Mapa de la parte meridional de Sudamérica. Petrus Plancius, Ámsterdam, 1592.

La Tierra Prometida.

Un país del más allá. La Tierra del alba de los tiempos. La patria de los verdes soles sobre la infancia del hombre, plena de mansas colinas, de ríos de oro, de frondas ubérrimas con pájaros de plata, de hembras como diosas y del elixir de la larga vida.

La Tierra Prometida.

Un país más allá de la Mar Océana, de las islas de la Atlántida sumergida y el miedo a lo desconocido. Más allá de la historia fantástica del piloto que arrebatado por la tempestad topó con ella y la dejó marcada en unas cartas secretas de mar que el azar puso en manos del que sería primer almirante de Castilla y luego, ya con el apoyo de una reina, su descubridor.

Pero, entre tanto, la Tierra Prometida sería una argucia, un cuento, un ardid ingenioso para embarcar a la los más audaces de las mesnadas que expulsaron a los moros de España. Una tramoya, un señuelo nomás, para arrancarlos del placer de la posada, la trapatiesta y la holganza, azuzándoles la sensibilidad embotada y contentadiza.

Más luego y al final de la gran travesía por esos mares de la incertidumbre y el terror, la Tierra Prometida sería un lugar inventado en el mapa del ignorado Mundo Nuevo con que tropezaron los aventureros, ambiciosos y osados, que se embarcaron en las carabelas y la nao con rumbo a lo ansiosamente deseado y lo temido. Una vez allí, una vez descubierta y hollada, la Tierra Prometida sería un nuevo sitio en la imaginación de los desencantados. El gran engaño, el acicate de los que nada lograron conquistar ante la suerte, la prepotencia y la codicia de los más fuertes, inteligentes y atrevidos.

Jauja, Eldorado, Canaán de las Indias, la Ciudad de los Césares, nombres todos del mágico fermento, del más enérgico reactivo que arrancó a los débiles y los derrotados del desaliento y del desengaño, removiéndoles la voluntad remisa y quemándoles las naves del regreso para impulsarlos a lanzarse –como antes por el mar– hacia los espacios sin límites también del Nuevo Mundo.

La Tierra Prometida.

Trapalanda. El lugar de la cháchara y la fábula a media voz en el mapa sin trazos todavía, por los confines australes del continente enigmático y desconocido. Un sitio en las bocas resecas y delirantes de los primeros conquistadores desahuciados por la América innominada aún. Un lugar más allá de la matanza de la Noche Triste con que pagó Cortés la conquista de Tenoxtitlán de los mexicas; más allá de la cuchillada de Balboa a las aguas embravecidas de la Mar del Sur, proclamando su descubrimiento; más allá del Inca, felonamente ahorcado, para que pudiera Pizarro asegurarse el dominio del Perú y sus gorgueras de gran marqués con que perdió la cabeza. Más allá, un lugar siempre más allá. Más allá del riquísimo imperio de Moctezuma, el del palanquín de barras de oro macizo y la testa con las plumas sagradas del quetzal. Más allá de las maravillas inhallables del reino de los chibchas y los muiscas. Más allá de los tesoros áureos que fueron rescate y tumba de Atahualpa, el último de los hijos del sol. Más allá de las inagotables minas de plata del Potosí, las devoradoras de indios.

—¿Más allá aún? ¿Todavía más allá?

—¡Sí, hombre, sí! ¡Más allá todavía! ¡Mucho más allá!

—¡Coño! ¡Siempre más allá!

Así era. Siempre más allá del Cuzco y de los muros ciclópeos de Sacsahuamán. Más allá de las aguas sacras del Titicaca de los legendarios aymaras. Más allá de los desiertos alucinantes de Atacama, los nacederos del salitre. Más allá del territorio inaccesible de los feroces mapuches de Chile, que terminarían devorándose los brazos de su conquistador Valdivia ante sus propios ojos para apoderarse de su bravura.

Más allá. ¡Más allá! Siempre más allá.

—Eh, tú, capitán, ¡hasta cuándo! ¿Hasta dónde?

—¡Eso! Hasta dónde, digo yo.

—Hasta donde yo lo ordene.

—¡Hostias santas!

—Me cagaría en la mismísima…

—Cerrad la boca y seguidme. Allá es donde tenemos que llegar. ¡Y hasta allá es donde llegaremos!

El país del más allá seguía arrastrándolos a través de la desesperación y del cansancio mortal, del hambre, las blasfemias y todos los miedos heredados contra los que luchaban aquellos hombres, rosario en mano. Seguía arrastrándolos más allá de esa maldita tierra sin fin; más allá de la inacabable montaña árida y el temible mal de las alturas, como antes más allá de las selvas infernales del Darién y del Amazonas.

Por más que después de días y días y más días de marcha interminable el país de maravilla no aparecía nunca, aquellos hombres blancos de coraza, casco y pendón de cruces, seguían y seguían caminando como obsesos por la tierra ilimitada. Porque para sus cerebros limitados, fanatizados desde niños, el reino de Dios, inalcanzable en este mundo, tampoco se veía que existiera. Sin embargo, existía. Para ellos.

 Decíanse, con sus restos de aliento para darse ánimo, que el lugar adonde iban era el jardín del Paraíso en la tierra. El reino de la riqueza, la abundancia y la felicidad. De boca a oído corría y corría la noticia de aquel país de leyenda que prometía todo lo que anhelaba la rancia hambruna de los desheredados de la España. Eran muchos los deseos de aquesta carne de presidio, de claustros, de pordioseo, de lazaretos, de cuarteles. Desde el oro del placer sin límite, desde la capa, la gorguera y la vida envidiable de los nobles señores, hasta el ocio paradisíaco del padre Adán. El elixir de la vida eterna, la panacea universal, ese remedio milagroso contra todos los males físicos que arrastraban. La lepra, la tisis, el temible «morbo gálico», verdadero castigo de Dios contra el nefando pecado de la carne, el que, con la lujuria largamente contenida, cundió como reguero de pólvora entre las hembras indígenas del Nuevo Mundo.

