Ilustración original de Andrés Casciani
El constitucionalista argentino Roberto Gargarella (Buenos Aires, 1964) es uno de los intelectuales y ensayistas de izquierda más lúcidos, eruditos y prolíficos de América Latina, con amplia proyección en el mundo de habla castellana (y más allá también). Abogado y jurista, sociólogo y politólogo, trabaja como profesor en la Facultad de Derecho de la UBA –su alma mater de juventud– y la Universidad Torcuato Di Tella, y también como investigador en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Ha realizado estudios de posgrado en FLACSO, Chicago y Oxford. Ha dado clases como profesor invitado en las universidades de Columbia, Nueva York, Bergen y Oslo, y en la Southwestern Law School de Los Ángeles. Se ha desempeñado como investigador del Centro de Estudios Institucionales y el CONICET.
Gargarella es autor de numerosos artículos y libros, y uno de los principales animadores del debate público de ideas –debate serio, riguroso– en la Argentina, con una envidiable capacidad –y encomiable voluntad– para descender de la “torre de marfil” (el academicismo endogámico) y cultivar la parresía en el llano, de cara a la sociedad, involucrándose en las más acuciantes controversias de la hora. Su potente síntesis teórico-práctica e igualitario-libertaria entre filosofía política y derecho constitucional, entre utopía socialista y tradición liberal, entre –permítasenos simplificar con dos apellidos estelares una red de influencias mucho más vasta y compleja– Marx y Rawls, en pos de renovar –radicalizar– un democratismo y un constitucionalismo largamente encorsetados o aburguesados por enfoques formalistas y elitistas de derecha que se desentienden de las dimensiones sustantivas y se distancian de las mayorías populares, representa, probablemente, su mayor y más original contribución al campo intelectual contemporáneo, sin olvidarnos de sus invaluables aportes a la difusión del marxismo analítico en nuestro idioma (sobre todo del canadiense Gerald A. Cohen, su maestro en la etapa oxoniense de su formación). Como analista y polemista firmemente comprometido con el pensamiento crítico y la disidencia de izquierda, con las libertades democráticas y los derechos humanos, con los valores fundamentales de justicia e igualdad, sus asiduas intervenciones públicas (por ejemplo, en el segmento de opinión de algunos grandes diarios) nunca pasan desapercibidas y siempre resultan fecundas para iluminar la dilucidación de la coyuntura.
En el blog de su Seminario de Teoría Constitucional y Filosofía Política, pueden hallarse muchos de estos escritos incidentales, entre otros, sus recientes y punzantes “Donde hay una necesidad (básica), nace un derecho (constitucional)” y “Sobre los límites especiales del Presidente, en materia de libertad de expresión”, publicados en La Nación y Clarín, los días 6 de agosto y 21 de julio, respectivamente. Como autor en solitario, sus últimas obras de largo aliento son Manifiesto por un derecho de izquierda (2023) y El derecho como una conversación entre iguales (2021), pero hace poco editó –con Agustina Ramón Michel y Lautaro García Alonso– el libro colectivo Cuando hicimos historia. Acuerdos y desacuerdos en torno al Juicio a las Juntas (2025), todos ellos en Buenos Aires, a través de Siglo XXI. No está de más mencionar que acaba de salir de imprenta, bajo los auspicios de la misma editorial, una versión revisada y actualizada de La sala de máquinas de la Constitución, un clásico del constitucionalismo latinoamericano.
No es la primera vez que difundimos la palabra de Gargarella. A fines de mayo republicamos en Kalewche, como una especie de «preludio propedéutico» a la extensa entrevista que más abajo transcribimos, su artículo “John Rawls y la ‘resistencia militante’ como categoría inexplorada”, un texto originalmente aparecido en la revista española IDEES, allá por diciembre de 2021, y que no había concitado –nos pareció– la atención que se merecía (volvemos a recomendar encarecidamente su lectura). Más atrás en el tiempo, en Corsario Rojo IV, que vio la luz a mediados de 2023, incluimos dentro de la sección Al Abordaje una magnífica entrevista a Gargarella que le hizo el camarada Fernando Lizárraga: “Rawls te espera, como el tango. Marxismo, izquierda liberal y diálogo entre iguales”.
Nuestra conversación en profundidad con Gargarella fue por Zoom, desde Barcelona (entrevistado) y Mendoza (entrevistadores), hace más de dos meses. Nos hemos demorado en su transcripción y edición debido a algunos contratiempos en la etapa final de elaboración de Corsario Rojo VIII. Sepan disculparnos la tardanza.
Agradecemos a Roberto toda su dedicación, gentileza y paciencia (incluyendo la revisión del material ya transcripto y editado). Last but not least: nuestra gratitud también con Fernando, por la amabilidad de haber facilitado el contacto que hizo posible esta entrevista.
A juzgar por los artículos que venís escribiendo y las últimas entrevistas que has concedido, la deriva cada vez más autoritaria y represiva del gobierno de Milei te preocupa mucho como jurista y ciudadano. En marzo, pocos días después de que la escalada de violencia intimidatoria y punitiva contra las marchas de jubilados al Congreso alcanzara su paroxismo el miércoles 12 (la luctuosa jornada donde el reportero gráfico Pablo Grillo resultó gravemente herido y más de cien manifestantes fueron detenidos «al voleo» por la policía), publicaste en La Nación un artículo de opinión titulado “Un decálogo sobre el derecho a la protesta”, que bien podría haberse llamado, en función de sus tesis y argumentos, “Apología del derecho a la protesta”. Pero hace veinte años, contra el telón de fondo de una Argentina donde seguía muy vivo el recuerdo de la pueblada de diciembre de 2001 y la llamada “Masacre de Avellaneda” (y donde el movimiento piquetero todavía era fuerte), ya habías publicado tu libro El derecho a la protesta (Bs. As., Ad-Hoc, 2005), que incluía no sólo ensayos nuevos o de redacción reciente, sino también textos más antiguos, algunos de los cuales se retrotraían a fines de los noventa. Luego diste a conocer tu Carta abierta sobre la intolerancia. “Tus derechos terminan donde empiezan los míos”: pensar la protesta social más allá del sentido común (Bs. As., Siglo XXI, 2006)… Es evidente que el derecho de protesta es una vexata quaestio en tu trayectoria intelectual como pensador y constitucionalista, aunque también es evidente que la actual coyuntura ha renovado tu interés en el tópico. ¿Qué podrías decirnos al respecto?
Me parece una pregunta importante, al menos para mi trabajo. Diría que siempre me he acercado a estos temas con una cierta candidez, y creo que ésa es una línea que se nota –en un punto– en todo mi trabajo. Y que tiene que ver con cierta no pertenencia a lo que –yo diría– es el establishment en el Derecho, y que me ha ayudado a mirar las cosas desde afuera. No sólo por una posición ideológica, sino porque yo creo que por ese sentido de no pertenencia, me asombró –en su momento, cuando comenzaba mis estudios doctorales, y estudiaba los debates constituyentes– el elitismo que encontraba en todas las razones que se ofrecían para fundar las instituciones básicas de nuestro sistema político, tanto aquí, como en otros países de América Latina, o en Estados Unidos, donde fui a hacer los estudios doctorales.
Del mismo modo, en Derecho me ha pasado muchas veces, tanto en estudios sobre el derecho al trabajo como como en cuestiones de la protesta. Cuando en 2001 aparecieron las primeras decisiones judiciales, al calor de la crisis, criminalizando la protesta y procesando gente, me resultaba asombroso, por muchas razones que tienen que ver –después podemos volver sobre eso– con un modo muy distinto que tengo de pensar sobre esas cuestiones, en donde aquellas reacciones judiciales me resultaban por completo contraintuitivas frente a lo que yo podía entender que eran manifestaciones de una queja que los canales tradicionales que el sistema institucional establecía no permitían canalizar. Entonces, para mí, lo que estaba en juego, en ese primer momento, era sobre todo marcar con asombro que las autoridades jurídicas argentinas no eran capaces de reconocer el componente expresivo que había en diversos actos, que pueden tener que ver con un golpe sobre la mesa, con tirar un huevo, con arrojar una piedra, con quemar un neumático, con cortar una calle… Se trató de un intento de dejar eso en claro, que para un ordenamiento jurídico como el nuestro, que reserva un lugar tan central a la expresión crítica, esos actos tenían que verse como formas adicionales de la expresión crítica, muy en particular en contextos de crisis institucional que hacían difícil procesar esos cuestionamientos por canales oficiales, por los canales institucionales establecidos.
