentar paliar el impacto de la pérdida de empleos y salarios. Pero una vez finalizada, el gobierno de coalición aplicó medidas de austeridad fiscal, supuestamente para cumplir las restricciones de la Comisión Europea y la Constitución alemana, que estipula que el estado “sólo puede gastar tanto dinero como el que ingresa”.
El gobierno congeló sus planes de financiación en materia de adaptación al cambio climático y modernización, y tapó un «agujero» de 17.000 millones de euros en su presupuesto con medidas de austeridad. Entre ellas, la supresión de una subvención al gasoil para vehículos agrícolas, que desató airadas protestas de los agricultores. Los tractores irrumpieron en las ciudades y bloquearon varios cruces de autopistas. Los trastornos sufridos por millones de viajeros se vieron agravados por una huelga de maquinistas en un sistema ferroviario privatizado que se estaba desintegrando.
Por si fuera poco, el ministro de Economía, Christian Lindner, líder del pequeño partido neoliberal FDP (pro «libre mercado»), insiste en recortar el gasto social (especialmente en el este de Alemania). Lindner quiere recortar el gasto público ¡hasta en 50.000 millones de euros!
Lo que todo esto demuestra es que ni siquiera el capitalismo alemán, la economía capitalista avanzada más próspera de Europa, puede escapar a las fuerzas divisorias de la Larga Depresión. Pero también demuestra que el servilismo del gobierno de coalición alemán a los intereses del imperialismo estadounidense en nombre de la “democracia occidental” (respecto a Ucrania e Israel) está destruyendo la hegemonía del capital germano y el nivel de vida de sus ciudadanos más pobres. No es de extrañar que las voces del nacionalismo y la reacción estén ganando tracción.
Michael Roberts
EL PARTIDO ALEMÁN QUE SALIÓ DE LA IZQUIERDA Y LE DOBLÓ LOS VOTOS EN CINCO MESES
A estas alturas, ya todos conocemos los resultados de las elecciones al Parlamento Europeo y hemos sacado las principales conclusiones: victoria de la derecha, salto de la ultraderecha, mantenimiento de la socialdemocracia y fracaso de la izquierda y los verdes. Con ligeras variaciones, este panorama es el más generalizado en los diferentes países europeos. Sin embargo, hay un fenómeno en estos comicios que se está analizando poco y que merece ser estudiado porque puede ser perfectamente viable para llevarse a cabo en muchos países. Se trata del partido alemán Alianza Sahra Wagenknecht – Por la Razón y la Justicia [BSW, por sus siglas en alemán], un partido que se fundó hace cinco meses como una escisión de La Izquierda (Die Linke) y les ha superado en más del doble de votos.
Pero vayamos a su inicio. El partido BSW nació en el pasado enero a partir de una asociación creada en septiembre por la diputada Sahra Wagenknecht, tras abandonar la directiva de Die Linke. Doctora en Ciencias Económicas, Wagenknecht fue legisladora del Parlamento Europeo desde julio de 2004 hasta julio de 2009, y desde 2009 es miembro del Bundestag alemán.
Pues bien, este nuevo partido reniega y se desmarca de la evolución dominante en los partidos de izquierda europeos. Según ellos, la izquierda europea actual ha adoptado lo que llaman unas posiciones alejadas de los sectores populares y trabajadores, se ha pasado a reivindicar luchas identitarias que fragmentan a la población en lugar de cohesionarla hacia reivindicaciones sociales universales. Sus críticas también se dirigen contra los discursos medioambientales mayoritarios que castigan a los sectores más humildes con tasas e impuestos ecológicos, mientras no afectan a las personas de mayor poder adquisitivo que pueden asumir todos esos gastos o incluso disfrutar de ayudas públicas ecológicas.