Entre el desaliento y la porfía, entre la rebeldía y el temor a los castigos, entre juramentos y promesas, aquellos hombres siguieron rumbo al sur sin más brújula que la de un cielo desconocido y desconcertante de estrellas, empujados por el fanatismo que su fe religiosa les prestaba. En delirio por las privaciones de la sed y el hambre, caminaban y seguían caminando. Levantándose para volver a caer, habían ya devorado los caballos, los arneses de las monturas y hasta a los indios que los guiaban. Eran un solo devaneo colectivo cayendo y levantándose para volver a caer entre el polvo y la piedra, hasta que un buen día, de pronto, inesperadamente, en medio de la desesperación y la noche ¡hela allí! la Tierra Prometida. ¿Dónde, dónde? se refregaban los ojos incrédulos. ¡Allí, allí! En la punta del índice tembloroso y el farfullo incomprensible del último de los guías indios que les quedaba. “¡Dónde, coño? ¡Yo no veo nada! ¡Este puerco está mintiendo!”. Pero “¡Allá! ¡Allá!” seguían diciendo los ademanes porfiados del indio.

Allá solo alcanzaba a verse la silueta borrosa de los cerros más altos de la montaña que comenzaban a blanquear inmensos con las primeras luces del alba. Nada más. El mundo permanecía en penumbras. “Este perro miente. ¡Aquí no hay nada! ¡Perro hereje, nomás!”. “Habría que despanzurrarlo como a los otros”. “¡Eso! ¡Habría que habérselo comido también!”. Se le fueron encima con sus espadas. Ya lo iban a destrozar cuando el capitán los atajó con su caballo. El único que quedaba. “¡Alto ahí, me cago en Dios! Adónde creéis que vais. ¡Qué estáis queriendo! ¿Que perdamos la última brújula que nos queda? Es que este bruto tiene razón. Él conoce estos sitios porque hasta aquí deben haber llegado las tropas del Inca Atahualpa. Atrás dejamos uno de los fortines de piedra que levantaban al salir de conquista, ¿no habéis visto?”.

Tenía su razón también el capitán. El indio lo sabía porque estaban pisando los confines finales del camino trazado por las legiones del último de los emperadores quechuas. No habían podido pasar más allá por la feroz resistencia de los guerreros mapuches de Caupolicán y Lautaro –los araucanos, como les llamaron los españoles desde aparecido el libro de Alonso de Ercilla–. Tenían razón los dos. El país que buscaban estaba allí. Del otro lado de la cordillera inacabable que venían andando. Ahí nomás, pasando aquellas cumbres, las más altas. “¡Sí, hombre! ¡La Ciudad del César que buscamos, está allí!”.

Pero en vano aguzaban los ojos aquellos hombres tratando de penetrar la oscuridad. En vano se desorbitarían más adelante, a pleno sol, tratando de verla. Por ahora hela ahí, inexistente y real gracias a las tinieblas de la noche. Hela ahí invisible como sería la verdadera imagen de aquel reino de fábula a la luz del día. Una utopía. La revelación y el significado secreto de esa palabra que los arrastrara por miles de leguas. «Utopía», un país inexistente en par te alguna, «el lugar ninguno de la tierra». Ellos aún no lo sabían. La Tierra Prometida, Trapalanda, Jauja, Eldorado, hela ahí, por fin, como emergiendo de la noche y de la nada entre la punta enhiesta del dedo de un indio y la imaginación delirante de los españoles. Hela ahí, todavía, al alcance de la ansiedad de aquellos hombres gracias al negro telón de la noche. “¡Vamos, pues, hacia ella!”. Una jornada más. Un esfuerzo más. Unos pasos más y ya estarían en ella.

Pero como si la cercanía de la meta tanto tiempo buscada, como si la certeza del fin del camino hubiera agotado los últimos restos de la voluntad de esos aventureros; como si el hallazgo del paraíso en la tierra, aunque apenas entrevisto, fuera un privilegio al precio de la muerte, el ánimo, ese motor de la vida humana, comenzó a apagárseles.

El primero de ellos, el que siempre marchaba a la cabeza estimulando a los otros, el que les cantaba y jaraneaba en los momentos más difíciles, el más decidido y tenaz, el Payo, se desplomó de golpe. Cayó de bruces entre un ruido de fierros dejando al aire la suela de sus botas, que no era más que la planta agrietada de sus propios pies. Lejos rodó el mosquete y quedaron vibrando las cuerdas de la guitarra que traía terciada a la espalda. Los compañeros, que siempre venían detrás, comenzaron a rodearlo en silencio. Poco a poco se fueron agrupando para mirarlo. Y como si aquel hombre tumbado fuera una muda invitación en el lenguaje más viejo del mundo, el del gesto, los otros hombres iban a dejar caerse también después de tirar sus armas y sus bultos por el suelo cuando el capitán, que se había alejado con el indio, los detuvo desde lejos. A gritos llegó espoleando el caballo. Desde arriba, nomás, sin desmontar, con el tono del mandón avezado: “¡Coño! ¿Qué es lo que ocurre aquí, ahora? ¿He ordenado algún alto yo, acaso? Yo no he mandado a hacer ningún descanso aquí. Ya os lo dije. ¡El descanso lo tendréis al otro lado de aquellas cumbres!”.