Esa actitud y esa perspectiva se han mantenido hasta hoy de distintos modos. Podríamos volver después sobre las maneras en que he ido modulando mi posición, pero tal ha sido la esencia de la cuestión.
Me parece que Argentina es hoy una expresión extrema, en un punto dramática, en un punto caricaturesca, en un punto trágica, de un fenómeno que se está dando en buena parte de Occidente, que tiene que ver con una radicalización de las posiciones de derecha. Y que muestran un nivel, por un lado, muy notable de concentración de autoridad en el Ejecutivo y, al mismo tiempo, de sometimiento o de inacción, de apatía o de complacencia de los órganos de control. En ese contexto, lo que uno trataba de proteger o de reforzar, que era el valor especial que tiene la protesta como derecho que ayuda a sostener los demás derechos, vuelve a ganar una absoluta centralidad. Y, frente a eso, esperablemente, lo que uno ha visto en los primeros momentos y los primeros movimientos del gobierno de Milei, diría que desde el minuto uno, ha sido como una inclinación muy evidente por atacar las formas de resistencia o de crítica popular. Ello así, tanto en lo que fue el protocolo antipiquetes como en la búsqueda de desarticular las organizaciones cooperativas, los movimientos sociales. Por supuesto, todos entendemos que el modo en que se han venido constituyendo esos movimientos, y la manera en que funcionaban esas cooperativas, podían ser objeto de críticas, como pueden ser objeto de críticas todas las políticas sociales en la historia de la humanidad, porque siempre dan lugar a abusos y esto –digamos– no justifica nada de lo malo que ha ocurrido. Como dice el refrán, se tiró al niño con el agua de la bañera. Tal vez, porque la intención principal era cargar contra los movimientos sociales y sus organizaciones, ha habido, en ese sentido, mucha fuerza puesta en la desarticulación de las formas posibles de la resistencia. Entonces, este momento muy especial argentino se inscribiría en la radicalización de la derecha que se ve en Occidente. En Argentina, insisto, esta tendencia tiene, de momento, una de las expresiones más caricaturescas y trágicas.
Nos gustaría llevar ahora esta entrevista más allá del derecho a la protesta, aunque sin dejarlo de lado. Hablemos, si te parece bien, de “desobediencia civil”, “resistencia” (que algunos desglosan en “activa” y “pasiva”), “rebelión” (en sentido muy amplio, desde una revuelta o pueblada hasta una insurrección o revolución) y “lucha armada”, sin olvidarnos de las militant actions o “acciones militantes” de John Rawls, un filósofo que valorás en alto grado. Son conceptos relacionados, ciertamente, pero no intercambiables… ¿Nos ayudarías a lograr un mayor discernimiento y esclarecimiento en esta espinosa materia, atendiendo no sólo a la dimensión fáctica sino también a la jurídica? Tu artículo “John Rawls y la ‘resistencia militante’ como categoría inexplorada” (revista IDEES, nro. 57, dic. 2021), que reeditamos en Kalewche con una presentación de Fernando Lizárraga, podría ser, quizás, un buen punto de partida, nos parece, igual que –no queremos olvidarnos– “El derecho de resistencia en situaciones de carencia extrema” (Astrolabio, nro. 4, 2007).
En Rawls hay algo maravilloso, algo que uno solo ve en estos intelectuales que piensan honesta y limpiamente. En Argentina, a mí me ocurrió con Carlos Nino, porque era también, como Rawls, un pensador más bien cercano al liberalismo igualitario y que, en algunos aspectos, podía tener impulsos –digamos así– más liberal-conservadores, pero que, por esa honestidad intelectual que los movía en sus reflexiones, podían llegar a conclusiones absolutamente radicalizadas, por consistencia de pensamiento, por no engañarse, por no distorsionar el razonamiento con el que se comprometían. Esa actitud, en Rawls, resulta muy notable. Para quienes están interesados en su trabajo, en sus escritos sobre filosofía política, que fueron compilados después de su muerte, por ejemplo, uno ve los modos en que él razona y reflexiona, muy especialmente en torno a autores como Hegel o Marx, donde resulta extraordinaria la admiración y devoción que muestra hacia ellos, siendo pensadores que, en muchos sentidos, tienen posiciones muy distintas de la de él. Y esa misma consistencia y honestidad intelectual se ve en sus reflexiones sobre la vida pública. Él ha tenido pocas intervenciones públicas, pero muy importantes y muy en su tiempo, tanto sobre lo que ocurría en las protestas en las universidades con motivo del reclutamiento obligatorio para la guerra de Vietnam, como en defensa de los movimientos de objeción de conciencia, de desobediencia civil. Y él fue –junto con otro gran filósofo de su época y amigo suyo, Ronald Dworkin– una de las grandes autoridades cercanas al Derecho que hicieron desde el primer momento una defensa muy fuerte de las formas de resistencia civil. Ahora bien, esas formas de desobediencia civil, de objeción de conciencia, implicaban para él que el ciudadano mostraba, por un lado, una fidelidad a la ley, y una disposición a aceptar las consecuencias de sus faltas. Por ejemplo, aceptar el ser encarcelados, si es que esa era la respuesta que el orden imponía, y porque había una razón general para obedecer al derecho. Ahora, él abre la oportunidad, o reconoce que puede ocurrir que la sociedad de la que se trate no sea una sociedad como aquellas en las cuales él está pensando (y obviamente está pensando en una sociedad como la suya, la estadounidense, que no es manifiestamente o extraordinariamente injusta, en cuanto que hay controles, en cuanto a que hay un derecho que mal que mal responde a una voluntad general). Pero Rawls dice: bueno, es perfectamente posible que haya sociedades donde existan injusticias sistemáticas, persistentes en el tiempo; injusticias estructurales, que perduran; y que, en tales casos, el derecho no merezca obediencia. Es por eso que él abre, en una nota a pie de página (pero es una nota a pie de página considerable), la reflexión sobre esto que él llamó “acciones militantes”, como forma de resistencia cívica, y él entiende que esa forma de resistencia puede incluir violencia. No es que Rawls está escribiendo a favor de la resistencia violenta, sino que simplemente su razonamiento lo lleva a pensar: bien, así como he estado reflexionando sobre situaciones de injusticia no estructurales, puede ocurrir también que tales situaciones sí sean estructurales; y en ese caso, formas de resistencia violentas pueden resultar justificadas.
En el texto que escribí sobre la materia y que Kalewche ha republicado hace poco, trato de pensar de qué modo eso que Rawls dejó en una nota a pie de página, como habilitando dicha reflexión, podría tomar vida, o cómo completar esa reflexión que él ahí apenas iniciaba. Yo creo que él la hubiera completado –como venía razonando– de un modo muy lockeano, en el sentido de que John Locke, siglos atrás, pensó –como él– también muy limpiamente sobre problemas básicos. Por ejemplo, Locke pensó como pocos –y ha marcado la historia del pensamiento político contemporáneo– sobre la propiedad. Y él, siendo un liberal conservador, que de algún modo lo que quería, lo que podía querer, era preservar la propiedad, dijo: bueno, no; no existe modo de justificar la propiedad simplemente diciendo “yo encontré algo que no pertenecía a nadie”. Lo que se hado en llamar el proviso [condición] de Locke, las cláusulas de salvedad, es algo revolucionario, en cuanto la apropiación solo se justifica si se dan tales y tales condiciones, por ejemplo, que haya tanto, tan bueno y suficiente para todos los demás, una condición absolutamente igualitaria. Y lo mismo hizo Locke pensando en las formas de aceptación de la sociedad respecto a la autoridad. Y entonces él dice: normalmente, lo que yo veo son situaciones de consentimiento, consentimiento tácito; y eso hay que saber tomárselo en serio, pero también hay que saber tomarse en serio cuando la sociedad, en un momento dado, se pone de pie (se rebela) porque advierte una injusticia muy profunda. Y ese mismo esquema de razonamiento está en Rawls, que yo resumía para ambos casos como incluyendo, ante todo, la presencia de ciertas condiciones estructurales, sustantivas. En el caso de Locke, eso tenía que ver con lo que él llamó “una larga cadena de abusos”, que es la idea que retoma Thomas Jefferson e incluye directamente en la Declaración de Independencia norteamericana. Y aquí aparece de manera todavía más clara el hecho adicional de que, procedimentalmente, el gobierno no da respuestas frente a ese tipo de injusticias. Entonces, tanto la cuestión sustantiva de estas injusticias que persisten en el tiempo, como la falta de respuestas por los mecanismos institucionales, procedimentales establecidos, son, conjuntamente, las condiciones que habilitan la posibilidad de justificar una situación de resistencia. Hay muchas otras cosas que uno podría decir al respecto… También la preocupación -común en Locke como en Rawls- por pensar en la ciudadanía, esto es, al pueblo, como última autoridad en estas cuestiones, y no simplemente remitirse a un tribunal, la Corte Suprema o alguna cosa por el estilo. Por todo ello, creo que vale la pena volver a estos pensadores, ver el modo en que piensan, la honestidad con la que trabajaron… Estos autores preocupados por cuestiones públicas inmediatamente abrieron espacio a la consideración de la resistencia frente a situaciones de injusticia profunda.