Su discurso estaba calando cada vez más entre los sectores más humildes de Alemania y se han cumplido las previsiones de éxito, al menos comparada con la izquierda hasta ahora existente. Mientras Die Linke logró el 2,7% de los votos y se conformaba con tres escaños de los cinco que tenía, los de Wagenknecht llegaban al 6,2% y seis escaños, incluso más de los que tenía la izquierda en la legislatura pasada. Y todo ello con un partido creado hace cinco meses.
Sahra Wagenknecht explicó en un libro [de 2021, su última obra], recién traducido en España, Los engreídos. Mi contraprograma en favor del civismo y de la cohesión social [Madrid, Lolabooks, 2024], su ideario, en el que comprobamos que es toda una enmienda a la deriva por la que ha discurrido la actual izquierda europea y parte también de la latinoamericana.
A diferencia de las habituales revisiones de la izquierda, que casi siempre son para abandonar elementos históricos y tradicionales de sus doctrinas en aras de una supuesta modernidad, lo que hace Wagenknecht es enfrentar la modernidad de la izquierda para recuperar, incluso con esa tan estigmatizada nostalgia, los principios de lucha, solidaridad y cohesión social que caracterizaba a los obreros industriales de los setenta.
La autora alemana denuncia lo que denomina el “liberalismo de izquierdas”, un relato de la clase media universitaria, que, aunque se considera de izquierda, es individualista y partidaria de una economía globalizada. Para ellos, hablar de derechos es defender colectivos identitarios para lograr cuotas de representación por diversidad étnica, religiosa, de género o de orientación sexual. Es decir, un tratamiento desigual de los diferentes grupos, lo que, desde la perspectiva de Wagenknecht y sus partidarios, supone una clara contradicción con la defensa de las mayorías, que debería ser el ADN de la izquierda.
La línea dominante de la izquierda, llamada desde algunos sectores “posmoderna” o woke, desprecia a los sectores obreros o rurales, a los que observa con arrogancia porque usan coches diésel en lugar de eléctricos, compran carne industrial en Aldi y prefieren tener una familia y quedarse en su pueblo, en lugar de viajar por el mundo.
Es por ello que, según la tesis del partido BSW, grandes sectores populares se están incorporando a las filas de la ultraderecha ante la orfandad que sienten en las organizaciones de izquierda. La alianza BSW ha tenido una acogida especialmente positiva en el este de Alemania. Allí, el nuevo partido obtuvo más del 13 por ciento de los votos, lo que lo sitúa en el tercer lugar en esa parte del país. Muchos encuentran la explicación en elementos que se echan de menos de la época soviética [la Ostalgie] como la defensa del estado-nación y la negativa a enfrentarse a Rusia mediante las sanciones y la entrega de armas a Ucrania que está haciendo la UE.
Aunque los expertos habían pronosticado que la BSW recibiría votos procedentes de la ultraderechista AfD, los análisis del instituto Infratest Dimap lo desmienten. De los antiguos votantes del AfD, sólo 160 mil votaron por el partido de Wagenknecht. En cambio, alrededor de 520 mil votos del socialdemócrata SPD fueron para la BSW. Y 410 mil votos también provinieron de Die Link, a la que anteriormente pertenecía Wagenknecht. Es decir, un amplio espectro de la sociedad alemana ha encontrado sintonías con el discurso de BSW.
Por supuesto no le han faltado los ataques desde la izquierda. La han llamado ultraderechista disfrazada de izquierda, xenófoba y hasta negacionista del Covid-19 y del cambio climático. Es decir, el cóctel perfecto para poder presentarla como una especie de Trump, Bolsonaro o Le Pen, pero con piel de izquierda para seducir. Yo he buscado en las más de cuatrocientas páginas de su libro esa xenofobia y ese negacionismo, y no los he encontrado. Al contrario, he descubierto importantes razonamientos y duras críticas a la izquierda posmoderna y urbana dominante. Por eso comprendo bien los ataques que recibe.