El día los alcanzó. El capitán miraba al hombre postrado por sobre la cabeza de los otros: “¡Ea, vamos, tú! Qué, ¿no me habéis oído? ¡Arriba, hombre!”. El soldado yaciente no obedeció. Estaba inmóvil. “¡Coño! ¡Vamos ya, de pie, me cago en Dios!”.

El caído, soliviando apenas la cabeza chascona dijo, con un hilo de voz: “Ya no más, capitán. Ya no doy más. Hasta aquí he llegao. Dejadme descansar”. Alzó la voz con un gran esfuerzo: “He trepao las montañas del Darién con puna y todo, entre los primeros. He cruzao los pantanos hediondos con las sanguijuelas prendidas al cogote. He soportao los vampiros de la selva del Amazonas, ¿para qué? ¿Valía la pena? Encontramos la plata de los mexicas, pero fue para Cortés y sus favoritos. Encontramos el oro del Inca pero fue para Pizarro y sus hermanos. A sangre y fuego lo pelearon. Ni una pepa pa’ nosotros. Encima, nos sacaron como cajas destempladas. ‘¡Fuera de aquí! ¡A buscar oro a otras tierras!’ Todo, todo para la avaricia de los Pizarro. Y ahora…”.

“¡Ánimo, hombres, dar gracias a Dios que salvamos el pellejo! Que de no habernos mandado salir a poblar no estaríamos con vida, ¡voto a la Virgen Santísima! ¿Habéis olvidado que vinimos castigados? Nosotros perdimos la contienda. Y nuestro jefe Almagro perdió la cabeza. Vosotros la tenéis aún gracias a esa ciudad de Eldorado que maldito si aparecía. Pero ahora sí. ¡Ya apareció! ¡La encontramos! Eldorado está allá, detrás de aquellas cumbres. El indio tiene razón. Estamos a un paso del oro. A un paso de la panacea universal, la vida regalada y las hembras con que habéis soñado. Allá está la puerta, lo sé. Me corto los cojones. El indio conoce estos sitios. Dice la verdad. Yo mismo he platicado con el hombre que regresó de Eldorado y llevó la noticia”.

Dirigiéndose otra vez al caído: “¡Vamos, hombre, vamos! Que allí están las puertas. Esas son las montañas que el César me describió. El indio ha dicho la verdad.

¡Vamos, arriba, coño! Que detrás de aquellas cumbres nos aguardan las delicias del paraíso y el oro. ¡El oro! ¿Habéis oído?”.

El Payo, desde el suelo nomás, mirándolo: “Sí, capitán. ¿Cómo vamos a repartirlo, como en el Pirú?”.

—¡Hombre, que aquí no están los Pizarro!

—El oro vuelve Pizarro al más pintao.

—Pero el sufrimiento de la travesía nos ha igualado. Aquí no hay hijosdalgos ni entenaos. Somos todos igua les. El reparto vamos a hacerlo según los méritos del sufrimiento. Según los cojones que hayáis tenido para soportarlo. Y tú has sido un ejemplo, Payito. Vamos, hombre, que tendrás tu buena parte. Levántate y en marcha. ¡Ea, todos, a levantarse, hostias!

Como el caído no se levantaba, sus compañeros, que también han terminado echados por el suelo, se unen para estimularlo.

—¡Vamos, Payito, arriba!

—Hala, hombre, que te pierdes lo mejor.

Uno de los que se han incorporado se sacude los fundillos y se ha inclinado a quitarle la guitarra; le palmotea la cabeza.

—¿No soñabas con una vida muelle de marqués, un baño caliente con espumas y fembras desnudas que te sirvieran manjares a pedir de boca?

Entonces, el capitán: “¡Eso, hombre, recordadle! Contadle”.

Son pocos los que se han levantado. Otros, descontentos, también se han quedado echados por el suelo acompañando al remiso.

—Si hubiera ganado Almagro estaríamos igual.

—Nos dijeron lo mismo cuando marchábamos al Pirú, para que soportáramos los piojos y el hambre.

—El oro es siempre para los que mandan. Pa’ nosotros, los de abajo, son los miajones del saqueo.

El capitán advierte que son varios los disconformes y que aquello toma el cariz de un motín, aunque sin armas aún. Desmonta. Se agacha hasta el Payo soliviándolo por los sobacos:

—¡Vamos, hombre, vamos! ¿Quieres volver a ser el depreciable cómico de los saraos y los banquetes de los poderosos? Y tu mujer, ¿la hembra pal regodeo ajeno?

Mientras se sentaba, encaraba a otro:

—Y tú. Sí, tú, que le das la razón, ¿quieres volver a limpiar los chiqueros? Porquerizo, iletrado y despreciado de por vida. ¿Y tú, el perdulario condenado a pudrirte en una mazmorra bajo el mar?

Ahora camina entre aquellos hombres y los va señalando con la punta de las botas mientras los nombra: “Tú seguirás siendo el infanzón tronao por su propio hermano de sangre, sin potestad ni señorío. ¡Y tú! El sifilítico incurable condenado a morar de por vida entre los tísicos y los leprosos de un lazareto. ¿Y tú? ¡Y tú! La plebe despreciable. La plebe sin apellido, sin fortuna, sin lustre. La plebe de los presidiarios, los pordioseros y los pícaros. Para eso os hubierais quedado en los muelles de Cádiz como los cobardes y los maricas esperando el regreso de las naos cargadas de oro. ¡Vamos, hombres, vive Dios! ¡Arriba todos! ¿Qué pretendéis? ¿No os estaréis amotinando? ¿Desobedeciendo el mandato del virrey del Perú? Bien sabéis que eso se paga con la vida. ¡Vamos! Tenemos que fundar la Nueva ciudad y repartirnos el oro. Los honores y los títulos para el Marqués de Mendoza; los placeres y el oro, para nosotros”, poniendo en juego todo su ingenio, que por algo era capitán. “¡El oro! ¿Habéis oído? Con el oro compraréis títulos, honores y jolgorios. Todos los goces de este mundo y los gozos del otro. Que hasta las mismas puertas del paraíso abre el oro. ¿Oísteis? Basta de trabajos y afanes. ¡No más hambre ni sufrimientos! Solo goces, ataviados de hijosdalgo, con peluca, gorguera de marqués, espada con tahalí de cordobán y sombrero de plumas. ¿Os imagináis? Reverenciados como señores, con siervos y lacayos de polaina y guantes. ¡Vamos, hombres, imaginaos!”.