El derecho de resistencia a la opresión –incluyendo la rebelión y la lucha armada– está presente en las declaraciones de independencia de numerosos países del mundo contemporáneo que se constituyeron como repúblicas o Estados soberanos librando guerras de liberación nacional contra monarquías absolutas y/o potencias colonialistas, por ej., los EE.UU. (1776) y nuestra Argentina (1816). También está presente, por supuesto, en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, proclama fundamental de la Revolución Francesa, de amplia proyección mundial. Estas declaraciones que legitiman la violencia revolucionaria contra la tiranía extranjera o el despotismo monárquico tienen una clara raigambre ilustrada y/o contractualista: Rousseau, Jefferson, Paine, etc. Se inscriben en un pensamiento liberal que viene de más atrás, del siglo XVII: la Revolución Inglesa, la Bill of Rights (1689), John Locke y sus Dos tratados sobre el gobierno civil (que trajiste a colación recién, cuando hablabas de Rawls)… Incluso encontramos antecedentes más lejanos –las justificaciones morales del tiranicidio, por ej.– en la modernidad temprana, el Medioevo y la Antigüedad clásica, desde el romano Cicerón hasta los monarcómacos hugonotes y jesuitas, pasando por la escolástica. Imposible aquí abarcar tanto, pero, «a vuelo de pájaro», ¿qué hito histórico –al menos un autor, una obra en especial– te gustaría rescatar de toda esa larga y rica tradición filosófica que argumentó, por distintas vías, a favor del derecho de resistencia?
Me gustaría subrayar, en el ámbito de la América Latina, los primeros trabajos constitucionales que dieron cabida a la idea de resistencia. Uno tuvo que ver con el «derecho constitucional» artiguista, de la Banda Oriental. Uno advierte en Artigas, más allá de su limitada formación, ciertas intuiciones que hoy podríamos llamar democráticas. Sus referencias a las instrucciones obligatorias, por ejemplo. El artiguismo pensó en un vínculo muy fuerte entre representantes y representados. También concibió la idea de que la resistencia del pueblo tiene que verse como un derecho constitucional. Entonces hay algo en ese constitucionalismo precario de la Banda Oriental artiguista que creo que merece ser rescatado, porque hay una consistencia democrática en ese modo de pensar.
Jefferson es, sin duda, un pensador que a mí me interesa muchísimo, y también Thomas Paine. Son autores que mostraban una preocupación consistente respecto a cómo estaba organizada la sociedad en términos jurídicos y cómo debería estar organizada en términos económicos. Uno ve en Jefferson, igual que en Paine, en los escritos agrarios de ambos, esa idea de que la sociedad tiene que basarse en una forma de economía diferente, que es más cooperativa, más horizontal, más igualitaria. La idea quedó sistematizada en esa consigna de los “cuarenta acres y una mula”, que suponía una repartición igualitaria de la tierra.
Más contemporáneamente, hay autores que siguen mostrando sensibilidad por este tipo de preocupaciones, pero no son muchos, y menos en el área donde yo trabajo, el Derecho. Un pensador contemporáneo que ha trabajado sobre cuestiones de derecho penal y que me parece interesante, que ha abierto alguna línea de reflexión en la materia, es Anthony Duff, un penalista escocés bien interesante, y que también se ha mostrado siempre sensible a cuestiones relacionadas con la injusticia social. Diría que hay poco interesante en el ámbito donde yo me muevo, pero hay cosas que todavía valen la pena.
La gran mayoría de los países del mundo (EE.UU., China, Rusia, India, Brasil, Gran Bretaña, Italia, España, Japón, Australia, Sudáfrica, Arabia Saudita, Canadá, Colombia, Chile y un largo etcétera) no reconocen el derecho de resistencia en sus constituciones, al menos no de forma expresa. Pero hay una treintena de Estados que sí lo reconocen: Francia, Portugal, Argelia, Tailandia, México… En Sudamérica hay varios, entre ellos el nuestro (aunque pocos compatriotas parecen saberlo o recordarlo). Cuando se reformó la Constitución de la Nación Argentina en 1994, se incluyó todo un nuevo capítulo –el segundo– bajo el título de “Nuevos derechos y garantías”. Allí figura el art. 36, que establece: “Esta Constitución mantendrá su imperio aun cuando se interrumpiere su observancia por actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático. Estos actos serán insanablemente nulos. (…) Todos los ciudadanos tienen el derecho de resistencia contra quienes ejecutaren los actos de fuerza enunciados en este artículo.” Y luego acota: “Atentará asimismo contra el sistema democrático quien incurriere en grave delito doloso contra el Estado que conlleve enriquecimiento”. Como constitucionalista avezado que sos, ¿qué precisiones nos podrías dar sobre el significado y alcance precisos de esta disposición constitucional tan llamativa? Para ser más concretos, ¿qué se entiende exactamente por “derecho de resistencia” en este contexto? Por otra parte, la referencia a la corrupción nos resulta un poco ambigua, confusa… Está muy claro que se la define como un atentado “contra el sistema democrático”, equiparándola a un golpe de Estado o una dictadura, que son conceptuados como “actos de fuerza”. ¿Pero la corrupción –según la CNA– sería también un acto de fuerza y, como tal, un crimen gravísimo que justificaría acciones de resistencia por parte de la ciudadanía? ¿Cualquier atentado del gobierno contra el sistema democrático –desde el golpismo y la tiranía hasta la malversación del erario– habilitan constitucionalmente al pueblo a rebelarse?
La Constitución argentina del 94 es hija de su tiempo, en lo bueno y en lo malo. En su artículo 36, hay dos referencias importantes: una, a la resistencia frente a la ruptura del orden constitucional; y otra, a los actos de corrupción como afrenta al orden constitucional. Entonces, si hay corrupción del gobierno, ¿queda legalmente habilitada la resistencia del pueblo? Yo diría que no, en absoluto. Creo que la Constitución nacional, en ese sentido en particular, se muestra como como hija de su tiempo, también en este tipo de desprolijidades. Creo que el art. 36 es una reacción frente a dos de los males de la época. Uno tenía que ver efectivamente con la cuestión de la corrupción, que ya se la veía muy patente en el gobierno de Menem; y otro tenía que ver con la tragedia de los golpes de Estado. Para muchos que habíamos estado trabajando en los años ochenta sobre la reforma constitucional, ésa cuestión -los golpes de estado y cómo evitarlos a futuro- era la gran obsesión. Era la idea de que la inestabilidad política está relacionada con las desigualdades estructurales, con la cultura, con las tradiciones, pero también con el derecho. Y el derecho no ha facilitado las cosas para la estabilidad democrática, sino que, más bien, ha hecho las cosas más difíciles. Entonces, durante muchos años, en los ochenta, el grupo en el que yo trabajaba con Carlos Nino, pero en consonancia con muchos otros grupos fuera del país, en Europa, en Estados Unidos y en América Latina, empezamos a vincular la concentración del poder, y en particular el presidencialismo fuerte, con la inestabilidad. Entre todos, mostramos que había una conexión posible entre una Constitución que concentraba demasiado el poder y el riesgo de ruptura del orden institucional. Nos interesó remarcar que, si se iba a reformar la Constitución, había que decir algo respecto a los golpes de Estado. Y bueno, esto tiene que impactar tanto en el modo en que pensamos la organización del poder, como en la inclusión de cláusulas de este tipo, porque la Constitución tiene que contemplar esa posibilidad de crisis radical. Así explicaría el nacimiento del art. 36. Nació, digámoslo así, con razones “nobles”. Ahora, ¿cómo fueron incorporadas? Bueno, yo diría que eso fue relativamente desprolijo, para decir lo menos.