Wagenknecht y su BSW se reivindican conservadores, es verdad, pero no se trata de un conservadurismo político, sino de conservadurismo de los valores frente a lo que consideran una agresión del capitalismo globalizado. Son sencillamente gentes que no quieren ser profesionales móviles y flexibles, sino que prefieren quedarse en su tierra; que la familia (por supuesto, no necesariamente de un hombre y una mujer) es una situación deseable a la que no pueden llegar debido a su precariedad económica. Gente que desea vivir en un entorno social estable, cohesionado con una menor desigualdad, y con sus valores y tradiciones.
Wagenknecht piensa que, si seguimos despreciando a todas esas personas y, desde nuestra arrogancia y superioridad moral, llamándolas fascistas porque creen que esos valores sólo se los ofrece la ultraderecha, solo lograremos más enfrentamiento con vecinos, a quienes no hemos sido capaces de presentarles unas propuestas sugerentes desde la izquierda. Porque quizá ha sido el supremacismo con el que les está mirando la izquierda universitaria y cosmopolita el que les está arrojando en los brazos de la ultraderecha. Una ultraderecha que ya es mayoría en Francia, Italia y Bélgica.
La realidad es que, en las anteriores elecciones europeas, el voto español de la izquierda más allá del PSOE fue del 18%, y ahora se ha quedado en el 8%. Quizá va siendo hora de mirar a esos barrios obreros y esas comarcas rurales que antes votaban izquierda, y ahora se están yendo a la ultraderecha.
Leyendo el análisis del libro Los engreídos, uno percibe que no está viendo solamente el debate político de Alemania, sino el dilema al que debe enfrentarse la izquierda de toda Europa, como hemos podido ver en estas elecciones. Una izquierda que debe pensar en algo más que en aplaudir las identidades sentidas y airear el espantajo de que viene la ultraderecha, como si fuese por arte de magia y no hubiera ninguna explicación.
Pascual Serrano
¿QUÉ SIGNIFICA “SOLIDARIDAD CON UCRANIA”?
El 17 de marzo de 1981, el dibujante de historietas alemán Rötger Feldmann se hizo un regalo de cumpleaños publicando el primer volumen de su cómic Werner. La serie narra las aventuras de unos plomeros que trabajan en una empresa llamada Röhrich. El jefe, Walter Röhrich (cuyo apellido evoca la palabra alemana para «tubería»), tiene un latiguillo: “Eckart, ¿puedes ir a comprobar el sótano? Creo que los rusos están ahí abajo”.
Feldmann pretendía que su personaje Walter Röhrich fuera una sátira de cierto tipo de persona, más que una figura con la cual identificarse. No sólo personifica al jefe pedante, desconfiado y constantemente irascible, del que los trabajadores, Werner y Eckart, harían cualquier cosa por alejarse, sino que también sufre obviamente un trauma de guerra. En un momento de la historia, su trauma se desencadena por una explosión en una obra, que le lleva a preguntarse si “Iván” ha entrado en el edificio.
Las historietas de Werner se publicaron en el momento álgido de la “Segunda Guerra Fría” y del movimiento pacifista, tanto en Alemania Oriental como Occidental. El 10 de octubre de 1981, unas 300 mil personas se reunieron en el Hofgarten de Bonn para manifestarse contra el emplazamiento de misiles nucleares de medio alcance en Occidente. Entre los oradores, figuraban socialdemócratas como Erhard Eppler y Heinrich Albertz, miembros fundadores del Partido Verde como Petra Kelly y el general Gert Bastian, y demócratas libres como William Borm.
Por aquel entonces, gran parte de la población reconocía la amenaza muy real de una escalada nuclear y de una Tercera Guerra Mundial entre la OTAN, liderada por Estados Unidos, y los países del Bloque del Este, liderados por la Unión Soviética. También sabían que el despliegue de misiles y los planes estratégicos de las superpotencias convertirían a Europa central en la “zona cero” del primer ataque y del bombardeo nuclear de represalia en caso de guerra. En 1983, más de 4 millones de ciudadanos de la República Federal de Alemania habían firmado el “Llamamiento de Krefeld”, oponiéndose al estacionamiento de misiles nucleares en Alemania y a la participación del país en la carrera armamentística nuclear. Pero hoy, el gobierno de coalición de los socialdemócratas, los verdes y los demócratas libres aprovecha las vacaciones de verano para aprobar la presencia de prácticamente los mismos misiles estadounidenses, eludiendo cualquier debate público más amplio.