Aquellas imágenes pintadas con mano maestra por el capitán parecieron vulnerar por fin a los remisos.

—¡Coño! –exclamó uno–. No más trabajo. ¡Eso sí que estaría bueno!

Y otro: “¡Caray! Nunca más con el culo de punta caldeándose el lomo”.

Otro: “¿Y a mí me veis con golilla y tratado de señor? ‘Mande usted, don Gonzalo, lo que vos digáis, mi señor’. ¡Imaginaos!”, comenzó a reírse.

“¿Y a mí? De capa y espada, con lacayo de alfombra pa’ que no pise el barro”.

Todos terminaron riéndose de la ocurrencia y empezaron a levantarse aventándose el polvo del trasero.

Rápido, aprovechando la distensión, el capitán sacó su codiciada cantimplora que jamás compartió con nadie.

—¡Así se habla! ¡Un trago para darse ánimos! ¡De mi propia cantimplora! Vamos. ¡Bebed, bebed de la cantimplora del capitán! –largándosela al iniciador de aquella revuelta–. Tú también, Payo, ¡bebe!

Dirigiéndose luego al soldado de casco y peto que llevaba la guitarra del Payo: “Tú, mujer, anímalos. A ver la vihuela. ¡Dale a la vihuela!”.

Aquel soldado que la había recogido de las espaldas del Payo y se la había echado terciada en bandolera, había resultado ser mujer. La única mujer del grupo. La única mujer española que llegaría en mucho tiempo a la Tierra Prometida. Una cantaora. La Marina Gallega. Cantaora y violera. Despreciada en la España por su oficio que solía terminar en los brazos de los hombres.

La mujer pulsó la guitarra, la afinó, la templó y con voz muy dulce, cargada de nostalgias, comenzó a entonar un canto triste, quejumbroso y quebrado, como si le saliera del fondo del alma. Aquel canto hablaba de amores y despedidas, evocaba la patria lejana, recordaba a la mujer y los hijos perdidos en la memoria; sus inflexiones dolorosas desgarraban el corazón endurecido de los soldados que escuchaban transidos de emoción. Se humedecieron los ojos. Asomaron algunos lagrimones. Para colmo, el indio se largó a aullar como el mismo perro que los acompañaba, herido por aquellos sonidos jamás escuchados.

El capitán advirtió que con ese canto el ánimo de sus hombres volvería a perderse y con un grito rompió el encanto.

—No, mujer, ¡no! Que ese canto nos pone malos a todos. ¡Cantejondo, no! Un cante por alegría, vamos. ¡Y descúbrete! ¡A ver esas pantorrillas! ¡Que sea con todo y taconeo, un anticipo de lo que nos aguarda!

La mujer soldado se despojó de su casco, su coraza, sus calzas, dejando ver las piernas bajo las arrugadas polleras. Se calzó unos zapatos con tacones a los que se había aferrado contra todas las sorpresas de la marcha. Con aspecto de hembra airosa a la que el sufrimiento y la mugre no habían podido doblegar, se largó a entonar con la garganta y las manos y todo el cuerpo un cante flamenco que restalló de alegría en la soledad inhumana de aquel sitio.

Pronto les arrancó «olés» y expresiones ocurrentes a los soldados que, olvidados finalmente de su cansancio y sus quejas, terminaron haciéndole coro con palmas y castañetes.

—¡No la miréis así, con tanta gula! –advirtió el capitán–. No la codiciéis tanto, oídla nomás. ¡Esa hembra tiene dueño!

Hasta el Payo se había levantado, por fin, para bailar y cantar a dúo con la Marina Gallega.

El espectáculo nunca visto en estas tierras del Nuevo Mundo era insólito. Una hermosa mujer blanca con las piernas al aire, zapateando y contoneándose bajo las inflexiones melodiosas de su voz y el rasgar de la guitarra en medio de una ronda bulliciosa de soldados, cuya alegría contrastaba con su aspecto harapiento y miserable.

Más lejos, un perro y un indio desnudo aullando por el dolor que aquellos sonidos extraños les infligían. Inédito y desconcertante, seguramente, hasta para los dioses nativos, amantes de la crueldad, que habitaban esas alturas. En lo mejor del jolgorio, mientras los hombres seguían empinándose la cantimplora, milagrosa por inagotable, el capitán aprovechó el entusiasmo para asegurarse la victoria. Alzando la voz sobre el cante y el jaleo colectivo, exclamó: “¿Queréis saber lo que me contó el soldado que escapó de la ciudad del oro? ¿Os interesa saberlo? ¡Escuchad, escuchad bien! Arrimaos y destapaos esas sucias orejas que no volveréis a veros en este trance. César se llamaba el desertor. Era un paisano de la Extremadura, por eso me lo contó a mí. Fue el único que pudo escaparle a las tentaciones y las delicias de Eldorado. ¿Por qué? Porque el recuerdo de la mujer que dejó en la España lo tenía obsesionado. No lo dejaba ni en sueños. Deliraba con ella.