Más allá de Argentina y la Constitución del 94 en particular, quisiera agregar algo en general sobre constitucionalismo y aplicación del derecho, práctica del derecho. Por supuesto que yo creo que el derecho de resistencia tiene que figurar en una Constitución. Escribí algún artículo sobre eso, sobre cómo, de los principios que en su momento había enunciado Locke, el derecho que se quedó en el camino, el que se fue perdiendo, fue el principio de resistencia. Locke sostenía que había ciertos derechos que eran inalienables, y esos derechos debían figurar, obviamente, en una constitución. El gobierno tenía que dedicar sus energías a satisfacer esos derechos, a proteger esos derechos, y, si el gobierno sistemáticamente los violaba, dicho proceder debía ser resistido por el pueblo. Ese era, podríamos decir, el conjunto fundamental de principios político-constitucionales que enunció Locke. El que quedó en el camino, el derecho o la idea que se perdió, fue la resistencia. Entonces, en ese sentido, está bien que el paquete incluya derecho de resistencia.
Dicho esto, y como nota escéptica al respecto, afirmando como primera idea que ese derecho debe figurar y que es importante, y que, si las otras ideas están, este también debe figurar, lo que añadiría es que el derecho lo escribe no la comunidad, sino algunos representantes de la comunidad, y no necesariamente hablando en nombre de la voluntad general y expresando el interés general, sino, muchas veces, mezclando su interés particular. Entonces ahí hay una primera disonancia que yo marcaría y que, por ejemplo, Jon Elster, el pensador noruego, marcó muy bien. Eso se advierte en dos libros suyos que ya son célebres. Él escribió Ulises y las sirenas, y luego, diez años después, Ulises desatado. La primera idea era que la Constitución puede y merece verse como un pacto que hace una comunidad, atándose las manos, previendo la posibilidad de males mayores, como le pasó a Ulises, cuando corrió el riesgo del ser seducido por el canto de las sirenas. Esa idea venía de algún modo a justificar lo que se hace cuando se redacta en una constitución, como expresión de la voluntad común, y protección frente a riesgos que uno ve que van a llegar, como el canto de las sirenas, como la tentación de ser autoritario, etc., etc. Ahora, dicho eso, Elster, una década más tarde, admitió: bueno, la verdad es que me equivoqué. Porque en realidad ésa era una imagen, una imagen muy buena, pero solo una imagen después de todo. Y la imagen resultaba por lo demás engañosa, porque no es la comunidad, el pueblo, quien escribe una Constitución, sino que son algunos, ciertas personas que tienen ese poder extraordinario que implica redactar la ley fundamental de un país. Lo cual ya abre una disonancia extraordinaria, porque esa minoría, la que redacta la Constitución, la que habla en nombre de todos, podría esconder bajo la alfombra cuestiones como la esclavitud (EE.UU. es un ejemplo notable). Y eso es algo que tiende a pasar, con lo cual, yo diría como constitucionalista –alguien que venera, en principio, las constituciones– que es necesario introducir una nota de prudencia sobre la santificación de la constitución, y también sobre los modos en que –a la luz de esa disonancia– la Constitución puede luego trasladarse a la práctica. De qué modo y quiénes, qué autoridades y qué instituciones son las que van a poner en práctica, por ejemplo, las normas que nosotros incorporamos.
Volviendo al caso argentino, desde los tiempos del primer peronismo y con la ulterior enmienda constitucional del art. 14 bis, incorporamos una lista extraordinaria de derechos sociales que luego deshonramos permanentemente durante décadas. ¿Por qué? Porque los tribunales no estaban preparados para eso, porque no querían, porque eran conservadores, etc. Bien, lo mismo podría pasar con el derecho de resistencia. Entonces, yo creo que está bien que un derecho como el de resistencia sea incorporado –¡debe estar!–, pero tampoco seamos ingenuos al respecto, porque eso es solamente una parte pequeña, relevante, de una historia larga, que va a tener como centro, luego, el modo concreto en que eso se va a aplicar en la práctica, bajo qué instituciones y organismos. Porque si yo estoy en la Venezuela de Maduro y tengo el derecho de resistencia, y entonces decido salir a la calle a protestar, bueno, no confiaría en nada en que eso que dice el texto constitucional vaya a ser respetado efectivamente. En síntesis, no hay que santificar el derecho de resistencia. Hay que estar siempre alertas sobre lo que yo llamo “la sala de máquinas de la constitución” –esto es, sobre cómo se componen esos órganos– y no quedar cautivados por los cantos de sirena del constitucionalismo.
Cuando te leemos o escuchamos hablar de los derechos de protesta y resistencia, inmediatamente acude a nuestras mentes tu concepción de la democracia, en la cual advertimos resonancias del pensamiento de Habermas, pero también la intención de revisar esta teoría, de ir más allá de ella. ¿Coincidís con esta interpretación?
Cuando reflexionaba sobre los derechos de protesta y resistencia, me quedó pendiente algo más abstracto, si se quiere: la teoría que de algún modo inspira o rodea mi visión sobre la democracia. Mi concepción tiene mucho que ver, en efecto, con la idea habermasiana de la democracia como deliberación, como diálogo inclusivo, como debate público.
Pero había en mí, como investigador, cierta sorpresa respecto a los modos en que la teoría abstracta lidiaba con cuestiones como la protesta y la resistencia. No porque lo hiciera mal, sino porque –yo creo que me pasó a mí, pero también a otros autores– había canonizado la teoría del discurso, la teoría de la democracia deliberativa, etc. Todo esto estaba muy vinculado con una idea, en un punto fundamental, que es la que expresa Habermas como la “fuerza del mejor argumento”, a saber: que en una sociedad igualitaria, las decisiones se tienen que tomar a partir de acuerdos, y que los acuerdos resultan de un compromiso hecho de modo inclusivo, en donde, tras debatir puntos de vista diferentes, finalmente gana la idea que tiene mayor fuerza, a través de un sistema que nos ayuda a dirimir la discusión. Pero desde hace un tiempo y desde distintos lados, muchos autores hemos empezado a ver la necesidad de preguntarnos por el lugar de la confrontación más ríspida, más vehemente, menos vinculada con el intercambio de razones, pero que también podría tener que ver con un intento de participar en el debate público. Esta posición revisionista no ha sido mayoritaria, pero ha sido importante dentro de la teoría de la democracia. Entonces, por ejemplo, David Estlund, que es un teórico muy abstracto, se planteó la pregunta sobre la fuerza y la argumentación. También lo hizo una cientista política extraordinaria, todavía viva, que tuvo mucha actividad (no casualmente en los momentos de la guerra de Vietnam y la desobediencia civil), como Jane Mansbridge. Ella escribió una serie de trabajos para mí muy importantes, mostrando cómo la teoría de la democracia deliberativa tenía que extenderse, ampliar sus ramificaciones más allá de la idea esta del argumento, y ella entonces pensó en las emociones y las expresiones no verbales.
Y a mí, en ese mismo marco, me interesó pensar en las expresiones no argumentadas, pero que podían tener que ver con intentos muy explícitos de participar en el debate público, que fueron los que yo conocí, por ejemplo, a partir de la actividad de quienes cortaban las rutas, los piqueteros, en la Argentina. Creo que ese tipo de experiencias prácticas me ayudaron a ver cómo se podía participar de modo muy digno, y de modo muy relevante, en el debate público, a través de acciones que podrían incluir fundamentalmente o consistir fundamentalmente en movilizaciones: quemar neumáticos, cortar rutas o calles, etc. No digo que todas las expresiones de protesta tengan esta jerarquía comunicativa, pero diría que sí, que muchas de ellas, si no la mayoría de ellas, son formas de intervenir en un debate sobre cómo se entienden y aplican las normas fundamentales de la Constitución, muy en particular en contextos como el nuestro, que tienen constituciones tan generosas en términos de derechos sociales, económicos y culturales. Encontré fundamental mostrar que, para ser consistentes, las teorías deliberativas debían ser ampliadas, extendidas… No digo que Habermas se haya olvidado de la protesta o resistencia en las calles, sino que él puso el foco en lo que le parecía fundamental. Sin embargo, entiendo que mi planteo es consistente con ese núcleo de ideas propio de los teóricos de la democracia deliberativa. Se trata, básicamente, de no reducir el compromiso democrático al intercambio de argumentos. Se trata de entender que actos no verbales y formas no argumentativas tradicionales pueden ser calificadas como participaciones activas en el debate público.