Del pacifismo a la nueva retórica de la guerra
Desde el 24 de febrero de 2022, cuando Rusia comenzó a librar su guerra ilegal contra Ucrania, casi todo el mundo en la política y los medios de comunicación alemanes ha tenido más que un touch de Walter Röhrich. Se está produciendo un cambio innegable en la política alemana. No sólo los conservadores y demoliberales, sino incluso los partidarios de los verdes y, en la mayoría de los casos, más de la mitad del Partido Socialdemócrata Alemán, han llegado a la conclusión –en el contexto de un espectro de opinión marcadamente reducido, por el deseo de mostrar solidaridad con un país asediado– de que el imperativo del momento es enviar armas a una zona de guerra. No importa que parte de la plataforma de campaña de los verdes en las elecciones al Bundestag consistiera en descartar “el envío de armas a zonas de guerra y crisis”. Algunos, como el líder de la oposición democristiana y probable candidato a canciller en las elecciones federales de 2025, Friedrich Merz, llegaron a decir que el despliegue directo de tropas de la OTAN en Ucrania para disuadir a la Rusia nuclear no debería considerarse tabú, aunque ello implicara inevitablemente una guerra directa entre potencias nucleares.
Los liberales burgueses –desde los democristianos y demócratas libres hasta los verdes– están convencidos, o al menos así lo proclaman constantemente, de que “Ucrania” defiende la libertad occidental y “nuestros valores”. Además, están convencidos de que Rusia –un país cuyo poder económico es comparable al de Italia, y cuyo poder militar asciende a una quinceava parte del de la OTAN– pronto atacará a los países otanistas a menos que las armas suministradas por Occidente le obliguen a retirarse de los territorios ucranianos y de Crimea, que se anexionó en 2014.
Los liberales suelen comparar el reinado autoritario de Vladimir Putin con el régimen de Hitler. Putin está librando una “guerra de exterminio” genocida en Ucrania, escribió Berthold Kohler en la Frankfurter Allgemeine Zeitung durante los primeros días de la guerra. De este modo, equiparaba directamente el conflicto actual con la guerra de exterminio» nazi librada en Ucrania, Bielorrusia, Rusia y el Báltico, y que dio lugar al Holocausto, una relativización de la historia similar a la postura defendida por el Partido Nacional Democrático de ultraderecha. La Staatsräson alemana exige que no se ponga en duda el carácter genocida, o al menos criminal, de la guerra rusa. Con este fin, en otoño de 2022 la coalición alemana del “semáforo” aprobó leyes más duras contra la relativización del genocidio.
Al mismo tiempo, es tabú discutir si el gobierno de extrema derecha de Israel está cometiendo crímenes de guerra y posiblemente genocidio contra la población palestina de Gaza (donde en el transcurso de sólo unas semanas el número de muertos civiles ya superó significativamente el de los dos años y medio de guerra en Ucrania). De hecho, cualquier crítica a las acciones del Estado de Israel es vengada con medios sorprendentemente similares a los desplegados por los regímenes autoritarios –incluidas las restricciones a las libertades civiles, así como las propuestas del Partido Socialdemócrata Alemán y del ministro federal de Justicia del Partido Democrático Libre, Marco Buschmann, de denegar la ciudadanía alemana a las personas que no afirmen explícitamente el derecho de Israel a existir, y de aplicar retroactivamente esto hasta diez años, es decir, expatriarlas de hecho.