¿Costumbre, amor, la pasión de la carne? Eso preguntáoslo vosotros mismos. Pues bien, mi paisano me juró por los clavos de Cristo que el oro del Inca era moco de pavo comparado con los tesoros de Eldorado. Y no estaba oculto, no. Ni en los templos ni en los fondos del Titicaca, no. Que está en los techos, al alcance de las manos; a flor de agua, entre las piedras de los ríos; cuelga de los árboles como la misma fruta y hasta las aves canoras hacen sus nidos con las hebras de oro puro”.

Lo escuchaban solamente al capitán. Prendidos de sus palabras. Hasta la Marina había dejado de bailar y cantar para escucharlo.

—¿Por qué creéis que acepté esta misión? ¿Como castigo? Sí, como castigo. Pero vuestro capitán no tiene un pelo de gilipollas. Yo sabía adónde venía. A miles de leguas del Perú, en tierras distantes e ignotas como esta, no hay mandato que valga. Por real que sea. Me río de los marqueses, de los virreyes y de las cédulas reales. Al sitio le pondremos el nombre del marqués de Mendoza, sí, como él lo quiere, para halagar su vanidad. Pero el tesoro será para nosotros hasta la última onza. ¡Ni un quinto para el rey!

—¿Y las fembras?

—¡También las hembras opulentas como amazonas!

—¿Y el elixir?

—¡También el elixir que nos curará de todos los males!

—¿Y la gorguera de marqués, el ocio y los placeres?

Acuciaba la ansiedad infantil de aquellos hombres. El capitán: “¡También! ¡También! Tendréis todo lo que habéis soñado. ¡Pero antes tenemos que llegar!”.

Como único hijodalgo con alguna cultura de todo aquel grupo terminó de demostrar que no solo el valor físico se necesita para mandar sino también recursos mentales: “Hemos resistido las calores del ecuador, un horno donde los perros se nos derretían por la lengua. Hemos escalado los precipicios del Darién y escalado las murallas de Cajamarca, acosados por las víboras y los escorpiones. Hemos cruzado el Atacama, un desierto donde los caballos se nos caían a pedazos de frío. ¡Hemos sido más fuertes que los caballos y los perros! Hemos resistido más que animales y vais a venir aquí a daros por vencidos. Aquí, en este clima de delicias y a las puertas de la Tierra. ¡Vamos, hombre! Que ahí está Eldorado, esas son sus puertas. Estoy seguro de ello. Las reconozco por lo que me contó el César. El guía indio vino a confirmarlo. Esos son los portezuelos de los que César me habló. ¿Me creéis ahora? ¿Estáis convencidos? Tenemos el oro al alcance de las manos y lo repartiremos de común acuerdo. Según los méritos. Como lo prometí. ¡Vamos ya, pues! A prepararos y en marcha. Tú también, mujer, a vestirse. Vihuela en bolsa y ¡ale! ¡En marcha! Adelante, padre, vos con la cruz y el indio al frente”.

El cura: “¡No! ¡Yo con un hereje al lado, no!”

–Pues bautícelo de una vez y terminemos con eso. Ea, tú, el del pendón, a la cabeza también con el padre. ¡Todos ustedes, vamos ya que se nos hecha el sol encima! Vamos todos en marcha ya –desenvainando la espada como para ordenar un ataque–. ¡Adelante todos! ¡Adelante y con Dios!

Solo faltó la banda con flautas, pitos y redobles marciales.

Aquella tropa de menesterosos harapientos de coraza y casco se echó a andar detrás del capitán con renovados ánimos, impulsados por su imaginación pueril y los locos sueños de la carne, la ambición y la avaricia.

Contra lo imaginado, varias jornadas más, agotadoras, los aguardaban todavía.

La puerta de la Tierra que señalara el indio no era más que la cumbre nevada del más colosal de los cerros de aquella cordillera sin fin, que allí se había alzado casi hasta el cielo. Un gigante de piedra que los quechuas reverenciaban y llamaban Aconcagua. Pero la escalera del descenso que debía conducirlos al valle de los ensueños, más bien les pareció el acceso a los infiernos. Aquello era una sucesión interminable de montañas, a cual más empinada, que tuvieron que trepar y descender para volver a trepar, esperando una y otra vez que detrás de la próxima se les apareciera, como una visión bendita, la acariciada imagen. En vano aguzaban los ojos allá abajo tratando de encontrar algún indicio. Nada de nada de todo lo esperado.

—A lo mejor del otro lado –se decían–. ¡Ya descendimos mucho, coño! ¡Hasta cuándo, me cago en Dios!

Cargados de esperanzas y blasfemias y el peso insoportable de armas y armaduras, volvían a subir.

Para colmo de males, al cansancio físico que tornaba a agobiarlos se sumaba la hostilidad del suelo que, cubierto de guijarros y plantas espinosas, les torturaba los pies sin suelas ya. Esos hombres, extenuados como venían, sin aliento casi por el aire enrarecido de la altura, rodaban a cada rato boqueando como peces en el agua.

—¡Aire, aire, que me ahogo! ¡Me ahogo! –decían jadeantes–.

El guía indio, ayudándolos a incorporarse, solo sabía decir: “¡Suruchi! ¡Suruchi!”. Después se enterarían de que así llamaban aquellos salvajes al mal de altura.