Yo tenía en mente un ejemplo muy notable: los piqueteros de Salta (y pienso, en particular, en los grupos que lideraba Pepino Fernández, en Tartagal). Estos piqueteros transitaron todos los caminos posibles para llegar a las autoridades, con quejas y demandas vinculadas con derechos fundamentales. Me consta que recurrieron a los concejales, a los diputados provinciales, también al gobernador de la provincia y las autoridades judiciales. Ninguna de ellas les dio espacio para un reclamo que era fundamental. Las quejas y demandas de los piqueteros de Gral. Mosconi y Tartagal tenían que ver con comunidades petroleras que de un día para el otro se quedaron sin trabajo porque YPF fue privatizada. Todo un pueblo podía girar en torno a ese polo petrolero creado desde el Estado, a través de una empresa pública: el empleo, la escuela, el teatro, el cine, el hospital… Toda la vida en comunidad giraba alrededor de YPF. Y, entonces, de un día para el otro, se cerró el polo petrolero y los trabajadores quedaron masivamente desempleados. Pero al mismo tiempo, todo el mundo cultural y todo el respaldo social estatal desapareció… Por eso era una queja descomunal la que expresaban, y agotaron todas las instancias formales necesarias para quejarse, pero ninguna autoridad les dio respuesta. Entonces salieron a la calle y cortaron la ruta. Ése fue el inicio de la lucha de los de los grupos piqueteros. Para mí era obvio que todo este fenómeno no podía no ser leído como un modo de participar activa y fundamentalmente en el debate público. Los piqueteros trataban de llamar la atención, de concitar la mirada pública. Es lo mismo que dice Rawls cuando piensa en los actos de resistencia, que emergen en un contexto muy injusto, estructuralmente muy violento. Son actos destinados a conmover al otro, a atraer la atención del otro y empujar a una respuesta que es necesaria, urgente. Quizás esa multitud que protesta es poco articulada en términos discursivos, con niveles educativos medios o bajos. Pero, sin embargo, expresa una queja fundamental, de rango constitucional, tal vez la más importante de su tiempo. Lo cierto es que no había canales institucionales abiertos para los piqueteros, o bien, si los había, no operaban, no se activaban. Los botones de la botonera estatal no funcionaban, estaban bloqueados. Entonces, obviamente, los piqueteros recurrieron a un ejercicio extrainstitucional. Esa intervención disruptiva –el corte de rutas– era, para mí, de manera manifiesta, palmaria, una participación necesarísima, importantísima en el debate público.
Este tipo de ejemplos para mí resultaron cruciales a la hora de poder repensar la teoría de la democracia deliberativa y entender –digamos– que dicha teoría necesitaba ser completada. Y era una tarea que fuimos asumiendo varios autores en el mismo momento, por distintas razones. La teoría de la democracia deliberativa había sido canonizada y estaba dando pocas respuestas acerca de los alcances y límites de la argumentación tradicional. Entonces, una teoría preocupada por la inclusión, por las expresiones de la diversidad, no podía, en un contexto de dificultades constatadas, no abrirse, no reconocer el peso de esas voces disidentes o cuestionadoras, de esas demandas populares que optaban por caminos extrainstitucionales cuando los caminos oficiales estaban ocluidos. Eso fue para mí una conjunción de una práctica que me obligaba a reflexionar teóricamente, y de una concepción canónica que aparecía claramente como limitada para, en su forma tradicional, incorporar lo que obviamente tenía que incorporar. Por lo tanto, mis estudios sobre la protesta siempre se derivan a –o están vinculados con– una reflexión crítica sobre las limitaciones que había mostrado la teoría democrática deliberativa para incorporar otras formas de intervenir en el foro público. Y estas me parecía que no debían ser ignoradas. Una autora como Mansbridge, preocupada por las cuestiones de género y también por el problema de la participación, también planteaba las limitaciones de esa idea canónica del intercambio de razones y la fuerza del mejor argumento. Ella advertía que dicha concepción no estaba siendo capaz de abrirse a las críticas de mujeres que se expresaban, por ejemplo, en el ámbito privado de la pareja o la familia, a través del llanto, el grito o la pelea… Estas también son, para Mansbridge, formas de participar, de intervenir en una discusión pública sobre violencia de género, salud reproductiva, etc., y no debían seguir siendo ignoradas por el canon. En fin, sobre ese vínculo entre la práctica más cruda y la teoría más abstracta me interesa llamar la atención.
En la crisis argentina de 2001-2002, además del auge de las organizaciones piqueteras, se dio el fenómeno de las asambleas barriales o populares. En términos prácticos, esta variante de protesta no fue más vigorosa ni más masiva que los piquetes, pero sí evidenció un mayor grado de elaboración o sistematización de argumentos, más en sintonía –podría decirse– con en el modelo habermasiano de la democracia deliberativa…
Claro, hemos tenido en la Argentina contemporánea distintas formas de intervención en la arena pública. Sin duda, las asambleas ciudadanas son de las de las expresiones más interesantes. También en su informalidad, también en su carácter muchas veces extrainstitucional. Hablamos, en este caso, de sectores medios más ilustrados, por lo general.
Pero a mí, lo que más me atrajo en aquella época de crisis fueron los piquetes de trabajadores desocupados, sectores populares muy vulnerables, con menos nivel de educación formal y con menos recursos económicos. Los reclamos de los piqueteros en el foro público, que al no ser escuchados ni atendidos desbordaban las formas establecidas por el Estado (el corte de rutas, la quema de neumáticos, etc.), debían considerarse como prioritarios, como fundamentales; y sin embargo, sucedía todo lo contrario: jueces y funcionarios descartaban tales demandas y –peor aún– las criminalizaban, en vez de darles satisfacción, en vez de reparar o proteger los derechos afectados. Hablamos de derechos sociales, económicos y culturales garantizados por la Constitución argentina. De ahí la importancia de lo que decíamos antes: el derecho de protesta como primer derecho.
Es curioso, pero se suele ignorar u olvidar que el derecho de resistencia a la opresión se asoma también en la Declaración Universidad de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, nada menos… No en el articulado, explícitamente; pero sí, implícitamente, en uno de los considerandos, el tercero: “considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. Tampoco se tiene muy presente, nos parece, la resolución 3070 (XXVIII) de la Asamblea de la ONU, aprobada en 1973 al calor de los procesos de descolonización en el Tercer Mundo, que reafirma “el derecho inalienable de todos los pueblos que se encuentran bajo dominación colonial y extranjera y subyugación foránea a la libre determinación, libertad e independencia” y “la legitimidad de la lucha de los pueblos por librarse de la dominación colonial extranjera y de la subyugación foránea por todos los medios posibles, incluida la lucha armada”. ¿Qué reflexión te merece todo esto?
En el derecho internacional, igual que en las normativas jurídicas nacionales, hay inclusiones dudosas y omisiones sorprendentes. El hecho de que en algunos intersticios aparezca mencionado un derecho como el de resistencia, no deja de resultar llamativo, interesante, valioso… Necesitamos que ese tipo de derechos sean explícitamente incorporados. Que así sea en algunos casos, resulta relevante. Pero me gustaría señalar algo más, en esa línea de crítica escéptica que planteaba antes.
Un ejemplo: la Constitución de los Estados Unidos. Es la única del continente que no incluye derechos sociales. Sin embargo, eso no quiere decir que los estadounidenses no tengan derechos sociales. Han podido reclamarlos y hoy podemos verlos en los intersticios de otros derechos. Pero evidentemente hay un problema con eso. ¿Por qué? Porque a veces puede ocurrir, como de hecho ha ocurrido un montón de veces en la historia de Estados Unidos, que alguien reclame un derecho social básico ante las autoridades de turno, y no da lo mismo que ese derecho esté o no explícitamente reconocido en la Constitución. Si su reconocimiento es solo tácito, implícito, eso da pie a excusas formalistas de los funcionarios o magistrados. Entonces, en ese sentido, es muy bueno que los derechos estén codificados en normas y es importante reclamar su reconocimiento jurídico.
Ahora bien: agregaría una reflexión más sobre sobre la naturaleza de los derechos fundamentales. Hay como dos líneas de interpretación en debate, normalmente implícitas, no muy trabajadas pero que han estado siempre presentes en el pensamiento jurídico, y bastante enfrentadas. Una que sostiene –y esta no es mi posición– que los derechos son como innatos, como propios de un estado de naturaleza. Algo así como planetas que han estado siempre ahí afuera, hasta finalmente ser descubiertos por los astrónomos, con ayuda de un telescopio. Esta es la visión tradicional del iusnaturalismo. Es una visión muy abstracta y elitista, cargada de problemas prácticos. Yo tengo una visión distinta sobre los derechos, que pretende ser más realista e inclusiva; una concepción afín con algunas intuiciones que ya estaban en Jefferson, en la cual los derechos no son una cuestión de expertos, sino que pueden ser visibilizados por todos.