Al mismo tiempo, el gobierno y la oposición conservadora afirman que Rusia alberga planes de conquista de mayor alcance. Incluso Boris Pistorius, ministro de Defensa socialdemócrata, ha hecho suyos los argumentos de Christian Mölling, director del Consejo Alemán de Relaciones Exteriores, según los cuales a la OTAN sólo le quedan cinco años para estar “lista para el combate” ante un inminente ataque ruso. La idea es que, para mantener a los rusos fuera del sótano, es necesario invertir 100.000 millones de euros, o incluso hasta 300.000 millones en capacidad militar, como piden el experto en política exterior Roderich Kiesewetter (democristiano) y la comisaria de Defensa, Eva Högl (socialdemócrata).
Pero si hoy “nos” encontramos en guerra con un nuevo “Hitler ruso”, entonces quienes piden negociaciones deben ser necesariamente sospechosos de “apaciguamiento”, por analogía con el Acuerdo de Múnich de 1938, cuando el gobierno británico se esforzó por evitar el estallido de una nueva guerra mundial. Hoy en día, cualquiera que se manifieste en contra de la entrega de armas es denunciado como un “pacifista lumpen” (Sascha Lobo), un “criminal de guerra de segunda mano” (Wolf Biermann) y –en otra comparación implícita con Hitler, por alusión al bestseller de Daniel Jonah Goldhagen de 1996 sobre el Holocausto– uno de los “voluntariosos ayudantes de Putin”. Al mismo tiempo, en la fatídica lucha de las “democracias contra las autocracias” (como sugiere tan a la ligera la ideología de la Nueva Guerra Fría, a juzgar por la cuestionable reputación de ciertos aliados occidentales), también hay que hacer sacrificios en el frente interno. Durante la ronda de negociaciones colectivas de la primavera pasada, Pistorius criticó los elevados acuerdos salariales en el sector público por poner en peligro la capacidad bélica de Alemania.
El riesgo de una nueva escalada del conflicto con Rusia, una potencia nuclear, es obviamente uno que el gobierno alemán está dispuesto a aceptar. Kiesewetter, que probablemente será nombrado ministro de Asuntos Exteriores tras las elecciones de 2025, ha instado al gobierno a “llevar la guerra a Rusia” y atacar no sólo la infraestructura militar, sino también los “ministerios”. Cada vez se entregan más sistemas de armamento nuevos a Ucrania sin que se establezcan líneas rojas ni una estrategia de salida realista para la cada vez mayor implicación de la OTAN. Esto es especialmente problemático a la vista del objetivo bélico de mínima mencionado en la “fórmula de paz” del presidente ucraniano Zelensky: la expulsión de las tropas rusas de Dombás y de la península de Crimea, lo cual es altamente improbable en términos estratégicos.
Los expertos en política exterior de “Occidente” también se ven cada vez más obligados a aceptar la nueva realidad de una “guerra imposible de ganar”. La pregunta es: ¿cuántos ucranianos y rusos más tendrán que morir para que se tenga en cuenta esta realidad? ¿Hasta dónde debe escalar la guerra por unos pocos kilómetros cuadrados de tierra arrasada? ¿Y cómo abordar el problema de la enorme ventaja de Rusia en términos de cantidad de tropas? A medida que Ucrania se vaya quedando sin tropas que enviar al frente, esto significará sin duda la “ampliación de la misión” de la OTAN: independientemente de cuántas armas más suministre Occidente, Ucrania sólo podrá alcanzar de forma realista sus objetivos de guerra si las tropas de la OTAN participan directamente.