Aquella sucesión inagotable de telones geológicos sobre los que rebotaban los ojos parecía un juego sádico, una burla más, el ludibrio interminable de “aquesta tierra maldita” que, desde el principio, desde que desembarcaron en las tan lejanas islas del Caribe, se habían complacido en hacerlos sufrir, pasándolos de la esperanza a la ansiedad y al desengaño, para volver a prometerles ese paraíso de riquezas, placeres y felicidad tras el que porfiaban todavía. El descenso por las estribaciones orientales de la cordillera se les hizo interminable. Al sufrimiento físico y moral se le añadía la sed y el hambre. Ni una fruta silvestre, ni un animal para cazar, ni un manantial de agua clara. Solo un río turbulento que bajaba con ruido de piedras, que les atajó el paso más de una vez, obligándolos a vadearlo con el agua a la cintura. De esa agua bebieron. Y comieron. Devoraron la carne cruda y sin sal de unas «ovejas de la tierra» cuando el indio los llevó por el rastro de una manada de guanacos que pastaba en una aguadita, a tiro de arcabuz.

Un buen día, por fin, inesperadamente, llegaron al valle. Despuntaba el sol cuando desde la cumbre del último de los cerros contemplaron aquella tierra.

Una hondonada árida surcada por grietas profundas como cicatrices, sin un árbol, una casa, un sendero; sin un rastro de vida. Nada a la vista. Solo un par de cerros cercanos, como gibas de piedra, desde donde ascendían unas columnas de humo que dispersaba el viento. Abarcándolo todo, un desierto baldío e inmenso. Una llanura estéril que se perdía en el horizonte entre matorrales de arbustos achaparrados agitados por el viento. Un viento caliente que comenzaba a escocerles las armaduras. Nada más.

Esa fue la primera visión del país de fábula para aquellos hombres acuciados por la ansiedad y la ambición. El que habían venido buscando a lo largo de miles de leguas, empecinados, medio desnudos y hambrientos.

Mudos e inmóviles. Como invadidos por la soledad inmensa y la sorpresa se miraron consternados. El viento caliente que el indio llamaba «zonda» los envolvía en nubes de polvo, jugueteaba con el pendón enhiesto aún sobre sus testas de hierro caliente.

—¿Y el oro?

—¿Y el elixir?

—¿Y las hembras?

Fue todo lo que salió de aquellas bocas crispadas y sucias como tajos. Pero el capitán era rápido y enérgico para la réplica:

—¡Allá! Detrás de aquellos cerros. ¡Vamos hasta allá!

Volvieron a caminar en silencio, agobiados por un mal presentimiento, medio ahogados por el polvo que levantaba ese aliento del demonio. Una burla más de esa tierra inhóspita y hostil.

Una jornada más todavía los llevó a atravesar ese socavón pedregoso y seco, resquebrajado por las grietas profundas que lo cruzaban como canales por donde se metía el agua del río.

—Mala tierra. De terremotos –comentó entre dientes uno de los hombres–.

—¡Oye tú! –le gritó otro al capitán–. ¡Este no puede ser el valle ubérrimo que te describió el César! ¡Nos equivocamos!

—¡Nos equivocamos y fiero! –masculló otro–.

Las tierras bajas les permitían respirar mejor. Libres de la angustiosa opresión del soroche podían jadear algunas palabras. Jadeando llegaron al otro lado de los cerros. Mojados, agotados, desconcertados. Todo lo que encontraron fue un tendal miserable de chozas como tiendas de cuero y barro; algunas siembritas de maíz y zapallos, regadas por acequias que venían de los canales. Fogones humeantes sin nada encima; ni una cazuela tiznada siquiera. Algunos perrillos feos como gozques ridículos, negros y pelados, que ladraban de susto ante esos extraños. Nada más. Ni un árbol, ni un animal, ni un alma. Ni el maldito brillo de algo que pareciera oro.

—¿Y la gente?

—¿Quién coño habrá prendido esos fuegos?

—Alguien debe morar en esas chozas.

Pero nadie había. Ni rastros de un ser humano. La tierra más pobre de toda la conquista.

—Tierra maldita de Dios –farfulló el cura, dejando caer la cruz que traía a la rastra ya–.

Los hombres, paralizados por el desencanto, solo atinaban a mirar al capitán. Aquellas miradas eran preguntas, acusaciones, reproches. El capitán, rápido e ingenioso como era para salir de situaciones sorpresivas, parecía paralizado sobre el caballo.

Ese era el broche de oro a la extenuante aventura, a tanto sacrificio inútil. La retribución última a todas las proezas y los sueños de los conquistadores. El desengaño final, fosa y tumba de una larga locura colectiva.

—¿Y el oro?

—¿Y el elixir?

—¿Y las hembras? Aquí, eh, tú, capitán.

—¿Y los goces de que hablaba el César?

—¿Qué hostias es lo que ha ocurrido aquí, eh, tú, ca pitán?

Allí no había rastros de mujeres, bebidas, siervos, placeres, ni un maldito cubil para tumbarse por ese cansancio mortal que de golpe se les echó encima. El capitán no tenía respuesta. Por primera vez los miró en silencio, sin ordenarles nada, sin insultarlos ni alentarlos, sin reprocharles nada. Como si hubiera perdido el habla. Es que aquel sitio, si era el que buscaban, resultaría ser el país del fin de la utopía. El país sin lugar en el mundo. La revelación última de esa enigmática palabra que los había traído engañados; que los había arrastrado por leguas y leguas hasta los confines australes del Nuevo Mundo. «Utopía», el lugar ninguno. Allí era donde precisamente estaban. Ese sitio guardaba todo el significado y el sentido de esa extraña palabra. Habían descubierto la verdad sobre esa tierra de los mil nombres: la Prometida. El secreto de aquellas ciudades señuelo, inventadas por el desaliento y la malicia de los primeros defraudados por la Conquista que en su despecho no quisieron ser los únicos. Otros también debían padecer el desengaño. Ni Jauja, ni Eldorado, ni Isla de los Reacios, ni Ciudad de los Césares. Solo Trapalanda. La ciudad de la cháchara maligna. De la charla baldía y mentirosa; de la palabra falaz y sin sentido.