Hamilton, a diferencia de Jefferson, tenía una visión muy elitista de los derechos. Hamilton, igual que Madison, planteaba que las mayorías populares no están capacitadas para reconocer cuáles son los derechos naturales, debido a dificultades o problemas en sus órganos perceptivos: las pasiones nublan el raciocinio… Muchas veces -decía Madison- las personas de la plebe, sin ser tontas, actúan en masa y se confunden, razonan mal (por ejemplo, en una asamblea, bajo influencia de demagogos).
Yo tiendo a pensar los derechos de un modo distinto al iusnaturalismo, y me parece que autores como Carlos Nino tendían a hacerlo de esta otra forma. Nino inicia su libro más importante (de hecho en la primera línea de la primera página de) Ética y derechos humanos, diciendo que los derechos humanos son la mayor invención de la humanidad. Habla de derechos humanos, no de derechos naturales. No son derechos que estén allá fuera y que descubrimos, sino que son una creación colectiva. Nino no lo puso en estos términos, pero estaba implícito. Por mi parte, acotaría: los derechos humanos son producto de los conflictos y las dificultades que hemos tenido como sociedad, a lo largo de la historia. John Rawls también tenía esta visión de los derechos como –digámoslo así– instrumentos, invenciones humanas, que son el resultado de un aprendizaje histórico y de la necesidad de dejar en claro como comunidad, como nación, ciertos compromisos básicos: errores que no debemos volver a cometer, faltas que no tenemos que repetir. Por ejemplo, hemos detectado que, muy habitualmente, cuando un grupo llega al poder quiere impedir que sus opositores hablen, o tiene el impulso de arrestarlos arbitrariamente. Entonces, para prevenir ese mal, se proclama la libertad de expresión y el debido proceso. No son descubrimientos que hace un científico, un experto, sino una creación colectiva de la sociedad, de una comunidad que mira hacia atrás en el tiempo, u observa comparadamente el mundo, y concluye: como es habitual que los gobernantes abusen del poder, asumimos un compromiso público fortísimo para evitar que eso se repita, que este tipo de conductas que nos avergüenzan de nuestro pasado o que vemos en otros países, se reiteren una vez más o sucedan también aquí. Somos conscientes de ese riesgo y queremos conjurarlo. Lo prevenimos garantizando derechos como los de libertad de expresión, de debido proceso, de asociación, de protesta, etc. Mirando hacia el futuro, nos comprometemos a no repetir ciertos errores, y para eso vamos a proteger cierto tipo de derechos fundamentales tanto como podamos. Bueno, yo participo en esta segunda visión, que también tiene implicaciones muy distintas, por ejemplo, a la hora de pensar el derecho de resistencia.
Está muy bien que una comunidad reconozca y le confiera estatus normativo al derecho de resistencia. Es un derecho por el cual deberíamos pelear si no lo tenemos, y que no deberíamos pensar que no lo tenemos si eventualmente no estuviese escrito. Los intereses de la minoría gobernante suelen ser distintos a los intereses de la mayoría popular, de modo que mal haríamos en asumir que el derecho de resistencia no existe si la élite que detenta el poder no lo ha legislado porque ve en ello un riesgo para sí misma. Las instituciones se nos han ido yendo de control, la política se ha ido enajenando. A lo mejor tenemos buenos textos normativos, ordenamientos jurídicos interesantes. Pero en los hechos, todo está controlado por autoridades e instituciones que se han distanciado y autonomizado de la ciudadanía. Podemos tener leyes escritas maravillosas, pero que en la práctica resultan ser cáscaras vacías o, peor aún, velos que ocultan el abuso de poder. Por lo tanto, debemos estar alertas, con un dispositivo crítico muy bien preparado.
Tomemos como ejemplo, una vez más, los derechos sociales incluidos en la Constitución argentina desde la década del cincuenta. Están garantizados en cláusulas increíbles, aún en comparación con los países socialistas: participación de los trabajadores en las ganancias, participación obrera en la dirección de las empresas… La Constitución nacional estipula todo eso desde hace más de setenta años. Pero nada de eso se efectivizó jamás, porque las instituciones encargadas de ponerlo en práctica nunca hicieron nada al respecto. A los jueces y funcionarios competentes no les interesó en absoluto aplicar esos preceptos constitucionales, porque son conservadores. Por lo tanto, no hay que fascinarse con lo que dicen las normas jurídicas. No debemos desalentarnos si un derecho no está escrito: lo podemos demandar igual. Y si está escrito, no debemos relajarnos porque lo más probable es que las instituciones y autoridades –que ya no controlamos– tiendan a ignorar ese derecho, o incluso vulnerarlo.
Hablando de derechos legalmente reconocidos pero prácticamente ninguneados, resulta difícil no acordarse del pueblo palestino. Desde hace casi dos años, el mundo asiste a una catástrofe humanitaria sin precedentes en la Franja de Gaza. Esta gravísima situación llevó al Tribunal Internacional de La Haya, en enero de 2024, a dictaminar la plausibilidad de genocidio y tomar una serie de medidas cautelares en ese sentido…
Sí, la crisis humanitaria en Gaza se sigue desarrollando, agravando… Y el hecho de que la Corte Penal Internacional no haya logrado poner un freno a tanto horror, confirma mi escepticismo respecto al derecho, cuando no hay voluntad política de aplicarlo realmente.
Por otro lado, me preocupan las acusaciones de “antisemitismo” a quienes formulan críticas al Estado de Israel por lo que está haciendo en Gaza. Esta retórica representa una amenaza a la libertad de expresión. Es una extorsión, similar a la que hubo en Argentina cuando cualquier cuestionamiento al gobierno peronista de turno era demonizado como “gorila”. El uso político del fantasma del antisemitismo para silenciar toda crítica al gobierno israelí es una manipulación inaceptable.
El gobierno de Milei, que de manera muy poco liberal está interviniendo descaradamente en las paritarias para asegurarse de que cierren a la baja (retaceando su homologación cuando los sindicatos y las patronales ya llegaron al famoso y muy «austríaco» libre acuerdo entre partes privadas, si nos permitís la ironía), ha promulgado un decreto de necesidad y urgencia, el 340/25, que amplía enormemente –hasta el delirio– las restricciones al derecho de huelga consagrado en el art. 14 bis de la Constitución nacional, un atropello al que no es fácil encontrarle antecedentes de igual gravedad –más leves sí– en la historia democrática del país, al menos desde que concluyó la última dictadura, hace más de cuarenta años. Esta nueva ofensiva de la derecha, al margen de su pulsión autoritaria, ¿no pone en peligro los derechos laborales? Al parecer, lo que quieren dinamitar no es el Banco Central, sino los últimos diques de contención a la mentada “flexibilización del empleo” (léase: precarización del trabajo), el gran sueño neoliberal de los capitalistas y sus tecnócratas… ¿Cuál es tu opinión acerca del DNU 340? ¿Cercenar el derecho de huelga no es conculcar también el derecho a la protesta, el paraguas de todos los derechos?
Escribí hace algunos meses un artículo para mí muy relevante, que era una reflexión sobre el papel de la justicia en Argentina hoy. Redacté el texto conmovido por lo que describiría como un silencio cómplice del máximo tribunal con este gobierno y los anteriores. Califiqué el proceder de la Corte Suprema como atroz o descomunal –outrageous se diría en inglés– cuando hace todo lo posible para no opinar sobre sobre el primer decreto de Sturzenegger, el mega-DNU; y cuando hace años que no quiere decir nada sobre lo que yo creo que es, en términos legales, el mayor agravio que padecemos institucionalmente, que es la norma que regula los decretos de necesidad y urgencia, por la cual, a los presidentes, les resulta muchísimo más conveniente hacer todo por decreto, que promover una ley. No olvidemos tampoco la complicidad de la Corte con la designación presidencial en comisión del juez García-Mansilla. Hubo una omisión gravísima, una connivencia inexplicable, o explicable por las peores razones.