Lo que resulta especialmente interesante es que, por mucho que izquierdistas y derechistas describan por igual a Putin como un dictador trastornado, dispuesto a hacer realidad sus demenciales sueños de restaurar el imperio ruso cueste lo que cueste, en una fatídica batalla contra un enemigo odiado, la gente parece confiar en la cordura de Putin y en el instinto de autoconservación de Rusia cuando se trata de la cuestión del dominio de la escalada rusa y de una mayor intensificación de la guerra. ¿Qué ocurrirá cuando Rusia empiece a desplegar más armas termobáricas, o incluso armas químicas, intensifique la destrucción de la infraestructura civil de Ucrania, o incluso empiece a utilizar armas nucleares –lo que estaría justificado según la actual doctrina nuclear rusa, una vez que se utilicen los sistemas de armamento y la inteligencia occidentales para destruir los radares de alerta temprana rusos?
¿Solidaridad con quién?
La política occidental de sanciones, envíos de armas y apoyo a la guerra se lleva a cabo en nombre de la “solidaridad con Ucrania”. Desde el comienzo de la guerra, la gente ha querido mostrar “solidaridad con Ucrania”. Pero ¿qué significa esto exactamente? ¿A quién o a qué se refiere realmente la gente cuando habla de “Ucrania”? ¿Y cómo se organiza la solidaridad?
La solidaridad con las personas que huyeron a Alemania y Europa tras el inicio de la guerra en febrero de 2022 estaba y está relacionada concretamente con los derechos humanos universales de las personas. Esto incluye el derecho humano al asilo y el derecho a la objeción de conciencia. Sin embargo, la “solidaridad con Ucrania” que equivale al suministro de armas para la “autodefensa” significa concretamente que el estado alemán, y otros estados occidentales, están suministrando armas al estado ucraniano para apoyar su movilización bélica.
Los socialistas y los pensadores marxistas se diferencian de los conservadores burgueses en que la sociedad está en el centro de su pensamiento. Se diferencian del grueso de los liberales actuales en que su pensamiento va más allá del ámbito del estado y de su razón de ser. Para ellos está claro: al igual que no existe algo unitario como Francia o Alemania per se, o un grupo homogéneo como los japoneses o los rusos, tampoco existe algo como Ucrania.
Como todas las sociedades capitalistas, este país de Europa oriental está dividido en clases: capital y trabajo, ricos y pobres, los de arriba y los de abajo, etcétera. Además, incluso antes de la guerra, las divisiones en Ucrania eran políticas, ideológicas, lingüísticas y culturales. Sobre todo, existía una marcada división económica entre una oligarquía agraria en el oeste del país –con la vista puesta en la adhesión a la Unión Europea y los mercados occidentales– y una oligarquía minero-industrial en el este. Esta última temía la exigencia de una asociación exclusiva con la UE en el acuerdo de 2013, y con razón: al ser incapaz de competir con las corporaciones occidentales, habría quebrado, es decir, habría perdido su base de acumulación, al igual que ocurrió tras las liberalizaciones comerciales y las privatizaciones de shock en la Europa del Este después de 1991.
Todo esto forma parte de la prehistoria, que nunca se menciona cuando se habla de “la criminal e injustificable guerra de agresión de Rusia”. Tampoco se plantea la cuestión de cómo el Putin que solicitó la Unión Económica Euroasiática –e incluso el ingreso de Rusia en la OTAN a principios de la década de 2000– pudo convertirse en el Putin que hoy define a su país como ajeno a Europa y Occidente. Tampoco se pregunta nadie cómo influyó en la postura de Putin la expansión de la OTAN hacia el este, o el hecho de que Rusia fuera expulsada de la Asociación Oriental de la UE y de la cumbre de la OTAN celebrada en Bucarest en 2008, cuando EE.UU., bajo el mandato de George W. Bush, intentó atraer a Ucrania a la alianza militar occidental antirrusa, en contra de la voluntad de la mayoría de la población y de la legislación ucraniana de entonces.
Ucrania es una nación joven y sólo hoy, a través de la guerra con Rusia, se está solidificando el proceso de construcción nacional en la dirección de un estado occidental y antirruso con sus propios mitos históricos. Rusia está asimilando por la fuerza la parte oriental de Ucrania, pero, como argumentó recientemente el científico social ucraniano Volodymyr Ishchenko en una entrevista con Berliner Zeitung, el estado ucraniano también está “llevando a cabo una política de asimilación de los ucranianos rusoparlantes en el marco de la llamada “descomunización”, “descolonización” y “desestalinización”.