Allí se hubieran estado petrificados por un mal sortilegio si no hubiera sido por el último perro que quedaba.

Fue al gran mastín blanco al que le tocó romper una vez más la atonía paralizante de aquella tropa. Como cuando el hambre los tuvo postrados más de una vez, allá se les aparecía el perro con una presa de caza, algún animal desconocido o un indio a la rastra, con el mismo sabor a salvajina para terminar compartiéndolo fraternalmente con los soldados. Era por sus propios méritos que aquel animal, respetado y acatado por sus certeros instintos, ostentaba un grado militar con derecho a recibir lo mismo que su amo, una parte de los botines y saqueos. “Sultán” le habían llamado, por su desprecio al moro contra el que ellos, los españoles, guerrearían cuatrocientos años.

Sultán, adelantándose al guía quechua que, intrigado, curioseaba entre las chozas vacías, rompió el pesado silencio atronando la tarde con sus ladridos de bajo profundo.

Su olfato lo llevó hasta unos tupidos matorrales apartados de la toldería. Tal como provocado por algún bicho agazapado allí, se largó a ladrar y a ladrar agresivamente. No acababan de salir de su sorpresa los recién llegados cuando volvieron a ser sacudidos por un estallido confuso de chillidos, voces y llantos. Fue el segundo estremecimiento que les depararía ese remoto rincón de la tierra. Y el tercero. Súbito, inmediato el descubrir que aquellos seres vivos que salieron corriendo en desbandada, despavoridos y con los brazos en alto, eran indios. ¡No! ¡Indios, no! ¡Eran indias! ¡Indias! ¡Y muchas desnudas! ¡Con los pelos y las tetas al aire!

Verlas fue sentir un mordiscón en las entrañas. Un tarascón.

Como si un rayo les hubiera inyectado la energía agotada, los soldados saltaron de sus sitios al grito de “¡Hembras! ¡Hembras! ¡Aquí hay hembras!”.

Arrojando armas, bultos y todo el lastre que traían en las manos, con una algarada, la gritería salvaje que aprendieron de los moros, se lanzaron detrás de las mujeres al grito de guerra de “¡A coger hembras! ¡A coger hembras!”. Desde que habían desembarcado, las hembras al igual que el oro de la Conquista, fueron para los más fuertes. La larga abstinencia sexual les prestó alas y garras a esos españoles. Ni aun así podían alcanzar a las indias que, al verlos, se espantaron más todavía. “¡A cogerlas! ¡A cogerlas!”. Descalzas y medio desnudas las mujeres indígenas eran mucho más veloces que ellos. Cuando las tenían al alcance, cuando les parecía que ya les echaban las manos encima, viraban de golpe y volvían a escapárseles.

Eran agilísimas de piernas. Aunque los hombres iban despojándose y tirando por los aires las piezas de su armadura, no podían atraparlas. Una y otra vez volvían a escabullírseles. Hasta que uno de ellos logró cazar a la primera con una zancadilla. Manoteándola por los pelos al viento, largos como crines y arrojándosele a las piernas con los pies por delante.

El hallazgo cundió como reguero. Al instante, el lugar se convirtió en un campo de juego, lujurioso y lascivo. Las mujeres que rodaban con un grito en medio de la polvareda no acababan de caer, que ya tenían encima a esos extraños blancos con las vergas afuera.

En vano el capitán, sorprendido, había tratado de detenerlos. A gritos al principio. En vano la Marina se tapaba los ojos, avergonzada, pese a su veteranía en lides amorosas y orgías caballerescas de los nobles señores españoles. En vano el fraile intentó darles la espalda, santiguándose una y otra vez cuando volvía la cabeza más que atrapado, hipnotizado por aquel espectáculo tan escandaloso como extrañamente excitante para él. Es que se trataba de una violación colectiva, y nada menos que contra la castidad, el más nefando de los pecados para su Iglesia. Pero, ¿es que esas eran hembras humanas? Entonces no se trataba de violación, ni sodomía o acoplamiento carnal. Eran hembras animales, y el que estaba pecando por sentirse excitado era él, pecando mortalmente, condenado al fuego del infierno por el más negro de los pecados. Era él, el ministro de Dios en la tierra, condenado.

Como si de eso estuviera cobrando conciencia, se volvió de pronto, gritando “¡Satán! ¡Satán! ¡Satán!”. Sacó un hisopo de las ruinas de sus hábitos y se puso a caminar hacia aquellos hombres dominados por la lujuria. Ante el asombro de la mujer y el capitán, que de balde se desgañitaban llamándolo, se metió en el tierral que levantaban los furiosos ovillos humanos, asperjándoles con grandes ademanes y voces extrañas para exorcizarlos del espíritu maligno que se les había metido en el cuerpo.

Pese a sus esfuerzos aquello ya se había transformado en un lupanato campal, en una batalla cuerpo a cuerpo, libidinosa e incruenta. La primera manifestación de amor hispánico que presenciaron estas tierras australes del Nuevo Mundo. Un amor predatorio y feroz. La explosión salvaje del más tenaz de los instintos del macho humano. Nunca la verga ibérica habrá cumplido con tamaña bravura, en la conquista, sus funciones de arma. No mortífera. Carnal, carnífera. Productora de vida, no de muerte, por el odio a la mujer, la odiada codicia a la mujer, pecado original. Estos hombres tenían los mismos sentimientos que su hidalgo desprecio al trabajo.