En tanto jurista, lo que más me preocupa es cómo la máxima instancia judicial de la Argentina está actuando o dejando de actuar en este tipo de circunstancias. Lamentablemente no veo ninguna razón para tener confianza en esta Corte. En el artículo, ironizaba sobre las decenas de miles de casos que el máximo tribunal se ha jactado de haber resuelto el año pasado, pero que a nadie le interesan. Lo que realmente importaría en este momento de crisis radical de la democracia es que los supremos magistrados tomen un puñado de casos especialmente relevantes, diez supongamos (por ej., la designación inconstitucional de un juez de la Corte o el intento de Milei de gobernar sin el Congreso a través de mega-decretos), y fallen de modo ejemplar. Si el máximo tribunal hiciera eso, no solamente cumpliría su misión, sino que sería objeto de culto. Pero no procede así, y en vez de eso se ufana de haber resuelto millares de casos irrelevantes donde, en realidad, lo único que hizo fue ponerle el sello a lo que ya habían sentenciado los tribunales inferiores, sin agregar absolutamente nada importante en la materia.
Yendo ahora puntualmente a lo que me preguntaban sobre la flexibilización de las normativas laborales y el cercenamiento del derecho de huelga, digamos que tenemos la buena fortuna, dentro de esta desgracia general, frente a una intemperie judicial tan notoria y preocupante, de que al menos en el fuero del trabajo hay, por lo general, jueces comprometidos con los derechos laborales. Por ahora, sus intervenciones han puesto un límite a la ofensiva del gobierno.
[Con posterioridad a esta entrevista, el 6 de agosto, la Cámara de Diputados rechazó el DNU 340/25. Queda por saber lo que resolverá el Senado.]
Una pregunta «al hueso», acaso incómoda, pero necesaria, a nuestro parecer. Una doble pregunta al Gargarella jurista, pero también al Gargarella ciudadano: la sola existencia de capitalismo, con sus inherentes relaciones de explotación y desigualdad, ¿justifica la rebelión popular aun cuando haya una democracia representativa y un “Estado de bienestar” bastante afianzados, desarrollados? ¿O es preciso que se den condiciones agravadas de opresión e injusticia, como un régimen político de tiranía y medidas neoliberales draconianas o de shock?
Te doy primero una respuesta más formal, con la cual, en un punto, estoy comprometido. Después habría que seguir pensando la cuestión más allá de ese umbral.
Es muy interesante y valioso el modo en que Rawls habla de la resistencia. A mí me persuade bastante, y lo que él dice al respecto es, básicamente, lo siguiente: miren, si se trata de una sociedad más o menos ordenada, donde se aprecia todavía un sentido de justicia que permea las instituciones, esa sociedad puede razonablemente demandar y esperar fidelidad a la ley. Aquí tenemos una situación. Pero si, en cambio, las circunstancias son otras, totalmente opuestas, es decir, un contexto donde no encontramos tales bases de respeto e igualdad, ¿resulta razonable exigir que las normas se cumplan? Rawls abre aquí la puerta a la resistencia.
Hay lugar para la ambigüedad en todo esto, ¿no? Rawls distingue entre injusticias episódicas y estructurales, entre injusticias leves y profundas, pero el límite no es tajante, no es preciso. Si son episódicas o leves, entonces lo que tenemos que buscar es remediarlas por medio de reformas, a través de cambios normativos desde dentro del sistema. Tales reformas o cambios son compatibles con un montón de modos de protesta, pero no –digamos– con la resistencia. Por el contrario, si nos hallamos ante situaciones de injusticia graves y duraderas, entonces ciertas formas de lucha más radicalizadas pueden adquirir legitimidad.
Ahora bien, muchas sociedades que conocemos tienen bolsones de injusticia extrema, ¿verdad? Sociedades donde un tercio o dos tercios de la población padecen mucha pobreza, desigualdad, marginación, etc. Supongamos que allí las instituciones relativamente «funcionan», que los canales oficiales para hacer ciertos reclamos y obtener algunos paliativos están más o menos «aceitados». Todo eso no quita que en tales sociedades siga habiendo injusticia estructural.
En un artículo que escribí hace tiempo, “El derecho y el castigo: de la injusticia penal a la justicia social”, planteé ese escenario ambivalente donde coexisten grupos integrados y grupos excluidos, sectores que viven aceptablemente bien y sectores que padecen en extremo. Una sociedad estructuralmente injusta, donde la desigualdad se prolonga a lo largo del tiempo, de generación en generación, con faltas muy graves por parte del Estado. Hablamos de violaciones sistemáticas de la Constitución, que afectan a muy amplios segmentos de la población. Estas realidades sociales si se quiere más complejas, de dos mundos brutalmente opuestos, no son aquellas en que Rawls pensó más detenidamente.
A gente que está padeciendo niveles muy extremos de injusticia y desigualdad estructurales, no se le puede exigir fidelidad a la ley. Mencioné antes a Duff. En unos de sus escritos, este penalista se plantea: ¿por qué tengo que obedecerle a usted, Estado que me coerciona? ¿Qué es lo que usted ha hecho por mí para que yo le deba obediencia? ¿Por qué debería sentirme obligado a acatar su autoridad? Duff tiene en mente la pobreza estructural, personas cuyas familias han sufrido injusticia por generaciones, personas cuyos hijos van a seguir viviendo en la miseria, con peor acceso a la salud y educación, o ninguno en absoluto. ¿Por qué esas personas deberían guardar fidelidad a la ley, mantener su adhesión a un sistema que los maltrata? Creo, en consistencia, con lo dicho, que tales personas no le deben obediencia al derecho. ¿Qué significa eso? Por supuesto, que tienen derecho no solo a protestar, a expresar su descontento con críticas o quejas, sino también a resistir, a desafiar las leyes.
Claro que aquí aparece una complicación: ¿qué actos de resistencia consideramos aceptables? Rawls esboza la idea de una resistencia radical, de ir más lejos en la lucha por la justicia social. Pero bueno, ¿qué es lo que eso implica exactamente? Rawls no profundiza demasiado, pero nos da algunas pistas: los “deberes naturales”, que tienen que ver con el trato que les damos a nuestros semejantes. ¿Cómo hacer para no afectar a personas inocentes de modo grave cuando se opta por resistir? Yo creo que, por poner un ejemplo, no es una afectación grave cortar una calle y causar un retraso a alguien que va al supermercado. Pero ¿qué sucede con otras transgresiones al derecho formal? Podemos criticar al gobierno, salir a la calle a reclamar… Desde siempre tenemos esos derechos: libertad de expresión, libertad de reunión, derecho de petición a las autoridades, etc. Ahora bien, ¿qué cosas quedan fuera de los actos legítimos de resistencia? Es una pregunta que nos debemos en esta conversación. ¿Hasta dónde se justifican las acciones de resistencia? ¿Qué tipo de actos rebeldes son válidos? Rawls plantea que, si hay posibilidades o expectativas de que el derecho pueda ser reparado, a lo mejor podemos resistir, pero con prudencia, tratando de evitar daños graves a inocentes. El respeto máximo al otro, en la medida que ese otro me respeta a mí, es uno de los deberes naturales que él plantea.
En fin, llegamos entonces a cuestiones álgidas como la resistencia clandestina y la lucha armada… Otra discusión que se abre es la del papel de las vanguardias revolucionarias. Pienso en aquellas personas que no son las víctimas directas de la injusticia estructural. Pienso en personas como nosotros, intelectuales de clase media. Pienso en el riesgo de asumirse como portadores de una verdad iluminada o de una representatividad que no es real, en el peligro de sobreinterpretar los malestares y las demandas de las mayorías populares.
Se podría reflexionar y debatir mucho al respecto. Mi intuición inicial es que la legitimidad de la resistencia clandestina y la lucha armada tienen en la injusticia estructural una condición necesaria, pero no suficiente. Es preciso también que sean los damnificados directos del sistema, las mayorías populares, quienes asuman el protagonismo en los actos de desobediencia.
Claro, para no incurrir en un vanguardismo sustitutivo…
Sí, no se puede «reemplazar» a las víctimas de la injusticia estructural. Ellas deben primero reconocer su situación, las condiciones que atraviesan… Pero eso no quiere decir que nosotros, que no somos víctimas directas, no podamos solidarizarnos, colaborar con sus luchas.
El terrorismo, por poner un ejemplo extremo, resulta inadmisible, ¿no? Pensamos en atentados aleatorios, indiscriminados, donde se decide o acepta de antemano matar o herir a civiles inocentes… Un acto de resistencia violenta así nos parece ilegítimo, repudiable.