La cuestión de la “solidaridad con Ucrania” se plantea ahora una y otra vez entre las personas cuyo pensamiento se orienta en torno a lo social. ¿Qué significa “solidaridad con Ucrania” en las condiciones de guerra actuales y ante la perspectiva de que termine el derramamiento de sangre?
La solidaridad con los pueblos en guerra debe estar vinculada a la propia guerra y a la cuestión de cómo puede terminar. Por lo general, la guerra está sujeta a una dialéctica. Las guerras comienzan cuando la amenaza percibida y la indignación moral son elevadas y la propaganda promete una guerra corta y justa, es decir, cuando existe un gran entusiasmo por la guerra, especialmente entre las clases medias y los intelectuales. Sin embargo, las guerras suelen terminar con un hastío bélico generalizado, una vez que la mayoría social ha empezado a sufrir la muerte de familiares, mutilaciones, estrés postraumático, inflación, empobrecimiento o incluso hambre, y se pierde de vista el final de la guerra. Fue el conocimiento de este proceso lo que llevó a la ministra de Asuntos Exteriores de los verdes, Annalena Baerbock, a advertir rápidamente que había “fatiga de guerra” en Occidente.
De hecho, las guerras funcionan como una lupa para las contradicciones sociales, razón por la cual la historia ha mostrado una estrecha relación entre guerra, revolución y revuelta. Las propias guerras provocan que la mentalidad defensiva de unión nacionaly la paz civil entre las clases estallen de repente en un conflicto de clases abierto. Este fue el caso de la guerra franco-prusiana de 1871, que terminó en la Comuna de París. Este fue el caso en 1905 durante la guerra ruso-japonesa, que terminó en la Revolución Rusa de 1905. Este fue el caso de la oleada de revoluciones desde Irlanda hasta Asia Oriental, que a partir de 1916 –e incluyendo la Revolución de Octubre de 1917– puso fin gradualmente a la Primera Guerra Mundial en contra de la voluntad de los que estaban en el poder. Lo mismo ocurrió con los procesos de descolonización tras la Segunda Guerra Mundial. Por no mencionar el hecho de que la atmósfera ultrachovinista y militarista que había dominado el clima social en Estados Unidos hasta el huracán Katrina en 2005 dio paso a un sentimiento antibelicista que volvió a llamar la atención sobre las contradicciones internas del país, lo que se tradujo en las aplastantes victorias de Barack Obama y los demócratas en 2006 y 2008.
Hoy en día, la dialéctica de la guerra revela los límites de los eslóganes sobre “Ucrania” y la “solidaridad con Ucrania” que, en última instancia, significan suministro de armas para una guerra por poderes. El discurso de la “solidaridad con Ucrania” se está volviendo quebradizo. Después de todo, ¿cuánta solidaridad hay en el hecho de que las clases altas de Rusia y también de Ucrania estén en gran medida exentas del deber de “defensa nacional”? ¿Cuánta solidaridad hay en prolongar una guerra con entregas de armas, mientras que la parte de la población que entiende “que partes del Dombás o Crimea probablemente seguirán siendo rusas” y –suponiendo que Putin esté dispuesto a negociar– está a favor de intercambiar territorio por paz, ha crecido rápidamente hasta un tercio?