Ese agravio racial, esa mezcla espuria de sangres que fijaría carácter y rasgos de los hispano-argentinos (“con la trágica perennidad de los genes típicos de las hibridaciones”), sería principio y origen, la causa primera de todas nuestras desdichas. Causa primordial que, so pretexto de «racismo», ignorará la miopía de nuestros intelectuales. Sobre las que prenderán con la fuerza de injertos en carne viva las otras dos causas mayores del envilecimiento del fementido «ser nacional»: la colonización espiritual española y la civilización material inglesa, para cuyo neofacismo económico sajón, de maléfica influencia, España habrá servido de “cebo y halcón de cetrería”, según la visión excepcional de un futuro Ezequiel Martínez Estrada.

Aquel espectáculo de amancebamiento colectivo resultaría una de las primeras siembras españolas en tierra americana. Pero siembra sexual que ignora la historia oficial y la folclórica de estas regiones.

Antes de la fundación del pueblo se acarrearían también las proscripciones que se conocerían en este rincón del continente. La proscripción de un hombre, el fruto de aquella violación colectiva, una clase de mestizo americano de la raza de los criollos que tan espectacularmente engendrara el español en carne indígena. Y desde aquella memorable cacería erótica, mujer cogida fue mujer ultrajada. La veda cayó sobre dicha palabra como la fruta prohibida del lenguaje.

Así fue, pues, como se produjo el primer poblamiento de esta paupérrima región de utopía que aún le reservará una burla más, y trágica, al desengaño del conquistador.

Situada al oriente de la gran cordillera andina, por las estribaciones últimas del riquísimo imperio quechua del Tahuantisuyo, «Cuyo», por desinencia, sería el nombre que, para recordarlo, se la designaría.

Así aconteció con la raza del bastardo americano que la habitaría. La de los proscritos, la del mestizo del campo que se haría hombre de a caballo y facón a la cintura. Se le llamaría «gaucho», metátesis despectiva del «guacho» o huérfano sin padre ni madre conocidos. Considerados la encarnación de la barbarie, serían campesinos despreciados y explotados hasta el exterminio. Sus parientes de sangre, los criollos mestizos de la ciudad, quienes se considerarían los portadores de la civilización, se harían llamar «señores» y llegarían a proclamarse la «aristocracia nativa» de la más pura raza blanca.

Porque borrarían de su historia la maternidad indígena y heredarían sus tierras como propiedades.

Alberto Rodríguez


Nota.— Alberto Rodríguez (1924-2013) es uno de los escritores más notables de la literatura mendocina contemporánea. Periodista, dramaturgo, novelista, ensayista y editor de revistas culturales, sus prosas están atravesadas por la sensibilidad social y el compromiso político de izquierda. En ellas, la crítica punzante del poder y la denuncia intransigente de sus atropellos son una constante. Rodríguez debió exiliarse de Argentina durante las dos últimas dictaduras militares, en los 60 y 70, a causa de sus ideas y activismo. Vivió en Chile, Brasil y México. Es autor de las novelas Matar la tierra (1952) y Donde haya Dios (1957), de las obras teatrales –coescritas con Fernando Lorenzo– Nahueiquintún (1963) y Los establos de su majestad (1973), y también de una novela póstuma, en cuya revisión y corrección trabajó hasta su muerte: República canalla (2016).
El texto aquí reproducido es el primer capítulo de este último libro, publicado por Ediciones Culturales de Mendoza tres años después del fallecimiento de Rodríguez, con notas introductorias de Sonnia de Monte y Enrique Pfaab, y prólogo de Hugo de Marinis. República canalla es una descarnada reconstrucción en clave de ficción –a caballo entre la tragedia y la sátira– de la conflictiva y violenta historia de Mendoza, desde la conquista española del Cuyum huarpe en el siglo XVI hasta el asesinato del caudillo radical Carlos Washington Lencinas en 1929. De Marinis ha dicho de ella: “En República canalla, Rodríguez regresa a la obsesión que transita sus otros trabajos ficcionales: la historia despojada de cualquier atisbo de alma cándida o matiz heroico que legara a esta tierra desértica la conquista de la cruz y la espada. […] La voz tonante del relato dibuja las ruinas de nuestra historia, en mirada escéptica y apocalíptica semejante al ángel de Paul Klee […] interpretado por Walter Benjamin. Pero en esta narración el ángel narrador de la novela no pretende recomponer nada…”.
El capítulo 1 de República Canalla es un relato novelesco de la expedición trasandina del capitán castellano Pedro del Castillo desde Santiago de Chile a la región del Cuyum, por el paso de Uspallata, en el verano de 1561; cuyo objeto era la conquista y colonización de Huentata –el valle huarpe del río Mendoza–, y la fundación de una nueva ciudad –Mendoza– en los confines australes del imperio español en América, al norte de un Wallmapu (Araucanía) que sabría mantener a raya por más de 300 años a los codiciosos invasores huincas de ultramar y sus descendientes criollos. La misión le fue encargada por el gobernador de Chile, García Hurtado de Mendoza, con aquiescencia de su padre, Andrés Hurtado de Mendoza, virrey del Perú. El ancestral país de los huarpes y del extinto Tawantinsuyu –donde pronto los españoles fundarían otras dos urbes satélites, San Juan y San Luis– quedaría incorporado como Corregimiento de Cuyo a la Capitanía General de Chile; dependiente, a su vez, del Virreinato del Perú. La conquista y colonización europeas del Cuyum fueron –como en tantas otras comarcas de nuestro continente– un proceso histórico violento y traumático, signado por la agresión militar, el despojo territorial, la explotación económica, el sometimiento político, la aculturación y la cristianización forzada.