Sí, pero fíjense que, para mucha gente de izquierda, el problema de la legitimidad de ese accionar no fue evidente durante mucho tiempo. Por eso es importante reflexionar críticamente al respecto.
También hay contextos y contextos, circunstancias y circunstancias, ¿verdad? ¿Quién podría objetarles algo a los judíos del Gueto de Varsovia por haberse levantado en armas contra los nazis que los oprimían y exterminaban?
Claro, muchas acciones armadas han estado justificadas. Pienso en los anarquistas de antaño, en los obreros sobreexplotados en las minas… Pienso también en la Guerra Civil Española. No digo que debamos hacer una tabla, una clasificación, formalizar estas cosas. Sería una tontería.
Volviendo a la Argentina, creo que hay efectivamente en nuestra sociedad un tipo de injusticia estructural respecto a la cual, quienes no la padecemos en carne propia, adoptamos generalmente una actitud pasiva, de no reacción, o bien, de indignación o protesta vana, inocua (por ej., llamados a la huelga muy de vez en cuando). Esto tampoco se justifica.
Mucha gente de nuestro país está peleando por su subsistencia en condiciones de penuria muy extremas. ¿Cuál es el tipo de respuestas que nosotros, que no somos los que padecemos directamente esa injusticia, tenemos que asumir? Hay un deber cívico… Mantenerse pasivos bajo la idea de que se debe esperar a que los propios afectados tomen la iniciativa, cuando están inmersos (los cartoneros, por ejemplo) en una situación diaria de supervivencia que es desesperada y que no les deja margen de tiempo o energía para otra cosa, no está bien.
No tengo una respuesta, pero necesitamos seguir pensando en estas cuestiones. Creo que es, tal vez, la más urgente de nuestro tiempo. ¿Cómo enfrentar a un Estado formalmente democrático que, desde hace décadas, a través de acciones y omisiones, ha mostrado un férreo compromiso con la violación sistemática de los derechos fundamentales de amplios sectores de nuestra sociedad? Ese compromiso a veces puede ser sádico, si se quiere. El ejemplo actual de Milei es ciertamente muy extremo y patético, trágico o tragicómico. Pero la injusticia estructural se ha mantenido constante a lo largo de los distintos gobiernos, independientemente de su signo político. Es una situación gravísima, que viene de larga data.
La deriva autoritaria, corrupta y represiva del gobierno de Milei ¿habilita al pueblo argentino, sin quebrantar la Constitución, a pasar de la protesta a la resistencia, como en la crisis de diciembre de 2001?
La situación actual de Argentina nos pone a nosotros, los que no somos víctimas directas de la afectación de derechos, ante una encrucijada: ¿qué hacer? ¿cómo reaccionar? Ya no hay dictadura en Argentina, pero las injusticias estructurales se perpetúan y agravan… Milei fue votado por la mayoría del pueblo, y la mayoría no se ha rebelado. La incertidumbre, sin embargo, no tiene que servir de excusa para no intervenir. De ninguna manera.
A mí me interesa más la reflexión normativa que la predicción. En todo caso, podemos buscar analogías en la historia reciente, con el ánimo de entender lo que está ocurriendo. Digamos, por un lado, que la sociedad valora mucho cierta estabilidad económica, y que está dispuesta a sacrificar cosas valiosísimas en nombre de –por ejemplo– bajar la inflación. Al mismo tiempo, estamos en Argentina, y lo que ha sido constante en nuestra historia es que todos los programas de estabilización han fracasado de modo gravísimo, con niveles de estallido social muy fuertes. Entonces, no sería raro que eso vuelva a ocurrir, con un agravante que también hemos visto en situaciones pasadas más o menos cercanas: se trata de gobiernos que han roto, pisoteado sus vínculos con quienes piensan diferente, y los disidentes y enemigos van acumulándose, aumentando en número. Y esta dinámica va erosionando la fidelidad, el respeto, la adhesión a la ley. Un gobierno que todo el tiempo está insultando, despreciando u hostigando a quienes piensan distinto paga un precio por ese maltrato. Es más grave, en realidad: se va deteriorando el tejido social, los vínculos comunitarios. Ese deterioro puede parecer que no tiene mayor impacto cuando la economía más o menos «funciona», pero resulta decisivo cuando las cosas van mal: recesión, caída del salario, aumento del desempleo, etc.
El malestar de gran parte de la sociedad va subiendo de temperatura. Quién sabe qué lo que lo que puede llegar a pasar en un nuevo pico de impopularidad, debido al nivel de enajenación y ruptura que ha producido adrede Milei en el tejido social, con sus agresiones y provocaciones constantes. No soy un pronosticador, pero a la luz de la experiencia histórica, uno teme que el desenlace podría ser trágico.
Sumemos al «cóctel» los niveles de abstención electoral récord que se vienen registrando este año. Prácticamente la mitad del padrón no está yendo a votar en las provincias, y para los comicios nacionales de octubre las estimaciones de participación no son optimistas…
Sí, pero diría que el problema de la crisis de vínculo entre ciudadanos y gobernantes es mucho más radical. Trasciende este momento y trasciende Argentina. Se viene dando en todo Occidente –y más allá también–desde hace décadas. No hay un remedio claro para este mal. El traje institucional, el traje constitucional, nos ha quedado demasiado chico. Es incapaz ya de revestir a una sociedad que cambió mucho. La ampliación del sufragio no alcanzó. Las instituciones, el constitucionalismo, el parlamentarismo ya no pueden contener a una sociedad que se ha vuelto demasiado dinámica y diversa. Durante siglos, constitucionalizar progresivamente los derechos de las mayorías y minorías dentro de un marco de Estado de derecho y democracia (división y equilibrio de poderes, soberanía popular, etc.) pareció ser una solución viable, como en el caso de Estados Unidos. Hoy, con sociedades tan radicalmente multiculturales, el constitucionalismo y su entramado institucional se ven rebalsados.
Los partidos políticos han perdido mucha representatividad. Por ejemplo, los laboristas en Inglaterra, el PC en Italia, los socialdemócratas en Alemania, el peronismo en Argentina, ya no representan al grueso de la clase trabajadora. A los obreros ya no les importa solamente sus intereses de clase. Tienen otros intereses, más variados. Su identidad y sus demandas se han diversificado. Exceden ampliamente lo laboral. Yo creo que mantuvimos la ilusión de que toda la sociedad podía ser incorporada institucionalmente gracias a la presencia de los partidos políticos de masas. Hacían de mediadores entre el diseño institucional y la realidad social. Hoy los partidos están en crisis. Entonces, el laborismo británico ya no puede representar a la clase obrera, entre otras cosas, porque la clase obrera se fragmentó muchísimo; y lo mismo sucede con el peronismo en Argentina. No hay discurso que pueda solucionar eso. Es un problema estructural. La clase obrera se transformó, se fragmentó.
Las viejas estructuras institucionales ya no sirven lamentablemente en nuestras sociedades: estaban pensadas para albergar a grandes grupos homogéneos, como los que expresaban ciertas clases (los “lores” y “comunes”) o partidos (“laboristas” y “conservadores”). Los partidos políticos ya no representan, y eso es irreparable. Yo no sé qué es lo que se puede hacer para tratar de remediar esto, pero sin duda lo que hoy está pasando es expresión de eso. Y aunque Trump y Milei se muriesen, el problema seguiría estando. El divorcio entre instituciones y sociedad, la crisis de representación política, es una tendencia de largo plazo, no un desajuste episódico. En sociedades de mayor bienestar económico, esto se nota menos. Pero en sociedades como la nuestra, signadas por la crisis económica, eso se nota más. Y no afecta solamente al gobierno y los partidos políticos, sino también al parlamento y el sistema judicial. El descrédito y la desafección que envuelven a las instituciones son muy profundos. Esto explica el éxito del discurso de Milei contra “la casta”.
La crisis de representación política es un hecho gravísimo, que anuncia males futuros. Pienso en los llamados “populismos autoritarios”. El caso de Bolsonaro en Brasil, por ejemplo. O los ya citados Trump y Milei en EE.UU. y Argentina. Estos líderes de derecha no van a traer ninguna solución, todo lo contrario. Lo cierto es que la vieja normalidad de la política se terminó.
Hablando de terminar, creemos que podemos dar por terminada aquí la entrevista, para no abusar de tu generosidad ni de la predisposición de nuestros lectores. Ha sido una experiencia estupenda, enriquecedora. Un placer y un honor. Muchas gracias, Roberto.
El honor es mío, estoy muy agradecido y honrado por el nivel de sus preguntas e intervenciones.