¿Realmente podemos llamar solidaridad a apoyar la prolongación de la guerra cuando el estado ucraniano se está quedando sin voluntarios, lo que significa que ahora tiene que recurrir al reclutamiento forzoso, a veces en las calles, utilizando métodos cada vez más brutales? ¿Con quién debemos solidarizarnos? ¿Con el gobierno, que en abril bajó la edad del servicio militar a fin de conseguir más reclutas –cada vez peor adiestrados– para el frente? ¿O con los más de 100 mil objetores de conciencia que no se han presentado al registro del servicio militar y a menudo se han escondido, o con los 200 mil que se han organizado para advertirse unos a otros sobre la policía militar, o con los 650 mil hombres en “edad militar” que han desafiado la prohibición de abandonar el país y han huido ilegalmente de Ucrania en los últimos dos años y medio, normalmente a un alto costo y a veces con consecuencias fatales?
¿Debemos solidarizarnos con el gobierno ucraniano, que está presionando al gobierno alemán para que entregue a los 200 mil ucranianos “aptos para la guerra” que han huido a Alemania, o para persuadirles de que regresen mediante “incentivos”, como la propuesta de Kiesewetter de revocar el derecho de los ucranianos a las prestaciones sociales? ¿O con los más de 9.000 que ya han sido condenados por objeción de conciencia y se encuentran en cárceles ucranianas? ¿Existe solidaridad con la población, la mayoría de la cual –según encuestas recientes– desea negociaciones de paz con Rusia ante las perspectivas en gran medida desesperanzadoras de la guerra intestina? ¿O con un gobierno que desde hace tiempo descarta esas negociaciones mientras Putin esté en el poder, y en su lugar insiste con sus exigencias maximalistas poco realistas: la reconquista de Crimea y Dombás?
¿Debemos mostrar solidaridad con los miembros de la oposición socialista cuyos partidos han sido prohibidos, o con el estado ucraniano, que los ha prohibido con el pretexto de que todos son agentes rusos? ¿O con la clase obrera ucraniana, que ahora tiene que negociar individualmente con los capitalistas los conflictos salariales, la protección del empleo y las vacaciones en virtud de la ley sindical 5371; o con el estado ucraniano, que ha impuesto esta medida?
La pregunta que surge es: ¿cuánta solidaridad muestra el gobierno alemán cuando obliga a las personas que han huido de Ucrania a regresar a este país para renovar sus pasaportes (de viaje), sabiendo perfectamente que los hombres en edad militar son inmediatamente reclutados, todo ello justificándolo con el argumento de que “cumplir el servicio militar es razonable”? ¿Qué grado de solidaridad existe con Ucrania cuando el estado alemán se niega a conceder asilo en Alemania y en la Unión Europea a los soldados rusos que quieren eludir la llamada “Operación Especial”, a pesar de que esto indica a los objetores de conciencia rusos que deben seguir luchando?
Desde una perspectiva socialista, ¿cuánta solidaridad hay cuando las clases trabajadoras de ambos estados, que carecen de dinero para evitar el servicio militar, se masacran sin sentido unas a otras en esta sangrienta guerra de posiciones y de desgaste, derramándose cada vez más sangre del lado de los atacantes, ya sea en Járkov o en Kursk? ¿Y es un signo de solidaridad que Occidente afirme defender la soberanía de Ucrania, mientras que al mismo tiempo vende la propiedad estatal del país a corporaciones occidentales como parte de la privatización de shock orquestada por el FMI y Blackrock, despojando así al país de la base material de su soberanía?
La guerra de Ucrania se parece hoy menos a la Segunda Guerra Mundial y más a la Primera. Pero si 2022 fue un 1914 para muchos, cuando la gente pensaba que estaría “en casa para Navidad”, 2024 es un 1916. La dialéctica de la guerra se está desarrollando. La guerra de Ucrania no conoce vencedores, especialmente entre las clases bajas. La exigencia de negociaciones de alto el fuego seguidas de conversaciones de paz es cada vez más fuerte en Ucrania. Deben iniciarse a toda costa. Debe establecerse una voluntad negociadora por ambas partes. Las iniciativas del Sur Global tienen el enfoque adecuado. A la vista de la destrucción, del estancamiento militar, del número de vidas perdidas y del considerable riesgo de escalada, la política occidental debería basarse en ellas.
Ingar Solty